Meditaremos
cómo la ceremonia de la Ceniza nos convida a santificar la Cuaresma; 1º Por la penitencia y la mortificación; 2º Por el pensamiento de la
muerte.
— Tomaremos enseguida la resolución:
1°
De abrazar con gusto las mortificaciones propias de este santo tiempo, el ayuno y la abstinencia, con todas las cruces que la
Providencia quiera mandarnos; 2°
De acostumbrarnos a hacer bien todas estas cosas conforme a las palabras de San
Bernardo: “Si tuvieses ahora que
morir, ¿harías esto o aquello?”
MEDITACIÓN DE LA MAÑANA
Adoremos
la bondad de Dios, que inspiró a la Iglesia la ceremonia de la Ceniza, para enseñarnos
las disposiciones piadosas con que debemos pasar el santo tiempo de Cuaresma.
Agradezcámosle tan sabia instrucción y roguémosle que nos la haga comprender y
poner en práctica.
PUNTO PRIMERO.
LA CEREMONIA DE LA CENIZA NOS PREDICA LA PENITENCIA
Y LA MORTIFICACIÓN.
Desde los tiempos más antiguos, la ceniza puesta en la cabeza ha sido un emblema de penitencia y
de dolor. Job,
doliéndose de haber defendido la causa de su inocencia en un lenguaje algo
menos mesurado, exclamó: —“¡Me acuso, Señor, y hago penitencia de mi falta
en el polvo y en la ceniza!”.
En penitencia del robo sacrílego cometido
por Acán
en la toma de Jericó, Josué y los ancianos israelitas se
cubrieron la cabeza de ceniza. Más adelante, Judit,
Ester, Mardoqueo y Judas Macabeo emplearon este medio para aplacar la ira del cielo, Jeremías
y todos los profetas aconsejaron esta práctica a los judíos castigados por Dios. En fin, Nuestro
Señor Jesucristo presentó la ceniza como un símbolo de penitencia cuando
dijo que, si los habitantes de
Tiro y de Sidón hubiesen visto los milagros obrados por Él en el seno de la
Judea, “habrían hecho penitencia
con el cilicio y la ceniza”. Eso
es lo que explica por qué la Iglesia primitiva
distinguía por la ceniza a los penitentes de los fieles, y el primer día de la
Cuaresma cubría la cabeza de todos sus hijos, sin distinción ninguna, por la
razón de que todo cristiano, como dice Tertuliano, ha nacido para vivir en la penitencia. La ceremonia de la Ceniza es como
un sello que nos lleva a la penitencia, de tal manera que recibir la ceniza en
la cabeza sin tener la contrición en el corazón, es aparentar un sentimiento
que no se tiene, es una hipocresía. Entremos con gusto en el espíritu de
penitencia desde el primer día de esta santa Cuaresma. El interés de nuestra
salvación lo exige; Jesucristo lo declara formalmente con estas
palabras: “Si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis”: y nos lo enseñó aún mejor con su
ejemplo, porque toda su vida no fue sino una penitencia continua. Todos los santos, a su imitación, han hecho penitencia, y
nosotros ¿con
qué derecho nos dispensaríamos de ella? Hemos pecado mucho, y todo pecado, aunque perdonado, exige
penitencia. Tenemos pasiones que vencer, tentaciones que combatir, y la
penitencia es la defensa más segura contra las unas y las otras. Interroguemos aquí nuestra
conciencia: ¿tenemos
el espíritu de penitencia que reclama el santo tiempo de Cuaresma?
PUNTO SEGUNDO.
LA CEREMONIA DE LA CENIZA NOS TRAE A LA MEMORIA EL
PENSAMIENTO DE LA MUERTE.
“¡Mortales, nos dice hoy la Iglesia, acordaos
que sois polvo y que en polvo os convertiréis!”. El cristiano que oye estas palabras a
los pies del altar, se presenta allí como la víctima que, sometida al fallo,
viene a ofrecerse para ser, cuando quiera el soberano Árbitro de la vida y de
la muerte, reducida a ceniza y sacrificada a su gloria. Por este acto parece
decirle a Dios:
“Señor, vengo a cumplir
en espíritu lo que acabaréis en realidad. Habéis resuelto, en castigo de mis
pecados, reducirme un día a ceniza. Vengo pues yo mismo a hacer el ensayo,
porque desde hoy preveo el fallo de vuestra justicia y lo ejecuto”. La Iglesia, haciéndonos principiar la
santa Cuaresma por esta aceptación solemne de la muerte, por el gran sacrificio
de todo lo que tenemos y de todo lo que somos, nos da a entender que mira el
pensamiento de la muerte como lo más a propósito para hacernos pasar santamente
la Cuaresma, es decir, en el alejamiento del mal, en la práctica de la
penitencia y de todas las virtudes. En efecto, ¿quién puede pensar seriamente en la muerte
y no estar siempre pronto para comparecer delante de Dios?, y no
velar sobre sus acciones y sus palabras, y no mortificarse para expiar sus
faltas pasadas y satisfacer a la justicia divina, y no multiplicar sus buenas
obras y acrecentar sus méritos, y no desprenderse de todo lo que puede durar
tan poco y tener presentes a cada momento las palabras de San
Bernardo:
“Si muriera después de
esta Confesión, ¿cómo lo haría? Después de esta Comunión, ¿cómo me dispondría?
Después de esta conversación, ¿cómo hablaría? Al fin de esta semana, de este
mes. ¿Cómo me conduciría?”
Pidamos a Dios nos haga comprender esta lección de la muerte y deducir las
consecuencias prácticas propias para la santificación de la Cuaresma.
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