«Mi sacrificio, oh Señor, es
un espíritu contrito. Un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo
desprecias» (Sal.
51, 19).
— « ¿A qué ayunar, si tú
no lo ves? ¿A qué humillar nuestras almas, si no te das por entendido?» (Is 58, 3).De esta manera, siempre tan
escrupuloso cumplidor del ayuno legal, levantaba el pueblo de Israel su voz, pretendiendo
exigir unos derechos en fuerza de unas prácticas penitenciales que estaban
vacías, de verdadero espíritu de piedad. Y la palabra del Señor respondía: «Ayunáis para mejor reñir y disputar y para herir inicuamente
con el puño... ¿Es acaso así el ayuno que yo escogí?» (Is 58, 4-5). A través de la palabra
del Señor la Iglesia adoctrina a sus hijos sobre el verdadero sentido de la
penitencia cuaresmal: «inútilmente se quita al
cuerpo el alimento si el espíritu no se aleja del pecado» (S.
León M. 4 Sr. de Quadr.). Si la penitencia no lleva al
esfuerzo interior que elimina el pecado y a practicar las virtudes no puede ser
agradable a Dios, que quiere ser servido con corazón humilde, puro, sincero. El
egoísmo y la tendencia a afirmar el propio yo impulsan al hombre a querer ser
como el centro del mundo, pisoteando la ley de los derechos de los demás y
trasgrediendo por lo tanto la ley fundamental del amor fraterno. Por eso cuando
los hebreos se privaban del alimento, se acostaban con saco y ceniza, pero
seguían maltratando al prójimo, fueron severamente recriminados por el Señor y
sus actos penitenciales despreciados. Poco o nada vale imponerse privaciones
corporales si uno después es incapaz de renunciar a los intereses propios para
respetar y favorecer los del prójimo, dejar los puntos de vista personales para
seguir los de los demás, si no se busca vivir pacíficamente con todos y soportar
con paciencia los reveses que recibimos. La Sagrada Escritura señala con precisión que es la caridad
lo que hace agradables los actos de penitencia: « ¿Sabéis qué ayuno
quiero yo? Dice
el Señor: partir tu pan con el
hambriento, albergar al pobre sin abrigo, vestir al desnudo y no volver tu
rostro ante tu hermano. Entonces brotará tu luz como aurora, y pronto germinará
tu curación» (Is
58, 6-8). Así
la luz de la buena conciencia resplandecerá delante de Dios y de los hombres y
la herida del pecado será curada por un amor verdadero a Dios y a los hermanos.
— Un día los discípulos del Bautista, sorprendidos de que los
seguidores de Jesús no observasen como ellos el ayuno, preguntaron: ¿Cómo es que tus discípulos
no ayunan? Y
Jesús les contestó: ¿por ventura pueden los
compañeros del novio llorar mientras está el novio con ellos?» (Mt 9, 15). Para los hebreos el ayuno
era señal de dolor, de penitencia; y se practicaba especialmente en las épocas
de desgracia con el fin de alcanzar la misericordia de Dios o para manifestar
el arrepentimiento de sus pecados. Pero ahora cuando el Hijo de Dios se
encuentra en la tierra celebrando sus bodas con la humanidad, el ayuno parece
un contrasentido: de los discípulos de Jesús es más propio la alegría que el
llanto. El mismo Cristo vino a liberarles del pecado; por eso su salvación más que
en las penitencias corporales está en la apertura total a la palabra y a la
gracia del Salvador. Esto no quiere decir que Jesús haya desterrado el ayuno;
antes bien, el mismo Jesús nos enseñó con qué pureza de intención debe ser
practicado, huyendo de toda forma de ostentación externa que busque la alabanza
de los demás: «Tú cuando ayunes, úngete la cabeza y lava tu cara, para que no
vean los hombres que ayunas, sino tu Padre... y tu Padre, que ve en lo secreto,
te recompensará» (Mt
6, 17-18). Y
ahora el Señor dice a los discípulos del Bautista: «Pero vendrán días en que
les será arrebatado el novio, y entonces ayunarán» (Mt.
