Después de la proclamación del primer edicto de
persecución que tantas víctimas causó, se dispuso Diocleciano a celebrar sus
vicenales, o sea, sus veinte años de reinado (303), y entre las gracias obligadas de semejante
acontecimiento solía haber una generosa amnistía. En esta ocasión, como
en otras, el emperador se la otorgó a sus pueblos, alcanzando no sólo a los
reos de delitos comunes, sino a innumerables cristianos que recobraron la
libertad. ¿Se puso a éstos, como condición
deshonrosa, la apostasía? No es probable;
semejante condición habría sido superflua por cuanto los cristianos apresados
ya se habían visto en la alternativa de sacrificar a los dioses, quedando
libres en el acto los que en ello consentían.
RECRUDECE LA PERSECUCIÓN. —
ASAMBLEAS CRISTIANAS PROHIBIDAS.
Pero la amnistía otorgada con motivo de las
fiestas vicenales, no preservó de nuevas persecuciones a los cristianos. Ninguno
de los edictos recientemente lanzados había sido retirado; por lo tanto,
subsistía la amenaza de aplicar las leyes contra la Iglesia. Lo incierto de la situación, esa inseguridad del día de
mañana, se renovarán más de una vez, en más de una región en la historia del
catolicismo. Efectivamente; dos príncipes fanáticos, Maximiano Hércules
y Galerio, amos del imperio desde que Dioclano cayera enfermo, se encargaron de aplicar los mencionados edictos con
acrecentamiento de rigor, en los primeros meses del año 304.
Uno de los artículos de un edicto
del año anterior, imponía a los sacerdotes la entrega
de los libros sagrados y devocionarios y prohibía las asambleas de los fieles,
que en consecuencia hubieron de ser interrumpidas casi en todas partes. A
veces, sin embargo, los fieles más celosos y atrevidos
conseguían reunirse los días de fiesta y celebraban los santos misterios, pero
por lo regular, era menester valerse de subterfugios y disimulación para no ser
descubiertos.
Algunos cristianos de Abitina y de
Cartago lograron organizar una pequeña asamblea en la primera de las
mencionadas ciudades, por parecerles que allí estaban menos expuestos que en la
metrópoli a las pesquisas de la policía proconsular. Dicha
asamblea reconocía como presidente al presbítero Saturnino, y sus afiliados se
congregaban unas veces en casa de un ciudadano principal, llamado Octavio
Félix, y otras en la del lector Emérito. Ocurrió, pues, que un domingo durante la celebración de los santos misterios, el
jefe de policía, que había sorprendido el secreto de esas reuniones periódicas,
entró en casa de Félix y arrestó a todos los asistentes. Eran éstos el oficiante Saturnino; Dativo, senador de la ciudad;
Félix, Atelico, Ampelio y otros 35 fieles, entre ellos cuatro hijos de San
Saturnino, llamados: Saturnino, Félix. María e Hilarión.
INTERROGATORIO DE SAN DATIVO.
Como primera
providencia todos estos cristianos fueron conducidos al Foro, donde, interrogados por los magistrados, confesaron con
denuedo la fe de Cristo; pero como el procónsul era el único a quien
incumbía la causa, los acusados fueron enviados a Cartago.
Las actas de su
comparecencia ante el alto magistrado dictadas por él en persona, se
conservaron en los archivos públicos y, fundado en esos documentos —cuyo
laconismo es prueba de sinceridad—, un autor donatista
compuso la única versión que nos queda del martirio de aquellos cristianos.
La fecha del interrogatorio la trae San Agustín de esta
manera:
«La
víspera de los idus de febrero, siendo Diocleciano cónsul por novena vez y
Maximiano Hércules por vez octava», esto es,
el 12 de febrero del año 304.
Al presentar los arrestados al procónsul, el oficial manifestó que eran cristianos que los magistrados
de Abitina le enviaban por haber contravenido los edictos de los Césares y de
los emperadores, que les prohibían celebrar asambleas y los misterios del Señor.
Dativo fue el primero que
sufrió interrogatorio, haciéndole las consabidas preguntas acerca de su nombre
y condición, y luego le preguntó si había asistido a las asambleas de los
fieles. Dativo
confesó que era cristiano y que había tomado parte activa en dichas asambleas.
