Fue san Gil natural
de Atenas, y de casa tan ilustre, como que traía su origen de los antiguos
reyes del país. Sus padres eran cristianos, y como más distinguidos por los
ejemplos de su virtud, que, por la superior nobleza de sus reales ascendientes,
ni por el esplendor de sus inmensas riquezas, aplicaron
el mayor cuidado a la mejor educación de su hijo, disponiendo que fuese
instruido en las letras humanas; y aunque el niño Gil por la extraordinaria
viveza de su ingenio hizo grandes progresos en ellas, todavía fueron mayores los
que adelantó en la ciencia de los Santos y de la Religión. Crecía su
virtud con la edad, a la que parecía haberse anticipado y dedicado su principal
estudio a la lección de los libros espirituales, parándose con particular
atención en las vidas de aquellos grandes hombres que habían descollado más en
la santidad. Desde luego fue presagio de la suya la
tierna caridad que profesaba a los pobres, sin haber salido aun de su niñez. Se desnudaba de sus vestidos para abrigarlos a ellos; y
añadiéndose a esto una inclinación particular al retiro, fácilmente se dejó
conocer que el bullicio del mundo no era de su gusto. Ignoró
absolutamente todos aquellos juegos, diversiones y entretenimientos que son tan
ordinarios en aquella tierna edad, no reconociendo otros que el estudio y la
oración; de manera, que cuando no se le encontraba en
su cuarto, no había que buscarle en otra parte que encomendándose a Dios en la
iglesia. Por la pureza de sus costumbres, por su rara modestia, y por
una vida que ya picaba en austera, todo en aquella florida edad que erradamente
se llama el tiempo y la sazón de los pasatiempos, era la admiración general de todo
el pueblo, y resonaban sus elogios en las escuelas de Atenas
Le faltaron sus
padres estando aun en la flor de su juventud, y por su muerte se halló único y
universal heredero de su opulento patrimonio. Tuvo poco que hacer, ni en
consultar, ni en resolver el acierto de su empleo. Tomó desde luego su partido,
porque altamente impreso en su memoria, y más profundamente grabado en su
corazón aquel consejo de Jesucristo al otro joven que aspiraba a la vida mas
perfecta: Ve,
vende lo que tienes, y repártelo a los pobres, no se detuvo ni un
solo momento. Vendió al punto todos sus bienes, y distribuyó
su valor entre los necesitados: acción
generosa inspirada del más elevado motivo, que, ganándole el corazón a Dios, le
colmó de los más singulares favores, mereciéndole desde luego el don de los
milagros con que le honró el mismo Señor. Se hallaba un día de fiesta en
la iglesia, cuando un energúmeno comenzó a dar tan espantosos aullidos, que,
atemorizados todos los circunstantes, fue preciso que se interrumpiesen los divinos
oficios. No pudiendo sufrir san Gil que el demonio se
atreviese a turbar la devota quietud del sagrado templo, se llegó a él, y le
mandó imperiosamente en nombre de Jesucristo que enmudeciese, y que al punto
dejase libre aquella pobre criatura. Obedeció el espíritu infernal, desocupó la
posada quedando sano el poseído, y lleno de admiración el concurso a vista de
aquel prodigio.
No obró este solo milagro. Estaba ya para
espirar un infeliz hombre a quien había mordido una venenosa serpiente, y como
los que le rodeaban, lastimados de aquella desgracia, advirtiesen que san Gil salía
de la iglesia, corrieron a él, suplicándole se
compadeciese de aquel miserable moribundo. Tuvo
lástima de él, hizo una breve oración al Señor, y en el mismo punto quedó
restituido a su perfecta salud, mirando ya a Gil toda la ciudad con respeto,
con veneración y con asombro. Se sobresaltó su humildad luego que lo
reconoció; y no pudiendo sufrir el superior concepto
que se hacía de su virtud, determinó desterrarse de su país; pero mientras
se proporcionaba oportunidad de embarcación, se retiró a una isla desierta,
donde se hubiera fijado a no atemorizarle la cercanía de Atenas; consideración que le obligó a embarcarse en un navío, y
hacerse a la vela para Francia.
