El año de la creación del mundo,
cuando en el principio creó Dios el cielo y la tierra, 5199; después del
diluvio 2957; del nacimiento de Abrahán 2015; de la salida de los israelitas de
Egipto bajo su caudillo Moisés 1510; desde que David fué ungido y consagrado
por rey 1032; la semana 65, según la profecía de Daniel; en la olimpíada 194;
el año de la fundación de Roma 752; el año 42 del imperio de Octaviano Augusto;
gozando todo el universo de una profunda paz, en la
sexta edad del mundo, Jesucristo, Dios eterno, e hijo del Eterno Padre,
queriendo santificar el mundo con su santo advenimiento, habiendo sido
concebido por obra del Espíritu Santo, y habiéndose pasado nueve meses después
de su concepción, nace en Belén, ciudad de Judá, de la gloriosa virgen María. Hoy es este día tan solemne
en el mundo; en el cual se celebra la natividad de nuestro Señor Jesucristo según
la carne.
De este modo anuncia la iglesia hoy a todos los fieles el dia célebre del
nacimiento del Salvador del mundo; día tan deseado, por tanto,
tiempo esperado, pedido con tantas instancias por todos los patriarcas y
profetas, y por todos los que esperaban la redención de Israel; y este es el nacimiento
dichoso, cuya historia vamos a dar.
No se había visto en el mundo una paz más universal que la que entonces
reinaba. Aprovechándose el emperador Augusto de esta tranquilidad general, le
picó la curiosidad de saber el número de las fuerzas, del imperio, haciendo
para ello un empadronamiento exacto de todos sus súbditos. Cirino tuvo la
comisión de hacer el de la Siria, de la Palestina y de la Judea, y para
facilitar la ejecución ordenó que cada uno se empadronara y diera su nombre en
la ciudad de donde era originaria su familia.
Luego que se publicó el edicto del emperador, José
partió de Nazareth, pequeña ciudad de Galilea, donde tenía su domicilio, y fué
a Judea a la ciudad de David, llamada Belén, porque era de la casa y familia de
David, para hacerse alistar con María su esposa, que estaba cercana al parto. Belén
no era entonces sino un lugar o una aldea de la tribu de Judá, a dos leguas de
Jerusalén. No fué poco trabajo para la santísima
Virgen y para san José tener que hacer cuatro días de camino para ir desde la
baja Galilea hasta Belén, primera residencia de la familia de David, de la que
traían su origen uno y otro. Pero como entrambos estaban perfectamente
instruidos del misterio, y sabían que el Mesías, según la profecía de Miqueas,
debía nacer en Belén, sufrieron con gusto las incomodidades del viaje.
Habiendo llegado a Belén, fueron mal recibidos; no
se tuvo el menor respeto ni a su calidad, ni al preñado de la santísima Virgen.
La pobreza, que se manifestaba bastante en todo su equipaje, no atrajo sobre
ellos sino el desprecio y el abandono: estando las posadas llenas de
gente por el concurso extraordinario que había acudido de todas partes, y
empezando a anochecer, María y José, las dos personas
más santas y más respetables del universo, a quienes todos los hombres debían
rendir homenaje, se vieron obligados a retirarse a una especie de establo o
cueva que estaba fuera del pueblo, y donde a la sazón se hallaba un buey y un
jumento; habiéndolo dispuesto asila Providencia divina en cumplimiento de las
profecías de Habacuc y de Isaías.