Anolino insistió
para ver si le arrancaba el nombre del que presidía esas asambleas, y para
conseguirlo más fácilmente ordenó al oficial que tendieran a Dativo en el potro y que le despedazaran con garfios de hierro. De
súbito uno de los acusados, Atelieo, atraviesa la muchedumbre y se presenta al
suplicio, clamando con todas sus fuerzas:
—También
nosotros somos cristianos y hemos celebrado reuniones.
NOBLE PROCEDER DE SAN ATELICO.
Al oír estas
palabras, el furor del procónsul se inflamó, lanzó un suspiro y, profundamente
contrariado por la intervención del nuevo confesor, le mandó azotar
severamente. No dándose por satisfecho ordenó
que Atelieo fuese tendido también en el potro y sus miembros hechos jirones por
los garfios. El mártir, en medio de los suplicios, rogaba con fervor:
—¡Gracias sean
dadas a Dios! ¡Oh Cristo, Hijo de Dios!, sean en tu nombre libertados tus
siervos.
Entonces el procónsul le preguntó:
—¿Quién te ha
ayudado a organizar esas asambleas?
—El presbítero Saturnino y con
él todos nosotros.
Hace notar el autor de las Actas que esta
confesión no fue una traición, puesto que allí presente se hallaba Saturnino,
deseoso de luchar también por la fe.
Atelieo sufría atroces tormentos y a la vez
oraba con fervor y mansedumbre; como fiel cumplidor del Evangelio, pedía perdón
por los enemigos que tan bárbaramente le atormentaban. En aquel momento no se quejaba de sus tormentos, pero
reprochaba a sus verdugos y al procónsul su impiedad.
—Bien sabes que
debías cumplir los mandatos del emperador— le decía el magistrado.
A
pesar del destrozo que sufría su cuerpo, tuvo Atelieo valor para contestarle:
—Sólo he aprendido una ley, que
es la ley de Dios; las demás ¿qué me importan? Esta es la ley que quiero
guardar, por ella quiero morir y en ella consumar mi sacrificio; pues fuera de
esta ley no hay otra.
TRAS LOS TORMENTOS, LA CALUMNIA.
Después de Atelico
le llegó nuevamente el turno a Dativo el lector, que, como queda dicho, se
hallaba tendido en el potro. Mientras seguía
confesando que era cristiano y que había asistido a las ceremonias cristianas, se vio de repente
salir de entre la muchedumbre al abogado Fortunato, hermano de Victoria, una de
las acusadas y, dirigiéndose al procónsul:
—Señor —le
dijo—: Dativo es el que apartó a mi hermana
Victoria del recto sendero mientras cursaba yo la carrera en esta capital, y se
la ha llevado consigo lejos de los esplendores de Cartago a la colonia de
Abitina, juntamente con las doncellas Restituía y Segunda. Si alguna vez ha
entrado en nuestra casa ha sido únicamente para extraviar el espíritu de esas
jóvenes.
La intrépida Victoria quedó indignada al oír
acusar de ese modo a Dativo y no pudiendo contenerse prorrumpió:
—Nadie tuvo nada que aconsejarme
cuando salí de mi casa, y es falso que fuera a Abitina con él, como lo puedo
probar por el testimonio de sus habitantes. Cuanto he hecho lo he hecho con
entera libertad; he celebrado los misterios del Señor con hermanos, porque soy
cristiana.
Al oír esto, el imprudente abogado rompió en
tremendas acusaciones contra Dativo, quien desde el potro le contestó
debidamente. Se detuvieron los verdugos. Otro acusador, por nombre Pompeyano, abogado también, trató
de mancillar la reputación del confesor de la fe; pero éste rechazó
con desprecio tales insinuaciones, diciéndole:
—Satanás, ¿qué vienes a hacer
aquí? ¿Qué nuevos inventos traes contra los mártires de Cristo?
A las preguntas que se le hacían, Dativo
respondía sin desmayo que él llegó mientras se celebraba la asamblea de los
fieles y que, naturalmente, había celebrado los misterios del Señor, pero no
había sido el único autor de la asamblea.
—¡Oh Jesús! —añadió—, te
ruego no sea yo confundido. ¿Yo qué he hecho? Saturnino es nuestro sacerdote.
EL PRESBÍTERO SAN SATURNINO.
Llamaron, pues, a
Saturnino.
—De modo —le
dijo—el procónsul— que, infringiendo las ordenes de
los emperadores y de los césares, no has temido congregar a toda esa gente.
—Hemos
celebrado en paz los divinos misterios.
—¿Y por qué?
—Porque
no está permitido suspenderlos.