Le duró poco el gozo de
verse en la embarcación, donde por no ser conocido era desestimado: consuelo grande para su
espíritu humilde; pero
a breve tiempo le privó de él un milagro. Apenas se habían
hecho a alta mar, cuando se levantó una deshecha tormenta que amenazaba
inevitable naufragio: el navío hacia agua por
uno y otro costado; sobrecogida de espantó la tripulación, no maniobraba; las olas
iban a tragarse el buque. Compadecido el Santo a vista de la turbación,
de los clamores y de la desolación del equipaje, se
puso en oración, y no bien levantó las manos al cielo, cuando se dejó caer el viento,
cesó la tempestad, se serenó el cielo, y el mar se tranquilizó quedando en sosegada
calma. Después de algunos días de feliz navegación dieron fondo en las
costas de la Provenza, y noticioso nuestro Santo de que
vivía aun san Cesáreo, arzobispo de Arles, a quien conocía por las voces de la
fama, resolvió ir en busca suya para hacerse discípulo de tan insigne Prelado,
y aprender en la escuela de tan diestro maestro los caminos más seguros de la
perfección. La penetración de san Cesáreo muy desde luego descubrió toda
la virtud y todo el extraordinario mérito de aquel desconocido extranjero, a quien
detuvo dos años cerca de su persona, con deseo de que no se separase de su lado;
ni san Gil hubiera pensado nunca en desviarse de él, a no haberle precisado a
buscar algún incógnito retiro donde esconderse y sepultarse aquel don de los
milagros que a todas partes le acompañaba, y por decirlo así le perseguía. Sin hablar palabra al santo Prelado, pasó el Ródano
secretamente, y se fué como a enterrarse vivo en un espeso y horroroso bosque,
no distante de su orilla.
Encontró en él un santo
ermitaño llamado Veredin, tan digno de respeto por su venerable ancianidad como
por su extraordinaria virtud, calificada también con el don de los milagros. Sirvió a san Gil de inexplicable
consuelo la compañía de un varón tan respetable, no solo por tener en él un
maestro tan hábil como experimentado en la vida espiritual, sino también porque, a su modo de entender, había encontrado
el más seguro defensivo a su humildad; pues caso de que el Señor le quisiese
continuar la gracia de los milagros, le sería fácil (decía Gil para
consigo) atribuirlos a aquel venerable anciano á quien
Dios se había dignado conceder el mismo don. Este pensamiento le sosegó
por algún tiempo; pero como vio que los enfermos noticiosos del lugar de su
retiro concurrían de todas partes a encomendarse a sus oraciones para lograr la
salud por su poderosa intercesión; y como entendió ser
opinión general de todos los pueblos del contorno, que después de Dios se debía
a sus merecimientos la fertilidad de un terreno infecundo y estéril hasta
entonces, tomó la resolución de esconderse tan de veras, que de una vez para
siempre se pusiese a cubierto contra todos los asaltos de la vanidad, y no pudiesen
dar con él las diligencias humanas.
Con este pensamiento se salió de su ermita,
y habiendo caminado errante largo tiempo por aquel espeso bosque, descubrió una
gruta, naturalmente abierta en un horroroso peñasco, cuya boca estaba como
cerrada con zarzales y con impenetrables cambroneras. Gozosísimo
de haber encontrado una cueva tan adecuada a sus ansiosos deseos, se hincó de
rodillas, y levantando al cielo las manos y los ojos, rindió mil gracias a Dios
por haberle concedido aquel dulce y suspirado retiro. Era el terreno un
erial tan espantoso, tan seco y tan estéril, que apenas producía unas amargas
raíces con que el Santo pudiese sustentarse; pero aquel
Señor, que tiene tan particular cuidado de los que se entregan a su amorosa
providencia con entera confianza, después de haberlo abandonado generosamente
todo por su amor, proveyó a aquella necesidad con una singular maravilla. No
bien el santo solitario había entrado en la gruta, cuando
se vino arrimando a él una cierva cargada de leche, presentándole los pechos
para que extrajese de ellos su alimento; diligencia que repitió con inviolable
puntualidad todos los días a la misma hora. Consolado maravillosamente
nuestro Santo con aquel amoroso cuidado de la divina Providencia, no cesaba día y noche de rendir tiernas gracias al Señor,
deshaciéndose en sus continuas alabanzas.
Pasó muchos años san Gil en aquella dulce soledad, siendo su conversación con Dios y con el cielo, enajenado incesantemente en la contemplación de las divinas grandezas y perfecciones, y viviendo más como ángel que como hombre mortal, cuando queriendo el Señor manifestar a los fieles aquel tesoro escondido, dispuso o permitió que á Childeberto, rey de Francia, se le antojase ordenar una batida de caza para aquel bosque, que comúnmente se juzgaba inhabitable. Los cazadores encontraron dichosamente la misma cierva que alimentaba a nuestro Santo, y la acosaron tan vivamente, que, fatigado y exhalado el perseguido animal, se refugió a la cueva de san Gil, arrojándose a sus pies casi sin respiración, interceptado el aliento, mientras la traílla de perros, que ya iba a los alcances, se paró inmoble en lo más vivo de la carrera, sin atreverse a forzar la entrada de la gruta. Admirados los cazadores de ver parados a los perros, dispararon algunas flechas por entre la espesura de las zarzas, una de las cuales hirió gravemente a san Gil.
