martes, 23 de febrero de 2021

MEDITACIONES PARA LA CUARESMA — MARTES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA.


 

Tomado de “Meditaciones para todos los días del año - Para uso del clero y de los fieles”, P. André Hamon, cura de San Sulpicio.

 

 

 

RESUMEN PARA LA VÍSPERA EN LA NOCHE

    

 

Como la debilidad humana está tan expuesta a sucumbir a las tentaciones que la combaten, meditaremos mañana sobre el sacramento de la penitencia, instituido por Nuestro Señor para levantarnos después de nuestras caídas, y veremos:

La excelencia de este sacramento;

La importancia de recibirlo bien.

 

  

En seguida tomaremos la resolución:

   De agradecer con frecuencia a Nuestro Señor, por piadosas aspiraciones, esta admirable institución; De prepararnos mejor a nuestras confesiones.

   Nuestro ramillete espiritual serán las mismas palabras de la institución del sacramento de la Penitencia: “Serán perdonados los pecados a aquellos a quienes vosotros se los perdonareis, y retenidos a quienes vosotros se los retuviereis”.

 

 

 

MEDITACIÓN DE LA MAÑANA.

 

   

   Adoremos a Nuestro Señor bajo el amable y bello título de Médico de nuestras almas. Él es quien, por el sacramento de la Penitencia, cura todos nuestros males, haciéndonos un baño saludable con su preciosa Sangre, donde lava nuestras manchas y nos devuelve la belleza de la primera inocencia. ¡Oh! ¡Qué bien merece toda nuestra gratitud por tan gran beneficio! ¡Qué bondad haber hecho de su sangre un remedio para nuestros males!

  

 

 

PUNTO PRIMEROEXCELENCIA DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA.

  

 

   En este sacramento hay un poder admirable. Los judíos decían: “¿Quién sino Dios solamente puede perdonar los pecados?” Y tenían razón, porque sólo Dios puede disponer de sus derechos y perdonar la ofensa que le ha sido hecha. Sin embargo, ved cómo con tres palabras: “Yo te absuelvo”, ejerce el sacerdote un poder tan sobrehumano: con estas pocas palabras perdona a un alma todos sus pecados, por enormes, por numerosos que puedan ser. Arroja de ella al demonio, la reconcilia con Dios, la adorna con el vestido nupcial de la caridad, la devuelve los méritos de sus buenas obras, la restablece en su derecho a la vida eterna y hace que vuelva Dios allá mismo de donde el pecado le había desterrado. Dios, vuelto al alma, la fortifica contra la recaída, la preserva si coopera a la gracia y con frecuencia le hace gustar una paz y un consuelo delicioso, hasta poder decir: “Seré pura delante de sus ojos y me guardaré de mi mala inclinación”.  Tanto brilla el poder en este sacramento, otro tanto resplandece en él la caridad. En efecto, ¿No es una maravilla inefable de caridad, el que Dios, después de haber sido ofendido por el hombre, haya establecido en su Iglesia un tribunal, no para condenar y castigar, sino para perdonar; un tribunal todo de misericordia, donde no es admitido otro acusador, ni otro testigo que el mismo culpable, donde el arrepentimiento obtiene el perdón, y un perdón acompañado de lo que se había perdido por el pecado, del gozo de la buena conciencia, de los derechos al cielo reconquistados, de los títulos de amigo e hijo de Dios? ¿No es cosa maravillosa el que Jesucristo haya hecho un baño sagrado de su preciosa sangre, donde el alma se purifica y recobra la belleza de la inocencia; un tesoro inagotable de méritos y de gracias que la afirman en el bien, la disponen a las virtudes y la aseguran en el cielo, si persevera, un nuevo aumento de felicidad y de gloria? ¿No es cosa maravillosa, en fin, el que la confesión, por los actos que la acompañan, traiga tanto bien al alma? El examen la enseña a conocerse, la contrición la hace detestar las faltas pasadas, el propósito firme la hace entrar en un camino mejor, y la absolución le da la gracia para andar en este nuevo camino.

   

   Entremos aquí en nosotros mismos y veamos si hemos amado y apreciado el Sacramento de la Penitencia como debemos, o si nos hemos acercado a él con una especie de violencia y de repugnancia, de desagrado y de tristeza, o por rutina y costumbre.

 

 

 

PUNTO SEGUNDOIMPORTANCIA DE RECIBIR BIEN EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA.

  

 

 

   Nada más grave y digno de nuestra atención que la manera de confesarse, pues de esto depende la vida o la muerte, el cielo o el infierno. “La confesión bien hecha es una fuente de gracia: hecha por rutina, sin contrición de las faltas, o sin propósito firme de enmendarse, se convierte en pecado”, dice San Bernardo. ¡Qué desgracia, que el remedio del pecado se convierta en otro pecado, que saquemos la muerte de la misma fuente de la vida y que la sangre de Jesucristo caiga sobre nosotros como sobre los judíos, para nuestra perdición y reprobación! Sin embargo, ¡Bien doloroso es pensarlo! Una desgracia tan grande no es tan rara como se cree. Es la desgracia de todos los que se familiarizan con este gran Sacramento; porque, perdiendo de vista las altas ideas que la fe nos da, se confiesa de carretilla, por costumbre y por cumplir con el expediente, sin un examen serio de su conciencia, sin dolor y propósito firme, sin ningún impulso de gracia y de arrepentimiento sobre la molicie de sus costumbres, sobre su tibieza y cobardía; siempre reconciliados, jamás son penitentes; rezando siempre la misma fórmula, jamás lloran sus extravíos; declarando siempre lo que pesa más en su conciencia, jamás renuncian a la voluntad propia, a su carácter difícil, a su vanidad y amor propio, al fondo de indolencia y de pereza y al prurito de buscar sus gustos y sensualidades, en fin, a todas esas pasiones que son el principio de sus faltas. Examinemos si damos a la manera de confesarnos la grande importancia que merece esta acción.

 





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