Por San Alfonso María de Ligorio.
I. Duelo general de la naturaleza. Las
tinieblas
Cuentan, como refiere Cornelio Lapide, que,
hallándose San Dionisio Areopagita en Heliópolis de Egipto, exclamó en el
tiempo en que expiraba Jesucristo: «O padece Dios,
autor del universo, o se descompone la máquina del mundo». Otros
autores, como Miguel Syngelo y Suidas, lo refieren de otra manera, pues cuentan
que dijo: «El Dios desconocido padece en su cuerpo,
por lo que el universo se obscurece con estas tinieblas». Y Eusebio
escribe, tomándolo de Plutarco, que en la isla de Praxas se oyó una voz potente
que decía: «El Gran Todo ha muerto». Y luego
oyeron gran estruendo y vocerío, como de gentes que se lamentaban. Eusebio
interpretó la palabra Pan por Lucifer, que quedó
muerto con la muerte de Cristo, al verse despojado del imperio que ejercía
sobre los hombres, si bien Barradas la toma por el mismo Cristo, ya que la
palabra Pan en griego significa Todo, y se aplica a Jesucristo, Hijo de Dios,
que es el Todo, es decir, toda clase de bienes.
Lo cierto es lo que nos dice el Evangelio, que en el día de la muerte del Salvador, desde la hora de
sexta a la de nona, permaneció obscurecida la tierra, y que, en el momento de
expirar el Señor, el velo del templo se desgarró por medio y sobrevino
universal terremoto, que rasó los peñascos.
Hablando de las tinieblas, observa San
Jerónimo que fueron ya predichas por el profeta Amós con estas palabras: Y en aquel día acaecerá, dice el Señor, Yahveh, que haré
ponerse el sol al mediodía. Comentando a continuación el texto San
Jerónimo, dice que entonces el sol, al parecer,
recogió su luz, para que no gozasen de ella los discípulos de Jesucristo. Y
en el mismo lugar añade que el sol se escondió,
como si no se atreviese a mirar al Señor, pendiente de la cruz. Y con
más propiedad añade aún San León que a la sazón
quisieron todas las criaturas demostrar a su modo el dolor que las embargaba en
la muerte de su Creador. De igual parecer es Tertuliano, quien, hablando
especialmente de las tinieblas, dice que el mundo
con aquella obscuridad quiso como celebrar las exequias del Redentor.
San Atanasio, San Crisóstomo y Santo Tomás nos advierten que esta obscuridad fue en extremo
prodigiosa, ya que el eclipse total de sol no puede tener lugar más que en el
novilunio y no en el plenilunio, en que acaeció la muerte del Salvador. Además,
siendo el sol mucho mayor que la luna, no podía ésta ocultar toda la luz del
sol, y, sin embargo, el evangelista asegura que las tinieblas cubrieron toda la
tierra. Añádase a esto que, aunque el eclipse de sol hubiera sido total, la
obscuridad hubiese durado contados minutos, en contra de lo que afirma el
Evangelio, que duró por espacio de tres horas consecutivas, de la hora sexta a
la nona. De este estupendo prodigio de las tinieblas habla Tertuliano en
su Apologético, diciendo a los gentiles que en los
documentos de sus archivos hallarán consignado el gran prodigio del
obscurecimiento del sol en la muerte de Jesucristo. Eusebio confirma
este hecho en su crónica, aduciendo el testimonio de Flegón, liberto de
Augusto, escritor contemporáneo, quien dice: «En el
cuarto año de la olimpíada 202. hubo un eclipse de sol mayor que todos los
conocidos hasta entonces; al mediodía se hizo de noche, de suerte que las
estrellas brillaban en el firmamento».
II. Se rasga el velo del templo
Se cuenta, además, en el Evangelio de San
Mateo que el velo del santuario se rasgó en dos de
arriba abajo. Describe también el
Apóstol el tabernáculo y el templo, en que se
hallaba el lugar santísimo, con el arca del testamento, que contenía el maná,
la vara de Aarón y las tablas de la ley; el arca constituía el propiciatorio.
El primer tabernáculo, que estaba ante el lugar
santísimo, estaba cubierto con un primer velo, y en él entraban tan sólo los
sacerdotes a ofrecer sus sacrificios, y el sacerdote sacrificante mojaba el
dedo en la sangre de la víctima, haciendo siete aspersiones hacia el velo. En
el segundo tabernáculo del lugar santísimo, que siempre se hallaba cerrado y
cubierto por un segundo velo, entraba solamente el sumo sacerdote, únicamente
una vez al año, llevando la sangre de la víctima, que por sí mismo ofrecía.
