A la virgen Santa
Genoveva le dió el Señor por descendencia un pueblo entero. Perteneció a
la Galia romana, de cuyo desmoronamiento fué testigo, y a la Galia franca, en
cuya conversión trabajó denodadamente. Sirvió de laxo
santo entre romanos y bárbaros, y recibió de Dios la honrosa y santa misión de
transmitir la fe católica de los romanos vencidos a los francos vencedores,
pero aun paganos.
LA
VIRGEN DE NANTERRE
Hacia el año 422,
que fué de los últimos del imperio de Honorio, nació Santa Genoveva en
Nanterre, aldea situada cerca de París.
La futura capital de Francia pertenecía aún
al imperio romano, pero este empezaba ya
a derrumbarse, acosado y combatido sin tregua por los bárbaros.
Los padres de Genoveva,
Severo y Geroncia, pobres de bienes terrenos, eran ricos de virtudes y muy
fervientes cristianos, en una época en que el paganismo reinaba todavía en gran
parte de la Galia. Ambos procuraron con todo empeño infiltrar a su hija los
sentimientos de fe y amor a Cristo que ellos tenían. La madrina de la Santa
residía en París y, a lo que se cree, en situación desahogada. Puso a la niña en
el bautismo el nombre de Genoveva, que, según algunos intérpretes, significa,
en lengua céltica, niña celestial.
Por aquella
época, se había difundido en la Gran Bretaña la herejía del pelagianismo. En
el año 429, por orden del Sumo Pontífice San Celestino I, y a ruegos de los
obispos de las Gafias, se encaminaron hacia Boloña para Ir a Inglaterra y
pelear contra el error, San Germán, obispo de Auxerre, y San Lupo, obispo de
Troyes. Llegaron al atardecer al pueblecito de Nanterre y determinaron pasar
allí la noche. Toda la población acudió a ver y saludar
a los ilustres huéspedes, y el bienaventurado Germán predicó en tal
circunstancia. Durante el sermón, reparó en una niña en cuya frente brillaban
resplandores de santidad.
— ¿Qué muchacha es ésa? —Preguntó Germán al auditorio, señalando a Genoveva—, y ¿quiénes
son sus padres?
—Es Genoveva — respondieron varias voces.
Abriéndose paso entre la multitud, Severo y
Geroncia se adelantaron y se presentaron ante el obispo.
—Bendito día aquél en que el Señor os concedió tal hija —les dijo él Santo—; los ángeles
la saludaron sin duda en su nacimiento y Dios nuestro Señor la destina a ser
instrumento de grandes maravillas.
Y, dirigiéndose a la niña, le preguntó:
—Dime, hija mía, ¿no te agradaría consagrarte al servicio de Dios
y ser esposa de Jesucristo?
—Bendito seáis mil veces, padre mío —le contestó la niña—, pues habéis leído
los secretos pensamientos de mi alma; ése es en verdad el más vivo deseo de mi
corazón, y con frecuencia le pido al Señor me conceda la gracia de servirle
sólo a Él toda mi vida.
—Confía, hija —repuso Germán—; permanece firme en tu deseo y vocación, y el Señor te comunicará
la fuerza y el valor necesarios para renunciar al mundo y vivir entregada a su divino
servicio.
Fueron luego todos a la iglesia donde cantaron
Nona y Vísperas, durante las cuales tuvo Germán la mano extendida sobre la
cabeza de Genoveva.
Al día siguiente, después de los oficios;
llamó el prelado a la niña y le dijo:
— ¿Te acuerdas, hija, de la promesa que ayer me hiciste?
—Padre mío, la hice a Dios y a vos, y nunca la olvidaré.
Hallaron en el suelo una moneda de cobre que
llevaba grabada una cruz.
La recogió San Germán y, ofreciéndosela a la
niña, le dijo:
—Cuelga a tu cuello este signo sagrado y consérvalo como recuerdo
mío; llévalo con piedad y desprecia en adelante los adornos profanos que suelen
ponerse las personas del siglo.
Este es, en la
historia, el primer ejemplo del uso de una medalla en señal de devoción.
Después de encomendarse a las oraciones de
Genoveva, San Germán la bendijo y prosiguió su camino hacia Inglaterra.
