En los Santos Evangelios se nos habla de María
la pecadora, de María hermana de Marta, y de María Magdalena. Orígenes,
Teofilacto, Eutimio y otros comentaristas, creen que estos tres nombres
corresponden a tres personas diferentes. San Agustín
y otros identifican a la pecadora con María de Betania, hermana de Lázaro, a la
que distinguen de María Magdalena. San Gregorio hace de las tres una sola
persona. Este criterio es el que ha
prevalecido en la Iglesia, la cual celebra la fiesta de la Santa en el día de
hoy. Ello nos permite suponer que no hay razón alguna de peso, ni
argumento decisivo contra la unidad de las tres Marías, razón por la cual, al
igual de muchos autores y comentaristas, seguiremos esta tradición en el relato
de la presente historia.
Nació María
Magdalena en Betania, ciudad de Judea, en el seno de una familia rica, de la
que el Santo Evangelio da a conocer a Lázaro, resucitado por Jesús a los cuatro
días de haber fallecido, a Marta, la hermana mayor, que en la adolescencia
recibió la administración de los bienes patrimoniales y, finalmente, a María,
la menor, que vivía en su castillo de Magdalena, de donde le sobreviene el
sobrenombre de Magdalena.
Para mejor inteligencia del relato
evangélico conviene no olvidar que los romanos, al adueñarse de Judea, llevaron
consigo los vicios todos del paganismo. Hasta qué límites influyeron éstos en
las costumbres de Magdalena, lo ignoramos; pero nos consta positivamente por el
texto sagrado que estuvo poseída de siete demonios, y el mismo Evangelio la
designa con el nombre de «pública pecadora».
El Salvador había cumplido ya
treinta años; la fama de sus milagros y de la santidad de su vida comenzaba a
extenderse de una manera portentosa y de todas partes acudían muchedumbres a
oírle. El estrépito de los placeres del mundo, no llegó a ser tan ensordecedor
para María Magdalena que impidiera llegar a sus oídos las nuevas de la
predicación del Divino Mesías, además, Lázaro y Marta, que ya eran discípulos
muy adictos de Jesús, no cesaban de pedir a Dios para que convirtiera a su extraviada
hermana. Pronto iban a ser aquellos deseos una dulce realidad.
Magdalena,
atormentada más por los remordimientos de su conciencia que por los espíritus
inmundos que la tiranizaban, acudió también al nuevo Profeta en busca de
consuelo; y libertada por Él del yugo infernal, creyó en el Mesías. Desconocemos
los pormenores de su conversión, pero sin reparo podemos creer que, al oír la
dulce invitación de Jesús «No vine por los justos, sino por los
pecadores», el alma tierna y delicada
de María Magdalena sintió los atractivos irresistibles del amor de Cristo y se
determinó a seguir al que en adelante debía ser su Maestro.
EN CASA DE SIMÓN
Un fariseo
llamado Simón quiso celebrar un banquete, probablemente en Cafarnaúm, e invitó
a Jesús para que le honrara con su presencia. Accedió amablemente el
Salvador a aquella prueba de amistad y he aquí que entró inesperadamente en la
sala del festín, una mujer que llevaba en las manos
un vaso lleno de perfume delicioso. Era María Magdalena que, hollando el
respeto humano, afrontaba varonilmente la indignación del rígido fariseo. Se llegó a Jesús, como hierro atraído por poderoso imán,
se postró a sus pies, y comenzó a bañárselos simultáneamente con lágrimas de
penitencia y perfumes de amor.
Muy a mal llevó Simón la —a su parecer—
intempestiva visita de la «Pecadora» que, con su presencia manchaba el honor de aquella casa. «Ciertamente —pensaba
entre sí—, si este hombre fuese profeta sabría quién
es la mujer que le besa los pies». Leyó Cristo los pensamientos de Simón, y volviéndose hacia él le dijo
—«Simón, una cosa tengo que decirte —. Di,
Maestro —respondió él—. Cierto acreedor tenía dos deudores; uno le debía
quinientos denarios, y el otro cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar,
perdonó a entrambos la deuda. ¿Cuál de ellos le amará más? —Maestro —respondió el fariseo—, me parece que aquel a quien se perdonó más—. Y le dijo Jesús- —Has juzgado rectamente—.