Una posada tan humilde no dejó de contristar a la Madre de Dios y a san
José; pero le convenía a aquel que venía a enseñar la humildad a los hombres, y
cuya grandeza y majestad son independientes de toda exterioridad. No ignorando
la santísima Virgen la hora en que el Salvador debía nacer, pasó con san José
todo el tiempo que precedió a este nacimiento en una dulce y amorosa
contemplación del misterio que iba a cumplirse. A media noche, sintiendo que el término había
ya llegado, parió sin dolor y sin lesión alguna de su pureza virginal a su Hijo
primogénito, que fué asimismo su único Hijo, al cual adoró postrada en tierra
con aquellos transportes de amor, de admiración y de respeto de que solo Dios puede
conocer el ardor, el precio y la medida; tomándole después en sus brazos, le
envolvió en los pañales que había llevado, y le recostó en el pesebre donde se echaba
de comer a las bestias. Esta fué la cuna que escogió Jesucristo para empezar a
confundir nuestro orgullo, y enseñarnos a menospreciar la grandeza, las
comodidades y todos los falsos bienes de la tierra. Fácilmente
se deja comprender la impresión que haría en san José la vista de este divino
Salvador, quien por una predilección particular le había escogido para que hiciera
las veces de padre consigo. ¡Cuáles serían sus actos
de adoración, de amor y de humillación a los pies de un Dios hecho niño! ¡a los
pies del Verbo encarnado, Hijo único de Dios vivo, igual en todo a su Padre! Aquel vil establo, aquella pobre cueva vino a ser
entonces el lugar más respetable del universo, y la imagen, por decirlo así, más
parecida de la celestial Jerusalén. Ningún ángel dejó de venir a adorarla en este
lugar: no hubo uno que al primer momento que este divino niño vió la luz, no se
diese priesa para venir a rendirle sus homenajes. Aunque ya se los habían
rendido en el primer momento de su concepción, los reiteraron esta segunda vez
que entró en el mundo.
¡Qué fondo de reflexiones, buen Dios, no nos
presentan todas las circunstancias de este maravilloso nacimiento! La santísima Virgen busca una posada en la aldea de Belén;
pero el gran concurso de gentes que llegan a toda hora hace que no la
encuentre; se reservan los alojamientos para más ricos huéspedes. La santísima
Virgen y san José quizá hubieran tenido con que pagar un pobre rincón, pues le
buscaban para alojarse; pero sin duda en Belén no había lugar bastante pobre para
Jesucristo. Era menester una cueva, un corral, un establo para recoger y
albergar a las dos personas más dignas, más amadas de Dios, pero despedidas de
todo el mundo y menospreciadas en todas partes. ¡O
Salvador mío, y cómo empiezas con tiempo a reprobar y confundir la soberbia del
mundo! ¿Quién se imaginaria que el supremo
Señor del universo había de nacer en un lugar tan vil y despreciable? ¡qué espectáculo más asombroso! Un Dios niño y este niño
Dios, para quien el cielo no tiene cosa que sea bastante magnífica, y que tiene
su trono sobre las estrellas, está reclinado en un pesebre, es fomentado con el
vaho y aliento de dos anímales, está expuesto a todas las inclemencias del
viento, mientras que tantos reyes, que son sus súbditos, nacen en palacios magníficos,
y en la abundancia de todo. Exclama san
Bernardo: ¿dónde está el palacio de este
rey recién nacido? ¿dónde está su trono, dónde los oficiales de su numerosa corte?
Su
palacio es el establo, su trono es el pesebre; María y José componen toda su
corte. Quieres saber, dice san Agustín, ¿quién
es el que ha nacido de esta suerte? Yo te lo diré: «Es el Verbo del Padre
Eterno, el criador del mundo, la luz del cielo, la fuente de la paz y de la
bienaventuranza eterna, la salud del linaje humano, el que vuelve al camino a los
que se extravían; en fin, el que es toda la alegría y la esperanza de los
justos.»
Sin embargo, aunque el Hijo de Dios quiso
nacer en la oscuridad de un establo, no dejó de manifestar su nacimiento a los
judíos y a los gentiles. Los ángeles les anuncian a los pastores, y una
estrella milagrosa a los reyes magos. Unos pastores velaban en los
campos vecinos, guardando sus ganados, porque, siendo el invierno templado y
tardío en Judea, podía muy bien mantenerse el ganado en el campo por la noche
en este tiempo. Se les apareció un ángel más resplandeciente que el sol; al
principio quedaron deslumbrados y llenos de temor; pero el mismo ángel que les había
causado el temor los serenó, diciéndoles: No temáis, porque vengo a traeros la nueva más
alegre que se puede imaginar, y que vosotros jamás podríais esperar, la que
debe ser para vosotros y para todo el pueblo motivo de un extremado gozo: Acaba
de nacer un Salvador en Belén, en un pueblo que vosotros llamáis ciudad de
David, el cual es el Mesías, el Salvador de las almas, vuestro Señor y vuestro
Dios, le hallaréis allí envuelto en pañales, y reclinado muy pobremente en el
pesebre de un establo, estas son las señales que os doy para conocerle , y
convenceros de la verdad de lo que os digo. Apenas el ángel hubo acabado de
hablar, cuando a, una
multitud de espíritus celestiales se oyó cantar las alabanzas
de su Señor y su Dios: Gloria
a Dios en lo más alto de los cielos, decían, y en la tierra paz a los hombres
de buena voluntad y de corazón recto. El Salvador que acaba de nacer trae y
procura infundir la una y la otra.
