Gonzalo de Yepes pertenecía a una buena familia de
Toledo, pero como se casó con una joven de clase inferior, fue desheredado por
sus padres y tuvo que ganarse la vida como tejedor de seda.
A la muerte de Gonzalo, su esposa, Catalina
Álvarez, quedó en la miseria y con tres hijos. Juan, que era el
menor, nació en Fontíveros, en Castilla la vieja, en 1542. Asistió a una
escuela de niños pobres en Medina del Campo y empezó a aprender el oficio de
tejedor, pero como no tenía aptitudes, entró más tarde a trabajar como criado
del director del hospital de Medina del Campo. Así pasó siete años.
Al mismo tiempo
que continuaba sus estudios en el colegio de los jesuitas, practicaba rudas
Mortificaciones corporales. A los veintiún años, tomó el hábito en el convento de los carmelitas de Medina del Campo. Su nombre de religión
era Juan de San Matías. Después de hacer la
profesión, pidió y obtuvo permiso para observar la regla original del Carmelo,
sin hacer uso de las mitigaciones que varios Pontífices habían aprobado y eran
entonces cosa común en todos los conventos.
San Juan hubiese querido ser hermano lego, pero sus superiores no
se lo permitieron. Tras haber hecho con éxito sus estudios de teología, fue ordenado sacerdote en 1567. Las gracias que recibió con el sacerdocio le encendieron en
deseos de mayor retiro, de suerte que llegó a pensar en ingresar en la Cartuja.
Santa Teresa fundaba
por entonces los conventos de la rama reformada de las carmelitas. Cuando oyó
hablar del hermano Juan, en Medina del
Campo, la santa se entrevistó con él, quedó admirada de su espíritu religioso y
le dijo que Dios le llamaba a santificarse en la orden de Nuestra Señora
del Carmen.
También le refirió que el prior general le había dado
permiso de fundar dos conventos reformados para hombres y que él debía ser su
primer instrumento en esa gran empresa.
Poco después, se
llevó a cabo la fundación del primer convento de carmelitas descalzos, en una
ruinosa casa de Duruelo. San Juan entró en aquel nuevo
Belén con perfecto espíritu de sacrificio. Unos dos meses después, se le
unieron otros dos frailes. Los tres renovaron la profesión el domingo de
Adviento de 1568, y nuestro santo tomó el
nombre de Juan de la Cruz.
Fue una elección profética. Poco a poco se
extendió la fama de ese oscuro convento, de suerte que Santa Teresa pudo fundar
al poco tiempo otro en Pastrana y un tercero en Mancera, a donde trasladó a los
frailes de Duruelo.
En 1570, se inauguró
el convento de Alcalá, que era a la vez colegio de la Universidad;
San Juan fue nombrado rector. Con su ejemplo, supo inspirar a sus religiosos el espíritu de
soledad, humildad y mortificación. Pero Dios, que quería purificar su corazón de toda debilidad y apego
humanos, le sometió a las más severas pruebas interiores y exteriores. Después
de haber gozado de las delicias de la contemplación, San
Juan se vio privado de toda devoción sensible. A ese período
de sequedad espiritual se añadieron la turbación, los escrúpulos y la
repugnancia por los ejercicios espirituales.
En tanto que el
demonio le atacaba con violentas tentaciones, los hombres le perseguían con
calumnias. La prueba más terrible fue sin duda la de los escrúpulos y
desolación interior, que el santo describe en “La Noche Oscura del Alma”. A esto siguió un período todavía más penoso de oscuridad,
sufrimiento espiritual y tentaciones, de suerte que San
Juan se sentía como abandonado por Dios. Pero la inundación de
luz y amor divinos que sucedió a esta prueba, fue el mejor premio de la
paciencia con que la había soportado el siervo de Dios.
En cierta ocasión, una mujer muy atractiva
tentó descaradamente a San Juan. En vez de emplear el tizón ardiente,
como lo había hecho Santo Tomás de Aquino en una ocasión semejante, Juan
se valió de palabras
suaves para hacer comprender, a la pecadora su triste estado. El mismo método
empleó en otra ocasión, aunque en circunstancias diferentes, para hacer entrar
en razón a una dama de temperamento tan violento, que el pueblo le había dado
el apodo de “Roberto el diablo”.