La cotidiana
ocupación de la santa niña era cuidar un rebaño que su padre le había
encomendado. Aprovechábase del silencio y soledad del campo para recrear su
corazón con el pensamiento de cosas celestiales. El tiempo que le dejaban libre
sus quehaceres, lo pasaba retirada en la Iglesia, haciendo compañía a Jesús,
prisionero en el sagrario.
Se disponía Genoveva para ir a la iglesia un
día festivo, pero se lo prohibió su madre terminantemente, diciéndole que se
quedara a guardar la casa mientras ella estaba en misa. La niña deseaba, sin
embargo, ir al templo y recordó a su madre la promesa que había hecho a San
Germán de no faltar a ninguna función de iglesia. La madre, cansada al fin por
la insistencia de su hija se puso malhumorada y hasta le dió una bofetada. Mas
fué para su desgracia, pues Dios la castigó al instante permitiendo que se quedase
ciega. Pasados veintiún meses de ceguera, Geroncia se acordó de las asombrosas
predicciones que había hecho San Germán respecto de Genoveva y, arrepentida y llena
de confianza, llamó a su hija y le dijo:
—Hija mía, corre a traerme agua del pozo vecino.
Genoveva obedeció, y se fué a toda prisa a
sacar agua del pozo, volviendo presto y ofreciéndosela muy cariñosamente a su
madre.
—Haz ahora la señal de la cruz sobre el agua, hija mía.
Lo hizo así Genoveva, mientras la ciega
alzaba las manos al cielo y oraba con fervor. Lavó luego por tres veces sus
ojos con aquella agua bendecida por la niña, y recobró al punto la vista. Desde
aquel día, Geroncia dejó a su santa hija en completa libertad para entregarse
de lleno a los ejercicios de devoción.
TOMA
EL VELO Y VA A VIVIR A PARÍS.
Al cumplir Genoveva los catorce años determinó
tomar el velo de virgen para no ser solicitada en matrimonio. Lo recibió de
manos del obispo de París, y aunque luego volvió a Nanterre para
ayudar a sus padres, fué por corto tiempo, pues tuvo la pena grande de verlos
morir a poco de su llegada. Entonces regresó a París y
se hospedó en casa de su madrina, resuelta ya a llevar en adelante vida
totalmente dedicada al servicio de Dios.
No bien hubo llegado a su nueva residencia, plugo al Señor enviarle una dolorosa parálisis que la dejó
como muerta por tres días. Pero, mientras tanto, ocupaba su espíritu en
la contemplación de la inefable dicha de los bienaventurados en el cielo y de
los atroces tormentos de los infelices réprobos en el infierno. Se le apareció Nuestro Señor Jesucristo clavado en la cruz,
diciéndole que podía disponer del tesoro de sus gracias, y le concedió en
particular el don de discernimiento de los espíritus.
Suspiraba por el
feliz momento en que, libre su alma de las ataduras del cuerpo, podría volar
gozosa hacia Dios, y por eso, al mirar al cielo, sus ojos se llenaban de
lágrimas. Pero si era impotente para despojarse
del peso del cuerpo, procuraba en cambio domarlo y castigarlo con vigilias, ayunos,
disciplinas y oraciones.
Desde los quince
años hasta los cincuenta, no solía comer sino los domingos y jueves, y su
alimento consistía en un poco de pan de cebada y algunas habas con aceite, que
cocía de una vez para dos o tres semanas. Al llegar a los cincuenta
años, añadió, por consejo de algunos obispos, a ese ordinario y frugal
sustento, un poco de pescado y leche, pero ni aun en caso de enfermedad quiso
probar la carne, ni el vino, ni otra bebida fermentada.
SU
DEVOCIÓN A SAN DIONISIO. — MILAGROS.
La virgen parisiense era devotísima de San
Dionisio, ilustre apóstol de París. Fué con frecuencia al pueblecito
de Catuliaco, situado a orillas del Sena, por venerarse allí el sepulcro del
Santo, y trabajó para que se le edificase suntuoso templo. Los sacerdotes a quienes
consultó sobre el proyecto, trataron de disuadirla ante la imposibilidad de
hallar cal para su construcción. No por eso desistió
Genoveva de su propósito, antes bien perseveró en oración, siendo oídas sus
súplicas, pues unos pastores descubrieron dos hornos de cal no lejos del lugar
en que hoy se levanta la basílica de San Dionisio.