Y volviéndose hacia la mujer, dijo
a Simón — ¿Ves a esta mujer? Yo entré en tu casa y no
me has dado agua con que lavar mis pies, masi ésta los ha lavado con sus
lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el ósculo de
paz, pero ésta, desde que llegó, no ha cesado de besar mis pies. Tú no has ungido
con óleo mi cabeza, y ésta ha derramado sobre mis pies sus perfumes. Por todo
lo cual te digo Que le son perdonados muchos pecados porque ha amado mucho». Doctrina sublime de
exaltación del amor.
No es para descrita la alegría que
embargó el corazón de Magdalena al oír las absolutorias palabras del Redentor, pues que sólo la remisión de sus pecados buscaba en
aquella visita. Resucitó su alma con
resurrección más admirable que la que más tarde viera en la persona de su
hermano Lázaro, y en su nueva vida —dice San Bernardo— la Penitente de Betania salvará más almas que perdiera la
Pecadora de Magdalena.
María Magdalena,
una vez perdonada por Jesucristo, se despojó de sus galas y preseas de mujer
mundana, y se fué de nuevo a vivir en compañía de sus hermanos Lázaro y Marta.
Desde entonces, constituyeron los tres aquel hogar apacible y recogido al que,
después, tantas veces se retiraría a descansar de las fatigas de su predicación
el Salvador del mundo.
EL HUÉSPED DE BETANIA
Jesucristo
vivía de los recursos con que le ayudaban María Magdalena y otras piadosas
mujeres agrupadas en torno de la Virgen.
En una de sus correrías, llegó el
Salvador a Betania, cerca de Jerusalén. Allí estaba la casa de sus quedísimos
amigos Lázaro, Marta y María Magdalena, a ella se dirigió y fue, según costumbre,
recibido con muestras de singular afecto. Andaba Marta muy ocupada y solícita
en aderezar lo necesario para la comida; por el contrario, María se estaba
devotamente sentada a los pies del Maestro, saboreando con deleitable atención
el néctar de la divina palabra. Atareada Marta por obsequiar al santo Huésped,
iba y venía con mujeril inquietud, y llevando a mal que su hermana la dejara
sola en sus faenas, se paró una vez de las que pasó junto a Jesús y le dijo
como en son de reproche para María
—Señor, ¿no reparas que mi hermana me ha dejado sola en las
faenas de la casa? Dile, pues, que me ayude.
No creía, de seguro, que Jesús aprobase aquella aparente inactividad.
—Marta, Marta;
tú te afanas y acongojas distraída en muchísimas cosas, y en verdad que una
sola cosa es necesaria. María ha escogido la mejor suerte y jamás será privada
de ella.
Lección divina en la que el Señor exalta la legitimidad y preeminencia de
la vida contemplativa, tan discutida a veces por el humano criterio.
RESURRECCIÓN DE LÁZARO
Poco tiempo después traspasaba el dolor los
umbrales de aquella casa: Lázaro se puso muy
gravemente enfermo. En tal apuro, mandaron a Jesús un mensajero que le
dijese; «Señor, el que amas está enfermo». Pero Jesús se contentó con responder- «Esta enfermedad no es mortal, sino que está ordenada
para gloria de Dios, a fin de que por ella el Hijo de Dios sea glorificado». Y como los recursos de la ciencia son
ineficaces cuando Dios ha determinado que el hombre muera, de nada o poco menos
le sirvieron a Lázaro los solícitos cuidados de sus hermanas; y así, murió
cuando Cristo predicaba lejos de Betania. Dos días después de recibir el recado
dijo el Señor a los Apóstoles. «Vamos otra vez a Judea, pues nuestro amigo
Lázaro duerme».
