En el correr de
los siglos ha habido en el mundo Santos tan insignes - como Santa Teresa del Niño Jesús que, apenas volaron al
cielo, fueron aclamados a una voz en todo el orbe cristiano. Este universal y
ferviente plebiscito de la gente, canoniza en cierto modo a dichos Santos aun
antes que el Papa haya podido dictar su fallo infalible. San Antonio de Padua pertenece a esta privilegiada
falange: goza de inmensa y universal popularidad. De la Carmelita de Lisieux
dijo el Papa Pío XI que “es
la niña mimada del mundo”; cosa parecida declaró León XIII del
insigne taumaturgo franciscano: “San Antonio es el Santo no sola- mente de Padua, sino de
todo el mundo”. Verdad es que la leyenda
se ha complacido en festonear la historia de este Santo; pero no es menos
cierto que en el fondo de este movimiento que arrastra a la gente ante su
altar, se percibe un espléndido homenaje rendido a su apostolado.
Se lo llama comúnmente San Antonio de Padua, por haber muerto en dicha ciudad
y porque allí son guardadas sus reliquias; pero fue natural de Lisboa, donde
nació el 15 de agosto del año 1195. Su padre, Martín de
Bullones, era varón noble y estaba casado con doña Teresa Tavera, señora menos principal.
A los cinco años, Fernando -que así lo
llamaron en el Bautismo- fue enviado a la escuela de la iglesia mayor de Lisboa
dedicada a Nuestra Señora del Pilar, y allí aprendió las primeras letras. Si hemos de creer
una leyenda portuguesa, siendo Antonio de quince
años tuvo una violenta tentación en la catedral; trazó entonces una cruz en una
de las gradas de la escalera de mármol del coro y en ella quedó impresa como en
blanda cera; todavía puede verse dicha cruz, que está resguardada con una
rejilla.
Con este triunfo abrió los ojos y,
entendiendo que el mundo está lleno de peligros, entró en el monasterio de Canónigos
Regulares de San Agustín, por los años de 1210. Tras dos años de noviciado, el
joven canónigo regular fue enviado a Coimbra, al convento de Santa Cruz, y allí
estuvo algunos años estudiando Filosofía, Teología y Patrística con admirable
fruto.
EN LA ORDEN FRANCISCANA.
El Señor, que lo había guiado primero al
convento de Santa Cruz, lo destinaba a otra familia religiosa. Distante una
milla de Coimbra, los Frailes Menores o Franciscanos, de la sagrada Orden fundada
hacía pocos años por el glorioso padre San Francisco, residían en el
estrecho monasterio de San Antonio de Olivares,
así llamado por estar en terreno poblado de olivos. En él vivían cinco Hijos
del Poverello de Asís, llevando vida tan
pobre y austera como su santo fundador, y muy a menudo iban a pedir limosna al
convento de la Santa Cruz.
Era por entonces hospedero el canónigo don Francisco, por lo cual tenía frecuentes relaciones
con los frailes limosneros; de ellos supo cosas edificantes sobre la nueva
Orden; le dijeron que iban a Marruecos a predicar a los infieles; pero entendió
Fernando que adonde apuntaban era a conquistar
la palma del martirio.
En efecto, pocos meses después, algunos de
ellos, sentenciados a muerte por el sultán, dieron su vida en medio de
tormentos tan atroces, que su solo relato hace estremecer. Fueron azotados
cruelmente; les abrieron el vientre y sacaron fuera sus entrañas; derramaron
sobre sus llagas aceite hirviendo y luego los arrastraron sobre pedazos de
tejas agudas. Finalmente, el propio sultán Miramamolín
los golpeó en la frente y luego los degolló (16 de enero de 1220). Sus
reliquias fueron llevadas a Coimbra, y tanto dieron que hablar los milagros que
el Señor obraba por ellas, que don Fernando se
sintió atraído por el ejemplo de los protomártires franciscanos. Fue, pues, a
ver al “guardián” del convento de San Antonio y le dijo: “Padre mío, si me prometierais
enviarme a tierra de moros, de buena gana tomaría yo el hábito de vuestra
Orden”.
