lunes, 1 de septiembre de 2025

SAN GIL, ABAD —1º de septiembre.





   Fue san Gil natural de Atenas, y de casa tan ilustre, como que traía su origen de los antiguos reyes del país. Sus padres eran cristianos, y como más distinguidos por los ejemplos de su virtud, que, por la superior nobleza de sus reales ascendientes, ni por el esplendor de sus inmensas riquezas, aplicaron el mayor cuidado a la mejor educación de su hijo, disponiendo que fuese instruido en las letras humanas; y aunque el niño Gil por la extraordinaria viveza de su ingenio hizo grandes progresos en ellas, todavía fueron mayores los que adelantó en la ciencia de los Santos y de la Religión. Crecía su virtud con la edad, a la que parecía haberse anticipado y dedicado su principal estudio a la lección de los libros espirituales, parándose con particular atención en las vidas de aquellos grandes hombres que habían descollado más en la santidad. Desde luego fue presagio de la suya la tierna caridad que profesaba a los pobres, sin haber salido aun de su niñez. Se desnudaba de sus vestidos para abrigarlos a ellos; y añadiéndose a esto una inclinación particular al retiro, fácilmente se dejó conocer que el bullicio del mundo no era de su gusto. Ignoró absolutamente todos aquellos juegos, diversiones y entretenimientos que son tan ordinarios en aquella tierna edad, no reconociendo otros que el estudio y la oración; de manera, que cuando no se le encontraba en su cuarto, no había que buscarle en otra parte que encomendándose a Dios en la iglesia. Por la pureza de sus costumbres, por su rara modestia, y por una vida que ya picaba en austera, todo en aquella florida edad que erradamente se llama el tiempo y la sazón de los pasatiempos, era la admiración general de todo el pueblo, y resonaban sus elogios en las escuelas de Atenas

 


   Le faltaron sus padres estando aun en la flor de su juventud, y por su muerte se halló único y universal heredero de su opulento patrimonio. Tuvo poco que hacer, ni en consultar, ni en resolver el acierto de su empleo. Tomó desde luego su partido, porque altamente impreso en su memoria, y más profundamente grabado en su corazón aquel consejo de Jesucristo al otro joven que aspiraba a la vida mas perfecta: Ve, vende lo que tienes, y repártelo a los pobres, no se detuvo ni un solo momento. Vendió al punto todos sus bienes, y distribuyó su valor entre los necesitados: acción generosa inspirada del más elevado motivo, que, ganándole el corazón a Dios, le colmó de los más singulares favores, mereciéndole desde luego el don de los milagros con que le honró el mismo Señor. Se hallaba un día de fiesta en la iglesia, cuando un energúmeno comenzó a dar tan espantosos aullidos, que, atemorizados todos los circunstantes, fue preciso que se interrumpiesen los divinos oficios. No pudiendo sufrir san Gil que el demonio se atreviese a turbar la devota quietud del sagrado templo, se llegó a él, y le mandó imperiosamente en nombre de Jesucristo que enmudeciese, y que al punto dejase libre aquella pobre criatura. Obedeció el espíritu infernal, desocupó la posada quedando sano el poseído, y lleno de admiración el concurso a vista de aquel prodigio.

 

 No obró este solo milagro. Estaba ya para espirar un infeliz hombre a quien había mordido una venenosa serpiente, y como los que le rodeaban, lastimados de aquella desgracia, advirtiesen que san Gil salía de la iglesia, corrieron a él, suplicándole se compadeciese de aquel miserable moribundo. Tuvo lástima de él, hizo una breve oración al Señor, y en el mismo punto quedó restituido a su perfecta salud, mirando ya a Gil toda la ciudad con respeto, con veneración y con asombro. Se sobresaltó su humildad luego que lo reconoció; y no pudiendo sufrir el superior concepto que se hacía de su virtud, determinó desterrarse de su país; pero mientras se proporcionaba oportunidad de embarcación, se retiró a una isla desierta, donde se hubiera fijado a no atemorizarle la cercanía de Atenas; consideración que le obligó a embarcarse en un navío, y hacerse a la vela para Francia.

 

   Le duró poco el gozo de verse en la embarcación, donde por no ser conocido era desestimado: consuelo grande para su espíritu humilde; pero a breve tiempo le privó de él un milagro. Apenas se habían hecho a alta mar, cuando se levantó una deshecha tormenta que amenazaba inevitable naufragio: el navío hacia agua por uno y otro costado; sobrecogida de espantó la tripulación, no maniobraba; las olas iban a tragarse el buque. Compadecido el Santo a vista de la turbación, de los clamores y de la desolación del equipaje, se puso en oración, y no bien levantó las manos al cielo, cuando se dejó caer el viento, cesó la tempestad, se serenó el cielo, y el mar se tranquilizó quedando en sosegada calma. Después de algunos días de feliz navegación dieron fondo en las costas de la Provenza, y noticioso nuestro Santo de que vivía aun san Cesáreo, arzobispo de Arles, a quien conocía por las voces de la fama, resolvió ir en busca suya para hacerse discípulo de tan insigne Prelado, y aprender en la escuela de tan diestro maestro los caminos más seguros de la perfección. La penetración de san Cesáreo muy desde luego descubrió toda la virtud y todo el extraordinario mérito de aquel desconocido extranjero, a quien detuvo dos años cerca de su persona, con deseo de que no se separase de su lado; ni san Gil hubiera pensado nunca en desviarse de él, a no haberle precisado a buscar algún incógnito retiro donde esconderse y sepultarse aquel don de los milagros que a todas partes le acompañaba, y por decirlo así le perseguía. Sin hablar palabra al santo Prelado, pasó el Ródano secretamente, y se fué como a enterrarse vivo en un espeso y horroroso bosque, no distante de su orilla.

