Este gran misionero franciscano cuyas predicaciones
dejaron tan honda huella en Italia durante la primera mitad del siglo XVIII,
mereció que el Excmo. Sr. Pieragostini, obispo de San Severino, escribiera este
singular elogio: «El predicador Leonardo es un león (en latín leo) por la fuerza de
los argumentos y de las palabras que emplea, pero aún más es un fragante nardo
que regocija a toda la Iglesia con el suavísimo olor de sus ejemplos». De esta manera daba a entender que San Leonardo tuvo el celo de un apóstol y la virtud de un
santo. Un breve estudio de su vida nos permitirá profundizar en la
verdad de aquellas afirmaciones.
Nació este esforzado
varón el 20 de diciembre de 1676, en Puerto Mauricio, lugar bañado por las olas
del golfo de Génova, de cuya república dependía por aquel entonces. El mismo
día en que sus ojos se abrieron a la luz natural, su alma, regenerada por las
aguas bautismales, se abría a la luz de la gracia; le fueron impuestos los
nombres de Pablo Jerónimo.
Su padre, Domingo Casanova, capitán de
cabotaje, poseía fe sólida y virtud sincera. La madre murió cuando Pablo
contaba dos años. Sin embargo, su primera educación no sufrió excesivamente de
esta pérdida, gracias a sus piadosos abuelos, y muy particularmente a María
Riolfo, con quien casó su padre en segundas nupcias. El huérfano tenía seis
años cuando esta piadosa mujer le tomó bajo su tutela con afecto maternal. De
cuatro hijos que nacieron de este segundo matrimonio, dos se alistaron con
nuestro Santo en las milicias de San Francisco de Asís, y una hija entró con
las Dominicas; únicamente el cuarto permaneció en el siglo.
Muy pronto se echaron de ver las excelentes
cualidades de Pablo y, sobre todo, su tierna devoción a la Virgen María. ¡Con cuánto placer pasaba las cuentas de su rosario! ¡Con
qué filial confianza se postraba ante la soberana Señora para encomendar a su
bondad maternal todos los acontecimientos grandes y pequeños que le ocurrían!
Cuando estuvo en edad prudente, fué enviado
a cursar estudios en la escuela pública de Puerto Mauricio. Habiéndole dotado
el Señor de muy notables disposiciones para las letras, y como no le faltara al
niño voluntad con que hacerlas valer, consiguió rápidos y halagadores
resultados.
En vista de ello, no vacilaron sus padres en
aceptar una espontánea y generosa oferta que desde Roma les hacía Agustín
Casanova, tío paterno del niño, para que éste fuera a continuar como estudiante
en dicha ciudad.
EL
ESTUDIANTE
Catorce años
contaba Pablo Jerónimo cuando se dirigió a la Ciudad Eterna. Su carácter
franco y expansivo y la gran inteligencia de que estaba dotado le conquistaron
el aprecio de sus maestros. Entre la fogosa juventud de tan diversas naciones y
lenguas que frecuentaba aquellos centros docentes, encontró las seducciones y
peligros propios de la edad y se sintió solicitado al mal de diferentes maneras.
Era preciso que se cumpliese en él, como en todos
los grandes santos, que así como el oro se prueba en el crisol, pruébase en la
tentación el hombre justo. Nuestro estudiante se mantuvo humilde y
modesto, amante de la disciplina, esforzado en el trabajo, ocupado
continuamente en el estudio y en la oración, en la ciencia y en Dios. Su íntimo amigo Pedro
Miré, nos dice: «Con él los paseos de los días de asueto comenzaban con el
rosario».
Siendo miembro
de la Congregación de los Doce Apóstoles, que los Jesuítas dirigían, tuvo que
dedicarse a ciertas obras de apostolado seglar que estaban prescritas, como
explicar el catecismo a los niños y atraer a la iglesia a los ignorantes y
desocupados. Según él mismo declaró más tarde, le sirvieron
admirablemente tales obras para su conservación moral. En el poco tiempo que le
quedaba libre se deleitaba leyendo las obras de San Francisco de Sales, entre
ellas, su admirable Introducción a la vida devota.