Por su parte, el prior de los canónigos de
Santa Cruz se afligió muchísimo con la noticia de los propósitos de don Fernando; pero él llamamiento era divino a todas
luces. Para dar a su santo hermano pruebas de lo mucho que lo amaban, quisieron
los canónigos que el nuevo franciscano tomase el hábito, no en el monasterio de San Antonio, sino en su propia iglesia de Santa Cruz,
como así se hizo en el año 1221. Cambió entonces el nombre de Fernando por el de Antonio.
En memoria de tan piadosa y edificante
ceremonia, cada año, el día de San Antonio de
Padua, va a predicar el panegírico del Santo a la iglesia de los Franciscanos
un Canónigo de Santa Cruz, y luego preside la comida de los frailes.
Conforme al concierto que había hecho con
los padres Franciscanos, lo enviaron a África; pero no bien hubo llegado, le
dio una grave y larga enfermedad, de suerte que tuvo que regresar a Portugal.
Se embarcó con este intento; pero la Providencia lo tenía destinado para
apóstol de otros países, y así, por divina voluntad fueron los vientos tan
contrarios y furiosos en esta navegación, que de lance en lance llevaron el
navío a las costas de Sicilia. Sucedía todo esto el mismo año en que se celebraba
en la llanura de Asís el Capítulo general de los Franciscanos: Antonio podría al fin ver a San
Francisco y contemplar de cerca la hermosura de la caridad en lo que
tiene de más exquisito y real. A pesar de hallarse todavía convaleciente, cruzó
a pie la península itálica, desde Calabria hasta Umbría.
El humilde peregrino asistió como desconocido
a la magna Asamblea; nadie le hacía caso. Finalmente, lo vio el provincial de
Romania y lo envió, con licencia del Ministro General, al monasterio de Monte
Paulo, donde le encargaron fregar y barrer. Por la cuaresma del año 1222 fue
enviado a la ciudad de Forlì con otros religiosos. Cierto día, estando de paso
por aquel convento algunos padres Dominicos, el Padre guardián les rogó que
alguno de ellos explicase la palabra del Señor; mas todos se excusaron,
alegando que no estaban preparados. Fueron a buscar a San
Antonio, que estaba en la cocina, y le mandaron que hablase. También él
se excusó al principio, pero, compelido por el Padre guardián, habló tan altamente
y con tanta abundancia de ideas, exponiéndolas con tanta claridad, concisión,
sabiduría y documentación de la Sagrada Escritura, que dejó admirados a los
oyentes. Contaron esto al Padre provincial, el cual lo nombró predicador de
Romania, y San Francisco, maravillado de la
humildad de Antonio, le mandó que leyese a los frailes la Sagrada Teología.
PRINCIPIO DE SU VIDA PÚBLICA.
Los autores más dignos de crédito convienen
generalmente en que San Antonio predicó primero
en Romania, desde el año de 1222 hasta el de 1224; luego enseñó en diversas
ciudades de Francia e Italia. En todas partes atrajo cabe su cátedra a muchos discípulos.
Pero no llenaba sus ansias de apostolado. A las tareas y fatigas del
profesorado añadió la predicación por las ciudades, villas y aldeas. Las
muchedumbres, ávidas de oírlo, se apiñaban en derredor suyo. Era su modo de
decir tan persuasivo, discreto y acomodado a la necesidad de los oyentes, que,
después de sus sermones, los sacerdotes no daban abasto a confesar a los
penitentes.
Es este el lugar de referir dos milagros que
dicen relación con las peleas de San Antonio contra
los herejes, a los cuales persiguió con tanta solicitud y perseverancia, que
con razón fue llamado «martillo de los herejes».
El primero es el de un caballo que adoró al
Santísimo Sacramento. Un hereje negaba la presencia real porque no veía ninguna
mudanza en las especies eucarísticas. San Antonio deseaba ganar aquella alma y
además fortalecer la fe de los cristianos, y así cierto día le dijo: “Si
el caballo en el que vais montado adora el verdadero Cuerpo de Cristo bajo la
especie del pan, ¿creeréis por ventura?” Aceptó el hereje estas condiciones; dos días tuvo
encerrado al animal sin darle cosa alguna de comer. Al tercer día sacó el
caballo y lo llevó a la plaza en medio de un gran concurso de gentes. Le dieron
de comer avena, mientras San Antonio estaba
delante, teniendo en sus manos con gran reverencia el Cuerpo
de Jesucristo. Un gentío innumerable se había juntado en aquel lugar y
esperaban todos con grandes ansias lo que pasaría. Entonces el caballo, como si
tuviera conocimiento, se arrodilló ante la Sagrada Hostia, y allí permaneció
hasta que fray Antonio lo dejó ir.