Marta supo antes que nadie la
llegada del Salvador, y saliendo a su encuentro, se echó a sus pies llorando y
dijo: «Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano
Lázaro no hubiera muerto. Pero sé que Dios te concede cuanto le pides». María, llamada por el Salvador, acudió
al instante, y postrándose también como su hermana, exclamó: «Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano».
Y no pudo
proseguir hablando, porque el llanto anudaba su garganta. Se enterneció el
misericordioso Corazón de Jesús al contemplar aquella escena hasta el punto de estremecerse
y gemir. «¿Dónde le habéis puesto? —preguntó. —Ven, Señor —le dijeron—, y lo verás». Y
entonces, también lloró el Hijo de Dios.
Con
aquellas lágrimas nos enseña Jesús a llorar con los que lloran —dice San
Ambrosio—; pero de modo especial significa aquel
llanto la intensa pena que le produce la muerte espiritual de los pecadores, muerte
en cuya comparación la corporal no pasa de mera figura. Algunos judíos,
testigos de aquella escena, decían por lo bajo «¡Cuánto
le amaba!» Otros murmuraban diciendo: «Ese
hombre que ha curado tantos ciegos, ¿no podía haber impedido la muerte de su
amigo?» Llegaron al sepulcro, y en medio de imponente silencio mandó
Jesús retirar la piedra que cubría el cubículo, el cadáver había empezado a
descomponerse. Ante la expectación de los presentes que preveían un grande
acontecimiento, Jesucristo levantó los ojos al cielo y exclamó: «Padre, gracias te doy porque oíste mis ruegos». Mirando luego al difunto gritó «Lázaro, sal afuera». Y Lázaro
se levantó con vida y salió del sepulcro. El
portentoso milagro fue para Marta y María Magdalena recompensa de su fe, y para
Cristo pretexto de su sentencia de muerte.
SEGUNDA UNCIÓN EN BETANIA
El triunfo del
Redentor en Jerusalén el domingo de Ramos, de tal manera exasperó a los
fariseos que los indujo a planear definitivamente la muerte del Hijo de Dios.
Jesús se hospedaba en casa de sus amigos predilectos. Estaban reunidos a la
mesa con Él, Lázaro, Marta y María Magdalena, la Madre del Salvador, los
Apóstoles y algunos de los discípulos más adictos. Lázaro estaba sentado frente
al Señor, Marta servía como de costumbre, y María Magdalena otra vez había
escogido la mejor suerte; porque habiendo abandonado momentáneamente la sala
del festín, volvió luego con un vaso de alabastro que contenía delicado perfume
y lo derramó sobre los benditos pies y sobre la sagrada cabeza del Maestro.
También esta vez fue mal
interpretada aquella acción; Judas, inspirado por su avaricia, murmuró
indignado: «¿A qué esta excesiva prodigalidad?
Mejor hubiera hecho en venderlo por trescientos denarios y repartirlos entre
los pobres». Asimismo, otros Apóstoles llevaron a mal el pretendido
despilfarro. Pero también Cristo sale en defensa de Magdalena, que ha obrado
guiada única y exclusivamente por amor: «¿Por qué
amonestáis a esta mujer? —pregunta—; lo que conmigo ha hecho, bien hecho está, pues vosotros
siempre tendréis pobres a vuestro lado, pero a mí no siempre me tendréis. Derramando
sobre mi cuerpo ese nardo se ha adelantado a ungir mi cuerpo para el día de la
sepultura. Por todo ello os declaro en verdad que dondequiera que se predicare
este Evangelio, y lo será por todo el mundo, se referirá en honra suya lo que
acaba de hacer».