Todo esto encerraba grandes misterios: el santuario siempre cerrado era emblema de la separación
que mediaba entre los hombres y la divina gracia, la cual no podrían recibir
sino mediante el gran sacrificio que un día Jesucristo ofrecería por sí mismo,
figurado ya en todos los sacrificios antiguos, que por eso San Pablo lo llamaba Pontífice de los
bienes venideros, quien por medio de un tabernáculo más perfecto, es decir,
mediante su sacratísima humanidad había de entrar en el lugar santísimo, es
decir, en la presencia de Dios, cual mediador entre Él y los hombres,
ofreciendo la sangre, no ya de becerros y machos cabríos, sino su propia
sangre, con la que había de consumar la obra de la redención humana,
abriéndonos así las puertas del cielo.
Pero oigamos las palabras del mismo Apóstol: Mas Cristo, habiéndose presentado como Pontífice de los
bienes venideros, penetrando en el tabernáculo más amplio y más perfecto, no
hecho de manos, esto es, no de esta creación, y no mediante sangre de machos
cabríos y de becerros, sino mediante su propia sangre, entró de una vez para
siempre en el santuario, consiguiendo una redención eterna. Léase Pontífice
de los bienes venideros para diferenciarlo del pontificado de Aarón que sólo
impetraba del cielo bienes terrenos de la presente vida; en cambio, Jesucristo
nos había de alcanzar los bienes venideros, que son celestiales y eternos.
Añádase en el tabernáculo más amplio y más perfecto, cual fue la santa
humanidad del Salvador, verdadero tabernáculo del Verbo divino, no hecho de
manos, porque el cuerpo de Jesús no fue formado por obra de hombre, sino del
Espíritu Santo. Sigue diciendo: no mediante sangre de machos cabríos y de becerros, sino
mediante su propia sangre, porque la de estos animales sólo servía para
purificar la carne, en tanto que la sangre de Jesucristo purifica el alma con
la remisión de los pecados. Acaba diciendo: entró
de una vez para siempre en el santuario, consiguiendo una redención eterna. Esta palabra, consiguiendo, denota que tal redención no
podíamos pretenderla ni esperarla antes que el Señor nos la hubiese prometido,
sino que tan sólo pudo encontrarla la divina bondad. Llamase eterna porque el
sumo sacerdote de la antigua alianza sólo una vez al año podía entrar en el
santuario, en tanto que Jesucristo, consumando una vez el sacrificio con su
muerte, nos mereció una redención eterna, que bastará para expiar siempre todos
nuestros pecados, como escribe el propio Apóstol: Porque
con una sola oblación ha consumado para siempre a los que son santificados.
Añade el Apóstol: Y
por esto es mediador de un Nuevo Testamento. Moisés fue
mediador del Antiguo Testamento, es decir, de la antigua alianza, que no tenía
virtud de reconciliar a los hombres con Dios, porque, como explica San Pablo en
otro lugar, nada llevó la ley a la perfección. En cambio, Jesucristo, en la nueva
alianza, llegó a satisfacer cumplidamente la justicia divina por los pecados de
los hombres, y por sus merecimientos les alcanzó el perdón y la divina gracia. Se
escandalizaban los judíos al oír que el Mesías había redimido a la humanidad
con la muerte tan ignominiosa, y se amparaban para ello en la ley, diciendo:
Nosotros hemos oído de la ley que el Mesías permanece eternamente. Pero se
equivocaban de plano, porque la muerte fue, el medio por el que Jesucristo se
hizo mediador y salvador de los hombres, ya que, en atención a su muerte, se
prometió a los predestinados la herencia del cielo: Y
por esto es mediador de un Nuevo Testamento, a fin de que, habiendo intervenido
muerte para rescate de las transgresiones ocurridas durante la primera alianza,
reciban los que han sido llamados la promesa de la herencia eterna. Por eso San Pablo nos alienta a poner todas nuestras
esperanzas en los merecimientos de la muerte de Jesucristo: Teniendo,
pues, hermanos, segura confianza de entrar en el santuario en virtud de la
sangre de Jesucristo, entrada que El inauguró para nosotros como camino, nuevo
y viviente a través del velo, esto es, de su propia sangre. Tenemos, dice, gran
fundamento para esperar la vida eterna en la sangre de Jesucristo, que nos ha
abierto el nuevo camino del paraíso. Dice nueva
porque antes nadie lo había pisado, y Cristo lo allanó, sacrificando en la cruz
su carne sagrada, de la cual fue figura el velo del templo, porque, así como el
velo se rasgó en la pasión del Señor, dice San Juan Crisóstomo, así,
al ser desgarrada la carne de Cristo en su pasión, nos abrió las puertas del
cielo, hasta entonces cerrado. Por eso nos exhorta el Apóstol a ir confiadamente al
trono de la gracia en busca de la divina misericordia. Este trono de la gracia
es puntualmente Jesucristo; si a El recurrimos en los peligros que nos acosan
para perdernos, hallaremos la misericordia de que nos habíamos hecho indignos.
