martes, 23 de julio de 2019

SANTA MARÍA MAGDALENA. PENITENTE (siglo I). —22 de julio.




   En los Santos Evangelios se nos habla de María la pecadora, de María hermana de Marta, y de María Magdalena. Orígenes, Teofilacto, Eutimio y otros comentaristas, creen que estos tres nombres corresponden a tres personas diferentes. San Agustín y otros identifican a la pecadora con María de Betania, hermana de Lázaro, a la que distinguen de María Magdalena. San Gregorio hace de las tres una sola persona. Este criterio es el que ha prevalecido en la Iglesia, la cual celebra la fiesta de la Santa en el día de hoy. Ello nos permite suponer que no hay razón alguna de peso, ni argumento decisivo contra la unidad de las tres Marías, razón por la cual, al igual de muchos autores y comentaristas, seguiremos esta tradición en el relato de la presente historia.

   Nació María Magdalena en Betania, ciudad de Judea, en el seno de una familia rica, de la que el Santo Evangelio da a conocer a Lázaro, resucitado por Jesús a los cuatro días de haber fallecido, a Marta, la hermana mayor, que en la adolescencia recibió la administración de los bienes patrimoniales y, finalmente, a María, la menor, que vivía en su castillo de Magdalena, de donde le sobreviene el sobrenombre de Magdalena.

   Para mejor inteligencia del relato evangélico conviene no olvidar que los romanos, al adueñarse de Judea, llevaron consigo los vicios todos del paganismo. Hasta qué límites influyeron éstos en las costumbres de Magdalena, lo ignoramos; pero nos consta positivamente por el texto sagrado que estuvo poseída de siete demonios, y el mismo Evangelio la designa con el nombre de «pública pecadora».

  El Salvador había cumplido ya treinta años; la fama de sus milagros y de la santidad de su vida comenzaba a extenderse de una manera portentosa y de todas partes acudían muchedumbres a oírle. El estrépito de los placeres del mundo, no llegó a ser tan ensordecedor para María Magdalena que impidiera llegar a sus oídos las nuevas de la predicación del Divino Mesías, además, Lázaro y Marta, que ya eran discípulos muy adictos de Jesús, no cesaban de pedir a Dios para que convirtiera a su extraviada hermana. Pronto iban a ser aquellos deseos una dulce realidad.

   Magdalena, atormentada más por los remordimientos de su conciencia que por los espíritus inmundos que la tiranizaban, acudió también al nuevo Profeta en busca de consuelo; y libertada por Él del yugo infernal, creyó en el Mesías. Desconocemos los pormenores de su conversión, pero sin reparo podemos creer que, al oír la dulce invitación de Jesús «No vine por los justos, sino por los pecadores», el alma tierna y delicada de María Magdalena sintió los atractivos irresistibles del amor de Cristo y se determinó a seguir al que en adelante debía ser su Maestro.



EN CASA DE SIMÓN


   Un fariseo llamado Simón quiso celebrar un banquete, probablemente en Cafarnaúm, e invitó a Jesús para que le honrara con su presencia. Accedió amablemente el Salvador a aquella prueba de amistad y he aquí que entró inesperadamente en la sala del festín, una mujer que llevaba en las manos un vaso lleno de perfume delicioso. Era María Magdalena que, hollando el respeto humano, afrontaba varonilmente la indignación del rígido fariseo. Se llegó a Jesús, como hierro atraído por poderoso imán, se postró a sus pies, y comenzó a bañárselos simultáneamente con lágrimas de penitencia y perfumes de amor.

   Muy a mal llevó Simón la —a su parecer— intempestiva visita de la «Pecadora» que, con su presencia manchaba el honor de aquella casa. «Ciertamente —pensaba entre sí—, si este hombre fuese profeta sabría quién es la mujer que le besa los pies». Leyó Cristo los pensamientos de Simón, y volviéndose hacia él le dijo

   —«Simón, una cosa tengo que decirte —. Di, Maestro —respondió él—. Cierto acreedor tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, perdonó a entrambos la deuda. ¿Cuál de ellos le amará más? Maestro —respondió el fariseo—, me parece que aquel a quien se perdonó más—. Y le dijo Jesús- —Has juzgado rectamente—.

   Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón — ¿Ves a esta mujer? Yo entré en tu casa y no me has dado agua con que lavar mis pies, masi ésta los ha lavado con sus lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el ósculo de paz, pero ésta, desde que llegó, no ha cesado de besar mis pies. Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ésta ha derramado sobre mis pies sus perfumes. Por todo lo cual te digo Que le son perdonados muchos pecados porque ha amado mucho». Doctrina sublime de exaltación del amor.

   No es para descrita la alegría que embargó el corazón de Magdalena al oír las absolutorias palabras del Redentor, pues que sólo la remisión de sus pecados buscaba en aquella visita. Resucitó su alma con resurrección más admirable que la que más tarde viera en la persona de su hermano Lázaro, y en su nueva vida —dice San Bernardo— la Penitente de Betania salvará más almas que perdiera la Pecadora de Magdalena.

   María Magdalena, una vez perdonada por Jesucristo, se despojó de sus galas y preseas de mujer mundana, y se fué de nuevo a vivir en compañía de sus hermanos Lázaro y Marta. Desde entonces, constituyeron los tres aquel hogar apacible y recogido al que, después, tantas veces se retiraría a descansar de las fatigas de su predicación el Salvador del mundo.



EL HUÉSPED DE BETANIA


   Jesucristo vivía de los recursos con que le ayudaban María Magdalena y otras piadosas mujeres agrupadas en torno de la Virgen.

   En una de sus correrías, llegó el Salvador a Betania, cerca de Jerusalén. Allí estaba la casa de sus quedísimos amigos Lázaro, Marta y María Magdalena, a ella se dirigió y fue, según costumbre, recibido con muestras de singular afecto. Andaba Marta muy ocupada y solícita en aderezar lo necesario para la comida; por el contrario, María se estaba devotamente sentada a los pies del Maestro, saboreando con deleitable atención el néctar de la divina palabra. Atareada Marta por obsequiar al santo Huésped, iba y venía con mujeril inquietud, y llevando a mal que su hermana la dejara sola en sus faenas, se paró una vez de las que pasó junto a Jesús y le dijo como en son de reproche para María

   —Señor, ¿no reparas que mi hermana me ha dejado sola en las faenas de la casa? Dile, pues, que me ayude.

No creía, de seguro, que Jesús aprobase aquella aparente inactividad.

   Marta, Marta; tú te afanas y acongojas distraída en muchísimas cosas, y en verdad que una sola cosa es necesaria. María ha escogido la mejor suerte y jamás será privada de ella.

Lección divina en la que el Señor exalta la legitimidad y preeminencia de la vida contemplativa, tan discutida a veces por el humano criterio.




RESURRECCIÓN DE LÁZARO



   Poco tiempo después traspasaba el dolor los umbrales de aquella casa: Lázaro se puso muy gravemente enfermo. En tal apuro, mandaron a Jesús un mensajero que le dijese; «Señor, el que amas está enfermo». Pero Jesús se contentó con responder- «Esta enfermedad no es mortal, sino que está ordenada para gloria de Dios, a fin de que por ella el Hijo de Dios sea glorificado». Y como los recursos de la ciencia son ineficaces cuando Dios ha determinado que el hombre muera, de nada o poco menos le sirvieron a Lázaro los solícitos cuidados de sus hermanas; y así, murió cuando Cristo predicaba lejos de Betania. Dos días después de recibir el recado dijo el Señor a los Apóstoles. «Vamos otra vez a Judea, pues nuestro amigo Lázaro duerme».