Anolino ordenó
entonces que le aplicaran al potro al lado de Dativo, a quien seguían
atormentando mientras decía con fervor:
—¡Oh Cristo! ven,
te conjuro, en mi ayuda...
Interrumpiéndole, el procónsul le dijo:
—Mejor hubieras
hecho en usar de tu influencia para inclinar a esta gente a mejores
sentimientos y a no violar sin motivo el edicto de los emperadores.
—¡Soy cristiano! —fue la única
respuesta del mártir.
—Basta —dijo el procónsul, y le mandó encerrar en
el calabozo.
Sin embargo, al ser interrogado Saturnino si era él el
autor de la asamblea, respondió:
—Sí, yo me hallaba presente.
—Soy
yo el autor —exclamó el lector Emérito—, pues
que en mi casa se han celebrado las reuniones.
Pero siguiendo el procónsul su
interrogatorio a Saturnino, le preguntó:
—¿Y por qué
obraste contra el decreto de los emperadores?
—Nosotros no hacemos más que lo
que el Espíritu Santo nos inspira y nadie puede impedirnos el celebrar los
misterios de nuestra sacrosanta religión.
—Está bien, pero no debías despreciar la prohibición de
los emperadores, sino más bien observarla y no hacer nada contra sus órdenes.
Seguidamente fue aplicado al tormento; le desgarraron los nervios, y le despedazaron
las carnes, quedando las entrañas al descubierto y todo el cuerpo anegado en
sangre. Mientras tanto oíase a Saturnino rezar breves y fervientes plegarias.
No acabó la vida en este tormento, sino que fue luego llevado a la cárcel.
EL LECTOR SAN EMÉRITO.
Le había llegado el turno a Emérito.
—¿Es verdad que
las asambleas se celebraron en tu casa? —le preguntó Anolino.
—Cabalmente; en mi casa se
celebraron.
—¿Por qué
permitías a toda esa gente que entrara?
—Porque son mis hermanos y no se
lo podía impedir.
—Pues debías
habérselo impedido.
—No podía ser, porque no podemos
vivir sin celebrar el día del Señor.
Ordenó el juez que
Emérito fuera echado sobre el potro y otro verdugo nuevo —los de antes
estaban ya rendidos— le diese tortura. Mientras tanto,
el nuevo mártir oraba en voz alta de esta manera.
—¡Oh Jesús! Te suplicó
que me asistas.
Y volviéndose luego hacia el procónsul y los
verdugos, los increpaba:
—¡Desventurados,
obráis contra los preceptos del Señor!
El procónsul le interrumpía diciendo:
—Obligación tuya
era no admitirlos en tu casa.
—En modo alguno podía despedir a
mis hermanos.
—La orden de los
emperadores y Césares debía prevalecer.
—Dios es más grande que los
emperadores: ¡Oh Jesús, socórreme! Acoge mis preces y alabanzas, Dios mío.
Otórgame fortaleza para sufrir.
—Por lo visto —prosiguió
el procónsul— guardas en casa las Escrituras.
—Las guardo en mi corazón. ¡Dios
mío, oye mis clamores! ¡Lleguen a ti mis alabanzas!
—Basta
—ordenó el procónsul a los verdugos.
Y se puso a dictar el proceso verbal de los
primeros interrogatorios. Después dirigiéndose a Emérito:
—Conforme a tus
declaraciones, se te castigará como mereces.
INTERROGATORIO DE SAN FÉLIX Y OTROS VARIOS.
El interrogatorio prosiguió, y nuevos
acusados fueron llamados a declarar.
—Confió
—le dijo Anolino— que seréis mas cuerdos que
vuestros predecesores y que preferiréis salvar la vida observando los edictos.
A lo que respondieron todos a una:
—Somos
cristianos y no podemos dejar de observar la ley santa; estamos dispuestos a
derramar nuestra sangre por ella.
Entonces el procónsul, dirigiéndose a uno de
los cristianos por nombre Félix, le dice:
—No te pregunto
si eres cristiano, sino si has celebrado asambleas o si guardas algún Libro
sagrado.
Félix fue tan
violentamente apaleado que no tardó en expirar.
Seguidamente
le llegó el turno a otro cristiano del mismo nombre,
que murió de idéntica atroz manera; siguiendo luego otros que sufrieron
interrogatorios y tortura, yendo a parar a la cárcel.
Se mandó comparecer entonces al joven
Saturnino, hijo del venerable presbítero.
—Saturnino, ¿también tú has asistido a las asambleas? —le
preguntó Anolino.
