Flora era mahometana por nacimiento, ya que su padre profesaba esa
religión, pero había sido educada secretamente en la fe cristiana por su madre.
Cuando Abderramán II reinaba en Córdoba, el propio hermano de la santa la acusó ante el juez de
ser cristiana. El magistrado la mandó azotar brutalmente. En seguida, la entregó a su hermano para que éste se encargase de
hacerla abjurar. Al cabo de algún tiempo, Flora
consiguió
escapar y se refugió en casa de su hermana, donde permaneció oculta. Un día, se aventuró a
volver a Córdoba y fue a orar públicamente en la iglesia del mártir San
Acisclo. Ahí encontró a María, que era hermana de un diácono martirizado hacía poco. Ambas
decidieron entregarse juntas al magistrado. Este mandó que las encarcelasen y
que sólo dejasen entrar a la prisión a las mujeres de mala vida. San
Eulogio, que estaba entonces en otra prisión, les escribió exhortándolas al martirio. En su carta les explicaba que la
infamia involuntaria no manchaba el alma y que la esperanza de cosas mejores
debía mantenerlas firmes en su resolución. Las dos jóvenes fueron decapitadas
juntas. Antes de morir, suplicaron a Dios que
concediese la libertad a Eulogio y a otros cristianos. Así sucedió una semana
más tarde.
Estas mártires españolas pertenecen al
grupo de aquellos de los que no sabemos más que lo que cuenta San Eulogio. El
relato del santo puede verse en Migne, PL., voi. Cxv, ce. 835-845.
VIDAS DE LOS SANTOS
DE BUTLER— 1965
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