LA
VOCACIÓN
El pensamiento
de consagrarse al servicio de Dios a fin de no vivir más que para Él, iba
apoderándose gradualmente de su alma. ¡Qué
profunda emoción experimentó cuando después de una confesión general habló del
asunto al P. Grifonnelli, su director espiritual! Pensando en la dicha
experimentada entonces, derramó abundantes lágrimas de consuelo.
Aún no había
determinado en qué Orden realizaría su santo propósito, cuando cierto día vio a
dos frailes descalzos. Hondamente impresionado por su modestia, los siguió
hasta el convento de San Buenaventura, ocupado por los Franciscanos reformados.
Acertó a entra en la capilla cuando los religiosos entonaban el Converte
nos, Deus, salutaris noster, de Completas: «Conviértenos, Señor, salvador nuestro». Estas palabras fueron
para él como un aldabonazo decisivo de la gracia.
Resuelto a tomar el hábito franciscano y
alentado en tal resolución por su director espiritual y por varios teólogos a
quienes consultó, le faltaba solamente comunicarlo a su tío. Sorprendido éste
de la determinación de Pablo, le amonestó seriamente y aun le expuso ciertas
razones para obligarle a mudar de resolución. Por fin, viendo que todos sus
esfuerzos se estrellaban contra una voluntad inquebrantable, le echó de su casa
sin ninguna consideración.
Muy angustiado por aquel abandono, Pablo se
encaminó a casa de su primo Leonardo Pongetti, casado con una hija de Agustín
Casanova.
Le dispensaron cariñosa acogida y le brindaron
ayuda y protección. Quedó nuestro Santo tan
agradecido por este favor que, el día en que tomó el sayal franciscano, eligió
para sí el nombre de Leonardo, con el cual es conocido en la Historia.
En cuanto a Domingo Casanova no pudo
contener sus sollozos al saber la inquebrantable determinación de su hijo; pero
no tardó en reaccionar. Se fué a la iglesia y allí, teniendo en sus manos la
carta de su hijo, ofreció a Dios con generosidad el gran sacrificio que le
pedía. Animado con la gracia divina, escribió en seguida a Pablo: «Vete, hijo
mío; obedece ante todo al llamamiento de Dios».
Pocos días después el estudiante daba
gracias a Leonardo Pongetti y se despedía del Padre Grifonnelli y de Pedro Miré
para abandonar el mundo y encerrarse con inefable contento de su alma en la
apacible soledad del noviciado de Ponticelli.
Llegó a este
suspirado refugio en septiembre de 1697 y el 2 de octubre vistió el hábito de
San Francisco.
Durante el año del noviciado se aplicó con
gran esmero en la adquisición de las virtudes de su nuevo estado para imprimir
en su alma el carácter distintivo de la Orden seráfica, el admirable y nunca
bastante ponderado espíritu del pobrecillo de Asís. Hecha la profesión, cursó
seis años en las aulas formándose para el apostolado mediante el asiduo estudio
de San Buenaventura, del Beato Juan Duns Scoto y de Santo Tomás. Mientras
duraron sus estudios, sobresalió como modelo en aprovechamiento y santidad, por
lo que tuvo siempre gran prestigio entre sus condiscípulos. Siendo todavía diácono,
predicó brillantemente la Cuaresma a las trescientas jóvenes del asilo de San
Juan de Letrán.
Llegó por fin el
día en que fray Leonardo debía recibir el presbiterado. Cantó su primera Misa
con grandísima piedad, a imitación de San Francisco de Sales, a quien tomó por
modelo en la celebración de los divinos oficios. Varias veces durante
sus estudios manifestó nuestro Santo su anhelo de acudir a las misiones de
China; pero, como vamos a ver, la Divina Providencia tenía otros planes.
