Todos, ricos y pobres,
vírgenes del claustro y cristianos del mundo, hallan en la vida de Santa Isabel
de Hungría edificantes ejemplos que imitar. Aunque vivió sólo 24 años, su corta
vida es acabado modelo, tanto en lo próspero como en la adversidad, pues no obstante
haber sido hija de reyes, pasó por las mayores humillaciones y por las
privaciones más penosas, sin que su virtud cediera.
Nació
en Presburgo —hoy Bratislava— el 7 de julio de 1207. Fueron
sus padres Andrés II, rey de Hungría, y Gertrudis de Merania, asesinada en
1213.
Aun
no tenía tres años y ya daba señales inequívocas de precoz santidad. Su corazón
y su espíritu se abrieron a las verdades de la fe al mismo tiempo que a los
sentimientos de caridad. Los pobres eran sus mejores amigos y fué cosa muy
notable que, desde el nacimiento de esta niña, cesaron en Hungría las guerras
exteriores y las disensiones interiores, y disminuyeron considerablemente las
blasfemias y otros pecados que antes eran frecuentes.
Dios nuestro Señor, cuidador celoso de la
gloria de sus elegidos, rodeó el nacimiento de Isabel de una brillante aureola
de popularidad y poesía. El landgrave Hermán, duque de Turingia, príncipe de
Hese y de Sajonia, y conde palatino, favorecía ampliamente a sabios y poetas.
Uno de ellos, el célebre Klingsor, dijo cierto día, no sin inspiración, a los
señores de Hese y de Turingia: «Voy a anunciaros una cosa
tan nueva como buena: ha surgido en Hungría una hermosa estrella que brilla
desde allí hasta Marburgo, y pronto enviará sus brillantes fulgores sobre el
mundo entero; esta noche le ha nacido al rey de Hungría, mi señor, una hija que
será la esposa de nuestro príncipe; esta niña será santa, y sus virtudes
confortarán y consolarán a toda la Iglesia.» Los presentes
oyeron aquellas palabras con gran júbilo y fueron a referírselas al duque,
quien quedó muy complacido de cuanto se decía.
DESPOSORIO TEMPRANO. — HUMILDAD DE
ISABEL
Con tales antecedentes,
se decidió Hermán a pedir la mano de Isabel para su hijo Luis, el futuro Luis
IV, conforme a las costumbres de aquellos tiempos entre las familias reales.
Envió, pues, embajadores al rey de Hungría y éste acogió favorablemente su
petición y les entregó la infantita, que a la sazón contaba sólo cuatro años.
Ataviada con riquísimo manto de seda recamado de oro y pedrerías, se llevaron
aquéllos, no sin gran sentimiento de los padres y del pueblo entero que la
amaba con delirio.
A la llegada de los embajadores se celebraron
los desposorios y hubo grandes fiestas populares. Desde entonces, la tierna Isabel y el
príncipe, que sólo tenía 11 años, se educaron juntos; candorosamente
participaban de los mismos juegos y obraban como movidos por un solo corazón y
una sola alma. Siempre que podía, la niña entraba en la capilla del
castillo y, aunque no sabía leer, se hacía abrir un gran salterio y muy
compuesta alzaba los ojos al cielo entregándose con el mayor recogimiento a la
oración y a la meditación. A menudo llevaba a sus amigas al cementerio y les
decía:
—Acordaos de que un día nos veremos
reducidas a polvo y a nada; estas personas que yacen aquí han tenido vida como
nosotras y ahora están muertas como nosotras lo estaremos también; ea,
arrodillaos y decid conmigo: «Por vuestra Pasión y
Muerte y por los dolores de vuestra queridísima Madre María, librad, Señor, de
las penas a esas pobres almas, y por vuestras Llagas Sacratísimas, salvadnos a
nosotras.»
No es para ponderar su inagotable caridad;
no sólo daba a los indigentes cuanto ella tenía, sino que iba en persona a las
cocinas del castillo para recoger alimentos que luego llevaba con afable
solicitud a los pobres, sin parar mientes en el gesto de disgusto con que
miraban aquel despilfarro los sirvientes de la casa ducal.