Advertid, dicen los santos padres, que Dios
no hace anunciar el nacimiento de su Hijo a los sabios ni a los ricos de Belén;
porque la soberbia, la avaricia, el placer son grandes embarazos para ir a
adorar a un Dios pobre, humilde y entre penas. Los primeros a quienes es
anunciado Jesucristo son los pastores, hombres pobres, humildes, trabajadores;
porque son los más capaces de entrar por medio de la sencillez en los misterios
de la religión. Pero ¿qué señales les dan a
estas pobres gentes de la divinidad de este niño, y de la verdad del Mesías? Los pañales en que está envuelto, el pesebre donde está
reclinado y el establo. ¿Son estas las
señales por las que se ha de venir en conocimiento de la suprema majestad de un
Dios? No, por cierto; pero con estas señales de pobreza y de
anonadamiento se viene en conocimiento de un Dios Salvador, que viene a librar a
los hombres de la esclavitud del pecado y de la tiranía de las pasiones. Pero ¡qué gloría la que le resulta a Dios de este nacimiento! La encarnación es la obra grande de Dios, todas las
divinas perfecciones, el poder, la sabiduría, la bondad, la justicia, la
misericordia resplandecen en ella de un modo el más excelente. Jesucristo viene
a reconciliar el mundo con su Padre, a destruir el pecado, a domar al demonio, a
sujetar la carne al espíritu, a unir las voluntades de los hombres entre sí y
con la de Dios. Con razón, pues, se anuncia hoy la paz a aquellos que
fueren dóciles a la doctrina y a las gracias del Salvador.
Los pastores no desprecian el aviso que han
recibido del cielo, antes bien, exhortándose los unos a los otros a ir a ver
estas maravillas, parten al punto, llegan a Belén poco después de medianoche, y
habiendo encontrado desde luego el establo, entran en él penetrados de una
unción extraordinaria de la gracia que derramaba interiormente en sus almas aquel
divino Salvador; se postran a sus pies, le adoran como a su Salvador y su Dios,
y habiendo hecho sus cumplidos con la santísima Virgen y con san José, se
vuelven a sus hatos llenos de un gozo indecible; no cesan de glorificar al
Señor por todas las cosas que han visto y oído, y las cuentan con su natural
sencillez a cuantos encuentran. Todos los que los oyeron, dice el Evangelio,
quedaron
atónitos de las cosas que supieron y aprendieron de la boca de los pastores.
«¡O
amor inefable! exclama aquí san Agustín. ¡O caridad incomprensible
cuyo precio somos incapaces de conocer! ¿Quién se hubiera atrevido jamás a
imaginar que aquel que está en el seno del Padre desde la eternidad, había de
nacer de una mujer en tiempo por nuestro amor? ¡qué honra y qué gloria la tuya,
o hombre, añade el mismo padre, el que un Dios se haya dignado hacerse tu
hermano!» Quiso nacer así, dice san Crisólogo, porque así quiso ser amado. En el nacimiento de
Jesucristo, dice san Bernardo, el pesebre nos grita
altamente qué debemos hacer penitencia, el establo, las lágrimas, los pobres
pañales nos predican la misma virtud. Todo predica en el nacimiento del
Salvador, todo es instrucción, toda lección, y todo nos dice que en cualquiera
condición que hayamos nacido, en cualquiera estado que vivamos, sea vil o emitente
el puesto que ocupemos en el mundo, es necesario que nuestro corazón esté
desprendido de los bienes y de los placeres de esta vida: es necesario que
seamos humildes, penitentes, mortificados, si queremos que el nacimiento del
Salvador nos sea útil, si queremos tener parte en la redención.