MAGDALENA EN LA PASIÓN Y RESURRECCIÓN DE JESÚS
Pero donde el amor de Magdalena hacia Jesús
se manifestó más intensamente si cabe fue en la Pasión. En efecto; preso el Redentor,
sus Apóstoles le abandonan; uno de ellos, Pedro, se turba ante una criada y le
niega tres veces. María Magdalena, en cambio, a pesar de la debilidad propia de
su sexo, de las amenazas, burlas e injurias del populacho, sigue varonilmente
al que los judíos maldicen, y le acompaña hasta el Calvario, sin separarse un
momento de su atribulada Madre. Y cuando Cristo, levantado en alto y sin más
sostén que los terribles clavos, sufría las imprecaciones e insultos de sus
enemigos, la antigua Pecadora, de pie cabe la Cruz, lloraba en silencio. Y
aun después; no se apartará del que ama, hasta que ya difunto, sea enterrado
por José de Arimatea y Nicodemo.
Llegó el domingo. A primera hora de la
mañana iban al sepulcro María Magdalena y sus compañeras con la esperanza de
poder embalsamar el cuerpo de Cristo; pero cuando llegaron al término de su
piadosa peregrinación, se encontraron con que Jesús había resucitado. Junto a
la piedra levantada del sepulcro, vieron a un hermoso mancebo, un ángel, que
les anunció que ya no estaba allí Aquel a quien buscaban. «Y
ahora —añadió el ángel— id sin deteneros a decir a sus
discípulos que ha resucitado; y he aquí que irá delante de vosotras a Galilea:
allí le veréis. Ya os lo prevengo de antemano». Ellas fueron corriendo
a dar a los Apóstoles la nueva de lo que ocurría; Pedro y Juan acudieron
presurosos y quedaron también sorprendidos, pues no habían penetrado el sentido
de las proféticas palabras del Maestro: «Resucitaré al tercer día».
Sin embargo, María Magdalena volvió sola
cerca del sepulcro vacío y comenzó a vagar por el huerto donde aquél estaba,
animada por el deseo de hallar el cuerpo del Salvador, o alguien, al menos, que
le diera noticias del sitio adonde había sido trasladado. De repente vio dos
jóvenes vestidos de blanco que le preguntaron:
—«Mujer, ¿por qué lloras?
—Porque
se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto»—respondió ella.
Se giró luego, como para indagar, y topó su
vista con la de Jesús, mas no le reconoció, sino que tomándole por el hortelano
le dijo:
—«Señor, si vos lo
habéis tomado, decidme dónde está, e iré por él».
La miró un instante Jesús y exclamó: «¡María!».
Ella, reconociendo la voz del Maestro, se
postró para besar, sus pies, gritando —«¡Rabbi, Maestro!
—No me
toques —replicó Jesús—, no he subido todavía a mi Padre; pero ve a los míos y
diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios».
La feliz mensajera corrió a llevar el divino
recado.
MAGDALENA EN LA SANTA GRUTA. — SU MUERTE
Exactísima fue
Magdalena en cumplir el encargo de Cristo, pero en la dureza de su corazón, ni
Apóstoles ni discípulos —recordemos a los dos de Emaús— creyeron del todo sus noticias.
Los Evangelios no vuelven a mencionar a
María Magdalena, pero podemos creer que no se quedaría al margen de los
trabajos de la naciente Iglesia, sino que estaría en el Cenáculo con los
Apóstoles perseverando en la oración, y dilatando a par de ellos su amor con
las comunicaciones del Espíritu Santo.
Posteriormente,
según autorizada leyenda que reverentes aceptamos, los judíos prendieron a la
Santa y a otros veintitrés discípulos del Señor y hacinándolos en mísera
embarcación sin velas, remos ni timón, los abandonaron a merced de las olas.
Quiso la Providencia que sanos y salvos arribaran a las costas de Provenza, con
gran asombro de los del país, que no cesaban de mirar y admirar a aquel grupo
de extranjeros llegados allí como por milagro y que alegremente cantaban las
alabanzas del Señor.
En el lugar donde tuvo fin la estupenda y
portentosa travesía, existe un santuario conocido con el nombre de las
Santas Marías del Mar.
Los ilustres desterrados se dispersaron por
el país con el propósito de sembrar la doctrina de la religión cristiana.