Faltó una vez el vino a los albañiles; pero,
habiéndose puesto la Santa en oración, plugo al Señor renovar el milagro de las
bodas de Caná, cambiando en vino el agua de un tonel, con cuyo contenido hubo
bastante para el tiempo que duraron las obras. En esa
iglesia curó más adelante la Santa a doce endemoniados.
Las fervorosas oraciones de Genoveva eran
continuo tormento para los demonios, que no perdonaban medio de molestar a la
Santa y a las demás vírgenes y santas viudas de quienes era superiora por
mandato del obispo de París. Una noche en que la piadosa
comunidad se encaminaba a la iglesia para cantar Maitines cabe el sepulcro de
San Dionisio, una lluvia torrencial apagó la antorcha que las alumbraba. Creyó
Genoveva que había sido el diablo el autor del trastorno. Tomó en sus manos la
antorcha, que se encendió por sí sola, y la llevó hasta la basílica, sin que el
furioso huracán la apagase. Esa antorcha fué guardada como preciosa reliquia, y
sirvió muchas veces para devolver la salud a los enfermos.
Pasó Genoveva días y semanas enteras
retirada en reducido y solitario aposento, entregándose únicamente a la oración
y penitencia. Desde la Epifanía hasta Jueves Santo,
solía permanecer encerrada en su habitación conversando sólo con Dios y los Ángeles,
concediéndole entonces el Señor nuevas luces y gracias para ella y para sus
prójimos.
Le presentaron cierto día un niño que se
había ahogado al caer en un pozo, donde permaneció hundido por espacio de tres
horas. La Santa cubrió el cadáver
con su manto, se puso en oración y el niño volvió a la vida. En otra ocasión, hallándose la Santa en su aposento, una mujer tuvo la curiosidad
de mirar por una rendija de la puerta para ver lo que hacía Genoveva. La
desgraciada perdió al punto la vista, pero la Santa, movida a compasión, se la
devolvió con sólo trazar sobre los ojos de la ciega la señal de la santa cruz.
Tenía en propiedad, cerca de la ciudad de
Meaux, algunas tierras que le había dejado en herencia su madrina, y solía ir a
visitarlas al tiempo de la cosecha. Un día en que la tempestad amenazaba
destruirlas, Genoveva se cobijó en una como tienda que tenía en el campo y,
postrándose en el suelo, suplicó al Señor con abundantes lágrimas que se
compadeciese de ella y de los segadores. Todos los allí presentes quedaron
atónitos al ver que el chaparrón caía sobre los campos vecinos, sin que una
sola gota mojara las cosechas de la Santa. En Meaux conquistó para Jesucristo a
dos doncellas, Celina y Anda, que llegaron a ser santas bajó la dirección de
Genoveva.
Llevada de su ardiente devoción a San
Martín, fué a Tours, y obró por el camino muchos milagros, devolviendo la vista
a los ciegos y la salud a los enfermos, y arrojando a los demonios del Cuerpo
de los posesos.
La fama de santidad
de Genoveva era tal en todo el mundo, que San Simeón, el estilita de Asia,
viendo al píe de su columna algunos mercaderes que venían de París, les encargó
que al regresar saludaran en su nombre a la Santa y la rogaran que le tuviese
presente en sus oraciones.
Al ver el
demonio el gran bien que obraba Genoveva, puso en juego todos los medios para
impedirlo. Algunas personas, movidas por el
maligno espíritu y más llenas de orgullo que de recto sentido, se atrevieron a
difamar a la Santa, publicando que no era sino una hipócrita que su capa de austeridad
ocultaba los crímenes más atroces y afrentosos. Estos falsos rumores, esparcidos
con arte diabólico, hallaron eco en muchísimas personas que llegaron a perder
la estima de la humilde religiosa.