El otro milagro no es menos célebre. Los
herejes de la ciudad de Rímini se burlaban un día de las palabras del Santo y
se tapaban los oídos para no oírlo: “Puesto que los hombres no
merecen que se les predique la divina palabra -dijo entonces
fray Antonio-, voy a hablar a los peces”. Esto ocurría a orillas
del mar. Llamó el Santo a los peces y les recordó los grandes beneficios que
habían recibido de Dios, el favor del agua límpida
y clara, el silencio que es oro, y la libertad de nadar dentro de luminosas
profundidades. Fue cosa maravillosa que a las palabras de fray Antonio vinieron los peces hasta cerca del Santo
y, levantadas del agua sus cabezas, boquiabiertos y con grande atención y
sosiego, lo comenzaron a oír y no se fueron hasta que fray
Antonio les dio la bendición; todo el pueblo estuvo presente a este
espectáculo; quedaron todos atónitos, y los herejes tan corridos y humillados,
que se echaron a sus pies, suplicándole que les enseñase la verdad.
VIAJES APOSTÓLICOS.
Antonio leyó
Teología en Montpeller y Tolosa. Con Montpeller se relaciona una anécdota que,
aun careciendo de fundamento histórico, dio origen a que el pueblo cristiano
tenga a San Antonio por abogado de las cosas
perdidas. Un novicio dejó la Orden y se llevó consigo un Salterio glosado que
el varón de Dios estudiaba para leer a los frailes la Sagrada Escritura y
preparar los sermones. El Santo, al saberlo, se puso luego en oración y, al
punto, el ladronzuelo, arrepentido, le restituyó el libro que había llevado.
Con mucha razón la colecta de la misa de este Santo nos invita a pedir al Señor
por su intercesión la gracia de hallar no sólo las cosas terrenas y
perecederas, sino también los tesoros espirituales que nos harán dignos de gozar
un día de los bienes eternos.
Vamos a referir un prodigio sobre cuya
autenticidad no cabe duda. Estaba un día en la ciudad de Arles, predicando de
la cruz y pasión de Cristo, nuestro Redentor, cuando a un momento determinado, fray Monaldo, alzó la vista y vio al seráfico Padre San Francisco que residía en Italia en aquel entonces.
Estaba en el aire con los brazos extendidos como aprobando todo lo que San Antonio decía. Habiendo echado su bendición a la
asamblea, desapareció.
Pero donde más predicó el Santo fue sin duda
en el Lemosín. Las estatuas de San Antonio que
suelen venerarse en las iglesias y que lo representan con el Niño Jesús en brazos, recuerdan un paso de su vida que
debió de suceder en una población cercana a Limoges. Estando el Santo una noche
en oración, solo en su habitación, el huésped que lo había recibido en su casa
le estuvo acechando y vio en el aposento una gran claridad; mirando más en
ella, vio un niño hermosísimo, sobremanera gracioso, en los brazos de San Antonio, y al Santo que lo abrazaba y se regalaba
con él. Era Jesús en persona. Después de muerto Antonio,
el dichoso testigo de aquel prodigio lo contó con mucho enternecimiento
y lágrimas, habiendo antes puesto la mano sobre las reliquias del Santo para
prueba de que decía verdad. Milagro parecido ocurrió, según algunos autores, en
Pascua, en casa de un tal Tisone del Campo.
En la ciudad de Limoges aconteció uno de los
más portentosos milagros de bilocación obrados por San
Antonio. Es la bilocación la presencia milagrosa de una persona en dos
lugares a un mismo tiempo. Estaba una tarde del Jueves Santo predicando en la iglesia
de San Pedro. A aquella misma hora, los frailes estaban cantando Maitines en su
convento, muy distante de la iglesia, y fray Antonio había
de cantar una «lección». A la hora exacta en
que le tocaba cantarla, los religiosos le vieron llegar, y en cuanto hubo
desempeñado su oficio, desapareció del coro; ahora bien, en aquel mismo
instante empezaba el sermón.
