En la fiesta de los siete Dolores de la
Virgen sacratísima, hemos de recordar y venerar sus misterios de amor y de
dolor.
Porque no ha habido jamás madre en el mundo
que haya amado a su hijo más que la Virgen, ni que haya padecido más que lo que
ella padeció por su Hija Jesucristo Señor nuestro.
Era Jesús
hijo de María, e hijo unigénito, y tenía pues en él todo su amor: era Madre sin
padre terrenal, y así reunía en su amor los afectos que están repartidos entre
el padre y la madre: tenía además Jesucristo una perfecta semejanza con su
Madre virginal, era el más amable de los hijos de los hombres, y era
infinitamente amable como Dios por su naturaleza y persona divina: de donde
podemos entender que la Virgen le amaba con amor más tierno que el de todas las
madres, y con un amor semejante al de los querubines, y con un amor
incomparable y propio de la Madre de Dios. Por esta causa no hubo madre más
atribulada y dolorosa que ella.
¿Qué
angustias y dolores pueden atravesar el corazón de una madre, que no afligiesen
con grande extremo de dolor el corazón de la Virgen? Suelen las madres cifrar
en sus hijos pequeños, las más hermosas esperanzas: pero la Virgen no tuvo ninguna
de aquellas ilusiones del amor maternal: y desde qué oyó la profecía del santo
Simeón, siempre miró a su divino Hijo como víctima que había de ser sacrificada
por los pecados del mundo.
Gran
consuelo es para una madre ver al hijo de sus entrañas seguro de todo peligro:
la Virgen hubo de ver a su divino Infante, perseguido ya de muerte por el cruelísimo
Herodes, y desterrado a la tierra de Egipto.
La
presencia del hijo es tan agradable para una madre como triste su ausencia, y
dolorosísima la pérdida: también hubo de sufrir la Virgen esta pena amarguísima,
y llorar tres días y tres noches la pérdida de aquel su Hijo adorado.
Y
si una madre padece en su corazón todos los tormentos que ve padecer a su hijo,
¿qué dolores sentiría el corazón maternal de la Virgen, cuando vio a su Hijo divino
puesto en las manos de sus enemigos y padeciendo los acerbísimos tormentos de
su sagrada pasión sin poderle remediar?
Qué
espadas de dolor atravesarían sus entrañas, cuando le encontró en la calle de
Amargura, oprimido con el peso enorme de la cruz,
y cuando le contempló colgado
de tres clavos en aquel afrentoso patíbulo,
y cuando recibió después en sus
brazos su sacratísimo cadáver descolgado de la cruz;
y finalmente cuando le
dejó depositado en el sepulcro, quedándose ella huérfana de su Hijo y en la más
triste soledad.
Por estas siete espadas de dolor mereció la
Virgen la corona de Reina de los mártires, y pudo decir con toda verdad aquella
triste lamentación:
¡Oh
vosotros todos los que pasáis por el camino, paraos y mirad si hay dolor
semejante a mi dolor!
Reflexión: Ahora, pues,
después de recordar los sublimes misterios de los siete Dolores de la Virgen
santísima, considerando que los padeció por nuestra causa y por nuestro amor,
miremos si es razón crucificar con nuevos pecados al Hijo de Dios, y atravesar
con nuevas ofensas el pecho de su santísima Madre.
Apártenos de toda culpa la consideración de tan negra
ingratitud.
Oración: ¡Oh Dios! en cuya pasión fue atravesada con espada
de dolor, según la profecía de Simeón, el alma tierna de la gloriosa Virgen y
Madre María; concédenos propicio, que los que hacemos piadosa memoria de sus
Dolores, por los gloriosos méritos y súplicas de todos los santos, tus fieles
siervos y amantes de tu cruz, alcancemos los dichosos efectos de tu pasión. Que vives y reinas por todos los siglos de los siglos. Amén.
FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.
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