«Perdónanos, Señor,
porque hemos pecado» (Salmo
resp.).
— «Eres polvo y al polvo volverás» (Gen.
3, 19). Estas palabras, que el Señor pronunciara por primera
vez dirigidas a Adán por razón del pecado cometido, las repite hoy la Iglesia a
todo cristiano, para recordarle tres verdades fundamentales: su nada, su
condición de pecador y la realidad de la muerte.
El polvo —la
ceniza colocada sobre la cabeza de los fieles—,
algo tan ligero que basta un leve soplo de aire para dispersarlo, expresa muy
bien cómo el hombre es nada. «Señor... mi existencia
cual nada es ante ti» (Sal
39, 6), exclama el salmista. Cómo necesita hacerse añicos
el orgullo humano delante de esta verdad. Y es que el hombre por sí mismo no
sólo es nada, es también pecador; precisamente él que se sirve de los mismos
dones recibidos de Dios para ofenderle. La Iglesia hoy invita a todos sus hijos a inclinar la
cabeza para recibir la ceniza en señal de humildad y a pedir perdón por los
pecados; al mismo tiempo les recuerda que en pena de sus culpas un día tendrán
que volver al polvo.
Pecado y muerte son los frutos amargos e inseparables de
la rebeldía del hombre ante el Señor. «Dios no creó la muerte» (Sab. 1, 13),
ella entró en el mundo mediante el pecado y es su triste «salario» (Rom 6,23). El
hombre, creado por Dios para la vida, la alegría y la santidad, lleva dentro de
sí un germen de vida eterna (GS 18);
por eso le hacen sufrir ese pecado y esa muerte que amenazan impedirle la
consecución de su fin y por lo tanto la plena realización de sí mismo. Y no
obstante, la invitación de la Iglesia a meditar estas realidades dolorosas no
quiere hundir nuestro espíritu en una visión pesimista de la vida, sino más
bien abrir nuestros corazones al arrepentimiento y a la esperanza. Si la
desobediencia de Adán introdujo el pecado y la muerte en el mundo, la
obediencia de Cristo ha traído el remedio contra ellos. La Cuaresma prepara a los fieles a la
celebración del misterio pascual, en el cual precisamente Cristo salva al
hombre del pecado y de la muerte eterna y transforma la muerte corporal en un
paso a la vida verdadera, a la comunión beatificante y eterna con Dios. El pecado y la muerte son vencidos por Cristo
muerto y resucitado y tanto más participará el hombre de semejante victoria
cuanto más participe dela muerte y resurrección del Señor.
—
«Esto dice el Señor: Convertíos a mí de todo
corazón, en ayuno, en llanto y en gemidos. Rasgad vuestros corazones y no
vuestras vestiduras» (Joel
2,12-13). El elemento esencial de la conversión es en verdad la contrición
del corazón: un corazón roto, golpeado por el arrepentimiento de los pecados.
Este arrepentimiento sincero incluye de hecho el deseo de cambiar de vida e
impulsa a ese cambio real y práctico. Nadie está libre de este empeño: todo
hombre, aun el más virtuoso, tiene necesidad de convertirse, es decir, de
volver a Dios con más plenitud y fervor, venciendo aquellas debilidades y
flaquezas que disminuyen nuestra orientación total hacia Él.
La
Cuaresma es precisamente el tiempo clásico de esta renovación espiritual: «Ahora es el tiempo propicio, ahora es el tiempo de la
salvación» (2
Co 6,2), advierte S. Pablo;
pertenece
a cada cristiano hacer de él un momento decisivo para la historia de la propia salvación
personal. «Os pedimos en nombre de
Cristo: reconciliaos con Dios», insiste el Apóstol y añade: «os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios» (ib5, 20; 6, 1). No sólo el que está en
pecado mortal tiene necesidad de esta reconciliación con el Señor; toda falta
de generosidad, de fidelidad a la gracia impide la amistad íntima con Dios,
enfría las relaciones con él, es un rechazo de su amor, y por lo tanto exige arrepentimiento,
conversión, reconciliación.
El mismo Jesús indica en el evangelio (Mt 6,
1-6; 16-18) los
medios especiales para mantener el esfuerzo de la conversión: la limosna, la
oración, el ayuno; e insiste de manera particular en las
disposiciones interiores que los hacen eficaces. La limosna «expía los pecados»
(Ecli 3,30), cuando es
realizada con la intención única de agradar a Dios y de ayudar a quien está
necesitado, no cuando se hace para ser alabados. La oración une al hombre con
Dios y alcanza su gracia cuando brota del santuario del corazón, pero no cuando
se convierte en una vana ostentación o se reduce a un simple decir palabras. El ayuno es
sacrificio agradable a Dios y redime las culpas, si la mortificación corporal
va acompañada de la otra, sin duda más importante, que es la del amor propio. Sólo
entonces, concluye Jesús, «tu Padre que mira en lo
secreto te recompensará» (Mt6, 4. 6. 18), es decir, te perdonará los pecados y te concederá gracia
siempre más abundante.
Amas a todos los seres,
Señor, y no odias nada de lo que has hecho; a todos perdonas, porque son tuyos,
Señor, amigo de la vida (Antífona de entrada).
¡Oh Dios!, que te inclinas ante el que se
humilla y encuentras agrado en quien expía sus pecados; escucha benignamente
nuestras súplicas y derrama la gracia de tu bendición sobre estos siervos tuyos
que van a recibir la ceniza, para que, fieles a las prácticas cuaresmales,
puedan llegar, con el corazón limpio, a la celebración del misterio pascual de
tu Hijo. (MISAL ROMANO, Bendición de la
ceniza).
Oh Jesús, qué larga es la vida del hombre aunque
se dice que es breve! Breve es, mi Dios, para ganar con ella vida que no se
puede acabar; mas muy larga para el alma que se desea verse en la presencia de
su Dios. ¡Alma mía, cuándo será aquel dichoso día que te has de ver ahogada en
el mar infinito de la suma verdad!... Entonces entrarás en tu descanso cuando
te entrañares con este sumo Bien y entendieres lo que entiende y amares lo que
ama, y gozares lo que goza. Ya que vieres perdida tu mudable voluntad, ya, ya
no más mudanza...; ya no podrás ni desearás poder olvidarte del sumo Bien, ni
dejar de gozarle junto con su amor. ¡Bienaventurados los que están escritos en
el libro de esta vida! Mas tú, alma mía, si lo eres, ¿por qué estás triste y me
conturbas? Espera en mi Dios, que aun ahora me confesaré a él mis pecados y sus
misericordias... ¡Oh Señor!, más quiero vivir y morir en pretender y esperar la
vida eterna que poseer todas las criaturas y todos los bienes que se han de
acabar. No me desampares, Señor, porque en ti espero no sea confundida mi esperanza.
¡Oh hermanos, oh hermanos e hijos de este Dios! Esforcémonos, esforcémonos,
pues sabéis que dice Su Majestad que en pesándonos de haberle ofendido no se
acordará de nuestras culpas y maldades. ¡Oh piedad tan sin medida! ¿Qué más
queremos? ¿Por ventura hay quien no tuviera vergüenza de pedir tanto? Ahora es
tiempo de tomar lo que nos da este Señor piadoso y Dios nuestro. Pues quiere
amistades, ¿quién las negará a quien no negó derramar toda su sangre y perder
la vida por nosotros? (STA. TERESA DE
JESUS, Exclamaciones, 15, 1; 17, 5. 6; 14,3)
TIEMPO
DE CUARESMA
P.
GABRIEL DE STA. M. MAGDALENA, O.C.D
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