Tenía Isabel nueve años cuando murió (1216)
el landgrave Hermán, que era para ella un verdadero padre; Luis, su prometido,
demasiado joven aún para poder gobernar por sí mismo, estaba bajo la tutela de
su madre, la duquesa Sofía, quien veía con disgusto y censuraba ásperamente las
pías inclinaciones de Isabel. El día de
la Asunción llevó consigo la duquesa a su hija Inés y a Isabel, y les dijo:
—Bajaremos a la ciudad, y entraremos en la
iglesia de Nuestra Señora; poneos los mejores vestidos y las coronas de oro.
Las princesitas obedecieron sin replicar. Al llegar a la
iglesia, se arrodillaron delante de un gran crucifijo. A la vista del Salvador
agonizante, Isabel se quitó su corona de oro, y se postró profundamente sobre
el desnudo suelo.
— ¿Qué tienes? —le dijo con acritud la duquesa—. ¿Qué vas a hacer? Una joven de tu alcurnia debe mantenerse
erguida y no tirarse por tierra como las beatas. ¿Por qué has de estar en el
suelo como una vil plebeya? ¿Acaso te pesa demasiado la corona?
Se
levantó Isabel y contestó con la mayor humildad:
—Os ruego, señora mía, no toméis esto a mal.
Veo aquí ante mis propios ojos a mi Dios y mi Rey, al misericordiosísimo Jesús,
coronado de punzantes espinas; y yo, que soy una vil criatura, ¿podría
permanecer en su presencia coronada de oro y pedrerías? No, mi corona sería una
burla al lado de la suya.
Y
seguidamente se echó a llorar porque el amor de Cristo crucificado había herido
su tierno corazón.
Tanto privadamente como
en público, se vio despreciada e injuriada hasta por oficiales de la corte, los
cuales pretendieron desviar el acendrado amor que el príncipe Luis profesaba a
Isabel. Le decían que aquella beata deslucía el brillo y la alegría de la
corte, y que debía mandarla a su padre; pero Luis se mostró tan indiferente a
sus discursos como lo había sido a los de su madre y de su hermana Inés. « ¿Veis —les
dijo— esa montaña de enfrente? Pues
aunque me dierais una cantidad de oro mayor que esa gigantesca mole, no
consentiría jamás en apartarme del cariño de Isabel».
FELICIDAD CONYUGAL
Vencidos, por fin, todos los obstáculos, se celebró el
matrimonio en el castillo de Wartburgo el año 1220; Luis tenía a la sazón
veinte años; Isabel, sólo trece. Ambos apreciaban la inocencia del corazón como
su mayor tesoro; ambos vivían más íntimamente unidos por la fe que por las
ternuras del amor, pues se amaban en Dios y sólo por Dios. Por otra
parte, Luis poseía en alto grado las cualidades morales de un soberano
cristiano. Amante de la justicia, empleaba toda la severidad para castigar a
los violadores de las leyes. Alejó de su corte y privó de empleo y sueldo a
cuantos subalternos oprimían al pueblo; obligaba a los blasfemos a llevar por
un tiempo determinado una señal pública de ignominia, y, a la vez que era
rigurosísimo para cuantos violaban la ley de Dios, se mostraba muy indulgente
con los que no guardaban a su real persona todo el miramiento debido, y obraba
siempre con gran prudencia y rectitud. Su
vida podía resumirse en esta breve y hermosa norma que él mismo se trazó como
programa de conducta: Piedad, Caridad,
Justicia.
Por su parte, Isabel
supo en todo momento unir a sus propios atractivos externos aquellas preciadas
virtudes que debían conservar y acrecentar el amor conyugal. A pesar de su
extremada juventud y de la vivacidad casi infantil del amor que profesaba a su
esposo, no perdió nunca el pensamiento de que él era su dueño y señor como
Jesucristo lo es de la Iglesia, y le obedecía como a tal. Fuera de eso, el
joven príncipe le concedía amplia libertad para sus obras de caridad y de
piedad, y ella, confiando en la discreción y prudencia de su esposo, le daba a
conocer todas sus mortificaciones. Se hacían mutuas exhortaciones para
adelantar juntos en el camino de la perfección, y esta santa emulación les
proporcionaba fuerzas para darse de lleno al servicio de Dios, sin que nada
bastara a estorbárselo.