Volvamos ya al citado texto de San Mateo: Mas
Jesús, habiendo clamado con gran voz, exhaló el espíritu; y he aquí que el velo
del santuario se rasgó en dos de arriba abajo. El desgarrarse el velo del templo de arriba abajo,
presenciado por todos los sacerdotes y el pueblo, acontecido en el mismo
momento de la muerte de Jesucristo, no pudo acontecer sin un prodigio
sobrenatural, porque el temblor de tierra no hubiera podido rasgar de tal
manera el velo. Aconteció para darnos Dios a entender que no quería el templo
cerrado, como lo ordenaba la ley, sino que en adelante El mismo sería el
santuario abierto a todos por medio de Jesucristo.
Opina San León que el Señor, al permitir se
desgarrara el velo, demostró patentemente que acababa el antiguo sacerdocio y
comenzaba el sacerdocio eterno de Jesucristo y que quedaban abolidos los
antiguos sacrificios, para dar paso a una nueva ley, como escribe el Apóstol: Porque, transferido el sacerdocio, fuerza es que se
produzca también la transferencia de la ley. Por aquí llegamos a
convencernos de que Jesucristo es el fundador tanto de la ley primera como de
la segunda, y de que la antigua, con su tabernáculo, sacerdocio y sacrificios,
era figura del sacrificio de la cruz, en la cual debía llevarse a cabo la obra
de la redención humana, por manera que todo cuanto había de obscuro y
misterioso en la antigua ley, sacrificios, fiestas y promesas, se tornó claro
en la muerte del Salvador. Finalmente, dice Eustaquio que
el velo rasgado denotaba que estaba roto el muro que separaba el cielo de la
tierra, de manera que quedaba abierto a los hombres el camino para ir arriba
sin impedimento alguno.
III. El temblor de la tierra
Dícese, además, en el Evangelio que la tierra tembló y las peñas se hendieron. Es
un hecho notorio que en la muerte de Jesucristo hubo un grande y universal
terremoto, de modo que todo el orbe terráqueo recibió fuerte sacudida, como
escribe Orosio. Y Dídimo añade que la tierra tembló
hasta sus cimientos. Flegón, liberto del emperador Adriano, citado por
Orígenes y por Eusebio en el año 33 de Cristo, afirmando
que con este terremoto sobrevino gran ruina en los edificios de Nicea de
Bitinia. Más aún, Plinio, que vivió en tiempo de Tiberio, en cuyo
reinado fue Cristo crucificado, y Suetonio aseguran
que por aquel tiempo un gran terremoto derribó doce ciudades del Asia; los
sabios atestiguan que con este suceso se verificó la profecía de Ageo: Dentro de un poco yo haré estremecerse los cielos y la
tierra. De ahí que escriba San Paulino de Nola que
Jesucristo, aun cuando estaba enclavado en la cruz, para demostrar quién era,
aterró desde ella al mundo.
Agricomio observa que aún se guardan
vestigios hasta el presente de aquel terremoto, percibiéndose aún sus señales
en el Calvario, pues a la parte izquierda hay una gran hendidura, por la que
cabe holgadamente un hombre y tan profunda, que no se ha podido investigar su
fondo. Según Baronio, en muchas otras partes se
vieron también rasgados los montes. En el promontorio de Gaeta se ve aún hoy cierta montaña de piedra viva, que, según
es fama, se rasgó de arriba abajo en la muerte del Señor, manifestándose a las
claras ser aquello obra prodigiosa, ya que por la hendida peña pasa un brazo de
mar y las desigualdades de entrambas partes se completan proporcionalmente
entre sí. Idénticas tradiciones existen en el monte Colombo, cercano a
Rieti, y en Montserrat, de España, y en varias montañas tajadas cercanas a
Cagliari, en la isla de Cerdeña. Más admirable es todavía lo que se contempla
en el monte Alvernia, en la Toscana, donde San
Francisco recibió el don de las sagradas llagas y donde se ven en revuelta
confusión masas enormes de peñascos, y según el testimonio de Wadingo, el ángel reveló a San Francisco que aquél fue uno de los
montes que se quebraron en la muerte de Jesucristo.
