Durante la primera parte
del Año Litúrgico, desde Adviento y Navidad hasta Pentecostés, la Iglesia ha
reconstruido y meditado los principales misterios de la vida de Nuestro Señor
Jesucristo, su divino Esposo.
En la segunda parte del Año Litúrgico, que
comienza el primer domingo después de Pentecostés, la Iglesia se nos presenta como
recordando, meditando y viviendo las principales enseñanzas del Salvador. Y la
primera verdad que nos recuerda, guiada en eso por el Espíritu Santo, es la
Santísima Trinidad.
«Apenas hemos celebrado la venida del
Espíritu Santo, cantamos la fiesta de la Santísima Trinidad en el Oficio del
domingo que sigue, y este lugar está muy bien escogido, porque tan pronto como
hubo bajado el Espíritu Santo, comenzó la predicación y la creencia en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (SAN
RUPERTO, siglo XII).
Detengámonos, pues, sobre este misterio, con
algunas consideraciones que alimenten nuestra fe y nuestro agradecimiento a
Dios por habérnoslo revelado.
1º El misterio y dogma de la Santísima
Trinidad pertenece esencialmente a la fe verdadera.
La primera consideración es que este misterio
fue conocido por todos los Patriarcas y mayores de Israel. Así nos
lo afirman San Fulgencio y Santo Tomás de Aquino, entre otros. Leamos sus
enseñanzas:
«La fe que los santos Patriarcas y los
Profetas recibieron de Dios antes de la encarnación de su Hijo; la fe que los
santos Apóstoles recibieron de la boca del Dios encarnado, que el Espíritu
Santo les enseñó, y que no solamente predicaron de palabra, sino que
consignaron en sus escritos para instrucción saludable de la posteridad; esta
fe proclama, con la unidad de Dios, la Trinidad que está en El, es decir, el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo» (SAN FULGENCIO, Maitines de la
Santísima Trinidad, 2º Nocturno).
«Del mismo modo que, antes de
Cristo, el misterio de Nuestro Señor fue creído explícitamente por los mayores,
y por los menores de manera implícita y como entre sombras, así también el
misterio de la Trinidad… Así, antes de la llegada de Cristo, la fe en la
Trinidad estaba oculta en la fe de los mayores; mas gracias a Cristo ha sido
manifestada al mundo por los apóstoles» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma
Teológica, IIª IIª, 2, 8).
Doble es la razón por la que este misterio
fue conocido de los antiguos:
• por una parte, porque una sola es la
fe de todos los que quieren
salvarse, una sola y misma fe es la que Dios exige a los hombres de todos los
tiempos; y en esta fe, para que quede salva su unidad, se reclama el conocimiento
mínimo de dos misterios: el de la existencia de Dios, que incluye el dogma de
la Santísima Trinidad; y el de su Providencia, que incluye el dogma de la
Encarnación redentora;
• y, por otra parte,
porque el
conocimiento de este doble misterio es necesario para la eterna salvación,
y así debió ser conocido, al menos implícitamente, para salvarse.
Por eso, la Sagrada Escritura del Antiguo
Testamento, interpretada rectamente por la Iglesia y por los Santos Padres, nos
aporta numerosos indicios de este misterio, entre los cuales podemos enunciar
los siguientes:
• Ante todo, el plural utilizado por
Dios al crear al hombre: «Hagamos al hombre a nuestra
imagen y semejanza».
• Luego, la misteriosa aparición de
Dios a Abraham bajo la apariencia de tres hombres, en el encinar de Mamré. «Vio a tres –dice el Breviario–, y adoró a uno solo». De hecho, Abraham se dirige a
los tres hablándoles en singular: «Señor, si he
hallado gracia en tu presencia...».
• Por fin, el conocido canto de los
ángeles, a quienes Isaías ve adorar a la Santísima Trinidad diciendo: «Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los Ejércitos».
Bien es cierto también que la revelación
clara y explícita de este misterio a todos los hombres era incumbencia del
Verbo de Dios encarnado, y por eso los Patriarcas velaron este misterio al
pueblo llano (que creía y adhería a la fe de los mayores); pero, aun así, este
misterio fue conocido y custodiado en el Antiguo Testamento por aquellos que
debían ser los guardianes y transmisores de la verdad revelada.
Claramente se comprende entonces
cuán falsa es la actitud del actual ecumenismo, que supone que los judíos
siguen siendo fieles a la fe de sus mayores. ¡Nada más falso! Porque la fe de
los judíos creyentes del Antiguo Testamento era una fe que incluía el dogma de
la Santísima Trinidad, y por eso, aunque no todos la conocieran explícitamente,
tampoco la negaban; mientras que los judíos actuales rechazan expresamente este
dogma, y así se separan de la fe de Abraham, y sólo son hijos suyos según la
carne, como el excluido Ismael.
2º El misterio de la Santísima Trinidad
es la contraseña del católico de todos los tiempos.
La segunda consideración es que esta verdad es
la gran contraseña de nuestra fe, el gran distintivo del católico.
Así lo afirma expresamente el Catecismo Romano de Trento. ¿Qué nos dice? Que los Apóstoles, para fijar una norma única y
universal de nuestra fe, constituyeron una profesión de fe, a la que se llamó Símbolo
(«señal»,
«contraseña»), porque por él los
verdaderos cristianos se reconocían entre sí. Ahora bien, ¿cómo se estructura este Símbolo? Justamente
en torno al dogma de la Santísima Trinidad. Después de enunciar la unidad de la
divina esencia («Creo
en Dios»), el Credo se divide en tres partes claramente delimitadas:
una dedicada
al Padre, otra dedicada al Hijo, otra dedicada al Espíritu Santo.