—Yo
soy cristiano —contestó el joven.
—No es eso lo que te pregunto, sino que me digas si
tuviste parte en los misterios del Señor.
—Sí,
tuve parte, pues Jesucristo es mi Salvador.
Al oír este
nombre Santo, Anolino se enfureció de tal suerte que hizo tender al joven en el
potro donde su padre había sido torturado.
—A ver —le
decía con sorna Anolino—, ¿cuál es ahora tu fe? Ya
ves a qué estado has venido a parar.
—Yo soy cristiano —repitió aún
Saturnino.
—Te pregunto si
has asistido a vuestras asambleas; si conservas algún libro de las Escrituras.
—Yo soy cristiano, y no hay otro
nombre, después del nombre de Cristo, que hayamos de honrar como santo.
—Puesto que perseveras
en tu obstinación, serás sometido a la tortura. Golpeadle —dijo,
encarándose con los verdugos.
El joven fue
torturado con extremada barbarie con los garfios de hierro, de modo que su
sangre se mezcló con la de su padre.
A continuación, le enviaron
a la cárcel con los demás acusados; todos oraban fervorosamente por el triunfo
de los que habían de comparecer aún ante el procónsul.
UNA DONCELLA ARREPENTIDA. — HERMOSAS RESPUESTAS DE UN
NIÑO. — LA MUERTE EN LA CÁRCEL.
El día había declinado. El procónsul estaba
ya cansado y tenía ganas de acabar. Dirigiéndose, pues, a los acusados que
todavía no habían pasado interrogatorio, les dijo:
—Testigos sois
de lo que han sufrido los que persistieron en su confesión y veréis lo que les
aguarda todavía si no se rinden. Los que de entre vosotros quieran alcanzar el
perdón, que renuncien en voz alta a su fe.
Al oír estas palabras, los confesores todos
a una prorrumpieron:
—Somos cristianos.
Anolino, fuera de
sí, mandó que fuesen llevados de nuevo a la cárcel. Quedaban dos, sin
embargo: Victoria,
reclamada por su hermano el abogado, y el niño Hilarión, hijo del presbítero
Saturnino. Victoria era una joven de bellas
prendas y de familia distinguida. Para conservar su virginidad, se había fugado
de casa de sus padres por una ventana, poco antes de la celebración de un
matrimonio que se pretendía imponerle. El procónsul quería salvarla y
entregársela a su hermano, pero a todas las preguntas que se le hacían
respondía:
—Soy cristiana.
Entonces su hermano pretendió demostrar que
había perdido el juicio.
—No —respondió ella—, no he perdido el juicio y jamás
he mudado de opinión.
—¿Quieres irte
con tu hermano? —le dijo Anolino.
—No, no quiero, yo soy
cristiana; mis hermanos son los que observan los preceptos del Señor.
No pudiendo persuadirla, ordenó el procónsul
que volviera a la cárcel con los demás.
Después de Victoria
venia el pequeño Hilarión. El magistrado al
verle ante sí se conmovió y adoptó todos los medios de salvarle.
—Te has dejado
arrastrar por el ejemplo de tu padre y tus hermanos, ¿verdad?
Lejos
de alegar ignorancia, exclamó Hilarión:
—Yo
soy cristiano, y por mí mismo y por la propia voluntad he asistido las
asambleas con mi padre y mis hermanos.
Fingiendo entonces Anolino aire sereno y
tomando voz terrible para intimidar al niño, le dijo:
—Voy a ordenar
que te corten el pelo, las orejas y la nariz, y con tal figura te soltaré para
escarnio tuyo y escarmiento de los demás.
—Haz lo que quieras, pero yo soy
cristiano —respondió el niño.
—Llevadle a la
cárcel —rugió entonces el magistrado.
—¡Gracias a Dios! —exclamó entonces
el niño alborozado.
La lucha de estos intrépidos
confesores de la fe se terminó a lo que parece en el oscuro calabozo. Anolino
los olvidó intencionadamente, y debilitados sus cuerpos, ya por la pérdida de
sangre, ya por el hambre y sed que padecieron, murieron allí gloriosamente.
Importa mucho no
confundir este grupo dé mártires africanos, que la Iglesia honra el 11 de
febrero, con otro grupo del mismo continente cuya fiesta se celebra el 17 de
enero, dando lugar a confusión, tal vez, el que en el segundo grupo consta
también uno con el nombre de Dativo.
EL SANTO DE CADA DIA
POR
EDELVIVES
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