De buena tinta se sabe que fray Antonio fundó el primer convento de franciscanos
de la ciudad de Brive. Distantes como kilómetro y medio de la ciudad, se hallan
las Grutas donde se recogía para orar y meditar, las cuales han venido a ser
lugar de romería famosa y muy concurrida en aquella comarca. Cada año, el
domingo después de la fiesta de San Bartolomé, hay
en Brive una feria llamada “feria de las Cebollas”,
la cual dice con otro milagro. Un día, como el cocinero de los Franciscanos
no tuviese cosa para dar de comer a los frailes, Antonio
fue a decirlo a una devota matrona amiga y bienhechora del convento. A
pesar de que en aquella hora estaba lloviendo a cántaros, la señora mandó a su
criada que fuese a la huerta y trajese algunas hortalizas para llevarlas a los
padres Franciscanos. El convento estaba muy distante y el chaparrón arreciaba.
Con todo eso, la criada hizo el viaje de ida y vuelta sin que sus vestidos se
mojasen.
SAN
ANTONIO EN PADUA.
Esta es la época mejor conocida de la vida
de nuestro Santo, por haber sus biógrafos estudiado más detenidamente y
referido con más gala de pormenores cuanto hizo en la ciudad de Padua, donde
había de rematar la corta carrera de su vida mortal. Era Padua ciudad muy
opulenta; mas por obra de esta misma riqueza y bienestar, habíase apoderado de
sus habitantes el desenfrenado amor al lujo y a la holganza. Cuando a los de
Padua les faltaba dinero para saciar su apetito de juegos y festejos, lo pedían
a los prestamistas, quienes se lo adelantaban a intereses muy crecidos. La
ciudad se hallaba totalmente dominada por la codicia y la usura; pero a pesar
de estos vicios, los paduanos conservaban dormida en el fondo de su alma la fe
del Bautismo, la cual iba a despertarse al influjo de la fervorosa y enérgica
predicación de San Antonio.
Entró el Santo en
Padua con intento de predicar sucesivamente en cada una de las iglesias de la
ciudad; pero al poco tiempo, el auditorio no cabía ya en los templos. Antonio eligió entonces
para hablarles un anchuroso prado, donde
llegaban a apiñarse hasta treinta mil oyentes.
Los mismos comerciantes cerraban sus tiendas para ir a
oírlo.
¿Cómo lograba el humilde fray Antonio tan
maravillosos frutos en el ministerio de la oratoria sagrada? Ante todas las cosas y sin género de duda, merced a la
opinión de santidad del predicador y a lo extraordinario del personaje,
suficiente esto para llevar en pos de sí las más de las veces a la masa del pueblo.
Con todo eso, menester es confesar que el mérito de sus sermones y lo patético
de su decir, fueron parte grandísima para el logro de resultado tan admirable.
Meliflua era su elocuencia, y con predicar ordinariamente el Evangelio de la
abnegación y de sacrificio, salpicaba sus discursos con vivas y sabrosísimas
metáforas.
SU MUERTE Y CANONIZACIÓN.
Llego finalmente la hora en que iba a
apagarse esta resplandeciente lumbrera de la Orden franciscana. Ya en el año de
1230, logró fray Antonio, que el Capítulo general le descargase de los importantes
oficios que le tenía encomendados. La predicación de la cuaresma del año
siguiente lo dejó flaco, cansado y con poca salud: pasaba días enteros
predicando y confesando en ayunas. Poco después de Pentecostés le fue menester
retirarse a una ermita solitaria no muy distante de Padua, llamada Campo de San
Pedro. Allí comenzó a adelgazar tanto, que a los pocos días notó que se
acercaba su muerte y pidió ser trasladado al convento de Padua.
La masa de la ciudad salió a recibirlo; se
juntó tanta gente para verlo y besar su hábito, que no pudo entrar en la ciudad
y le fue menester detenerse con sus dos compañeros en casa del capellán de las
religiosas de Árcela, situada en uno de los arrabales de Padua. Habiendo
recibido con singular devoción los Sacramentos de la Iglesia y rezado con los
frailes que le asistían los siete salmos penitenciales, cantó por sí sólo el himno O gloriosa Domina y se durmió apaciblemente en
el Señor el 13 de junio de 1231.
