De la última Antífona,
que cierra la solemnidad de los Santos, se desprende un sentimiento, de
inefable dulzura y de deseo resignado. Pero el día no ha terminado aún para
la Iglesia. Casi no ha despedido a sus hijos gloriosos, que con túnicas blancas
van desapareciendo en pos del Cordero y ya la multitud innumerable de las almas
pacientes la rodea en las puertas de la gloria; sólo piensa en cederles su voz
y su corazón. El
aderezo resplandeciente que la recordaba el blanco vestido de los
bienaventurados, se ha trocado en los colores de luto; han desaparecido sus
ornamentos y las flores de sus altares; el órgano guarda silencio; el toque de
las campanas parece lamento de los muertos. A las Vísperas de todos los Santos
suceden sin transición las Vísperas de los Difuntos
(Si
el día siguiente de todos los Santos está ocupado Por un domingo, la Conmemoración
de los Difuntos se hace otro día).
No hay elocuencia ni ciencia que puedan alcanzar la profundidad de
doctrina y la fuerza de súplica que predominan en el oficio de los Difuntos. Sólo
la Iglesia conoce en este punto los secretos de la otra vida, los caminos del
Corazón de Cristo; sólo la Madre posee ese tino que
la permite aliviar la purificación dolorosa de los que han salido ya de este
mundo y consolar a la vez a los huérfanos, a los desamparados, a los que
dejaron en la tierra envueltos en lágrimas.
PRIMER SALMO.
— DILEXI: el primer canto del purgatorio es un canto de amor, como el
último del cielo en esta fiesta memorable ha sido el CREDIDI, salmo que
recordaba la fe y las pruebas por que pasaron los elegidos. Vínculo
común del alma paciente y del alma triunfante, la caridad es para las dos su
dignidad y su inamisible tesoro; pero, como la visión que sigue a la fe no deja
en la una más que un gozarse en el amor, así este mismo amor se convierte para
la otra, en la sombra donde la retienen sus faltas no expiadas todavía, en una
fuente inefable de tormentos. Con todo, ya se acabaron las angustias de este
mundo, los peligros del infierno; confirmada
en gracia, el alma ya no vuelve a pecar; no tiene más que agradecimiento para
la misericordia divina que la ha salvado y para la justicia que la purifica y
hace digna de Dios. Y; es tal su estado de aquiescencia absoluta, de esperanza
resignada, que la Iglesia le llama: “un
sueño de paz” (Canon de la Misa).
¡Llegar
un día a agradar a Dios sin restricción! Separada ya
del cuerpo que la distraía y, la entorpecía con mil cuidados inútiles (Sab., IX,
15) el alma queda absorta en esta única aspiración; a satisfacerla, tienden
todas sus energías, todos los tormentos por los cuales da gracias al cielo, que
la ayuda en su flaqueza. ¡Bendito crisol en que se
consumen las reliquias del pecado y de modo tan completo se paga toda la deuda!
Borradas ya totalmente las antiguas manchas, de sus llamas bienhechoras volará
el alma al Esposo, considerándose verdaderamente feliz y segura de que las
complacencias del Amado no encontrarán en ella obstáculo alguno.
SEGUNDO SALMO.
— Mas su
destierro se prolonga harto dolorosamente. Si por la caridad está en
comunión con los habitantes del cielo, el fuego que la castiga no difiere en su
materialidad del de los infiernos. Su morada está junto a la de los malditos;
tiene que aguantar la vecindad del Cedar infernal, de los adversarios de toda
paz, de los demonios que la persiguieron en su vida mortal con asaltos y
asechanzas y que en el tribunal de Dios seguían acusándola con bocas mentirosas.
“De la puerta del
infierno, líbrala”, va a suplicar pronto la Iglesia.
TERCER SALMO
—El alma,
con todo, no desfallece; levantando sus ojos a los montes, sabe que puede
contar con el Señor, que no la han desamparado ni el cielo, que la espera, ni
la Iglesia, de quien es hija. Por muy cerca que se encuentre de la
región de los llantos eternos, no es inaccesible a los Ángeles el purgatorio,
donde la justicia y la paz se dan el abrazo. A las comunicaciones divinas con
que estos mensajeros augustos la llevan un alivio, se junta el eco de la
oración de los bienaventurados, de los sufragios de la tierra. El alma está
sumamente segura de que el único mal que merece ese nombre, el pecado, no puede
hacerla ya daño ninguno.
SALMO CUARTO.
— El uso del pueblo cristiano ha hecho
del salmo 129 una oración especial por los difuntos; es un grito de angustia,
pero también de esperanza.