La fiesta de la Natividad del Salvador, que ha sido en todos tiempos de
las más solemnes de la Iglesia; el adviento que la precede, y que por muchos
siglos fué un tiempo de ayuno, como lo es aún ahora para muchas comunidades
religiosas; las oraciones y la solemnidad de los ocho días últimos de adviento,
las tres misas que cada sacerdote dice en este dia, todo esto denota la
celebridad de la fiesta. En todos tiempos se ha celebrado el dia del nacimiento
de los príncipes en todas las cortes y en todos los pueblos. El dia feliz del
nacimiento del Salvador del mundo ¿podía celebrarse
menos entre todos los fieles? Esta consideración ha hecho que la
Iglesia, viéndose precisa da a prohibir todas las vigilias que estaban en uso,
haya dejado la de Navidad a causa de la celebridad del dia. La tradición desde los
apóstoles hasta nosotros ha fijado siempre la célebre época de este nacimiento
al dia 25 de diciembre, y la Iglesia ha querido contar el año de la redención
por el dia de Navidad, y sobre este cálculo ha arreglado sus oficios, como se
ve en todo el orden de su liturgia y en los antiguos martirologios, fijando el
punto del principio del año eclesiástico al punto del nacimiento del Salvador
del mundo.
Por lo que mira a las tres misas que dice cada sacerdote en este dia, este
uso estaba ya establecido en la Iglesia en tiempo del papa san Gregorio, hacia
el año de 600; pues advierte este santo doctor que el tiempo que se emplea en decirlas,
debia abreviar en este dia el tiempo de la predicación. El sentido místico da las
tres misas en la celebridad de este dia ha dado motivo para buscar diferentes
razones de este rito extraordinario. Unos han creído que era para honrar particularmente
a las tres personas de la santísima y adorable Trinidad, que, tenían tanta
parte en este misterio. Otros creen que, como el Salvador nació a media noche,
la Iglesia ha querido honrar este tiempo con una misa solemne. Como los
pastores llegaron un poco antes del dia, la Iglesia ha querido santificar esta
primera manifestación del Salvador con otra misa; y la tercera es la que se
dice solemnemente cuando se junta el pueblo para celebrar las grandes solemnidades.
Otros han pensado que la misa de la media noche era para honrar el nacimiento
temporal del Salvador; la que se dice al amanecer, para honrar el tiempo de la
resurrección; y la tercera, que se dice solemnemente cerca del mediodía, era en
honra de su nacimiento eterno en el seno del Padre. Por lo que mira a la cueva
sagrada donde quiso nacer el Salvador, ha estado siempre en gran veneración. Es
verdad que el emperador Adriano hizo en odio de los cristianos edificar encima
un templo dedicado a Adonis, esperando abolir con esta sacrílega profanación la
memoria de un lugar tan respetable; pero no impidió el que los mismos paganos
mirasen este santo lugar con respeto, y dijesen siempre: Este es el lugar donde el
Dios de los cristianos quiso nacer. Pero habiendo cesado las
persecuciones, se demolió el
templo de los paganos, y se edificó en su lugar una iglesia
magnífica, forrada de planchas de plata, las paredes embutidas de mármol, y la
cueva enriquecida a proporción. Se edificaron muchos monasterios alrededor;
y lo que la hizo todavía más célebre, fue que san Jerónimo la escogió para su morada. El pesebre santificado
con el contacto del Salvador fué llevado después a Roma, donde se conserva con
mucha veneración en la célebre iglesia de Santa María la Mayor, que por esto se
llama Santa María ad præsepe. Los preciosos pañales en que el Salvador
fué envuelto eran una reliquia demasiado preciosa para que no se conservaran.
Primero fueron llevados a Constantinopla, donde se fabricó una magnífica
iglesia para guardarlos con más decencia, hasta que el emperador Balduino II
los regaló a san Luis, rey de Francia, quien los colocó en la Santa Capilla de
París, donde están en gran veneración, y se guarda él instrumento auténtico de
la donación, escrito en el mes de junio de 1247, y todavía se leen en la caja o
navecilla estas palabras: los
pañales de la niñez del Salvador en que fué envuelto en la cuna.
“AÑO CRISTIANO”
POR EL P. J. C ROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
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