«¡Oh pechos de los judíos, exclama San
Ambrosio, más duros que las peñas, pues éstas se
quiebran y sus corazones se endurecen!»
IV. Resurrecciones y conversiones
Prosigue San Mateo describiendo los
prodigios acaecidos en la muerte de Cristo, y dice: Y
los monumentos se abrieron, y muchos cuerpos de los santos que descansaban
resucitaron, y saliendo de los monumentos después de la resurrección de Jesús,
entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos. Este abrirse los
monumentos, opina San Ambrosio, anunciaba la
derrota de la muerte y la restitución de la vida a los hombres mediante la
resurrección.
San Jerónimo, San Beda el Venerable y Santo
Tomás son de opinión que aun cuando a la muerte de
Cristo se abrieron los sepulcros, con todo, los muertos no resucitaron antes de
la resurrección del Señor, como categóricamente afirma San Jerónimo. Lo
que concuerda con lo que dice el Apóstol al llamar
a Jesucristo primogénito de los muertos, para que en todas las cosas obtenga Él
la primacía, pues no convenía que, habiendo triunfado de, la muerte, resucitase
otro antes que Cristo.
Dice también San Mateo que resucitaron varios santos y que, saliendo de las
tumbas, se aparecieron a muchos: no fueron otros sino quienes creyeron y esperaron
en el Redentor, cuya fe y confianza en el Mesías quiso Dios premiar,
según la predicción de Zacarías, en que, hablando con el futuro Mesías, le dice:
También tú, en razón de la sangre de tu alianza
(conmigo), yo soltaré a tus cautivos de la fosa sin agua; es decir: Y tú, ¡oh Cristo!, por los méritos de tu sangre bajaste a
la prisión o lago subterráneo —al limbo, donde estaban detenidas las
almas de los santos patriarcas, privadas del agua del consuelo— y las libraste de aquella cárcel para llevarlas a la
eterna gloria.
San Mateo continúa diciendo que el centurión y sus subordinados, que fueron los
encargados de la ejecución de la sentencia de muerte contra el Salvador, no obstante,
la ceguedad y obstinación de los judíos, que proseguían aplaudiendo la injusta
muerte, con todo, movidos por los prodigios de las tinieblas y el terremoto,
fueron los primeros en reconocerlo como verdadero Hijo de Dios. Estos
soldados fueron las dichosas primicias de los gentiles que abrazaron la fe de
Jesucristo después de su muerte, puesto que, apoyados en los méritos de Jesús,
tuvieron la gran ventura de reconocer sus pecados y de esperar el perdón. Añade
San Lucas que todos los demás que presenciaron la
muerte de Jesucristo y los prodigios referidos volvieron dándose golpes de
pecho en señal de arrepentimiento por haber cooperado o al menos aplaudido la
muerte del Salvador. También en los Actos de los Apóstoles vemos que
muchos judíos, al oír la predicación de San Pedro, se
arrepintieron y le preguntaron qué debían hacer para salvarse, y San
Pedro les respondió que hicieran penitencia y se
bautizaran, cosa que al punto hicieron sobre tres mil personas.
V. Abren el costado de Cristo
Vinieron después los soldados y quebraron
las piernas de los dos ladrones; mas al llegar a Jesús, viendo que ya había
muerto, no le trataron de la misma manera, sino que uno de ellos, con la lanza, le abrió el costado, del que salió al instante
sangre y agua.
Dice San Cipriano que la lanza fue directa a atravesar el corazón de Jesús, lo
que también fue revelado a Santa Brígida. Del costado brotó sangre y agua, y
esto se explica porque la lanza, antes de llegar al corazón, tuvo que atravesar
el pericardio, que está cargado de humor acuoso. San Agustín hace notar
que el evangelista emplea la palabra abrir porque
entonces se abrió en el corazón del Señor la puerta de la vida, de la que
salieron los sacramentos, por los que se entra en la vida eterna. Por
eso se dice que en la sangre y el agua que brotaron del costado de
Jesucristo estuvieron figurados los sacramentos, pues el agua es símbolo del
bautismo, primero de los sacramentos; y el más excelente de todos ellos, que es
la Eucaristía, está simbolizado en la sangre de Jesús.