En 1571, Santa
Teresa asumió por obediencia el oficio de superiora en el convento no reformado
de la Encarnación de Ávila y llamó a su lado a San Juan de la Cruz para que
fuese su director espiritual y su confesor. La santa escribió a su hermana:
“Está obrando maravillas aquí. El pueblo le
tiene por santo. En mi opinión, lo es y lo ha sido siempre.” Tanto
los religiosos como los laicos buscaban a San Juan, y Dios confirmó su
ministerio con milagros evidentes.
Entre tanto, surgían
graves dificultades entre los carmelitas descalzos y los mitigados. Aunque el superior general había
autorizado a Santa Teresa a emprender la reforma, los frailes
antiguos la consideraban como una rebelión contra la orden; por otra parte,
debe reconocerse que algunos de los descalzos carecían de tacto y exageraban
sus poderes y derechos. Como si eso fuera poco, el prior general, el capítulo
general y los nuncios papales, daban órdenes contradictorias.
Finalmente, en
1577, el provincial de Castilla mandó a San
Juan que retornase al convento de Medina del Campo. El
santo se negó a ello, alegando que había sido
destinado a Ávila por el nuncio del Papa. Entonces el provincial envió un grupo
de hombres armados, que irrumpieron en el convento de Ávila y se llevaron a San
Juan por la fuerza. Sabiendo que el pueblo de Ávila profesaba
gran veneración al santo, le trasladaron a Toledo. Como Juan se rehusase a abandonar
la reforma, le encerraron en una estrecha y oscura celda y le maltrataron increíblemente.
Ello demuestra cuán poco había penetrado el espíritu de Jesucristo en aquellos
que profesaban seguirlo. La celda de San Juan tenía unos tres metros
de largo por dos de ancho. La única ventana era tan pequeña y estaba tan alta,
que el santo, para leer el oficio, tenía que ponerse de pie sobre un banquillo.
Por orden
de Jerónimo Tostado, vicario general de los carmelitas de España y consultor de
la Inquisición, se le golpeó tan brutalmente, que conservó las cicatrices hasta
la muerte.
Lo que sufrió entonces San Juan coincide
exactamente con las penas que describe Santa Teresa en la “Sexta Morada”: insultos, calumnias,
dolores físicos, angustia espiritual y tentaciones de ceder. Más tarde dijo: “No os extrañe que ame yo
mucho el sufrimiento. Dios me dio una idea de su gran valor cuando estuve preso
en Toledo”.
Los primeros poemas de San Juan
que son como una voz que clama en el desierto, reflejan su estado de ánimo:
“¿En dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con
gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y
eras ido”.
El prior Maldonado penetró
la víspera de la Asunción en aquella celda que despedía un olor pestilente bajo
el tórrido calor del verano y dio un puntapié al santo, que se hallaba
recostado, para anunciarle su visita. San Juan
le pidió perdón, pues la debilidad le había
impedido levantarse en cuanto lo vio entrar.
— “Parecíais absorto. ¿En
qué pensabais?”, le dijo Maldonado.
—“Pensaba yo en que mañana es fiesta de Nuestra
Señora y sería una gran felicidad poder celebrar la misa”, replicó Juan.
— “No lo haréis mientras yo
sea superior”, repuso
Maldonado.
En la noche del día de
la Asunción, la Santísima Virgen se apareció a su afligido siervo, y le dijo: “Sé paciente, hijo mío;
pronto terminará esta prueba.”
Algunos días más tarde se le apareció
de nuevo y le mostró, en visión, una ventana que daba sobre el Tajo: “Por ahí saldrás y yo te
ayudaré.”
En efecto, a los nueve
meses de prisión, se concedió al santo la gracia de hacer unos minutos de
ejercicio. Juan
recorrió el edificio en busca de la ventana que
había visto. En cuanto la hubo reconocido, volvió a su celda. Para entonces ya
había comenzado a aflojar las bisagras de la puerta. Esa misma noche consiguió
abrir la puerta y se descolgó por una cuerda que había fabricado con sábanas y
vestidos. Los dos frailes que dormían cerca de la ventana no le vieron. Como la
cuerda era demasiado corta, San Juan
tuvo que dejarse caer a lo largo de la muralla
hasta la orilla del río, aunque felizmente no se hizo daño. Inmediatamente,
siguió a un perro que se metió en un patio. En esa forma consiguió escapar.
Dadas las circunstancias, su fuga fue casi un milagro.