Isabel comprendió que la gracia singular que
el Señor le había hecho uniéndola a un marido tan bueno la obligaba a mayor
fidelidad con el mismo Dios, y, atendiendo que aun en medio de la dicha, de la
prosperidad y de las honras, estamos en la tierra para sufrir, expiar y ganar
el cielo, llevaba debajo de sus ricos vestidos un áspero cilicio; además, todos
los viernes del año y cada uno de los días de la cuaresma, se hacía dar la
disciplina, lo cual no era óbice para que pudiera luego presentarse ante la
corte sonriente y feliz como si de una fiesta llegase.
SU CARIDAD. — MILAGRO DE LAS ROSAS
A solícita caridad de
Isabel para con los pobres iba en aumento de día en día. Les
daba de limosna cuanto tenía, y sucedió con frecuencia que, por no hallar a
mano otro socorro, llegaba a dar los propios vestidos para aliviar a los
desgraciados. Unos pobres aldeanos fueron a quejarse de que los sirvientes del
duque les habían quitado todos los ganados; Isabel acudió en seguida a su
esposo y obtuvo la inmediata restitución de cuanto se les robara.
Cierto día, cuando ella
pasaba por un sendero estrecho y muy desigual, como llevase en su manto pan,
carne, huevos y otros manjares para los pobres, se halló impensadamente delante
de su marido. Éste, sorprendido al verla con tan pesada carga, sola y como algo
turbada, le dijo:
«Veamos lo que
llevas ahí.»
Abrió ella al punto el
manto, en el que sólo vieron fresquísimas rosas blancas y encarnadas, lo cual
sorprendió tanto más a Luis, cuanto que no era aquélla la estación de las
flores. Isabel se turbó y mientras Luis la tranquilizaba, apareció de repente
sobre la cabeza de Isabel una radiante imagen en forma de cruz.
Todos
los desgraciados eran objeto de la tierna caridad de Isabel, pero los leprosos
lo eran de su muy especial predilección. Un día encontró a uno de esos
desdichados que, además de la lepra, tenía en la cabeza una asquerosa apostema
que le daba un aspecto horrible; le llamó a lugar retirado y ella misma le
cortó los cabellos, le lavó y le curó, teniendo apoyada sobre sus propias
rodillas la parte enferma. En otra ocasión, y siendo Jueves Santo, reunió gran
número de leprosos; después de lavarles los pies, se postró humildemente ante
ellos, besó con afecto sus repugnantes úlceras y los hizo obsequiar muy
regaladamente como si de grandes señores se tratase.
NUEVOS MILAGROS
Cierta vez, en ausencia del duque, habiendo
redoblado sus esfuerzos en favor de los enfermos, escogió de entre ellos a un
pobre niño leproso, de quien todos se apartaban. Después de bañarlo, lo ungió
con ungüentos y lo acostó en su propio lecho. Aquel mismo día regresó el duque,
y habiendo sido informado por su madre de lo sucedido, iba ya a descargar su
enojo contra Isabel cuando, en lugar del niño leproso, vio al mismo Jesucristo
crucificado extendido en la cama. Comprendió Luis su ligereza en juzgar la
conducta de su esposa y le pidió perdón de ello.
Muy grande fué la humildad y la perfecta
exactitud con que nuestra Santa obedeció siempre a Conrado, su director
espiritual; le daba a conocer el estado de su alma con la mayor confianza y
sinceridad para poder recibir sus consejos, y Dios se complacía en recompensar
a veces con grandes milagros el espíritu de sumisión, desprendimiento y caridad
de su sierva.
Un
día en que se celebraba en la corte de Turingia gran reunión de la nobleza, el
duque, muy afligido, se quejó a su esposa de que no tuviese ya ningún vestido con
que presentarse dignamente. “Querido dueño mío —dijo
ella—, no te inquietes por eso,
pues he resuelto no poner mi gloria en la ostentación de los vestidos; verás
cómo sabré disculparme con esos señores y procuraré agasajarlos con tanta
afabilidad y alegría, que aun quedarán más complacidos que si me viesen con los
más hermosos atavíos”. Inmediatamente se puso en oración
para pedir a Dios que la ayudase. Cuando llegó la hora, se presentó adornada
con un manto de terciopelo azul sembrado de perlas; sonriendo dulcemente dijo a
su esposo: «Mira lo que sabe hacer
el Señor cuando le place hacerlo.»