La aflicción de las almas en la mansión de la expiación es a propósito
para conmover nuestros corazones. Sin estar en el cielo ni pertenecer a la
tierra, perdieron los privilegios que por disposición divina compensan en
nosotros los peligros del viaje en este mundo de prueba. Por perfectos que sean
todos sus actos de amor, de esperanza y de fe resignada, no pueden merecer ya;
y son esas almas tan aceptas a Dios, que sus indecibles tormentos nos
merecerían a nosotros la recompensa de millares de mártires; en cambio,
tratándose de la eternidad, nada ponen en el activo de esas almas; sólo valen
para dejar arreglada una cuenta examinada en otro tiempo por sentencia del
Juez.
Ni pueden merecer, ni tampoco pueden satisfacer, como nosotros, a la
justicia por actos equivalentes aceptados de Dios. Su impotencia para valerse
por sí mismas es más radical aún; que la del paralítico de Betsaida; la piscina
de salvación, con el augusto sacrificio, los Sacramentos y el uso de las llaves
que se confiaron a la Iglesia, es algo que pertenece a este mundo.
La Iglesia, pues, no tiene ya jurisdicción sobre ellas, las ama, en
cambio, con la misma ternura de Madre, y se sirve, en favor de ellas, de su
poder de intercesión cerca del Esposo, poder, que es siempre grande. La Iglesia
hace suya la oración del Esposo; y, abriendo el tesoro recibido de la copiosa redención del Señor, ofrece al
Señor, que lo formó para ella, su fondo dotal, con el fin de obtener la
liberación de esas almas o el alivio de sus penas; y así sucede que, sin lesionar
otros derechos, la misericordia penetra y se
desborda en los abismos en que sólo reinaba la
inexorable justicia.
SALMO QUINTO.
— Te
alabaré porque me has escuchado. La Iglesia nunca ruega en vano. El último
salmo canta su agradecimiento y el de las almas que habrán salido de los
abismos o se han acercado a los cielos por el oficio que va a terminar. Gracias
a él más de una, que esta mañana permanecía aún cautiva, hace su entrada en la
luz al crepúsculo de esta fiesta de todos los Santos, cuya gloria y alegría se
aumenta de ese modo en el último momento. Sigamos con el corazón y el
pensamiento a las nuevas elegidas, las cuales, sonriéndonos y dándonos gracias
a nosotros, hermanos suyos o hijos, se levantan radiantes de la región de las
sombras y cantan: Señor,
te glorificaré en presencia de los Ángeles; te adoraré,
pues, en tu santo
templo. No, el Señor no desprecia las obras de sus manos.
EL MAGNÍFICAT.
—Y así como toda gracia de Cristo nos
viene en esta vida por María, así también por medio de ella se obra, después de
esta vida mortal, toda liberación y se consigue cualquier beneficio. En
cualquier parte a donde llegue la redención del Hijo, allí ejerce su imperio la
Madre. Por eso, las visiones de los Santos nos la presentan como verdadera
Reina del purgatorio, ya se haga representar en él benignamente por los Ángeles
de su corte, ya, penetrando en aquellas sombrías bóvedas como aurora del día
eterno, se digne derramar con abundancia el rocío matutino. ¿Faltará por ventura alguna vez, dice el Espíritu Santo,
la nieve del Líbano a la piedra del desierto? Y ¿quién podrá impedir a las aguas
frescas caminar al valle? Comprendamos,
pues, el cántico del Magníficat en el oficio de Difuntos: es el homenaje de las almas que llegan a los cielos; y es
también la dulce esperanza de las que aún permanecen en la mansión de la
expiación.
CONCLUSIÓN.
— Día
grande y bello es en verdad este día. La tierra, colocada entre el purgatorio y
el cielo, los ha aproximado a los dos. El augusto
misterio de la comunión de los Santos se muestra en toda su amplitud. La
inmensa familia de los hijos de Dios se nos ofrece a la vista, una por el amor
y distinta en sus tres estados de felicidad, de prueba y de expiación purificadora;
la expiación y la prueba durarán sólo algún tiempo; la felicidad no tendrá fin.
Es el digno coronamiento de las enseñanzas de la liturgia.
Irá creciendo la luz cada día de la octava.
Pero en este momento todas las almas se recogen
en el culto de sus seres más queridos, de sus recuerdos más nobles. Al dejar la
casa de Dios, tengamos piadosamente nuestro pensamiento en el que a ello tiene
derecho. Es la fiesta de nuestros carísimos difuntos. Escuchemos
atentamente su voz, que de campanario en campanario, a través del mundo
cristiano, resuena tan dulce y tan suplicante desde las primeras horas de esta
noche de noviembre. Esta tarde o mañana debemos
visitar la tumba donde descansan en paz sus restos mortales. Roguemos por ellos
y también pidámosles por nosotros; no temamos hablarles continuamente de los
intereses que les fueron queridos en la presencia de Dios. Porque Dios los ama
y por una especie de satisfacción concedida a su bondad, los escucha mucho más
cuando piden para otros, ya que su justicia los mantiene en un estado de la más
absoluta impotencia de lo que a ellos se refiere.
“EL
AÑO LITURGICO”
DOM PROSPERO
GUÉRANGER
ABAD DE SOLESME.
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