Es más: para que el pueblo fiel recuerde
claramente esta distinción de personas en el Dios único, se asigna a cada
persona divina una obra peculiar, no porque ella la realice exclusivamente,
sino para marcar la característica particular de esa persona en la Trinidad:
•
A DIOS PADRE, principio y origen de las demás
personas, se le atribuye la creación.
•
A DIOS HIJO, que procede del Padre, se le atribuye
la obra de la redención, para la cual es mandado por el Padre.
•
Y a DIOS ESPÍRITU SANTO, que procede del Padre
y del Hijo y es, por decirlo así, el que consuma y acaba la vida divina, se le
atribuye la consumación de la obra de Cristo por la aplicación de la vida a las
almas: el misterio de la Iglesia.
Esa es claramente la contraseña de quien
desea salvarse, como nos lo recuerda San Atanasio en el Símbolo Quicumque:
«Todo el que quiera salvarse,
ante todo es menester que mantenga la fe católica; y el que no la guardare
íntegra e inviolable, sin duda perecerá para siempre. Ahora bien, la fe
católica pide que adoremos a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad
en la unidad: sin confundir las personas ni separar
las sustancias. Porque una esa persona del Padre, otra la del Hijo y otra la
del Espíritu Santo; pero el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo tienen una sola
divinidad, gloria igual y coeterna majestad».
Un solo Dios en la Trinidad: no es ése,
ciertamente, el Dios que profesa el actual ecumenismo con judíos y musulmanes,
como no es tampoco la Trinidad en la unidad. Y, sin embargo, las almas no
pueden salvarse sin confesar este dogma. ¡Qué terrible falta de caridad es,
desde entonces, dejar en su religión falsa a toda esa gente engañada por el
demonio, decirle que tiene el mismo Dios que nosotros, y que con su religión
igual puede salvarse, y negarse por principio a predicarle la verdad católica,
y a amenazarla (como hizo Cristo) con la condenación eterna si no cree!
«De suerte que, como
antes se ha dicho, en todo hay que venerar lo mismo la unidad en la Trinidad,
que la Trinidad en la unidad. El que quiera, pues, salvarse, así ha de sentir
de la Trinidad».
3º El misterio de la Santísima Trinidad
es toda la vida espiritual del cristiano.
La tercera y última consideración es que, si
Dios nos manda creer este misterio, es porque, en una insondable condescendencia
de su bondad, Él ha querido introducirnos en dicho misterio: la Santísima Trinidad
es toda nuestra vida espiritual en esta tierra, por la gracia, y lo
será eternamente en el cielo, por la gloria. Dios quiere que creamos en este
misterio, para que sepamos qué realidades estamos llamados a vivir. En efecto:
• DIOS
PADRE nos adopta por hijos suyos y nos coloca, por
decirlo así, donde está su propio Hijo, «in sinu Patris», en el seno del Padre: esto es, nos da la capacidad de
entrar en la visión beatífica, en la misma esencia divina, a título de hijos
suyos.
• DIOS
HIJO se presenta a nosotros como el ejemplar
acabado de esta divina filiación; para ser los dignos hijos de Dios, el Padre
nos da como modelo a su Hijo Jesucristo; viendo cómo vive El, el Hijo muy amado
del Padre, aprendemos nosotros a vivir como hijos de Dios.
• Y
DIOS ESPÍRITU SANTO es enviado a nuestros corazones
para concedernos la fortaleza y las inspiraciones que nos permiten reproducir a
nuestro divino Modelo; Él es el guía que nos permite realizar en nuestras almas
la semejanza con el divino modelo que es Jesucristo.
«¡Gloria al Padre
por el Hijo
en el Espíritu Santo!».
Consagración del Beato Columba Marmion
a la Santísima Trinidad.
¡OH PADRE ETERNO!, prosternados en humilde adoración a vuestros pies,
consagramos todo nuestro ser a la gloria de vuestro Hijo Jesús, el Verbo
encarnado. Vos lo habéis constituido Rey de nuestras almas: sometedle nuestras
almas, nuestros corazones, nuestros cuerpos, a fin de que nada en nosotros se mueva
sin sus órdenes, sin su inspiración, y que unidos a El seamos llevados en vuestro
seno y consumados en la unidad de vuestro amor.
¡OH JESÚS!, unidnos a Vos en vuestra vida enteramente
santa, enteramente consagrada a vuestro Padre y a las almas. Sed «nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra
santificación, nuestra redención», nuestro todo. Santificadnos en la verdad.
¡OH ESPÍRITU SANTO!, Amor del Padre y del Hijo, estableceos como un
horno de amor en el centro de nuestros corazones, y llevad siempre como llamas ardientes
nuestros pensamientos, nuestros afectos, nuestras acciones hacia lo alto, hasta
el seno del Padre. Sea toda nuestra vida un «Gloria
al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo».
¡OH MARÍA!, Madre de Cristo, Madre del santo Amor, formadnos
Vos misma según el Corazón de vuestro Hijo.
“HOJITAS DE FE”.
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