No
queremos, hermanos que ignoréis lo tocante a la suerte de los muertos, para que
no os aflijáis como los demás que no tienen esperanza. (I Tes., IV,
13). Este era el deseo del Apóstol escribiendo a los primeros cristianos; y el
de la Iglesia hoy no es otro. En efecto, la verdad sobre los difuntos no pone
sólo en admirable luz el acuerdo de la justicia y de la bondad en Dios: los corazones más duros no resisten a la misericordia caritativa
que esa verdad infunde, a la vez que procura los más dulces consuelos al luto
de los que lloran. Si nos enseña la fe que
hay un purgatorio, donde las faltas no expiadas pueden retener a los que nos
fueron queridos, también es de fe que podemos ayudarlos (C. de Trento,
sesión XXV), y es teológicamente cierto que su
liberación más o menos pronta está en nuestras manos. Recordemos algunos
principios que pueden ilustrar esta doctrina.
LA EXPIACIÓN DEL
PECADO.
— Todo pecado causa
en el pecador doble estrago: mancha su alma y
le hace merecedor del castigo. El
pecado venial causa simplemente un desplacer a Dios y su expiación sólo dura
algún tiempo; mas el pecado mortal es una mancha que llega hasta deformar al
culpable y hacerle objeto de abominación ante Dios; su sanción,
por consiguiente, no puede consistir más que en el destierro eterno, a no ser
que el hombre consiga en esta vida la revocación de la sentencia. Pero, aun en
este caso, borrándose la culpa mortal y quedando revocada por tanto la
sentencia de condenación, el pecador convertido no
se ve libre de toda deuda; aunque a veces puede ocurrir; como sucede
comúnmente en el bautismo o en el martirio, que
un desbordamiento extraordinario de la gracia sobre
el hijo pródigo logre hacer desaparecer en el abismo del olvido divino hasta el
último vestigio y las más diminutas reliquias del pecado, lo normal es que en
esta vida o en la otra exija la justicia satisfacción por cualquier falta.
EL MÉRITO.
—Todo acto sobrenatural de virtud, por
contraposición al pecado, implica doble utilidad para el justo; con él merece el alma un nuevo grado de gracia; satisface por la pena debida a las faltas pasadas
conforme a la justa equivalencia que según Dios corresponde al trabajo, a la
privación, a la prueba aceptada, al padecimiento voluntario de uno de los
miembros de su Hijo carísimo. Ahora bien, como el mérito
no se cede y es algo personal de quien lo adquiere, así, por lo contrario, la satisfacción, como valor de cambio, se presta a
las transacciones espirituales; Dios tiene a bien aceptarla como pago parcial o
saldo de cuenta a favor de otro, sea de este mundo o del otro el concesionario,
con la sola condición de que pertenezca por la gracia al cuerpo místico del
Señor que es uno en la caridad (I Cor., XII, 27).
Es la consecuencia, como lo explica Suárez en su tratado de los Sufragios, del misterio de la Comunión de los
Santos, que en estos días se nos manifiesta: “Creo
que esta satisfacción de los vivos en favor de los difuntos vale en justicia y
que es infaliblemente aceptada en todo su valor y conforme a la intención del
que la aplica, de suerte que, por ejemplo, si la satisfacción que me
corresponde me valía en justicia, percibiéndola yo, el perdón de cuatro grados de
purgatorio, otro tanto se la perdona al alma por quien la ofrezco”.
LAS INDULGENCIAS.
— Sabido es cómo secunda la Iglesia en
este punto la buena voluntad de sus hijos. Por
medio de la práctica de las Indulgencias, pone a disposición de su caridad el tesoro
inagotable donde se juntan sucesivamente las satisfacciones abundantísimas de
los Santos con las de los Mártires, y también con las de Nuestra Señora y con
el cúmulo infinito debido a los padecimientos de Cristo. Casi siempre ve
bien y permite que la remisión de la pena, que ella directamente concede a los
vivos, se aplique por modo de sufragio a los difuntos, los cuales ya no
dependen de su jurisdicción. Quiere esto decir que cada
uno de los fieles puede ofrecer por otro a Dios, que lo acepta, el sufragio o
ayuda de sus propias satisfacciones, del modo que acabamos de ver. Tal
es la doctrina de Suárez, el cual enseña también que la indulgencia que se cede
a los difuntos no pierde nada de la certeza o del valor que tendría para
nosotros los que pertenecemos todavía a la Iglesia militante. Ahora bien, las Indulgencias se nos ofrecen en mil formas y en mil
ocasiones.