 

   Encontró en él un santo ermitaño llamado Veredin, tan digno de respeto por su venerable ancianidad como por su extraordinaria virtud, calificada también con el don de los milagros. Sirvió a san Gil de inexplicable consuelo la compañía de un varón tan respetable, no solo por tener en él un maestro tan hábil como experimentado en la vida espiritual, sino también porque, a su modo de entender, había encontrado el más seguro defensivo a su humildad; pues caso de que el Señor le quisiese continuar la gracia de los milagros, le sería fácil (decía Gil para consigo) atribuirlos a aquel venerable anciano á quien Dios se había dignado conceder el mismo don. Este pensamiento le sosegó por algún tiempo; pero como vio que los enfermos noticiosos del lugar de su retiro concurrían de todas partes a encomendarse a sus oraciones para lograr la salud por su poderosa intercesión; y como entendió ser opinión general de todos los pueblos del contorno, que después de Dios se debía a sus merecimientos la fertilidad de un terreno infecundo y estéril hasta entonces, tomó la resolución de esconderse tan de veras, que de una vez para siempre se pusiese a cubierto contra todos los asaltos de la vanidad, y no pudiesen dar con él las diligencias humanas.

 


   Con este pensamiento se salió de su ermita, y habiendo caminado errante largo tiempo por aquel espeso bosque, descubrió una gruta, naturalmente abierta en un horroroso peñasco, cuya boca estaba como cerrada con zarzales y con impenetrables cambroneras. Gozosísimo de haber encontrado una cueva tan adecuada a sus ansiosos deseos, se hincó de rodillas, y levantando al cielo las manos y los ojos, rindió mil gracias a Dios por haberle concedido aquel dulce y suspirado retiro. Era el terreno un erial tan espantoso, tan seco y tan estéril, que apenas producía unas amargas raíces con que el Santo pudiese sustentarse; pero aquel Señor, que tiene tan particular cuidado de los que se entregan a su amorosa providencia con entera confianza, después de haberlo abandonado generosamente todo por su amor, proveyó a aquella necesidad con una singular maravilla. No bien el santo solitario había entrado en la gruta, cuando se vino arrimando a él una cierva cargada de leche, presentándole los pechos para que extrajese de ellos su alimento; diligencia que repitió con inviolable puntualidad todos los días a la misma hora. Consolado maravillosamente nuestro Santo con aquel amoroso cuidado de la divina Providencia, no cesaba día y noche de rendir tiernas gracias al Señor, deshaciéndose en sus continuas alabanzas.

 


   Pasó muchos años san Gil en aquella dulce soledad, siendo su conversación con Dios y con el cielo, enajenado incesantemente en la contemplación de las divinas grandezas y perfecciones, y viviendo más como ángel que como hombre mortal, cuando queriendo el Señor manifestar a los fieles aquel tesoro escondido, dispuso o permitió que á Childeberto, rey de Francia, se le antojase ordenar una batida de caza para aquel bosque, que comúnmente se juzgaba inhabitable. Los cazadores encontraron dichosamente la misma cierva que alimentaba a nuestro Santo, y la acosaron tan vivamente, que, fatigado y exhalado el perseguido animal, se refugió a la cueva de san Gil, arrojándose a sus pies casi sin respiración, interceptado el aliento, mientras la traílla de perros, que ya iba a los alcances, se paró inmoble en lo más vivo de la carrera, sin atreverse a forzar la entrada de la gruta. Admirados los cazadores de ver parados a los perros, dispararon algunas flechas por entre la espesura de las zarzas, una de las cuales hirió gravemente a san Gil. 


  Llegada la noche y haciéndose conversación a presencia del Rey de los lances de la caza, trayéndose a ella como verdaderamente extraordinario el de la cierva, quiso Childeberto forzar por sí mismo al día siguiente aquel paraje, y examinar por su persona en qué pudo consistir la no acostumbrada inmovilidad que detuvo como clavados los perros de la traílla. 