Se desmontó el matorral, y quedaron todos como atónitos cuando descubrieron al Santo con la cierva echada a sus pies, sin que los perros, por más que los azuzaban, pudiesen jamás acercarse al sagrado de la gruta; pero el Rey con reverente veneración y respeto se llegó al santo solitario, y le preguntó su nombre, su país, y el modo que tenia de vivir en aquella espantosa soledad. Prendado de sus prudentes respuestas, y movido de su heroica santidad, le ofreció ricos presentes; pero el Santo se lo agradeció con humildad, y los rehusó con modestia, diciendo que de nada tenía necesidad, cuando la amorosa providencia del Señor había cuidado de sustentarle por tan largo tiempo con la leche de aquel inocente animal. Notó entonces el Rey la sangre que corría por debajo de su pobre ropa, y reconociendo que estaba herido, quiso que sus cirujanos le curasen; pero el siervo de Dios nunca lo consintió, diciendo no quería malograr aquella ocasión de padecer, y que antes bien se afligiría mucho si se cerrase presto la herida.
Admirado Childeberto
de la eminente virtud de aquel hombre portentoso, no dejó pasar día alguno sin
ir a tener con él un rato de piadosa conversación, y cada vez se despedía más
asombrado y más hechizado dé su rara santidad. Viéndole siempre
inaccesible, y constante siempre en no admitir los preciosos dones con que le
brindaba, le dijo el Rey en una ocasión que lo menos
le había de declarar qué cosa podía hacer en aquel sitio que fuese más de su
gusto. Le respondió el Santo que ninguna podía
hacer más del agrado de Dios, ni de mayor provecho para todo el país, que
fundar en aquel mismo paraje un monasterio donde se observase con todo rigor la
misma estrecha regla que se observaba en los monasterios de la Tebaida. No
necesitó Childeberto de que se lo acordase más. Se fundó
el monasterio con toda la posible prontitud, y luego se llenó de excelentes
sujetos que concurrían a tropas, ansiosos de vivir bajo la dirección de san
Gil, a quien se le obligó a encargarse de su gobierno, a pesar de toda su
repugnancia; y desde entonces se vieron florecer en aquel desierto los mismos
prodigios de penitencia, de oración, y de todas las demás virtudes que hasta
allí solo se admiraban en los páramos de la Tebaida y en los yermos arenales de
Egipto.
Monasterio de San Egidio o San Gil, en Francia.
Estando el Rey en Orleans, y teniendo
necesidad de los consejos del santo Abad, le mandó ir a la corte, y fue su
viaje una continuada serie de milagros, que hicieron famoso su nombre en todo
el reino de Francia; pero el más ruidoso y el más útil
de todos ellos fue la conversión del mismo Rey. Se
hallába gravada su conciencia con un pecado grave, que no se resolvía a
confesar; y refiere san Antonino, autor de la vida de nuestro Santo, que un día aquel Monarca le pidió con particular instancia
que le encomendase a Nuestro Señor. Lo hizo san Gil, y estando en oración clamando a Dios por el Rey tuvo una
visión en que se le apareció un Ángel que le dejó un billete sobre el altar,
asegurándole que el Señor le había oído. Tomó san Gil el billete, se lo
llevó al Rey, y habiéndolo leído, halló en él que Dios,
movido de las oraciones del Santo, quería misericordiosamente perdonarle aquél
pecado, con tal que lo confesase e hiciese penitencia de él; como lo ejecutó el arrepentido Monarca, siendo su conversión
visible efecto de las oraciones del siervo de Dios.
Restituido el santo Abad a su monasterio, pasó algún tiempo en él dedicado al ejercicio de todas las virtudes,
hasta que su devoción le movió a emprender un viaje a Roma para visitar el
sepulcro de los sagrados apóstoles san Pedro y san Pablo. Hizo cuanto
pudo para estar desconocido en aquella ciudad, pero su misma virtud le hizo
traición; y queriendo el Papa verle, le recibió, no
solo con agrado sino con veneración, regalándole dos estatuas de los sagrados
Apóstoles. Refiere el mismo san Antonino, que
san Gil, lleno de confianza, entregó al Tíber las dos estatuas, que eran de
ciprés, y que cuando llegó a su monasterio las halló a la puerta de él. En
fin, después de haberlo gobernado por muchos años con
tanta prudencia y con tanta edificación, que por largo espacio de tiempo fue
seminario de Santos, lleno de días y de merecimientos, murió con la muerte de
los justos el día 1º de setiembre, hacia el fin del siglo VI. Al ruido de la
multitud prodigiosa de milagros que obraba Dios en su sepulcro por su poderosa
intercesión, concurrió a aquel sitio tanto número de gente, que se pobló una
ciudad, a la que se le dio el nombre de San Gil. El monasterio perteneció por
largo tiempo a los Benedictinos; se pasó después a los monjes Cluniacenses, y al
cabo fue secularizado. Reposó en él el santo cuerpo, hasta que, por las
turbaciones que excitaron los Albigenses en el país, los Católicos se vieron
obligados a trasladarle a Tolosa, donde es reverenciado en la iglesia de San Saturnino
dentro de una preciosa urna.
AÑO
CRISTIANO
POR
EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
Traducido
del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía
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