San Bernardo añade que
Jesucristo quiso recibir la herida para que por la llaga exterior viniésemos en
conocimiento de la invisible herida que el amor había abierto en su pecho.
¿Quién, pues, no amará a este Corazón, llagado por
nuestro amor?
San Agustín, hablando de la Eucaristía, dice
que el santo sacrificio de la misa no es hoy menos eficaz
ante Dios de lo que fueron la sangre y el agua que brotaron en aquel día del
costado herido de Jesucristo.
VI. Sepultura y resurrección de Jesucristo
Terminemos este capítulo haciendo algunas
reflexiones acerca de la sepultura de Jesucristo. Jesús
vino al mundo no sólo para redimirnos, sino también para enseñarnos con su
ejemplo toda suerte de virtudes, y especialmente la humildad y la santa
pobreza, compañera inseparable de la humanidad. De ahí que quisiera nacer pobre
en una gruta, vivir pobre en un taller por espacio de treinta años y,
finalmente, morir pobre y desnudo en una cruz, hasta el punto de ver con sus
propios ojos, antes de expirar, que los soldados dividían sus vestiduras; al
morir tuvo necesidad de recibir una mortaja de limosna.
Consuélense los
pobres mirando a Jesucristo, rey del cielo y de la tierra, viviendo y muriendo
tan pobre para enriquecernos con sus merecimientos y bienes, como escribe el
Apóstol: Por vosotros, siendo rico, se empobreció,
para que vosotros con su pobreza os enriquecieseis. Con este fin de imitar la
pobreza de Jesucristo despreciaron los santos todas las riquezas y honores de
la tierra, para llegar un día a gozar con Cristo de las riquezas y honores
celestiales que tiene preparados para quienes le aman. De estos bienes
hablaba el Apóstol cuando decía: Lo que ojo no vio, ni oído oyó,
ni a corazón de hombre se antojó, tal preparó Dios a los que le aman.
Jesucristo resucitó con la
gloria de poseer, no sólo como Dios, sino también como hombre, todo poder en el
cielo y en la tierra, por manera que todos los ángeles y todos los hombres le
rinden vasallaje. Regocijémonos, pues, al ver glorificado a nuestro Salvador,
nuestro padre y nuestro mejor amigo; alegrémonos, porque la resurrección de
Jesucristo es prenda segura de la nuestra y de la gloria que un día hemos de
gozar en el cielo en cuerpo y alma.
Apoyados
en esta esperanza, padecieron los santos mártires con alegría todas las
penalidades de la vida y los más crueles tormentos de los tiranos. Pero
convenzámonos de que no gozará con Cristo quien no quiera padecer ahora con
Cristo ni alcanzará la corona de la inmortalidad quien no combata varonilmente
para alcanzarla. Que nos sirva de aliento el consejo del mismo Apóstol, que
asegura que todos los sufrimientos de esta vida son nonada y pasajeros en
cotejo de los bienes inmensos y eternos que esperamos disfrutar en el paraíso.
Esforcémonos, pues, por conservar siempre la gracia de Dios y pedirle la
perseverancia de su amor, porque sin oración, y continua oración, no lograremos
la perseverancia ni alcanzaremos la salvación.
¡Oh dulce y amable Jesús mío!, ¿cómo
habéis podido amar tanto a los hombres, que, para demostrarles vuestro amor, no
rehusasteis morir desangrado y afrentado en tan infame leño? ¡Oh Dios!, y ¿cómo son tan pocos los hombres que os amen de todo
corazón? ¡Ah querido Redentor mío, entre estos poquitos quiero contarme yo, pobrecito
que en lo pasado me olvidé de vuestro amor y troqué vuestra gracia por míseros
deleites! Conozco el mal hecho, me
arrepiento de todo corazón y quisiera morir de dolor. Ahora, amado Redentor
mío, os amo más que a mí mismo y estoy presto a morir mil veces antes que
perder vuestra amistad. Os agradezco las luces que me habéis dado; Jesús mío,
esperanza mía, no me abandonéis y continuad prestándome vuestra ayuda hasta la
muerte.
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