Tomado de “Meditaciones para todos los
días del año - Para uso del clero y de los fieles”, P. André Hamon, cura de San
Sulpicio.
RESUMEN PARA LA VÍSPERA EN LA NOCHE
Como
la debilidad humana está tan expuesta a sucumbir a las tentaciones que la
combaten, meditaremos mañana sobre el sacramento de la penitencia, instituido
por Nuestro Señor para levantarnos después de nuestras caídas, y veremos:
1º La excelencia de este
sacramento;
2°
La importancia de recibirlo bien.
—
En seguida tomaremos la resolución:
1°
De agradecer con frecuencia a Nuestro Señor,
por piadosas aspiraciones, esta admirable institución; 2° De prepararnos mejor a
nuestras confesiones.
Nuestro ramillete espiritual serán
las mismas palabras de la institución del sacramento de la
Penitencia: “Serán perdonados los pecados a aquellos a quienes vosotros se
los perdonareis, y retenidos a quienes vosotros se los retuviereis”.
MEDITACIÓN DE LA MAÑANA.
Adoremos a
Nuestro Señor bajo el amable y bello título de Médico de nuestras almas. Él es
quien, por el sacramento de la Penitencia, cura todos nuestros males, haciéndonos
un baño saludable con su preciosa Sangre, donde lava nuestras manchas y nos
devuelve la belleza de la primera inocencia. ¡Oh! ¡Qué bien merece
toda nuestra gratitud por tan gran beneficio! ¡Qué bondad haber hecho de su
sangre un remedio para nuestros males!
PUNTO PRIMERO
— EXCELENCIA DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA.
En este sacramento hay un poder admirable. Los
judíos decían: “¿Quién sino Dios
solamente puede perdonar los pecados?” Y
tenían razón, porque sólo Dios puede disponer de sus derechos y perdonar la
ofensa que le ha sido hecha. Sin embargo, ved cómo con tres palabras: “Yo te absuelvo”, ejerce el sacerdote un poder tan
sobrehumano: con estas pocas palabras perdona a un
alma todos sus pecados, por enormes, por numerosos que puedan ser. Arroja de
ella al demonio, la reconcilia con Dios, la adorna con el vestido nupcial de la
caridad, la devuelve los méritos de sus buenas obras, la restablece en su
derecho a la vida eterna y hace que vuelva Dios allá mismo de donde el pecado
le había desterrado. Dios, vuelto al alma, la fortifica contra la recaída, la
preserva si coopera a la gracia y con frecuencia le hace gustar una paz y un
consuelo delicioso, hasta poder decir: “Seré pura delante de sus ojos y me guardaré
de mi mala inclinación”. Tanto brilla el poder en este sacramento, otro
tanto resplandece en él la caridad. En efecto, ¿No es una maravilla inefable de caridad, el
que Dios, después de haber sido ofendido por el hombre, haya establecido en su
Iglesia un tribunal, no para condenar y castigar, sino para perdonar; un
tribunal todo de misericordia, donde no es admitido otro acusador, ni otro
testigo que el mismo culpable, donde el arrepentimiento obtiene el perdón, y un
perdón acompañado de lo que se había perdido por el pecado, del gozo de la
buena conciencia, de los derechos al cielo reconquistados, de los títulos de
amigo e hijo de Dios? ¿No es cosa maravillosa el que Jesucristo haya hecho un
baño sagrado de su preciosa sangre, donde el alma se purifica y recobra la
belleza de la inocencia; un tesoro inagotable de méritos y de gracias que la
afirman en el bien, la disponen a las virtudes y la aseguran en el cielo, si
persevera, un nuevo aumento de felicidad y de gloria? ¿No es cosa maravillosa,
en fin, el que la confesión, por los actos que la acompañan, traiga tanto bien
al alma? El
examen la enseña a conocerse, la contrición la hace detestar las faltas
pasadas, el propósito firme la hace entrar en un camino mejor, y la absolución
le da la gracia para andar en este nuevo camino.
Entremos aquí en
nosotros mismos y veamos si hemos amado y apreciado el Sacramento de la
Penitencia como debemos, o si nos hemos acercado a él con una especie de
violencia y de repugnancia, de desagrado y de tristeza, o por rutina y
costumbre.
PUNTO SEGUNDO
— IMPORTANCIA DE RECIBIR BIEN EL SACRAMENTO DE LA
PENITENCIA.
Nada más grave y digno de nuestra atención
que la manera de confesarse, pues de esto depende la vida o la muerte, el cielo
o el infierno. “La confesión bien hecha es una fuente de gracia: hecha por
rutina, sin contrición de las faltas, o sin propósito firme de enmendarse, se
convierte en pecado”, dice
San Bernardo.
¡Qué
desgracia, que el remedio del pecado se convierta en otro pecado, que saquemos
la muerte de la misma fuente de la vida y que la sangre de Jesucristo caiga
sobre nosotros como sobre los judíos, para nuestra perdición y reprobación! Sin
embargo, ¡Bien
doloroso es pensarlo! Una
desgracia tan grande no es tan rara como se cree. Es la desgracia de todos los
que se familiarizan con este gran Sacramento; porque, perdiendo de vista las altas ideas que la fe nos
da, se confiesa de carretilla, por costumbre y por cumplir con el expediente,
sin un examen serio de su conciencia, sin dolor y propósito firme, sin ningún
impulso de gracia y de arrepentimiento sobre la molicie de sus costumbres,
sobre su tibieza y cobardía; siempre reconciliados, jamás son penitentes;
rezando siempre la misma fórmula, jamás lloran sus extravíos; declarando
siempre lo que pesa más en su conciencia, jamás renuncian a la voluntad propia,
a su carácter difícil, a su vanidad y amor propio, al fondo de indolencia y de
pereza y al prurito de buscar sus gustos y sensualidades, en fin, a todas esas
pasiones que son el principio de sus faltas. Examinemos si damos a la
manera de confesarnos la grande importancia que merece esta acción.
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