DEL TRONO A LA INDIGENCIA
El momento de la prueba
había llegado. El año 1227, acudiendo a la voz del Sumo Pontífice, se armaron
los príncipes cristianos para combatir a los infieles. El piadoso Luis fué uno
de los primeros en alistarse en la santa cruzada. A pesar de su natural aflicción,
le dijo Isabel: «No permita Dios que te
quedes a mi lado contra su adorable voluntad, antes bien que Él te conceda la
gracia de hacer siempre y en todo su adorable beneplácito; yo le hago
gustosísima el sacrificio de ti y de mí. Que su Bondad te acompañe y que sólo
encuentres felicidades en tu camino».
Luis se despidió procurando endulzar las
lágrimas de su esposa, para quien la felicidad de este mundo estaba acabándose.
Porque, en efecto, Luis no debía volver; moriría en el camino, después de dejar
a los caballeros que le acompañaban el triste deber de transmitir a Isabel sus
últimas palabras.
De su breve y santa unión tuvieron cuatro
hijos. Hermán, el mayor, debía suceder al padre bajo la tutela de sus tíos
Enrique y Conrado; pero estos hombres desnaturalizados, en vez de proteger a la
viuda y a los huérfanos, arrojaron sin piedad de palacio a la madre y a los
hijos sin permitirles llevarse nada consigo. Y en aquel momento, Isabel, hija
de reyes, bajó a pie el áspero sendero que conducía a la ciudad. Llevaba en
brazos a su hijito más pequeño, que sólo tenía dos meses; cogidos de sus
vestidos la seguían los otros tres, que apenas sabían andar; el frío era
intensísimo. Isabel, en los días de su grandeza, había colmado de beneficios a
los habitantes de Eisenach, sin embargo, en esta lastimosa circunstancia, nadie
se atrevió a socorrerla por miedo al duque Enrique. La infeliz tuvo que
refugiarse con sus hijos en una desvencijada pocilga.
Aceptada heroicamente esta terrible
humillación, renació tanta paz en su alma que se sintió inundada más que de
sobrenatural alegría. Oyó tocar a maitines en la iglesia de los Franciscanos,
entró en ella, y allí su corazón se desbordó en afectos del más vivo
agradecimiento al Señor, pobre y humillado, que le hacia la honra de compartir
con ella sus oprobios. Sin embargo, como la vista de sus hijos que desfallecían
de frío y de hambre, reavivara su dolor, se acusaba a sí misma de ser la causa
de tan gran castigo por sus pecados.
Nunca se mostró más grande la ingratitud
humana que entre los habitantes de Eisenach; pues ninguno tenía compasión de la
pobre e infortunada duquesa. Una anciana mendiga, afligida de varias y graves
dolencias, había recibido durante largo tiempo los cuidados personales de
Isabel. Un día que ésta atravesaba un arroyuelo fangoso, en el cual habían
echado algunas piedras para facilitar el paso, se cruzó con la miserable vieja
la cual, empujando groseramente a la débil Isabel, la hizo resbalar. Al verla
caída, aun se atrevió a increparla: «No has querido vivir
como duquesa mientras lo eras; ahora que te veo pobre y caída en el barro, no
seré yo quien te levante». Muy
enlodada salió la Santa; pero como si hubiera encontrado una íntima
satisfacción en aquel lance, sonrió graciosamente y exclamó mirando al cielo: «Bien me está, Señor, en compensación del oro y pedrerías que en
otro tiempo llevaba».
TOMA EL HABITO DE SANTA CLARA
Entretanto, los parientes de Isabel se
conmovieron al saber sus desgracias. Primero la abadesa Matilde, su tía, y
después su tío, el obispo de Bamberg, le dieron asilo a ella y a sus hijos. Más
aún; trataron de decidirla a casarse con el emperador Federico II; pero Isabel
tenía muy distintas aspiraciones: sólo pensaba ya en Dios desde que, vencido en
su corazón de veinte años el último grito de la naturaleza, había exclamado
ante los restos de su esposo: «Sabéis, ¡oh Dios mío!,
cuánto he querido a este esposo que tanto os amaba; también sabéis que a todas
las alegrías del mundo yo hubiera preferido mil veces su compañía, la cual me
era tan grata que hubiera con gusto vivido a su lado aunque debiéramos mendigar
de puerta en puerta toda la vida. Ahora yo os encomiendo su alma y me entrego a
vuestra santa voluntad, de tal modo que, aunque pudiera, nada haría por
rescatar su vida, a menos que tal fuera vuestro divino beneplácito.»