El santo se dirigió primero al convento
reformado de Beas de Segura y después pasó a la ermita cercana de Monte
Calvario. En 1579, fue nombrado superior del colegio de Baeza y, en 1581, fue
elegido superior de Los Mártires, en las cercanías de Granada. Aunque era el
fundador y jefe espiritual de los carmelitas descalzos, en esa época participó
poco en las negociaciones y sucesos que culminaron con el establecimiento de la
provincia separada de Los Descalzos, en 1580.
En cambio, se
consagró a escribir las obras que han hecho de él un doctor de teología mística en la Iglesia. La doctrina de San
Juan es plenamente fiel a la tradición antigua: el fin del
hombre en la tierra es alcanzar la perfección de la caridad y elevarse a la
dignidad de hijo de Dios por el amor; la contemplación no es por sí misma un
fin, sino que debe conducir al amor y a la unión con Dios por el amor y, en
último término, debe llevar a la experiencia de esa unión a la que todo está
ordenado.
“No hay trabajo mejor ni más necesario que el
amor”, dice
el santo. “Hemos sido hechos para el amor.” “El único instrumento del que
Dios se sirve es el amor.” “Así como el Padre y el Hijo están unidos por el
amor, así el amor es el lazo de unión del alma con Dios.” El amor
lleva a las alturas de la contemplación, pero como el amor es producto de la fe,
que es el único puente que puede salvar el abismo que separa a nuestra
inteligencia de la infinitud de Dios, la fe ardiente y vivida es el principio
de la experiencia mística. San Juan
no se cansó nunca de inculcar esa doctrina
tradicional con su estilo maravilloso y sus ardientes palabras.
Sin embargo, el santo era hijo de su tiempo,
como lo muestra un dibujo que hizo como proyecto para una “crucifixión”, y que se conserva en el convento de
Ávila.
En algunos casos las mortificaciones que
practicaba rayaban en la exageración. Por ejemplo, sólo
dormía unas dos o tres horas y pasaba el resto de la noche orando ante el
Santísimo Sacramento. Solía pedir a Dios tres cosas: que no dejase pasar un solo día de su vida sin enviarle
sufrimientos, que no le dejase morir en el cargo de superior y que le
permitiese morir en la humillación y el desprecio. Con su confianza en Dios (llamaba a
la divina Providencia el patrimonio de los pobres), obtuvo
milagrosamente en algunos casos provisiones para sus monasterios. Con
frecuencia estaba tan absorto en Dios, que debía hacerse violencia para atender
los asuntos temporales. Su amor de Dios hacía que su rostro brillase en muchas
ocasiones, sobre todo al volver de celebrar la misa. Su corazón era como un
ascua ardiente en su pecho, hasta el punto de que llegaba a quemarle la piel.
Su experiencia en las cosas espirituales, a la que se añadía la luz del
Espíritu Santo, hacía de él un consumado maestro en materia de discreción de
espíritus, de modo que no era fácil engañarle diciéndole que algo procedía de
Dios.
Después de la
muerte de Santa Teresa, ocurrida en 1582, se hizo cada vez más pronunciada una
división entre los descalzos. San Juan
apoyaba la política de moderación del provincial, Jerónimo de Castro, en tanto
que el P. Nicolás Doria, que era muy extremoso, pretendía independizar
absolutamente a los descalzos de la otra rama de la orden, el P. Nicolás fue
elegido provincial, y el capítulo general nombró a San
Juan vicario de Andalucía. El santo se consagró a corregir ciertos abusos, especialmente
los que procedían del hecho de que los frailes tuviesen que salir del
monasterio a predicar. El santo opinaba que la vocación de los descalzos era
esencialmente contemplativa. Ello
provocó la oposición contra él. San Juan
fundó varios conventos y, al expirar su período de vicario, fue nombrado
superior de Granada. Entre tanto, la idea del P. Nicolás había ganado mucho
terreno y el capítulo general que se reunió en Madrid en 1588, obtuvo de la
Santa Sede un breve que autorizaba una separación aún más pronunciada entre los
descalzos y los mitigados. A pesar de las protestas de algunos, se privó al
venerable P. Jerónimo Gracián de toda autoridad y se nombró vicario general al
P. Doria. La provincia se dividió en seis regiones, cada una de las cuales
nombró a un consultor para ayudar al P. Gracián en el gobierno de la
congregación. San Juan
fue uno de los consultores. La innovación produjo grave descontento, sobre todo
entre las religiosas.
