—El martirio de los gloriosos caballeros de Jesucristo, Valeriano, Tiburcio y Máximo, sacado de lo que dice el Metafrastes, tomándolo de lo que los notarios de Roma escribieron de la vida y muerte de santa Cecilia, esposa de Valeriano y cuñada de Tiburcio, es de esta manera : Siendo papa Urbano, primero de este nombre, y emperador Alejandro Severo, hubo en Roma una hermosísima y nobilísima doncella cristiana, llamada Cecilia, a la cual casaron sus padres contra su voluntad con un caballero mozo, igual suyo en sangre, gentileza y riqueza, aunque pagano, que se llamaba Valeriano. Hechos los desposorios y fiestas acostumbradas, queriendo Valeriano gozar de su esposa, ella le detuvo y le dijo con palabras blandas y amorosas que le hacía saber que tenía consigo y en su guarda un ángel muy celoso de su limpieza y castidad, y que, si él se atrevía a tocarla con amor carnal, tenía por cierto que descargaría sobre él su ira y le quitaría la vida en aquella edad tan florida de su juventud. Y como Valeriano, espantado de lo que oía, respondiese que él deseaba ver al ángel que ella le decía, y conociéndole por tal no se llegaría a ella, y que si no se lo mostraba entendería que su amor era con otro hombre, y que a él y a ella los mataría, santa Cecilia le declaró que no podía ver al ángel del cielo sin ser espíritu del cielo, y sin ser primero bautizado. Y como Valeriano por el deseo que tenía de ver al ángel se ofreciese a todo lo que Cecilia le decía, ella le envió a san Urbano, papa, que estaba por la persecución contra los cristianos escondido; del cual fué muy bien recibido y enseñado y bautizado, habiendo aparecido delante de los dos un viejo venerable, vestido de ropas más blancas que la nieve, que tenía una tabla en la mano, en la cual estaban escritas con letras de oro estas palabras: «Un Dios, una fe y un bautismo. Un Dios y padre de todos que es sobre todas las cosas. Amén.» Bautizado, pues, Valeriano, volvió a casa de su esposa: la halló en oración y a su lado al ángel del Señor, que resplandecía como un sol y tenía en sus manos dos coronas hermosísimas de rosas y azucenas. Dio la una a Cecilia y la otra á Valeriano, diciéndoles: «Estas coronas os he traído del paraíso; guardadlas con puro y casto corazón, y nunca se secarán, ni marchitarán, ni perderán el suave olor que tienen, y aquel solo las podrá ver a quien agradare la castidad de la manera que a vosotros agrada; y porque tú, Valeriano, has tomado el consejo de tu esposa y abrazándote con la castidad, Dios me ha enviado a ti, para decirte de su parte que pidas lo que quisieres, porque él te lo concederá.» Valeriano, haciendo con grande humildad gracias al Señor por aquel beneficio, respondió que lo que tenía que suplicarle era que Tiburcio, su hermano, a quien él tanto amaba, recibiese la luz que él había recibido y viniese al conocimiento de Jesucristo, porque en estando el alma enamorada de Dios, luego desea y procura que todos le amen, y con el fuego que arde en su pecho enciende a los demás.
Se lo prometió el ángel, y desapareció. Vino Tiburcio, y entrando en el
aposento donde Cecilia y Valeriano estaban, luego sintió la fragancia de las
coronas de rosas y azucenas que el ángel les había traído del cielo, aunque no
las vio, y preguntando de dónde venía aquel olor tan suave en tiempo que no era
de azucenas ni de rosas, le descubrieron lo que pasaba, y le aconsejaron que
para ser particionero de aquella tan grande merced de Dios y recibir de su mano
otra corona semejante a las que ellos habían recibido, menospreciase a los
falsos dioses y quebrase sus estatuas o ídolos y se bautizase; y él lo hizo
todo, y recibió el agua del bautismo por mano del
mismo papa san Urbano, al cual su hermano Valeriano le llevó, y fué tan grande
la gracia que Dios dio a Tiburcio, que veía cada día los ángeles y obraba cosas
maravillosas, sanando enfermos y haciendo grandes milagros.
Se dieron los dos hermanos luego a todas las obras de caridad, preciándose más de ser cristianos que caballeros. Daban todo lo que tenían a los pobres con larga mano, animaban a los cristianos encarcelados y perseguidos, y enterraban con sus mismas manos los cuerpos de los que habían sido atormentados y muertos por Cristo. No pudo tan grande luz esconderse, ni dejar de venir a noticia de Turcio Almaquio, prefecto, la vida que hacían los dos santos hermanos. Los llamó, los reprendió y les afeó que siendo caballeros tan ilustres y mozos se hubiesen abatido a la vileza y estado ignominioso de los cristianos, y gastasen sus haciendas locamente, y se privasen de los deleites y gustos de esta vida, amonestándoles que dejasen aquel desatino, y viviesen como habían vivido sus abuelos y padres, y adorasen a los dioses inmortales, fundadores y amplificadores del imperio romano, como el emperador su señor mandaba. A esto respondieron los dos santos hermanos que tenían en más ser cristianos que patricios romanos, y la gracia del emperador del cielo más que del emperador del suelo, y que así estaban determinados a guardar las leyes de Dios verdadero, y no las de los hombres que les eran contrarias. Les mandó azotar crudamente Almaquio y dio sentencia contra ellos de muerte, y cometió a Máximo, que era hombre principal de su casa, la ejecución de la sentencia. Máximo, condoliéndose de ver dos hermanos mozos, gentiles hombres, ilustres, ricos y poderosos, ir a la muerte en la flor de su edad con tanta alegría, les dijo algunas palabras de compasión para atraerlos a la voluntad del prefecto y que no perdiesen sus vidas. Mas oyó de ellos tales respuestas del menosprecio de la vida presente y de la gloria eterna, que se enterneció, y llevándolos a casa y siendo instruido de ellos, se convirtieron á la fe de Cristo él y toda su familia, a la cual acudió en el silencio de la noche santa Cecilia acompañada de algunos sacerdotes, de los cuales fueron bautizados Máximo y todos los de ella que vivían al rededor.
Mandó Almaquio degollar
a los dos santos hermanos, y les cortaron las cabezas delante de un templo de
Júpiter, fuera de la ciudad, estando presente Máximo, que a grandes voces decía
haber visto dos ángeles, más resplandecientes que el sol, que llevaban las
almas de los dos santos hermanos; y por su dicho algunos gentiles se tornaron
cristianos. Cuando supo el caso Almaquio, se embraveció de manera que mandó dar
a Máximo en su casa tantos y tan crueles azotes con varas plomadas, que dio su
bendita alma a Dios. La bienaventurada santa Cecilia tuvo cuidado de haber los
cuerpos de su esposo Valeriano y de Tiburcio, su cuñado, para darles sepultura,
como se la dio. Fué el día de su martirio a 14 de abril, en que la Iglesia
celebra su fiesta, y en el año del Señor de 232, siendo emperador de Roma
Alejandro Severo.
(P. Ribadeneira.)
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