9, 15). El festín de bodas, de que Jesús habla comparándose a
sí mismo con el novio y a sus discípulos con los invitados, no durará mucho;
una muerte violenta arrebatará al novio y entonces los invitados, sumergidos en
el llanto, ayunarán. Sin embargo el ayuno cristiano no es sólo señal de dolor
por la lejanía del Señor; es también señal de fe y de esperanza en él que se
queda invisiblemente en medio de sus amigos, en la Iglesia, en los sacramentos,
en la palabra y que un día volverá de manera visible y gloriosa. El ayuno
cristiano es señal de vigilia, una vigilia alegre «en la bienaventurada
esperanza de la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo
Jesús» (Tit.
2, 13). El ayuno, como cualquier otra forma de penitencia
corporal, tiene como fin realizar un desprendimiento más profundo de las satisfacciones
terrenas, para que el corazón esté más libre y sea más capaz de saborear las
alegrías de Dios y por lo tanto de la Pascua del Señor.
Gracias te sean dadas siempre y en todo
lugar, Señor, Padre santo, Dios todo poderoso y eterno, por Cristo nuestro
Señor. Siguiendo su ejemplo, y fieles a su gracia, la fe de
los que ayunan se alimenta, la esperanza se reaviva, la caridad se fortalece;
porque él es, en verdad, el pan vivo que nutre para la vida eterna, y alimento
que engendra la fuerza del espíritu. ¡Oh Dios!, tu
Verbo, por el que fueron hechas todas las cosas, es, en efecto, alimento, no
sólo para los hombres, sino también para los ángeles. Nutrido con sólo este
alimento, Moisés, tu siervo, ayunó cuarenta días y cuarenta noches,
absteniéndose de alimentos materiales, para hacerse más capaz de gustar tu
inefable dulzura. Tanto fue así, que ni siquiera sintió el hambre del cuerpo, y
se olvidó de los alimentos terrenos, porque le iluminaba la virtud de tu gloria
y le nutría la palabra fecunda del divino Espíritu. ¡Ah, no nos dejes nunca a falta de este
pan, del cual nos exhortas a tener siempre hambre, de este pan que es Jesucristo,
nuestro Señor! (Sacramentario
Gregoriano, de Liturgia, Cal. 74).
¡Oh Señor!, durante
el tiempo del ayuno conserva despierta mi mente y reaviva en mí el saludable
recuerdo de cuanto misericordiosamente hiciste en favor mío ayunando y rogando
por mí... ¿Qué
misericordia puede haber mayor, ¡oh Creador
del cielo!, que la que te hizo bajar del cielo
para padecer hambre, para que en tu persona la saciedad sufriese sed, la fuerza
experimentase debilidad, la salud quedase herida, la vida muriese?... ¿Qué mayor misericordia
puede haber que la de hacerse el Creador creatura y siervo el Señor? ¿La de ser
vendido quien vino a comprar, humillado quien ensalza, muerto quien resucita?
Entre las limosnas que se han de hacer, me mandas que dé pan al que
tiene hambre; y tú, para dárteme en alimento a mí, que estoy hambriento, te
entregaste a ti mismo en manos de los verdugos. Me mandas que acoja a los
peregrinos, y tú, por mí, viniste a tu propia casa y los tuyos no te
recibieron. Que te alabe mi alma, porque tan propicio te muestras a todas mis iniquidades,
porque curas todos mis males, porque arrebatas mi vida a la corrupción, porque
sacias con tus bienes el hambre y la sed de mi corazón. Haz que mientras ayuno,
yo humille mi alma al ver cómo tú, maestro de humildad, te humillaste a ti
mismo, te hiciste obediente hasta morir en una cruz. (SAN AGUSTIN, Sermón. 207, 1-2).
P.
GABRIEL DE STA. M. MAGDALENA, O.C.D
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