   Marta supo antes que nadie la llegada del Salvador, y saliendo a su encuentro, se echó a sus pies llorando y dijo: «Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano Lázaro no hubiera muerto. Pero sé que Dios te concede cuanto le pides». María, llamada por el Salvador, acudió al instante, y postrándose también como su hermana, exclamó: «Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano». Y no pudo proseguir hablando, porque el llanto anudaba su garganta. Se enterneció el misericordioso Corazón de Jesús al contemplar aquella escena hasta el punto de estremecerse y gemir. «¿Dónde le habéis puesto? —preguntó. —Ven, Señor —le dijeron—, y lo verás». Y entonces, también lloró el Hijo de Dios.

   Con aquellas lágrimas nos enseña Jesús a llorar con los que lloran —dice San Ambrosio—; pero de modo especial significa aquel llanto la intensa pena que le produce la muerte espiritual de los pecadores, muerte en cuya comparación la corporal no pasa de mera figura. Algunos judíos, testigos de aquella escena, decían por lo bajo «¡Cuánto le amaba!» Otros murmuraban diciendo: «Ese hombre que ha curado tantos ciegos, ¿no podía haber impedido la muerte de su amigo?» Llegaron al sepulcro, y en medio de imponente silencio mandó Jesús retirar la piedra que cubría el cubículo, el cadáver había empezado a descomponerse. Ante la expectación de los presentes que preveían un grande acontecimiento, Jesucristo levantó los ojos al cielo y exclamó: «Padre, gracias te doy porque oíste mis ruegos». Mirando luego al difunto gritó «Lázaro, sal afuera». Y Lázaro se levantó con vida y salió del sepulcro. El portentoso milagro fue para Marta y María Magdalena recompensa de su fe, y para Cristo pretexto de su sentencia de muerte.



SEGUNDA UNCIÓN EN BETANIA


   El triunfo del Redentor en Jerusalén el domingo de Ramos, de tal manera exasperó a los fariseos que los indujo a planear definitivamente la muerte del Hijo de Dios. Jesús se hospedaba en casa de sus amigos predilectos. Estaban reunidos a la mesa con Él, Lázaro, Marta y María Magdalena, la Madre del Salvador, los Apóstoles y algunos de los discípulos más adictos. Lázaro estaba sentado frente al Señor, Marta servía como de costumbre, y María Magdalena otra vez había escogido la mejor suerte; porque habiendo abandonado momentáneamente la sala del festín, volvió luego con un vaso de alabastro que contenía delicado perfume y lo derramó sobre los benditos pies y sobre la sagrada cabeza del Maestro.

   También esta vez fue mal interpretada aquella acción; Judas, inspirado por su avaricia, murmuró indignado: «¿A qué esta excesiva prodigalidad? Mejor hubiera hecho en venderlo por trescientos denarios y repartirlos entre los pobres». Asimismo, otros Apóstoles llevaron a mal el pretendido despilfarro. Pero también Cristo sale en defensa de Magdalena, que ha obrado guiada única y exclusivamente por amor: «¿Por qué amonestáis a esta mujer? —pregunta—; lo que conmigo ha hecho, bien hecho está, pues vosotros siempre tendréis pobres a vuestro lado, pero a mí no siempre me tendréis. Derramando sobre mi cuerpo ese nardo se ha adelantado a ungir mi cuerpo para el día de la sepultura. Por todo ello os declaro en verdad que dondequiera que se predicare este Evangelio, y lo será por todo el mundo, se referirá en honra suya lo que acaba de hacer».