Ya se disponía a embarcarse para aquellas
tierras en busca del martirio que tanto ansiaba, cuando causas inesperadas hicieron
fracasar su intento. Los Superiores, con gran satisfacción de todos, le encomendaron
entonces la Cátedra de Filosofía. La desempeñaba el joven profesor con mucho
acierto cuando inesperadamente se sintió acometido de una grave enfermedad que amenazó
dar al traste con las halagüeñas esperanzas en él fundadas.
Obligado a dejar su cátedra, a cambiar de aires
y a entregarse a completo reposo, no se pudo conseguir resultado satisfactorio.
Sus superiores le enviaron de Roma a Nápoles, y luego a Puerto Mauricio; todo
fué inútil, el mal seguía implacablemente su marcha. Ante
la impotencia de los remedios humanos, él recurrió a la Santísima Virgen, prometiéndole
consagrarse al apostolado de las misiones si curaba. Curó en efecto, y al poco tiempo,
repuesto ya completamente, se convirtió en el Apóstol de Italia.
EL
MISIONERO
San
Alfonso María de Ligorio, su contemporáneo, le llamaba «el gran misionero de su siglo». En efecto, Leonardo consagró cuarenta años de su vida al apostolado,
imponiéndose un trabajo tal que agotó sus fuerzas completamente. Su celo
no temía ni desdeñaba ningún auditorio, se tratara del Papa o de cardenales,
obispos, religiosos, profesores y alumnos de universidades, oficiales con sus
tropas, gente de mala vida, pobres y personas de toda clase y condición. Para
que los presos, los condenados a trabajos forzados y los enfermos no quedaran
sin misionar, él mismo se arreglaba para ir en su busca sin reparar en sacrificios.
Predicó en grandes ciudades como Roma, Florencia,
Génova; pero no abandonó villas ni aldeas, ni aun cuando en los últimos años de
su vida su delicada salud exigía especiales cuidados. El Señor tuvo a
bien recompensar su celo, pues las gentes acudían en masa para oír su palabra.
Quince, veinte y hasta treinta mil personas se congregaban para recibir del gran
misionero la bendición papal con que terminaba ordinariamente sus ejercicios.
Raros, rarísimos fueron los que se resistieron
a su llamamiento aun en circunstancias en que la prudencia humana hacía suponer
lo contrario, como en las dos ocasiones a que vamos a referirnos en los
párrafos siguientes.
EL
CARNAVAL EN GAETA Y EN LIORNA
Era en Gaeta, ciudad del reino de Nápoles. Se
aproximaba el Carnaval y la población, casi exclusivamente militar, había hecho
preparativos como nunca. Comienzan a la vez la predicación de fray Leonardo y
los festejos. Dios y el demonio, la gracia y el
placer se encuentran frente a frente; ¿para
quién será la victoria? Cosa sorprendente; desde
los primeros actos, la misión es concurridísima al tiempo que las fiestas
fracasan por falta de público. Los organizadores no consiguieron más asistencia
que la de algunos disolutos empedernidos. Al verse vencidos, acudieron también
ellos a la misión y terminaron por ser los más fieles.
Un caso muy parecido sucedió en Liorna. Esta ciudad marítima parecía una sentina de vicios. Dios
sabe el género y variedad de diversiones que preparaban con ocasión del
Carnaval. Llegó Leonardo apresuradamente y predicó
con tanta unción que no se habló más de Carnaval; los teatros se cerraron como
por encanto, y los confesonarios se vieron invadidos de tal suerte que se creyó
prudente poner guardias en las iglesias para evitar desórdenes por la
aglomeración. El baile de máscaras que prepararan los organizadores, fué
reemplazado por una procesión de penitentes.