Sepamos utilizar nuestros tesoros y
practiquemos la misericordia con las pobres almas que padecen en el purgatorio.
¿Puede existir miseria más digna de
compasión que la suya? Tan punzante es, que no hay desgracia en esta vida
que se la pueda comparar. Y la sufren tan noblemente, que ninguna queja turba
el silencio de “aquel río de fuego que en su curso
imperceptible las arrastra poco a poco al océano del paraíso”. El cielo
a ellas de nada las sirve; allí ya no se merece. Dios mismo, buenísimo pero también
justísimo, se ha obligado a no concederlas su liberación si no pagan
completamente la deuda que llevaron consigo al salir de este mundo de prueba (S. Mateo,
V, 26). Es posible que esa deuda la contrajesen por nuestra culpa o con nuestra
cooperación; y por eso se vuelven a nosotros, que continuamos soñando en
placeres mientras ellas se abrazan, cuando tan fácil nos es abreviar sus
tormentos. Apiadaos,
apiadaos de mí, siquiera vosotros, mis amigos, pues me ha herido la mano del
Señor (Job., XIX, 21).
LA ORACIÓN POR
LAS ALMAS DEL PURGATORIO.
—Como si el purgatorio viese rebosar
más que nunca sus cárceles con la afluencia de multitudes que allí lanza todos
los días la mundanalidad del siglo presente y acaso debido también a la proximidad
de la cuenta corriente final y universal que dará término al tiempo, al
Espíritu Santo ya no le basta sostener el celo de las cofradías antiguas
consagradas en la Iglesia al servicio de los difuntos; suscita la Iglesia
nuevas asociaciones y hasta familias religiosas, cuyo fin exclusivo es promover
por todos los medios la liberación o el alivio de las almas del purgatorio. En
esta obra, que es una especie de redención de cautivos, hay también cristianos que
se exponen y se ofrecen a cargar sobre sí las cadenas de sus hermanos,
renunciando para ello libre y voluntariamente, no sólo a sus propias
satisfacciones, sino también a los sufragios de que se podían beneficiar
después de muertos; acto heroico de caridad que no se debe hacer a la ligera,
pero que aprueba la Iglesia (En el siglo XVIII propagaron esta devoción los
Clérigos regulares Teatinos y la enriquecieron con gracias espirituales los
Sumos Pontífices, Benedicto XIII , Pío VI y Pío IX. ); dicho acto da a Dios
mucha gloria y, en el caso de un retardo temporal de la bienaventuranza, merece
a su autor el estar más cerca de Dios para siempre, desde ahora por la gracia y
después, en el cielo, por la gloria.
Y, si los sufragios de un simple fiel tienen
tanto valor, ¡cuánto más tendrán los de toda
la Iglesia en la solemnidad de la oración pública y en la oblación del augusto
Sacrificio en que Dios mismo satisface a Dios por todas las faltas! La Iglesia, desde su origen, siempre rezó por los
difuntos, como antes lo hizo la Sinagoga (II Mac. XII, 46. ). Así como celebraba el aniversario de sus hijos mártires
con acciones de gracias, así también honraba con súplicas el de los demás
hijos, que quizá no estuviesen aún en los cielos. Diariamente se
pronunciaban en los Misterios sagrados los nombres de unos y otros con el doble
fin de la alabanza y de la oración; y, así como por no poder recordar en cada
iglesia particular a cada uno de los bienaventurados del mundo entero, los
incluyó a todos en una fiesta y en una mención común, así de igual manera hacía
conmemoración general de los difuntos en todas partes y todos los días a
continuación de las conmemoraciones particulares. Tampoco
faltaban sufragios, observa San Agustín, a los que no tenían parientes ni
amigos; ésos tenían para remediar su desamparo, el cariño de la Madre común.
MUERTE Y
RESURRECCIÓN.