Lázaro fue a Marsella; Maximino escogió la ciudad de Aix, Marta se dirigió a
Aviñón y Tarascón; María Magdalena se despidió de Marta y ayudó a Lázaro,
aunque por poco tiempo, pues abandonó Marsella, determinada a vivir solitaria.
Acompañada de
ángeles o, según piadosa leyenda, llevada por ellos, se retiró a la
Sainte-Baume —la Santa Gruta— enclavada entre Tolón, Aix y Marsella, donde se encerró
para honrar con treinta años de heroica penitencia, los treinta años de
silencio de Jesús en la tierra. Allí comenzó y acabó la antigua pecadora
aquella vida más angélica que humana, incomprensible a cuantos arrastran existencia
carnal. Arrodillada en la gruta, con los brazos en alto y los ojos clavados en
el cielo, pasaba los días y las noches, los meses y los años en la contemplación
de Cristo, sentado a la diestra del Padre. En esa postura —dice la leyenda— comulgó de manos de San Maximino, el día de
su bienaventurado tránsito de este mundo.
LAS RELIQUIAS
Los despojos mortales de la Santa fueron
encerrados en un mausoleo.
En el siglo VIII, y por temor a los sarracenos,
se llevaron a un lugar oculto para evitar posibles profanaciones. Con esta
providencia se los puso a salvo, más se perdió así su memoria, hasta que Carlos
II, rey de Sicilia y conde de Provenza, sobrino de San Luis, dio con ellos en
1272.
Por esta misma época, se confió la custodia
de los lugares santificados por la penitencia a los religiosos de Santo
Domingo, éstos construyeron una hermosa iglesia en el lugar denominado «San Maximino».
Vezelay, emplazado en los confines de
Nivernais y Borgoña, disputa a San Maximino el honor de poseer el rico tesoro
de las reliquias de la Santa, consistentes tan sólo en la venerada cabeza.
Por espacio de varios siglos se ha venerado
en la iglesia de la Magdalena un cuerpo tenido por el de nuestra Santa. Allí
acudieron ingentes muchedumbres de devotas peregrinaciones, allí predicó
también San Bernardo la Cruzada en 1146 ante Luis VII y los grandes del reino.
En 1267 se reconocieron las reliquias en
presencia de San Luis, ceremonia que tuvo como efecto el dar nuevo impulso a
las peregrinaciones.
La urna de Santa María Magdalena desapareció
en el siglo XVI durante las guerras de religión causantes de tantos estragos y
destrozos.
ÓRDENES RELIGIOSAS. — CULTO POPULAR
Santa María Magdalena ha sido honrada en
todos los tiempos con culto especial por mujeres que, sin haberla imitado
siempre en la vida desordenada, quieren seguir su ejemplo en la austera
penitencia.
Varias Órdenes o monasterios llevan su nombre;
en Alemania existen las Religiosas Penitentes de la Magdalena, que datan del
siglo XI, Metz las tenía en el siglo XV. En el siglo XVII se fundaron en París
las «Magdalenas»; en esa corporación ingresaban las mujeres
que luego de abandonar los vicios en que vivían, abrazaban la vida de
perfección. Las dirigieron en un
principio las religiosas de la Visitación, luego se encargaron de ellas las
Ursulinas, hasta que más tarde lo hicieron las monjas de San Miguel.
Con ciertas reservas, desde luego, se
admiten, aún hoy día, en algunas Hermandades religiosas, las «Magdalenas
arrepentidas», ganosas de expiar, apartadas del mundo, los
desórdenes de su vida pasada.
La iconografía de Santa María Magdalena es
muy rica, comúnmente se la representa con un vaso en la mano, otras veces
arrodillada teniendo cabe sí una calavera, no es raro verla comulgando
milagrosamente o transportada al cielo por los ángeles. Además, figura en la
mayoría de los descendimientos de la cruz que nos han dejado pintores y
escultores.
La tienen por Patraña los perfumistas,
guanteros y hortelanos.
“EL SANTO DE CADA DÍA”
Por EDELVIVES.
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