«Bienaventurado el varón
que tiene en la ley del Señor su complacencia» (Sal.
1, 1-2).
—
Exhortando Moisés al pueblo de Israel a ser fiel a Dios, le coloca delante de
una gran alternativa: o amar al Señor, cumplir sus
mandamientos y así alcanzar sus bendiciones, o volverse atrás siguiendo otros
dioses y preparándose por lo tanto a encontrarse con las maldiciones divinas. «Os pongo delante de la vida y de la muerte, la bendición y la
maldición. Elige la vida, y vivirás» (Dt 30, 19). Sólo
Dios es el «viviente», la fuente de la vida y sólo quien le escoge, a él y a su
palabra escoge la vida y de esta vida vivirá. No basta una elección hecha una vez para
siempre, debe ser una elección que se renueva y se vive día a día, tanto en las
circunstancias más especiales como en las más sencillas; todo tiene que ser
visto, meditado y elegido a la luz de la fe, en relación con Dios, en armonía
con su palabra.
La debilidad humana por una parte y las
preocupaciones de la vida cotidiana por otra apartan frecuentemente al hombre
de este empeño esencial; por eso la Iglesia durante la Cuaresma invita a todos
a recogerse más profundamente, a escuchar con más frecuencia la palabra de
Dios, a una oración más intensa, para que cada uno examine su comportamiento y
procure siempre conformarlo más a la ley, a la voluntad del Señor. La Cuaresma
debe ser una época de verdaderos ejercicios espirituales orientados a la
revisión y a la reforma de la vida, que dispongan a celebrar con mayor pureza y
fervor el misterio pascual en el que culmina y se cumple la obra de la
salvación.
Sería
triste engañarse: «Nadie puede servir a dos
señores» (Mt
6, 24). El
cristianismo no admite componendas: no se puede elegir a Dios y al mismo tiempo seguir al
mundo, condescender con las pasiones, fomentar el egoísmo, favorecer los malos deseos
y la ambición. Quien vacila y no sabe colocarse totalmente de parte de Dios, del
Evangelio, de Cristo, demuestra que no está firmemente convencido de que Dios
es el único Señor digno de ser amado y servido con todo el corazón. Es necesario repensar aquellas palabras de
la Escritura: «Escoge la vida para que vivas...
amando al Señor tu Dios, obedeciendo su voz y adhiriéndote a Él porque en eso
está tu vida» (Dt
30,20).
—
Apenas había acabado Jesús de anunciar su pasión, cuando decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome
cada día su cruz y sígame» (Lc
9, 23). Antes había
dicho de sí: «Es preciso que el Hijo
del hombre padezca mucho y que sea rechazado... y sea muerto y resucite al
tercer día» (Lc
9,22). De esta manera y por primera vez había revelado el
Señor el misterio de su Pascua, de su paso del sufrimiento y de la muerte a la
resurrección, a la vida eterna. Y este paso no lo puede esquivar ningún discípulo
de Cristo: tomar la propia cruz y seguir a Cristo hasta morir con él y con él y
en él después resucitar. Y éste es también el único modo de celebrar el
misterio pascual no como meros espectadores sino como actores que participan en
él personalmente, vitalmente. La cruz, las tribulaciones que siempre acompañan
la vida del hombre, recuerdan al cristiano el único itinerario de la salvación
y por lo tanto de la verdadera vida. «Porque quien quisiere salvar
su vida, la perderá; pero quien perdiere su vida por amor de mí la salvará» (Lc 9,24).
Quien se rebela contra la cruz, rechaza la mortificación, condesciende con las
pasiones y pretende a toda costa llevarse una vida cómoda, placentera, va en
busca del pecado y de la muerte espiritual. Quien por el contrario está
dispuesto anegarse a sí mismo hasta sacrificar su propia vida gastándola con
generosidad en el servicio de Dios y de los hermanos, aunque la perdiera
temporalmente, la salvará para la eternidad. «¿Qué aprovecha al hombre
ganar todo el mundo si él se pierde y se condena?» (Lc 9,25).
Elegir la vida es
seguir a Cristo negándose a sí mismo y llevando la cruz. Pero no es la mortificación y la renuncia las que valen por sí
mismas, sino el abrazarlas «por mí», ha
dicho el Señor: abrazarlas por su amor, con deseo de hacerse semejantes a
su pasión, muerte y resurrección. Esto es verdad no sólo pensando en
la propia salvación eterna, sino especialmente como exigencia íntima del amor,
que por su fuerza impulsa a con dividir del todo la vida de la persona amada. Si Jesús padeció,
murió y resucitó por la salvación de todos los hombres, el cristiano ha de
querer participar en su misterio para cooperar con él en la salvación delos
hermanos.
¡Oh
Señor!, yo era un necio y no sabía nada; era para ti como un bruto animal.
Pero yo estaré siempre a tu lado, pues tú me has tomado de la diestra. Me
gobiernas con tu consejo y al fin me acogerás en gloria.
¿A quién tengo yo en los cielos? Fuera de ti, en nada me complazco sobre la
tierra... Mi porción eres tú por siempre. Porque los que se alejan de ti
perecerán... Pero mi bien es estar apegado a ti, ¡oh Dios mío! (Salmo 73, 22-28).
Te elijo a ti, Dios mío; prefiero amarte,
seguir tus caminos, guardar tus preceptos, mandatos y decretos, para vivir y
crecer y para que tú me bendigas. Haz que mi corazón no se resista, que no me
deje arrastrar a pros ternarme dando culto a dioses extranjeros. Quiero amarte,
Señor, mi Dios, escuchar y obedecer tu voz, mantenerme pegado a ti, porque tú eres
mi vida. (Cf. DEUTERONOMIO, 30, 16-20).
¡Oh Verbo, Cordero desangrado y abandonado
en la cruz!..., tú dijiste: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», y nadie
puede ir al Padre sino por ti. Abre los ojos de nuestro entendimiento para que
veamos... y nuestros oídos para escuchar la doctrina que nos enseñas...
Tu doctrina es ésta: pobreza voluntaria,
paciencia ante las injurias, devolver bien por mal; permanecer pequeños, ser
humildes, aceptar ser pisoteados y abandonados en el mundo; con tribulaciones,
persecuciones por parte del mundo y del demonio visible e invisible; con
tribulaciones hasta por parte de la propia carne, la cual, como rebelde que es,
se revela siempre contra su Creador y lucha contra el espíritu. Ahora bien,
ésta es tu doctrina: llevarlo todo con paciencia y resistir al pecado con las
armas del odio [contra el mal] y del amor.
¡Oh dulce y suave doctrina! Tú eres el
tesoro que Cristo eligió para sí y legó a sus discípulos. Esta fue la mayor
riqueza que pudo dejar... Haz que yo me vista de ti, ¡oh Cristo hombre!, es
decir, de tus penas y oprobios; haz que no quiera deleitarme en otra cosa. (STA. CATALINA DE SIENA, Epistolario, 226)
TIEMPO
DE CUARESMA
P.
GABRIEL DE STA. M. MAGDALENA, O.C.D
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