Tal era el estado de los ánimos cuando San
Germán, llamado otra vez por los obispos de Inglaterra en 447, volvió a pasar
por París. Al preguntar al obispo por la joven pastora de Nanterre, el pueblo
le respondió con ofensivas insinuaciones en términos que hacían poco favor a la
Santa. Hizo el prelado que le llevasen a casa de la joven religiosa y, después
de saludarla con gran respeto, dijo al pueblo que le rodeaba:
—Ved, parisienses, esta humilde celda; su suelo está regado con
las lágrimas de esta inocente virgen que es muy amada de Dios y que un día será
instrumento de vuestra salvación.
SALVA
DOS VECES A LA CIUDAD DE PARIS
Al frente de un
formidable ejército compuesto de seiscientos a setecientos mil bárbaros,
acababa de cruzar el Rin el terrible Atila, que se apellidaba el Azote de
Dios. Los
pueblos de Occidente creyeron que se acercaba el fin del mundo. Pasaba, en
efecto, el ejército de Atila como un devastador torrente por aquellas
desgraciadas comarcas: los campos quedaban asolados, las ciudades saqueadas e
incendiadas, las iglesias derruidas, el clero y los fieles asesinados.
El pánico de la población llegó al colmo al
cundir la noticia de que Reims había capitulado y que las hordas bárbaras
estaban camino de París. Los ricos y hacendados
amontonaron con prisas en sus carros lo más precioso que tenían; todos querían
huir a otras ciudades en busca de refugio.
Genoveva empero, animada del espíritu de
Dios, procuró tranquilizar y contener a los despavoridos habitantes.
—Si hacéis penitencia de vuestros pecados —les dijo—, aplacaréis la ira divina y estaréis aquí más seguros que en las
ciudades donde pretendéis hallar refugio; los enemigos se retirarán sin
molestaros.
Hubo algunos que, convencidos por las
palabras de la Santa, siguieron sus consejos, pasaron días y noches en oración
en la iglesia de San Juan; pero la mayoría de los habitantes la trataron de
hechicera que exponía a sus conciudadanos, con sus visiones ridículas, a perder
la vida, y quería entregar la ciudad al enemigo. Hablaba ya el populacho de
asesinarla, cuando muy oportunamente llegó a París Sedulio, arcediano de San
Germán de Auxerre, el cual traía a Genoveva el pan bendito que el santo obispo
moribundo le enviaba como prenda de su bendición. Al oír el nombre de German, el pueblo se apaciguó recordando
las proféticas palabras del Santo; Genoveva, tenida hasta entonces por loca,
fué aclamada con alborozo, y los parisienses permanecieron en la ciudad.
No tardaron en saber que Atila, rechazado en
Orleáns gracias a la energía del obispo San Aniano, se había visto obligado a
retroceder, prosiguiendo aún más su retirada después de la derrota en los
Campos Cataláunicos.
Más tarde venció
Clodoveo en 486 al general romano Siagrio, apoderándose de la región de Soissons,
y luego sitió a París que permanecía nominalmente fiel al emperador romano,
negándose a reconocer por soberano al rey franco. El hambre puso muy pronto en gran aprieto a los sitiados. En tan
apurado trance acudieron todos a la intercesión de Genoveva, la cual mandó
equipar once barcazas que navegaron con rumbo a Champaña, recogiendo trigo por
las ciudades costeras, pagándolo con milagros.
Al salir de
París, penetraron en una parte del río que hacía tiempo estaba en poder de los
demonios, quienes volcaban las embarcaciones que por allí pasaban, y las de
Genoveva estuvieron también a punto de naufragar. Pero vanos fueron los esfuerzos de los espíritus infernales;
la Santa les conjuró en nombre de Dios que dejasen aquellos parajes, y
desaparecieron al instante y no volvieron a molestar ya más a los navegantes.
De regreso a París, ella misma amasaba y cocía el pan para darlo a los
necesitados; el Señor premió tanta caridad permitiendo que muchas veces se
multiplicara en manos de la Santa.
Cuando Clodoveo hubo recibido en Relms las
aguas regeneradoras del santo Bautismo, el 25 de diciembre del año 496, se
abrieron de par en par, ante el real convertido, las puertas de París. Este memorable y felicísimo acontecimiento fué sin duda
alcanzado por las ardientes súplicas de la Santa.