MISIÓN
EN CÓRCEGA
Esta isla era
entonces posesión de Génova. Como algunos de sus habitantes, aprovechando de
las guerras del continente, pensaran declarar la independencia, estalló una guerra
fratricida entre enemigos y partidarios del régimen. Incendios, robos, asesinatos,
rivalidades mortales entre familias, fieros combates entre los distintos
partidos: toda la furia del infierno descargó sobre la isla en aquellos aciagos
días, sembrando por doquier la ruina y la desolación. Para devolver la
paz y la fraternidad a aquel desdichado país, la República de Génova recurrió a
Leonardo cuya oratoria persuasiva, espíritu patriótico y tacto político reconocían
todos. Desembarcó en la isla en 1744.
Predicó incansablemente, multiplicó los
ejercicios de misiones y, poniendo la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo ante
la consideración de su auditorio por medio del ejercicio del Viacrucis,
consiguió reconciliaciones emocionantes y hasta muy heroicas. El que más resistencia puso fué un jefe de bandidos,
harto temido y respetado, a quien llamaban «El
Lobo».
En una ocasión le dijo el Santo:
—Ah, hijo mío, el diablo te impulsa a rechazar la paz; pero Dios
te ordena lo contrario.
—Si me lo ordena —contestó—, quiero hacerlo.
Y, dicho esto, arrojó al suelo su arcabuz
mientras gritaba:
— ¡Viva la paz!
Los demás compañeros arrojaron sus armas y
respondieron: « ¡Viva!»
Pero el misionero no se
contentaba con predicar; oraba y ponía todos los medios para demostrar al
pueblo cuánto le amaba y cuán dulce es la paz entre hermanos. Para que esa paz
fuese duradera, estableció en cada pueblo cuatro magistrados encargados de
arreglar las desavenencias y tomar juramento a los principales jefes para
renunciar a sus personales venganzas.
También indicó al gobierno central los medios
adecuados para mantener en obediencia al país. En
todo cuanto hizo mostró ser un gran hombre de Estado.
EL
SANTO
Pero el secreto del éxito de Leonardo no estribaba
en artificios retóricos. Aunque tuvo las cualidades
del orador popular: claridad en la exposición, abundancia de comparaciones,
entusiasmo, fuerza y sonoridad en la voz; sólo en la santidad de su persona se
ha de ver la causa de la influencia maravillosa que aquélla ejercía en cuantos
le oían o trataban.
Después de haber orado mucho y de hacer muy
austeras penitencias, subía al púlpito penetrado profundamente de los divinos
misterios; todo predicaba en él; todo hablaba al corazón: su mirada, su gesto
sobrio, su rostro demacrado por los ayunos, el calor comunicativo de sus
convicciones. Cuando notaba en su auditorio alguna resistencia a la gracia, « ¡Sangre!
¡Sangre!», exclamaba; y, ceñida la frente con una corona
de espinas, descargaba duros golpes sobre sus propias espaldas, besaba humildemente
los pies a los sacerdotes e imploraba la misericordia divina ante un público que
no podía menos que deshacerse en lágrimas.
Cuando recorría los campos, prorrumpía en
alabanzas a Dios. «Señor, dejadme alabaros y bendeciros; dejadme ofreceros tantos
actos de amor como hojas hay en el bosque, flores en los campos, estrellas en
el firmamento, gotas de agua en los ríos, arenas en las playas del mar». El Cielo quiso revelar la santidad del humilde fraile y conquistarle la
veneración de las muchedumbres con el don de milagros.
Descubría los secretos de las conciencias,
anunciaba lo porvenir, y curaba frecuentemente a los enfermos. En Metálica,
devolvió la vista a Francisca Benigni, madre de familia, ciega durante varios
años; en San Germán, las campanas tocaron por sí solas, y el granizo acabó con
las cosechas de un pueblo que había oído con glacial indiferencia sus
exhortaciones.