MAGDALENA EN LA PASIÓN Y RESURRECCIÓN DE JESÚS


   Pero donde el amor de Magdalena hacia Jesús se manifestó más intensamente si cabe fue en la Pasión. En efecto; preso el Redentor, sus Apóstoles le abandonan; uno de ellos, Pedro, se turba ante una criada y le niega tres veces. María Magdalena, en cambio, a pesar de la debilidad propia de su sexo, de las amenazas, burlas e injurias del populacho, sigue varonilmente al que los judíos maldicen, y le acompaña hasta el Calvario, sin separarse un momento de su atribulada Madre. Y cuando Cristo, levantado en alto y sin más sostén que los terribles clavos, sufría las imprecaciones e insultos de sus enemigos, la antigua Pecadora, de pie cabe la Cruz, lloraba en silencio. Y aun después; no se apartará del que ama, hasta que ya difunto, sea enterrado por José de Arimatea y Nicodemo.

   Llegó el domingo. A primera hora de la mañana iban al sepulcro María Magdalena y sus compañeras con la esperanza de poder embalsamar el cuerpo de Cristo; pero cuando llegaron al término de su piadosa peregrinación, se encontraron con que Jesús había resucitado. Junto a la piedra levantada del sepulcro, vieron a un hermoso mancebo, un ángel, que les anunció que ya no estaba allí Aquel a quien buscaban. «Y ahora —añadió el ángel— id sin deteneros a decir a sus discípulos que ha resucitado; y he aquí que irá delante de vosotras a Galilea: allí le veréis. Ya os lo prevengo de antemano». Ellas fueron corriendo a dar a los Apóstoles la nueva de lo que ocurría; Pedro y Juan acudieron presurosos y quedaron también sorprendidos, pues no habían penetrado el sentido de las proféticas palabras del Maestro: «Resucitaré al tercer día».



   Sin embargo, María Magdalena volvió sola cerca del sepulcro vacío y comenzó a vagar por el huerto donde aquél estaba, animada por el deseo de hallar el cuerpo del Salvador, o alguien, al menos, que le diera noticias del sitio adonde había sido trasladado. De repente vio dos jóvenes vestidos de blanco que le preguntaron:

   «Mujer, ¿por qué lloras?

   Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto»—respondió ella.

   Se giró luego, como para indagar, y topó su vista con la de Jesús, mas no le reconoció, sino que tomándole por el hortelano le dijo:

   «Señor, si vos lo habéis tomado, decidme dónde está, e iré por él».

   La miró un instante Jesús y exclamó: «¡María!».

   Ella, reconociendo la voz del Maestro, se postró para besar, sus pies, gritando —«¡Rabbi, Maestro!

   No me toques —replicó Jesús—, no he subido todavía a mi Padre; pero ve a los míos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios».

   La feliz mensajera corrió a llevar el divino recado.




MAGDALENA EN LA SANTA GRUTA. — SU MUERTE


   Exactísima fue Magdalena en cumplir el encargo de Cristo, pero en la dureza de su corazón, ni Apóstoles ni discípulos —recordemos a los dos de Emaús— creyeron del todo sus noticias.

   Los Evangelios no vuelven a mencionar a María Magdalena, pero podemos creer que no se quedaría al margen de los trabajos de la naciente Iglesia, sino que estaría en el Cenáculo con los Apóstoles perseverando en la oración, y dilatando a par de ellos su amor con las comunicaciones del Espíritu Santo.

   Posteriormente, según autorizada leyenda que reverentes aceptamos, los judíos prendieron a la Santa y a otros veintitrés discípulos del Señor y hacinándolos en mísera embarcación sin velas, remos ni timón, los abandonaron a merced de las olas. Quiso la Providencia que sanos y salvos arribaran a las costas de Provenza, con gran asombro de los del país, que no cesaban de mirar y admirar a aquel grupo de extranjeros llegados allí como por milagro y que alegremente cantaban las alabanzas del Señor.

   En el lugar donde tuvo fin la estupenda y portentosa travesía, existe un santuario conocido con el nombre de las Santas Marías del Mar.

