El glorioso confesor y sublime predicador y fraile
humilde de San Francisco, san Bernardino de Sena, nació en la ciudad de Sena en
Toscana, de muy noble y cristiana familia.
Por la muerte de sus padres quedó
encomendado el niño a una tía suya, la cual le crio con mucho cuidado.
Era muy amigo de
componer altares y de remedar a los predicadores que oía, y para esto se subía
a algún lugar alto, estando sentados los otros muchachos, lo cual era como un
indicio de lo que después había de ser.
Cuando
cursaba en las aulas, los otros mozos que le conocían se recataban de hablar en
su presencia de cosas torpes y libres, y si estando él ausente las hablaban entre
sí, viéndole venir, luego decían: « ¡Hola! Bernardino
viene, dejemos estas pláticas.»
Siendo de edad de veinte años, hubo una grande
pestilencia en toda Italia, y extendiéndose por la ciudad de Sena, hacía tan
grande estrago en el hospital, que habiendo muerto los ministros que servían a
los enfermos, no había quien se atreviese a entrar en él.
Viendo
esto Bernardino, persuadió a algunos jóvenes, bien inclinados y amigos suyos, a
encargarse de aquella empresa tan gloriosa, y fué al hospital con sus
compañeros, y por espacio de tres meses sirvieron a los apestados, hasta que
cesó aquella calamidad.
Llamado después por una voz del cielo a la religión de
san Francisco, vendió su hacienda y la dio toda a los pobres.
Habiendo hecho su profesión, dio principio a
sus correrías apostólicas, predicando en Sena, Florencia y otras partes de
Toscana, pasando de allí a Lombardía y siendo en toda Italia una trompeta del
cielo.
A la hora en que
predicaba, se cerraban las tiendas, y cesaban los tribunales y audiencias, y en
las universidades las lecciones.
Nadie podía resistir a la virtud de su santa
palabra.
Se convirtieron innumerables y grandes pecadores: los jugadores
le llevaban sus tableros, naipes y dados; las mujeres mundanas sus cabellos,
afeites y vestidos; y él en una hoguera lo mandaba todo abrasar.
Edificó y pobló más de doscientos monasterios, renunció a
tres obispados que los papas le ofrecieron; y habiéndole una vez el santo pontífice
puesto por su mano en la cabeza la mitra episcopal, él se la quitó, y con lágrimas
y razones logró quedarse en su humilde estado.
Sesenta y tres años llevaba de grandes
méritos y virtudes, cuando le apareció san Pedro Celestino, que le avisó de su
cercana muerte; y la vigilia de la Ascensión, tendido humildemente en el suelo
como su padre san Francisco, murió alegremente y con la risa en los labios.
Reflexión:
Este
apostólico y santísimo varón tenía tan impreso en el alma el dulce nombre de
Jesús, que jamás se le caía de la boca. Con este nombre sazonaba todos sus
sermones y todas sus pláticas familiares y buenas obras: y llevaba pendiente
del cordón una tablita en que estaba escrito aquel nombre en letras de oro, y
la mostraba al pueblo y a los pecadores para animarles y llenarles de santa
confianza.
Sea también el dulcísimo
nombre de Jesús nuestro tesoro consuelo y esperanza en la vida y en la muerte.
Frágiles somos y
miserables pecadores; no podemos confiar en nuestros méritos; pero podemos y
debemos confiar en los merecimientos de Jesucristo, el cual se entregó a la
muerte, como dice el apóstol, para satisfacer por nuestros pecados y por todos
los pecados del mundo.
Oración:
Señor Jesús, que concediste a tu bienaventurado confesor
Bernardino un amor tan grande a tu santo nombre; por sus méritos e intercesión
te suplicamos que infundas en nuestros corazones el espíritu de tu divino amor.
Que vives y
reinas por los siglos de los siglos. Amén.
FLOS
SANCTORVM
DE
LA FAMILIA CRISTIANA.
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