San Luis, rey de Francia, nono de este nombre, espejo de reyes y ornamento de su nación, fué hijo de Luis VIII, rey asimismo de Francia, y de doña Blanca, hija de Alonso VIII, rey de Castilla, y héroe de las Navas de Tolosa.
Quedó san Luis huérfano de padre a la edad de doce años, y debajo de la
tutela de su madre, la cual solía decirle: «Hijo
mío, antes querría verte muerto delante de mis ojos, que con algún pecado
mortal.»
Las, cuales palabras de tal manera se le asentaron
en el corazón al hijo, que jamás cometió culpa grave.
Y a los cuatro hijos que tuvo se las repetía como la mejor bendición.
Traía a raíz, de las carnes un áspero
cilicio; los sábados lavaba los pies a algunos pobres, y los días de fiesta daba
por sus manos de comer a más de doscientos.
Edificó en su palacio real de París una
capilla muy suntuosa, donde solía orar con gran fervor, en la cual puso el hierro
de la lanza que abrió el costado de Cristo con otras reliquias muy preciosas.
Era tan grande su fe al santísimo Sacramento,
que habiendo aparecido en París un niño hermosísimo en la Hostia, diciendo un
sacerdote misa, y concurriendo el pueblo a verle, el santo rey no quiso ir,
diciendo que no tenía necesidad de aquel milagro para creer que Cristo estaba
en la Hostia consagrada.
Hizo ley que a los blasfemos y perjuros los
herrasen y cauterizasen como a esclavos; y castigando con rigor a los herejes,
desarraigó la herejía de todo su reino.
No fué menos celoso de la justicia; y por su persona trataba las causas
de los pobres dos veces cada semana debajo de la célebre encina de Vicennes.
Pidió la cruz, que en aquel tiempo se predicaba para la conquista de la
Tierra Santa: se la puso en el vestido, y habiendo juntado
un numeroso y lucido ejército, se embarcó con toda su gente después de haber
hecho procesiones y rogativas para que Dios favoreciese sus píos intentos y diese
buen suceso a aquella jornada.
Más aunque ganó en Egipto el ejército
cristiano la ciudad de Damieta, y peleó dos veces con los moros con gran matanza
de aquellos bárbaros, en castigo de la ambición de algunos capitanes y de las estragadas
costumbres de los soldados, no alcanzó la victoria en aquella guerra ni en la
otra cruzada que llegando a Túnez fué contagiada de una maligna pestilencia que
asolaba aquella región, de la cual fué herido el santo Rey, a quien el Señor en
lugar de la Jerusalén de la tierra, dio la Jerusalén celestial y la eterna recompensa
de sus heroicas virtudes.
Reflexión: Estando san Luis para morir, escribió para su hijo el rey
Felipe entre otros documentos los que siguen:
«Hijo
mío, le dijo; ante todas cosas te encomiendo qué ames a Dios mucho, porque el
que no le ama no puede ser salvo. No des lugar a pecado mortal, aunque por no
cometerlo padezcas cualquier género de tormento. Confiesa a menudo tus pecados,
y busca confesor sabio para que te sepa enseñar lo que has de seguir y lo que
has de huir, y trata con él de manera que tenga osadía para reprehenderte y darte
a entender la gravedad de tus culpas. Mira con mucho cuidado a quien das la
vara de la justicia; y escoge para jueces los mejores hombres de tu reino.»
No es maravilla, pues, que san Luis fuese
bendecido y aclamado de todo su reino no sólo como santo rey, más también como
padre de todos sus vasallos.
Oración: Oh Dios,
que
trasladaste a tu confesor el bienaventurado Luis desde el reino de la tierra a
la gloria del cielo; concédenos que por su intercesión y por sus méritos,
seamos recibidos en el reino del Rey de los reyes Jesucristo, tu único Hijo, nuestro Señor.
Amén.
FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA
CRISTIANA.
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