La venerable Ana de Jesús, que era entonces
superiora del convento de Madrid, obtuvo de la Santa Sede un breve de
confirmación de las constituciones, sin consultar el asunto con el vicario
general. Finalmente, se llegó a un compromiso en ese asunto. Sin embargo, en el
capítulo general de Pentecostés de 1591, San Juan
habló en defensa del P. Gracián y de las religiosas. El P. Doria, que siempre
había creído que el santo estaba aliado con sus enemigos, aprovechó la ocasión
para privarle de todos sus cargos y le envió como simple fraile al remoto
convento de La Peñuela. Ahí pasó San
Juan algunos meses, entregado a la meditación y la oración en
las montañas, “porque tengo menos materia de confesión cuando estoy entre las
peñas que cuando estoy entre los hombres.”
Pero no todos estaban dispuestos a dejar en paz al
santo, ni siquiera en aquel rincón perdido. Siendo vicario provincial, San
Juan, durante la visita
del convento de Sevilla, había llamado al orden a dos frailes y había
restringido sus licencias de salir a predicar. Por entonces, los dos frailes se
sometieron, pero su consultor de la congregación, recorrió toda la provincia
tomando informes sobre la vida y conducta de San Juan, lanzando acusaciones contra él y
afirmando que tenía pruebas suficientes para hacerle expulsar de la orden. Muchos de los frailes traicionaron la amistad del santo,
temerosos de verse comprometidos, y quemaron sus cartas para no caer en
desgracia. En medio de esa tempestad San Juan
cayó enfermo. El provincial le mandó salir
del convento de Peñuela y le dio a escoger entre el de Baeza y el de Ubeda. El primero de esos conventos estaba mejor provisto y
tenía por superior a un amigo del santo. En el otro era superior el P.
Francisco, a quien San Juan
había corregido junto con el P. Diego. Ese fue el
convento que escogió.
La fatiga del viaje
empeoró su estado y le hizo sufrir mucho.
Con gran paciencia, se sometió a varias operaciones. El
indigno superior le trató inhumanamente, prohibió a los frailes que le visitasen,
cambió al enfermero porque le atendía con cariño, sólo le permitía comer los
alimentos ordinarios y ni siquiera le daba los que le enviaban algunas personas
de fuera. Cuando el provincial fue a Ubeda y se enteró de la situación, hizo
cuanto pudo por San Juan y reprendió tan
severamente al P. Francisco, que éste abrió los ojos y se arrepintió. Después de tres meses de sufrimientos muy agudos, el santo
falleció el 14 de diciembre de 1591.
Para entonces, no se había disipado todavía la
tempestad que la ambición del P. Nicolás y
el espíritu de venganza del P. Diego habían provocado contra
él en la congregación de la que había sido cofundador y cuya vida había sido el
primero en llevar. La muerte del santo trajo consigo la revalorización de su vida
y, tanto el clero como los fieles acudieron en masa a sus funerales. Sus restos fueron trasladados a Segovia, pues en dicho convento
había sido superior por última vez. Fue canonizado en 1726.
San Juan de la Cruz no fue un sabio, si se le compara con ciertos doctores.
Pero Santa Teresa veía en él
un alma muy pura, a la que Dios había comunicado grandes tesoros de luz y cuya
inteligencia había sido enriquecida por el cielo. Los escritos del santo justifican
plenamente este juicio de Santa Teresa, particularmente los poemas de la “Subida al Monte Carmelo”, la “Noche Oscura del Alma”, la “Llama Viva de Amor” y el “Cántico
Espiritual”, con sus respectivos comentarios. Así
lo reconoció la Iglesia en 1926, al proclamar doctor a San Juan de la Cruz por
sus obras místicas. La doctrina de San Juan se resume en el amor del
sufrimiento y el completo abandono del alma en Dios. Ello le hizo muy
duro consigo mismo; en cambio, con los otros era bueno, amable y
condescendiente. Por otra parte, el santo no ignoraba ni temía las cosas
materiales, puesto que dijo: “Las cosas naturales son siempre hermosas; son como las migajas
de la mesa del Señor.”
San Juan de la Cruz vivió
la renuncia completa que predicó tan persuasivamente. Pero, a diferencia de otros menores
que él, fue “libre, como libre es el espíritu de Dios”. Su objetivo no era la negación y el
vacío, sino la plenitud del amor divino y la unión sustancial del alma con
Dios. “Reunió en sí mismo la
luz extática de la Sabiduría Divina con la locura estremecida de Cristo despreciado”.
VIDAS DE LOS SANTOS
DE BUTLER— 1965
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