Los caballeros que condujeran a Turingia los restos mortales del duque Luis,
habían visto con suma indignación el vil proceder de Conrado y de Enrique con
su cuñada; sus amonestaciones y más aún sus amenazas, decidieron a los príncipes
a hacerle justicia, con lo cual reintegraron al joven landgrave Hermán los
derechos hereditarios y a Isabel el castillo de Wartburgo, desde donde, a pesar
de todo, sólo tuvo para sus opresores palabras de dulzura y de perdón.
En lo sucesivo, el duque Enrique, a quien
correspondía de derecho la regencia durante la menor edad de Hermán, la trató
con todo género de atenciones, y le dejó completa independencia en todo lo
referente a obras de caridad y devoción. La piadosísima Isabel, el
23 de marzo de 1228, que aquel año era Viernes Santo, hizo solemnemente
profesión en la Tercera Orden de San Francisco. No satisfecha aún con esto, en
1229 se animó a fundar ella misma un Instituto Religioso parecido a la Orden de
Santa Clara, pero de votos simples y sin clausura, lo cual permitía a las
religiosas asistir a los pobres en el hospital. Se revistió, pues, para siempre
el santo hábito religioso, y, con otras compañeras, pronunció los votos de
religión. Como aun le pareciera poco, hizo el heroico sacrificio de separarse
de sus hijas; dos de ellas, conforme a las costumbres de aquellos tiempos,
fueron colocadas en un convento, donde más tarde profesaron; la otra se casó
con el duque de Brabante.
SU MUERTE
Un día en que estaba enferma y parecía
dormir vuelta hacia la pared, una de sus compañeras oyó la dulce melodía que
entonaba suavemente. « ¡Oh señora! —le dijo—; ¡qué bien habéis cantado! —¡Cómo! —respondió
Isabel—, ¿lo has oído? Has de
saber que un pajarillo lindísimo ha venido a posarse entre la pared y yo, y ha
cantado con tal suavidad y dulzura y ha llenado de tal alegría mi corazón, que
he tenido que cantar también. Por él he sabido que moriré dentro de tres días».
Milagrosamente avisada de esta suerte, se preparó Isabel
con diligencia para las bodas del Cordero. Al tercer día pronunciaba estas
palabras: « ¡Oh felicidad, la
Santísima Virgen María viene por mí!... Ya llega el ansiado momento en que Dios
me invita a la celestial boda... El Esposo sale al encuentro de su esposa.
¡Silencio! ¡Silencio!» Y en seguida expiró.
Ocurrió su muerte en la noche del
19 de noviembre de 1231. Los funerales constituyeron un verdadero triunfo. Los
padres Franciscanos trasladaron su santo cuerpo a la capilla del hospital de
San Francisco y allí estuvo expuesto durante cuatro días exhalando penetrante y
suavísimo perfume. La sepultaron en dicha capilla y a ella acudían los fieles
para orar sobre su tumba, pues obtenían numerosos favores por su mediación y
los enfermos de cualquier dolencia quedaban completamente curados. Cuando
Gregorio IX la canonizó el 27 de mayo de 1235, se substituyó la capilla por una
iglesia magnífica, y las reliquias de Santa Isabel pasaron a una riquísima
urna. Desgraciadamente, en tiempo de la Reforma dichas reliquias fueron
profanadas, de tal modo que hoy no se sabe a punto fijo su paradero. Se cree
que están en el convento de las Isabelinas, excepto el cráneo, que fué
adquirido a fines del siglo XVI por la infanta de España Isabel Clara Eugenia,
la cual lo trasladó a Bruselas. La fiesta de Santa Isabel fué elevada al rito
doble por Clemente X en 1671.
EL SANTO DE CADA DÍA
POR
EDELVIVES
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