— Mientras
el alma, al salir de este mundo, suple en el purgatorio la insuficiencia de sus
expiaciones, el cuerpo que dejó vuelve a la tierra para cumplir la sentencia lanzada
contra Adán y su raza en el principio del mundo (Gen., III, 19). Pero la justicia es amor tanto para el cuerpo como para
el alma del cristiano. La humillación del sepulcro es justo castigo de la
falta original; más en ese retomo del hombre al polvo de la tierra de que fué
formado, nos hace ver San Pablo además la siembra necesaria para la transformación
del grano predestinado, que un día ha de volver a vivir en muy distintas
condiciones (1 Cor., XV, 36). Es que, en efecto, la carne y la sangre no pueden
poseer el reino de Dios (1 Cor., XV, 50) ni los que están sujetos a la
corrupción aspirar a la inmortalidad. Trigo candeal de Cristo, según la palabra
de San Ignacio de Antioquía, el cuerpo del
cristiano es arrojado al surco de la tumba para dejar en él lo que tenía de corruptible,
la forma del primer Adán con su flaqueza y su pesadez; mas, por virtud del
nuevo Adán, que le vuelve a formar a su propia imagen, saldrá completamente
celestial y espiritualizado, ágil, impasible y glorioso. Gloria al que sólo
quiso morir como nosotros para destruir la muerte y hacer de su victoria
nuestra victoria.
La Iglesia continúa pidiendo con insistencia en el Gradual la liberación
de los difuntos.
LA VOZ DEL JUEZ.
— El
purgatorio no es eterno. Su duración es infinitamente diversa según las sentencias
del juicio particular que sigue a la muerte de cada uno; para ciertas almas más culpables o que, excluidas de la
comunión católica, están privadas de los sufragios de la Iglesia, puede prolongarse
a siglos enteros, aunque la misericordia divina se dignase librarlas del infierno.
Más al fin del mundo y de todo lo que es temporal se ha de cerrar el
purgatorio. Dios sabrá conciliar su justicia y su gracia en la purificación de los
últimos llegados de la raza humana, supliendo, con la intensidad de la pena
expiatoria lo que podría faltar a la duración. Pero, en lo que se refiere a la
bienaventuranza, mientras las sentencias del juicio
particular son con frecuencia suspensivas y dilatorias y dejan provisionalmente
el cuerpo del elegido y del condenado a la suerte común de la sepultura, el juicio
universal tendrá carácter definitivo tanto para el cielo como para el infierno,
y sus sentencias serán absolutas y se ejecutarán al instante íntegramente.
Vivamos, pues, a la expectativa de la hora solemne en que los muertos oirán la
voz del Hijo de Dios. El que tiene que venir, vendrá y no tardará, nos recuerda
el Doctor de las gentes (Hebr., X, 37); su día llegará rápido y de improviso
como un ladrón, nos dicen con él (I Tes., V, 2), el Príncipe de los Apóstoles (II
Ped., III, 10) y Juan el discípulo amado (Apoc., XVI, 15.), haciendo eco a la
palabra del mismo Jesucristo (S. Mateo, XXIV, 43): como el relámpago sale del oriente
y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del Hombre
(S.
Mateo, XXIV , 27).
Asimilémonos los sentimientos expresados en el Ofertorio de los
difuntos. Aunque las benditas almas del purgatorio
tienen asegurada para siempre la eterna bienaventuranza y ellas lo saben bien,
con todo eso, el camino más o menos largo que las conduce al cielo, se abre
entre el peligro del último asalto diabólico y las angustias del juicio. La
Iglesia, pues, abarcando con su oración todas las etapas de esta vía dolorosa, anda
solícita para no descuidar la entrada; y no teme llegar para eso demasiado
tarde. Para Dios, cuya mirada abarca todos los tiempos, la súplica que hoy hace
la Iglesia, estaba ya presente en el momento del paso tremendo y procuraba a
las almas la ayuda que aquí se pide. Además, esta misma súplica la va siguiendo
a través de los altibajos de su lucha contra las potestades del abismo, de las cuales
se sirve Dios como de instrumentos en la expiación reclamada por su justicia,
según lo han comprobado más de una vez los Santos. En esta hora solemne, en que la
Iglesia presenta sus ofrendas para el augusto y omnipotente Sacrificio,
redoblemos nosotros también nuestros ruegos por los finados. Imploremos su
liberación de las fauces del león. Supliquemos al glorioso Arcángel, prepósito del
paraíso, sostén de las almas al salir de este mundo, su guía enviado por Dios (Antíf. y
Responsorio de la fiesta de S. Miguel), que
las conduzca a la luz, a la vida, a Dios mismo, que se prometió como recompensa
a los creyentes en la persona de su padre Abraham. (Gen., XV,
1.).
“EL
AÑO LITURGICO”
DOM PROSPERO
GUÉRANGER
ABAD DE SOLESME.
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