San Gregorio Magno
PRÓLOGO
Hubo un hombre de vida venerable, por gracia y por nombre Benito, que desde
su infancia tuvo cordura de anciano. En efecto, adelantándose por sus
costumbres a la edad, no entregó su espíritu a placer sensual alguno, sino que
estando aún en esta tierra y pudiendo gozar libremente de las cosas temporales,
despreció el mundo con sus flores, cual si estuviera marchito. Nació en el seno de una familia libre, en la
región de Nursia, y fue enviado a Roma a cursar los estudios de las ciencias
liberales. Pero al ver que muchos iban por los caminos escabrosos del vicio,
retiró su pie, que apenas había pisado el umbral del mundo, temeroso de que por
alcanzar algo del saber mundano, cayera también él en tan horrible
precipicio. Despreció, pues, el estudio
de las letras y abandonó la casa y los bienes de su padre. Y deseando agradar
únicamente a Dios, buscó el hábito de la vida monástica. Retiróse, pues,
sabiamente ignorante y prudentemente indocto.
No conozco todos los hechos de su vida, pero los que voy a narrar aquí
los sé por referencias de cuatro de sus discípulos, a saber: Constantino, varón venerabilísimo, que
le sucedió en el gobierno del monasterio; Valentiniano,
que gobernó durante muchos años el monasterio de Letrán; Simplicio, que fue el tercer superior de su comunidad, después de
él; y Honorato, que todavía hoy
gobierna el cenobio donde vivió primero.
CAPÍTULO I LA CRIBA
ROTA Y REPARADA
Abandonado ya el estudio de las letras, hizo propósito de retirarse al
desierto, acompañado únicamente de su nodriza, que le amaba tiernamente. Llegaron
a un lugar llamado Effide, donde retenidos por la caridad de muchos hombres
honrados, se quedaron a vivir junto a la iglesia de San Pedro.
La ya citada nodriza, pidió a las vecinas que le prestaran una criba para
limpiar el trigo. Dejóla incautamente sobre la mesa y fortuitamente se quebró y
quedó partida en dos trozos. Al regresar la nodriza, empezó a llorar
desconsolada, viendo rota la criba que había recibido prestada. Pero Benito,
joven piadoso y compasivo, al ver llorar a su nodriza, compadecido de su dolor,
tomó consigo los trozos de la criba rota e hizo oración con lágrimas. A1 acabar
su oración encontró junto a sí la criba tan entera, que no podía hallarse en
ella señal alguna de fractura. Al punto, consolando cariñosamente a su nodriza,
le devolvió entera la criba que había tomado rota.
El hecho fue conocido de todos los del lugar. Y causó tanta admiración, que
sus habitantes colgaron la criba a la entrada de la iglesia, para que presentes
y venideros conocieran con cuánta perfección el joven Benito había dado
comienzo a su vida monástica. Y durante años, todo el mundo pudo ver la criba
allí, puesto que permaneció suspendida sobre la puerta de la iglesia hasta
estos tiempos de la invasión lombarda.
Pero Benito, deseando más sufrir los desprecios del mundo que recibir sus
alabanzas, y fatigarse con trabajos por Dios más que verse ensalzado con los
favores de esta vida, huyó ocultamente de su nodriza y buscó el retiro de un
lugar solitario, llamado Subiaco, distante de la ciudad de Roma unas cuarenta
millas. En este lugar manan aguas frescas y límpidas, cuya abundancia se recoge
primero en un gran lago y luego sale formando un río.
Mientras iba huyendo hacia este lugar, un monje llamado Román le encontró
en el camino y le preguntó adónde iba. Y cuando tuvo conocimiento de su
propósito guardóle el secreto y le animó a llevarlo a cabo, dándole el hábito
de la vida monástica y ayudándole en lo que pudo.
El hombre de Dios, al llegar a aquel lugar, se refugió en una cueva
estrechísima, donde permaneció por espacio de tres años ignorado de todos,
fuera del monje Román, que vivía no lejos de allí, en un monasterio puesto bajo
la regla del abad Adeodato a, y en determinados días, hurtando piadosamente
algunas horas a la vigilancia de su abad, llevaba a Benito el pan que había
podido sustraer, a hurtadillas, de su propia comida.
Desde el monasterio de Román no había camino para ir hasta la cueva, porque
ésta caía debajo de una gran peña. Pero Román, desde la misma roca hacía
descender el pan, sujeto a una cuerda muy larga, a la que ató una campanilla,
para que el hombre de Dios, al oír su tintineo, supiera que le enviaba el pan y
saliese a recogerlo.
Pero el antiguo enemigo que veía con malos ojos la caridad de uno y la
refección del otro, un día, al ver bajar el pan, lanzó una piedra y rompió la
campanilla. Pero no por eso dejó Román de ayudarle con otros medios oportunos. Más
queriendo Dios todopoderoso que Román descansara de su trabajo y dar a conocer
la vida de Benito para que sirviera de ejemplo a los hombres, puso la luz sobre
el candelero para que brillara e iluminara a todos los que estuvieran en la
casa de Dios.
Bastante lejos de allí vivía un sacerdote que había preparado su comida
para la fiesta de Pascua. El Señor se le apareció y le dijo:
“Tú te preparas cosas deliciosas y mi
siervo en tal lugar está pasando hambre”. Inmediatamente el sacerdote se levantó y en el mismo día
de la solemnidad de la Pascua, con los alimentos que había preparado para sí,
se dirigió al lugar indicado. Buscó al hombre de Dios a través de abruptos
montes y profundos valles y por las hondonadas de aquella tierra, hasta que lo
encontró escondido en su cueva. Oraron, alabaron a Dios todopoderoso y se
sentaron. Después de haber tenido agradables coloquios espirituales, el
sacerdote le dijo:
“¡Vamos a comer! que hoy es Pascua”. A lo que respondió el hombre de Dios:
“Sí, para mí hoy es Pascua, porque he merecido
verte”. Es que estando como estaba alejado de los hombres,
ignoraba efectivamente que aquel día fuese la solemnidad de la Pascua. Pero el
buen sacerdote insistió diciendo:
“Créeme:
hoy es el día de Pascua de Resurrección del Señor. No debes ayunar, puesto que
he sido enviado para que juntos tomemos los dones del Señor”. Bendijeron a Dios y comieron, y acabada la comida y conversación el
sacerdote regresó a su iglesia.
También por aquel entonces le
encontraron unos pastores oculto en su cueva. Viéndole, por entre la maleza,
vestido de pieles, creyeron que era alguna fiera. Pero reconociendo luego que
era un siervo de Dios, muchos de ellos trocaron sus instintos feroces por la
dulzura de la piedad. Su nombre se dio a conocer por los lugares comarcanos y
desde entonces fue visitado por muchos, que al llevarle el alimento para su
cuerpo recibían a cambio, de su boca, el alimento espiritual para sus almas.
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