   Los ilustres desterrados se dispersaron por el país con el propósito de sembrar la doctrina de la religión cristiana. Lázaro fue a Marsella; Maximino escogió la ciudad de Aix, Marta se dirigió a Aviñón y Tarascón; María Magdalena se despidió de Marta y ayudó a Lázaro, aunque por poco tiempo, pues abandonó Marsella, determinada a vivir solitaria.

   Acompañada de ángeles o, según piadosa leyenda, llevada por ellos, se retiró a la Sainte-Baume —la Santa Gruta— enclavada entre Tolón, Aix y Marsella, donde se encerró para honrar con treinta años de heroica penitencia, los treinta años de silencio de Jesús en la tierra. Allí comenzó y acabó la antigua pecadora aquella vida más angélica que humana, incomprensible a cuantos arrastran existencia carnal. Arrodillada en la gruta, con los brazos en alto y los ojos clavados en el cielo, pasaba los días y las noches, los meses y los años en la contemplación de Cristo, sentado a la diestra del Padre. En esa postura —dice la leyenda— comulgó de manos de San Maximino, el día de su bienaventurado tránsito de este mundo.




LAS RELIQUIAS


   Los despojos mortales de la Santa fueron encerrados en un mausoleo.

   En el siglo VIII, y por temor a los sarracenos, se llevaron a un lugar oculto para evitar posibles profanaciones. Con esta providencia se los puso a salvo, más se perdió así su memoria, hasta que Carlos II, rey de Sicilia y conde de Provenza, sobrino de San Luis, dio con ellos en 1272.

   Por esta misma época, se confió la custodia de los lugares santificados por la penitencia a los religiosos de Santo Domingo, éstos construyeron una hermosa iglesia en el lugar denominado «San Maximino».

   Vezelay, emplazado en los confines de Nivernais y Borgoña, disputa a San Maximino el honor de poseer el rico tesoro de las reliquias de la Santa, consistentes tan sólo en la venerada cabeza.

   Por espacio de varios siglos se ha venerado en la iglesia de la Magdalena un cuerpo tenido por el de nuestra Santa. Allí acudieron ingentes muchedumbres de devotas peregrinaciones, allí predicó también San Bernardo la Cruzada en 1146 ante Luis VII y los grandes del reino.

   En 1267 se reconocieron las reliquias en presencia de San Luis, ceremonia que tuvo como efecto el dar nuevo impulso a las peregrinaciones.

   La urna de Santa María Magdalena desapareció en el siglo XVI durante las guerras de religión causantes de tantos estragos y destrozos.



ÓRDENES RELIGIOSAS. — CULTO POPULAR


   Santa María Magdalena ha sido honrada en todos los tiempos con culto especial por mujeres que, sin haberla imitado siempre en la vida desordenada, quieren seguir su ejemplo en la austera penitencia.

   Varias Órdenes o monasterios llevan su nombre; en Alemania existen las Religiosas Penitentes de la Magdalena, que datan del siglo XI, Metz las tenía en el siglo XV. En el siglo XVII se fundaron en París las «Magdalenas»; en esa corporación ingresaban las mujeres que luego de abandonar los vicios en que vivían, abrazaban la vida de perfección. Las dirigieron en un principio las religiosas de la Visitación, luego se encargaron de ellas las Ursulinas, hasta que más tarde lo hicieron las monjas de San Miguel.

   Con ciertas reservas, desde luego, se admiten, aún hoy día, en algunas Hermandades religiosas, las «Magdalenas arrepentidas», ganosas de expiar, apartadas del mundo, los desórdenes de su vida pasada.

   La iconografía de Santa María Magdalena es muy rica, comúnmente se la representa con un vaso en la mano, otras veces arrodillada teniendo cabe sí una calavera, no es raro verla comulgando milagrosamente o transportada al cielo por los ángeles. Además, figura en la mayoría de los descendimientos de la cruz que nos han dejado pintores y escultores.

  La tienen por Patraña los perfumistas, guanteros y hortelanos.




“EL SANTO DE CADA DÍA”
Por EDELVIVES.

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