Mientras exhalaba el postrer suspiro, los
niños y muchachos de Padua, movidos de Dios, comenzaron a andar por toda la
ciudad, dando voces y diciendo: “Ha muerto el Santo, ha muerto el Santo”.
Muy luego aprobó la Iglesia la canonización
que los ángeles habían ya pregonado por boca de los niños; al año siguiente,
1232, el Papa Gregorio IX, en la pascua de
Pentecostés, canonizó y puso en el catálogo de los Santos al franciscano
Antonio de Padua. En aquel mismo día, que fue el primero de junio, todas
las campanas de la ciudad de Lisboa tañeron por sí solas, para celebrar el
triunfo del preclaro religioso que Italia había hurtado a Portugal.
En el
mismo día de sus exequias, trajeron a su sepulcro multitud de enfermos quienes,
con sólo tocarlo cobraron la salud. Los que no pudieron acercarse al sepulcro
quedaron sanos a la vista de la muchedumbre. Se extendió por todo el mundo la
fama de los milagros de San Antonio. De todas
partes acudieron ordenadas romerías. Parroquias enteras venían con banderas
desplegadas y pies descalzos a venerar al Santo, señalándose en esta penitencia
muchos personajes de natural delicado y orgulloso.
Las reliquias, depositadas primero en la
reducida iglesia de los Franciscanos, fueron trasladadas solemnemente, el día 8
de abril de 1263, a un suntuoso templo edificado en su honor, llamado de San Antonio. Era entonces ministro general de la Orden
el insigne doctor San Buenaventura, que fue
después cardenal obispo de la ciudad de Albano;
él presidió la exhumación de San Antonio, a
quien no conocía sino por la fama.
Se maravillaron al abrir el ataúd, cuando
vieron que la lengua que con tanto provecho y gloria había predicado la divina
palabra, se hallaba incorrupta, siendo así que todo el cuerpo estaba consumido
y sólo quedaban los huesos. San Buenaventura la
tomó en las manos y, bañado en lágrimas, con entrañable devoción dijo estas
palabras: “¡Oh lengua bendita, que siempre alabaste a Dios y tan a
menudo hiciste que otros le alabasen; bien se ve ahora de cuánto merecimiento
eres delante del que para tan alto oficio te formó!”.
Tan insigne reliquia está todavía incorrupta
hace más de siete siglos. Ni se ha secado ni ennegrecido con el tiempo; hoy día
es de color blanquecino. Está guardada bajo un globo de cristal incrustado en
un relicario de oro macizo, obra de arte magistral que honra al cincel
italiano. Pasados unos cien años, el día 15 de febrero de 1350, el sagrado
cuerpo fue trasladado otra vez y encerrado en magnífica urna de plata, a
expensas del cardenal Guido de Montfort. “Buena
parte de la cabeza - se lee en el Breviario seráfico- fue
depositada en preciosísimo relicario, cincelado con primor”.
El Papa Sixto V, el año de 1586, mandó celebrar la fiesta
de San Antonio con rito doble. Muchas oraciones
y ejercicios de devoción en su honor están indulgenciadas, como el ejercicio de
los trece martes, por haber muerto el Santo un martes, día 13 del mes. Se ha
extendido por el mundo una antífona llamada “Breve de San Antonio”, Ecce crucem Dómini –he aquí la cruz del
Señor-, que recuerda el poder del
taumaturgo sobre los demonios; Roma, con todo, no ha aprobado la colecta que
suele a veces añadirse. Finalmente, algunas parroquias y asociaciones piadosas
lo han tomado por patrono y una de éstas, que congrega a la juventud de ambos sexos,
fue facultada por Pío X en el año de 1911, a
trasladar su residencia de España a Roma.
Por Carta Apostólica fechada el 16 de enero
de 1946, el Papa Pío XII, declaró y constituyó a
San Antonio de Padua, Doctor de la Iglesia Universal.
La forma de
devoción y caridad llamada Pan de San Antonio ha adquirido tal importancia, ha aliviado y sigue
aliviando tantas miserias, que conviene siquiera mencionarla: que San Antonio socorriese de buena gana a los
necesitados, ¿quién lo duda? Por eso los
cristianos le han querido honrar dando limosna en nombre de este hijo del «Pobrecito»
de Asís.
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