INFLUENCIA
CERCA DE LOS REYES FRANCOS. — SU MUERTE.
Los reyes francos Meroveo y Childerico,
aunque paganos, no podían dejar de admirar las virtudes de Genoveva; la llamaban semidiosa y nunca le negaron
nada. Salió cierto día la Santa de París. Se enteró de ello Childerico
quien temeroso de que Genoveva viniese a pedirle la libertad de algunos
prisioneros, cosa que no podía negarle, mandó cerrar las puertas de la ciudad, más
éstas se abrieron por sí solas al llegar la Santa, quien fué a echarse a los
pies del monarca y obtuvo el perdón de todos sus patrocinados.
Mayor afecto y
veneración le manifestaba el gran Clodoveo. A
petición de Genoveva daba libertad a los prisioneros, se mostraba magnánimo con
los pobres y edificaba suntuosas iglesias. Le hizo donación de dos casas reales
de campo situadas en el camino de París a Reims, facilitando con ello a la Santa
sus entrevistas con el obispo San Remigio.
La noble esposa
de Clodoveo, Santa Clotilde, consideraba como grande honra ser visitada por
Genoveva. En sus largas conversaciones, las dos Santas solían hablar
familiarmente sobre los medios de agradar a Dios y asegurar la salvación
eterna. Aquella humilde pastora contribuyó así de modo eficaz con su santidad a
fundar la Francia cristiana, mereciendo ser, en los siglos sucesivos, una de
sus principales protectoras celestiales.
Llegaba la Santa a los ochenta y nueve años
de edad y se iba acercando el término de su gloriosa carrera. El reino cristiano era ya una realidad y tal como lo había contemplado en
sus visiones. El día 3 de enero del año 512, cinco
semanas escasamente después de la muerte de Clodoveo, entregó ella ese día su
hermosa alma en manos del Señor. Su cuerpo
fué sepultado en la iglesia de San Pedro y San Pablo, que había edificado
Clodoveo por consejo de la Santa. Dicha
iglesia se llamó desde entonces de Santa Genoveva.
Se hallaba a mano derecha de San Esteban del
Monte, en la calle de Clodoveo, y fué destruida el año 1807. Su culto corría a cargo de los canónigos seculares de San
Agustín, llamados allí de Santa Genoveva.
PATRONA
DE PARÍS Y DE FRANCIA.
Pronto llegó a ser célebre su sepulcro, merced a los
innumerables y portentosos milagros con que plugo el Señor glorificar a su
sierva.
El aceite de la lámpara que ardía ante sus
reliquias curó a multitud de enfermos. Debido a una
extraordinaria crecida del Sena, las casas de París se inundaron hasta el
primer piso, llegando el agua a la habitación en donde había muerto la Santa;
pero las aguas se detuvieron alrededor de la cama en que falleció, formando
como una muralla. En aquel lugar se construyó una
iglesia llamada Santa Genoveva la Menor.
Cuando alguna calamidad pública amenazaba a
París, o se hallaba en peligro la Monarquía, acudían los confiados parisienses
a implorar la ayuda de su celestial patrona; las
reliquias de la Santa eran llevadas con toda dase de honores en solemne
procesión al terminar una novena, juntándose en tal circunstancia el clero, la
corte, las autoridades y el pueblo todo.
La antigua iglesia de Santa Genoveva, en la
que se guardaban sus reliquias desde su traslación en 28 de octubre del año
1242, amenazaba ruina en el siglo XVIII. El rey Luis XV hizo
edificar otra cerca de la antigua; pero la Revolución transformó la iglesia de
la Patrona de París en Panteón de hombres ilustres.
La iglesia de San Esteban del Monte,
guardiana por largo tiempo del sepulcro donde descansó el cuerpo de la Santa,
signe siendo lugar muy venerado, a donde acuden frecuentes peregrinaciones.
El día 14 de
enero de 1914, la Santidad de Pío X se dignó conceder a todas las diócesis de
Francia la facultad para celebrar la festividad de Santa Genoveva.
EL
SANTO DE CADA DIA
POR
EDELVIVES.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario