El seráfico siervo de Cristo crucificado, san Miguel de los santos fué natural de Vich, en Cataluña, a donde poco antes se había trasladado su padre, que ejercía el oficio de escribano en la villa de Centellas.
Tenía el asombroso niño Miguel seis años no cumplidos, cuando abrasado del
amor de Cristo se encaminó con otro niño hacia Montseny, con propósito de hacer
en aquellas asperezas una vida penitente y solitaria.
Al
hallarle su padre en una cueva, hincado de rodillas y orando con muchas
lágrimas, le preguntó por qué lloraba; y el niño respondió: «Lloro por la pasión de nuestro Señor
Jesucristo»; y preguntándole también cómo pensaba
sustentarse en aquella soledad, respondió que Dios le alimentaría como
alimentaba a otros santos.
Tomándole el padre de la mano lo volvió a su
casa, donde comenzó a ayunar la cuaresma, las vigilias y los miércoles, viernes
y sábados de cada semana; ponía los pies desnudos sobre la nieve, se disciplinaba
todas las noches, y llevaba en el pecho una cruz de madera atravesada con tres
clavos, que traía hincados en las carnes.
Terminados los primeros estudios de las letras humanas y siendo de doce
años fué a Barcelona, donde recibió el hábito de los Trinitarios calzados, con
indecible gozo de su alma, mas poco después de sus votos solemnes, pasó a la estrecha
observancia de los religiosos trinitarios descalzos, a los cuales espantó con
sus extraordinarias penitencias.
Porque no comía sino de dos en dos días algunos
bocados de pan, y a veces se le pasaban doce, quince y veinte días sin probar
agua ni bebida alguna, llegando a pasar un verano entero sin beber.
Se le ponía la lengua y los labios tan secos como los que padecen ardentísima
fiebre y el siervo de Dios para acrecentar aún esta terrible mortificación
bajaba a unos sótanos donde había muchas tinajas de agua fresca, para que a la
vista del refrigerio fuese mayor el sacrificio.
Se guarda hoy todavía una cruz de hierro que
tiene una cuarta de largo y está sembrada de ochenta y un clavos que traía hincados
en las espaldas.
En invierno se aplicaba agua fría al pecho para templar los ardores del
amor divino.
Uno de los regalos que el Señor le hizo fué
trocarle místicamente el corazón, dándole Jesucristo el suyo de una manera
inefable.
Eran tan frecuentes sus éxtasis seráficos que se arrobaba predicando,
diciendo misa, orando, en el templo, en las visitas y en las calles.
Le vieron muchas veces elevado todo el cuerpo
en el aire, especialmente al celebrar la misa, y teniendo el que se la ayudaba
curiosidad de medir la altura, pues los arrobamientos duraban un cuarto de hora,
halló que estaba elevado más de media vara del suelo.
Finalmente llegado el tiempo en que el Señor quería trasladar este
serafín humano al paraíso, después de haber asombrado al mundo con sus
extraordinarias virtudes, le llevó para sí el segundo día de Pascua de Resurrección
a la edad de treinta y tres años.
Reflexión: Oye y asienta en tu alma lo que solía decir este mismo
santo, maravillándose de que hubiese hombres que no amasen a Dios. « ¡Oh, hijos de Adán!, —exclamaba,
— ¿Es
posible que haya hombres que no quieran amar a Dios? ¡Oh si las almas conocieran
aquella suma bondad, cómo no la ofendieran, antes se abrasaran en su amor! ¡Oh!
¡Si experimentaran la suavidad de Dios, cómo se murieran todos de amor por El!»
Tal es el secreto y verdadera causa de la
vida asombrosa de los santos.
Oración: ¡Oh
Dios misericordioso! Que te dignaste adornar al
bienaventurado Miguel, tu confesor, con maravillosa inocencia y admirable
caridad, concédenos por su intercesión, que libres de los vicios, y encendidos
en tu amor, merezcamos llegar a gozarte. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.
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