ACHAQUES
Y ENFERMEDADES. — JUBILEO EN 1750
En 1740, teniendo ya cerca de sesenta y
cuatro años de edad, juzgó que debía darse a vida retirada para prepararse a la
muerte; pero Benedicto
XIV le respondió:
—Hijo mío,
soldado eres de Cristo. Un soldado no debe retroceder ante la lucha si ha de
morir con las armas en la mano.
Gozoso el Santo
con estas palabras del Vicario de Cristo y obediente al Pontífice, redobló su
celo por espacio de otros diez años, hasta que un día, agotado completamente,
se desvaneció estando en el pulpito. Tuvo la gloria de morir casi el mismo día
de su última misión.
Después de la guerra, Génova vino a ser
teatro de trastornos internos, poco propicios para el trabajo de las misiones;
por lo cual, nuestro infatigable apóstol se corrió hacia el centro y sur de
Italia. De 1746 a 1749 evangelizó sucesivamente a Ferrara, Bolonia y más de
otras veinte ciudades o villas de aquella península.
Benedicto XIV, que le profesaba sincera amistad,
quiso que predicase en Roma y otras poblaciones como preparación al Jubileo de
1750. El gran predicador estaba muy debilitado por la edad y
por sus agotadoras empresas; mas, como no acostumbraba huir del trabajo,
emprendió con todos sus bríos las predicaciones antejubilares en medio de la plaza
Navona. Desde los primeros días acudió a oírle todo
el pueblo; el mismo Papa fué varias veces a oír al anciano misionero e impartió
su bendición el último día.
Habiendo conseguido
que muchos ganaran el Jubileo, tuvo la satisfacción de poder retirarse a la
soledad para ganarlo él a su vez. Llamado nuevamente por el Vicario de
Jesucristo, predicó en la iglesia de San Andrés «del Valle» el triduo de
clausura del Año Santo. Al día siguiente del Jubileo, predicó en la erección
del Vía crucis en el interior del Coliseo; puso tanto empeño en esta obra que
se hizo célebre por ella entre los romanos.
Leonardo tenía setenta y cinco años, y la
ciudad de Luca, en la que ya había dado cuatro misiones, le reclamaba
insistentemente para ganar el Jubileo. Y esto fué para él la ocasión de una
suprema jira misional. Como verdadero hijo de San Francisco de Asís, se
entristeció al verse obligado, por mandato expreso del papa Benedicto XIV, a
hacer en coche estos últimos viajes. El pueblo de Barbarolo recibió los
esfuerzos últimos del ilustre misionero, ya completamente rendido y agotado. Fray Leonardo ya sólo anhelaba terminar sus días en Roma,
en el convento de San Buenaventura.
MUERTE
DEL SANTO. — SU CULTO
Al recorrer los
Apeninos en su último viaje, le sobrevino la enfermedad que le llevó al
sepulcro. En Foliño, haciendo un supremo esfuerzo, dijo la Santa Misa. «Una misa
vale más que todos los tesoros del mundo», respondió a un
compañero que le aconsejaba descansar.
Entrado
en Roma, dijo a sus hermanos: «Entonad él Te Deum,
que yo responderé». Y cantando este himno llegó al convento de San
Buenaventura.
Le llevaron a la
enfermería; pidió el Santo Viático y lo
recibió con singular piedad. Después de un tierno coloquio con la Reina del
Cielo, se iluminó su rostro con celestial resplandor, inclinó ligeramente la
cabeza y voló su alma hacia Dios. Era el 26
de noviembre de 1751.
Fué canonizado por Pío IX el 29 de junio de
1867 junto con otros veintidós santos; su fiesta se celebra el 26 de noviembre,
aunque el Propio de la diócesis de Roma la señala para el día siguiente.
Después de su santa muerte se han publicado
varios sermones, algunas cartas y una colección de meditaciones, llamada «Camino del
Paraíso»,
No hay comentarios.:
Publicar un comentario