   Se desmontó el matorral, y quedaron todos como atónitos cuando descubrieron al Santo con la cierva echada a sus pies, sin que los perros, por más que los azuzaban, pudiesen jamás acercarse al sagrado de la gruta; pero el Rey con reverente veneración y respeto se llegó al santo solitario, y le preguntó su nombre, su país, y el modo que tenia de vivir en aquella espantosa soledad. Prendado de sus prudentes respuestas, y movido de su heroica santidad, le ofreció ricos presentes; pero el Santo se lo agradeció con humildad, y los rehusó con modestia, diciendo que de nada tenía necesidad, cuando la amorosa providencia del Señor había cuidado de sustentarle por tan largo tiempo con la leche de aquel inocente animal. Notó entonces el Rey la sangre que corría por debajo de su pobre ropa, y reconociendo que estaba herido, quiso que sus cirujanos le curasen; pero el siervo de Dios nunca lo consintió, diciendo no quería malograr aquella ocasión de padecer, y que antes bien se afligiría mucho si se cerrase presto la herida.

 


   Admirado Childeberto de la eminente virtud de aquel hombre portentoso, no dejó pasar día alguno sin ir a tener con él un rato de piadosa conversación, y cada vez se despedía más asombrado y más hechizado dé su rara santidad. Viéndole siempre inaccesible, y constante siempre en no admitir los preciosos dones con que le brindaba, le dijo el Rey en una ocasión que lo menos le había de declarar qué cosa podía hacer en aquel sitio que fuese más de su gusto. Le respondió el Santo que ninguna podía hacer más del agrado de Dios, ni de mayor provecho para todo el país, que fundar en aquel mismo paraje un monasterio donde se observase con todo rigor la misma estrecha regla que se observaba en los monasterios de la Tebaida. No necesitó Childeberto de que se lo acordase más. Se fundó el monasterio con toda la posible prontitud, y luego se llenó de excelentes sujetos que concurrían a tropas, ansiosos de vivir bajo la dirección de san Gil, a quien se le obligó a encargarse de su gobierno, a pesar de toda su repugnancia; y desde entonces se vieron florecer en aquel desierto los mismos prodigios de penitencia, de oración, y de todas las demás virtudes que hasta allí solo se admiraban en los páramos de la Tebaida y en los yermos arenales de Egipto.

 

Monasterio de San Egidio o San Gil, en Francia.

   Estando el Rey en Orleans, y teniendo necesidad de los consejos del santo Abad, le mandó ir a la corte, y fue su viaje una continuada serie de milagros, que hicieron famoso su nombre en todo el reino de Francia; pero el más ruidoso y el más útil de todos ellos fue la conversión del mismo Rey. Se hallába gravada su conciencia con un pecado grave, que no se resolvía a confesar; y refiere san Antonino, autor de la vida de nuestro Santo, que un día aquel Monarca le pidió con particular instancia que le encomendase a Nuestro Señor. Lo hizo san Gil, y estando en oración clamando a Dios por el Rey tuvo una visión en que se le apareció un Ángel que le dejó un billete sobre el altar, asegurándole que el Señor le había oído. Tomó san Gil el billete, se lo llevó al Rey, y habiéndolo leído, halló en él que Dios, movido de las oraciones del Santo, quería misericordiosamente perdonarle aquél pecado, con tal que lo confesase e hiciese penitencia de él; como lo ejecutó el arrepentido Monarca, siendo su conversión visible efecto de las oraciones del siervo de Dios.

 


   Restituido el santo Abad a su monasterio, pasó algún tiempo en él dedicado al ejercicio de todas las virtudes, hasta que su devoción le movió a emprender un viaje a Roma para visitar el sepulcro de los sagrados apóstoles san Pedro y san Pablo. Hizo cuanto pudo para estar desconocido en aquella ciudad, pero su misma virtud le hizo traición; y queriendo el Papa verle, le recibió, no solo con agrado sino con veneración, regalándole dos estatuas de los sagrados Apóstoles. Refiere el mismo san Antonino, que san Gil, lleno de confianza, entregó al Tíber las dos estatuas, que eran de ciprés, y que cuando llegó a su monasterio las halló a la puerta de él. En fin, después de haberlo gobernado por muchos años con tanta prudencia y con tanta edificación, que por largo espacio de tiempo fue seminario de Santos, lleno de días y de merecimientos, murió con la muerte de los justos el día 1º de setiembre, hacia el fin del siglo VI. Al ruido de la multitud prodigiosa de milagros que obraba Dios en su sepulcro por su poderosa intercesión, concurrió a aquel sitio tanto número de gente, que se pobló una ciudad, a la que se le dio el nombre de San Gil. El monasterio perteneció por largo tiempo a los Benedictinos; se pasó después a los monjes Cluniacenses, y al cabo fue secularizado. Reposó en él el santo cuerpo, hasta que, por las turbaciones que excitaron los Albigenses en el país, los Católicos se vieron obligados a trasladarle a Tolosa, donde es reverenciado en la iglesia de San Saturnino dentro de una preciosa urna.

 

 

AÑO CRISTIANO

POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).

 

Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía

 



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