Edita era la hija del
rey Edgardo y de Wulfrida (a
veces, llamada santa), venida al mundo en
circunstancias oscuras y, de acuerdo con ciertos informes, extremadamente
escandalosas También al rey Edgardo se le veneraba en Glastonbury. Fue
un notable soberano, Pero su elevación a la santidad se debió, sin duda a lo
que el generalmente sobrio Dr. Plummer describe como “el vasto sistema de mentiras monásticas en
las que descollaba Glastonbury.” (Plummer,
"Beda", vol. II, p. 167)]. Poco después de haber nacido en la
localidad de Kemsing, en Kent, en el año de 962, según refiere la tradición,
fue llevada por su madre a la abadía de Wilton, donde se quedó hasta su muerte,
de manera que las palabras del Martirologio Romano son literalmente ciertas: “Estuvo dedicada
a Dios desde sus primeros años en un monasterio y apenas conoció el mundo
exterior, cuando lo abandonó para siempre.”

Miniatura de Edith de Wilton en una genealogía real del siglo XIII. Autor desconocido.
Aún no cumplía quince años, cuando su real
padre la visitó en Wilton para asistir a su profesión. En aquella ocasión, el
rey hizo que se pusiera ante el altar una carpeta con oro, plata, ornamentos y
joyas, para mostrar lo que perdía su hija, mientras Wulfrida se hallaba de pie
al lado de la carpeta con un velo de monja, un salterio, un cáliz y una patena.
“Todos rogaban a Dios, que conoce todas las cosas,
un signo claro para demostrar a una joven doncella de tan poca edad y
experiencia, la clase de vida que debía escoger.” Es posible que Edgardo orase para que su hija eligiera el
mundo y las riquezas, puesto que trató de adelantarse a su decisión y, antes de
que Edita tomara uno u otro partido, le ofreció el puesto de abadesa en tres
casas distintas (Winchester, Barking y otra), aunque
evidentemente no tenía edad suficiente para gobernarlas más que de nombre.
Pero, de todas maneras, Edita declinó aceptar los
bienes, las dignidades y los superioratos para quedarse en la comunidad de
Wilton, sujeta a su madre, Wulfrida, que era la abadesa. Al poco tiempo,
las monjas insistieron para que Edita aceptara el título honorario de abadesa,
y así lo hizo la joven, “aunque continuó como antes
al servicio de sus hermanas en los oficios más arduos, como una verdadera
Marta.” Al poco tiempo murió el rey Edgardo y le sucedió su hijo, Eduardo el Mártir. A raíz de la trágica muerte de
éste último, la nobleza, adicta al monarca
asesinado pidió que Edita, su media-hermana, dejara el monasterio para ocupar
el trono; pero ella se negó rotundamente y, a las perspectivas de la corona,
prefirió el estado de humildad y obediencia en el servicio de Dios.
Edita construyó la iglesia de San Dionisio, en Wilton y, a la ceremonia de
dedicación de la misma, invitó a San Dunstano, el arzobispo de Canterbury. Los
fieles observaron que, al oficiar la misa, el prelado derramó abundantes
lágrimas y, al preguntársele las razones de su llanto, dijo que se le había revelado que Edita iba a ser arrebatada
pronto de este mundo, “mientras nosotros”,
agregó, “tendremos
que continuar aquí abajo, en la oscuridad y a la sombra de la muerte.” De acuerdo con la
predicción de San Dunstano, cuarenta y tres días después de la solemne
ceremonia, el 16 de septiembre de 984, Edita se fue a descansar en el Señor,
cuando no tenía más de veintidós años de edad. Hay una tierna fábula
donde se relata que Santa Edita se apareció poco después de su muerte, cuando
se bautizaba a un recién nacido del que ella se había comprometido a ser la
madrina; la aparición de Edita sostuvo a la
criatura sobre la pila bautismal. También se apareció, aunque esta
segunda vez llena de santa indignación, ante el rey Canuto que había tenido la
temeridad de poner en tela de juicio algunas de las maravillas que se relataban
sobre la bienaventurada Edita. A Santa Edita se la
conmemora en el día de hoy en la Diócesis de Clifton.
Las autoridades en
la materia son Guillermo de Malmesbury, Simeón de Durham y Capgrave; pero
conviene consultar también la Analecta Bollandiana, vol. LVI (1938), pp. 5-101
y 265-309, dónde Dom A. Wilmart incluye y comenta la leyenda en prosa y verso,
escrita por Goscelin (y dedicada a Lanfranco de Canterbury), que fue tomada del
MS. de Rawlinson, en la Bodleiana, leyenda ésta que resulta muy distinta a la
versión abreviada que se imprimió en el Acta Sanctorum, sept. vol. V, p. 369.

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