Por: San Alfonso María de Ligorio.
I. Agonía de Jesús en la cruz
El orgullo, como hemos dicho, fue la causa
del pecado de Adán y, en consecuencia, de la ruina del género humano; por eso
vino Jesucristo a reparar tamaña catástrofe con su humildad, abrazándose
generoso con los oprobios que le preparaban sus enemigos, como dijo David: Porque yo por tu causa sufrí afrenta y se cubrió de
confusión mi rostro. Toda la vida del Redentor estuvo plagada de menosprecios
y humillaciones, recibidas de parte de los hombres, que El no rehusó padecer
hasta la muerte, para librarnos de la eterna humillación: El
cual, en vez del gozo que se le ponía delante, sobrellevó la cruz, sin tener
cuenta de la confusión.
¡Oh Dios!, ¿quién
no lloraría de ternura y no amaría a Jesucristo si considerara cuánto padeció
en las tres horas en que estuvo crucificado y agonizando en la cruz? Cada miembro de su cuerpo
estaba llagado y dolorido, sin que ninguno pudiera socorrer al otro. El
afligido Señor no podía moverse en aquel lecho de dolor, pues tenía clavados
manos y pies; sus sacrosantas carnes estaban plagadas de llagas, y las de las
manos y pies eran las más dolorosas, pues que de ellas pendía todo el cuerpo;
por lo que, si en aquel patíbulo se apoyaba en las manos o en los pies, no
hacía más que acrecentar el dolor. Con toda verdad se puede afirmar que Jesús
en aquellas tres horas de agonía sufrió tantas muertes cuantos fueron los
instantes que estuvo clavado. ¡Oh Cordero
inocente, que tanto padeciste por mí!, tened de mí compasión.
Estas eran las penas exteriores del cuerpo,
las menos acerbas, pues mucho mayores eran las penas interiores del alma
benditísima, que se sentía completamente desolada y privada de la más mínima
partecita de consuelo o alivio sensible; todo en ella era tedio, tristeza y
aflicción. Esto quiso dar a entender con las palabras: Mi
Dios, mi Dios, ¿por qué me desamparaste? Y, anegado en este mar de dolores, internos
y externos, quiso morir nuestro Redentor, según lo había
predicho por David: He llegado hasta el fondo de las aguas, y las olas me
anegan.
II. «Si... eres Hijo de Dios, baja de la cruz»
Mientras que Jesús agonizaba en la cruz y
estaba para llegar la muerte, cuantos le rodeaban, sacerdotes, escribas,
ancianos y soldados, rivalizaban en burlas y sarcasmos. Y los que por allí
pasaban le ultrajaban, moviendo sus cabezas, palabras de San Mateo, que profetizó David al
escribir: Todos
cuantos me ven, de mí se mofan, tuercen los labios, mueven la cabeza. Los que pasaban
ante Él le decían: Tú, el que destruyes el
santuario y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo, si es que eres Hijo
de Dios, y baja de la cruz. Jesús no había hablado del templo material,
diciendo que lo podía derribar y levantar en tres días, sino que había dicho: Destruid
este santuario, y en tres días lo levantaré, con cuyas palabras quiso significar su poder; pero
propiamente, como escriben Eutimio y otros expositores, habló alegóricamente, prediciendo que los judíos, al darle muerte,
separarían el alma del cuerpo, a pesar de lo cual El resucitaría en tres días.
Añadían: Sálvate
a ti mismo. ¡Ingratos! Si el Hijo de Dios, hecho hombre, hubiera querido
salvarse a sí mismo, no hubiera elegido espontáneamente tal muerte. Si eres
Hijo de Dios, baja de la cruz; pero si Jesús baja de ella y no lleva a cabo la
obra de nuestra redención con su muerte, no nos hubiéramos librado de la muerte
eterna. «No quiso bajar —dice San
Ambrosio— para
no bajar para El, sino para morir por mí». Escribe Teofilacto que los
judíos hablaban de esta manera por instigación diabólica, que intentaba impedir
la salvación que mediante la cruz nos había de merecer Jesucristo. Y
añade después que el Señor no hubiera subido a la
cruz si hubiera querido bajar de ella sin llevar a cabo la obra de nuestra
redención.
Opina San Juan Crisóstomo que los judíos decían estas cosas para hacerlo morir
entre vituperios, para que a los ojos de todos pasase cual impostor,
presentándolo como incapaz de librarse de la cruz, luego de haberse gloriado de
ser Hijo de Dios. Pero se engañaban en sus cuentas los judíos, prosigue el santo
Doctor, porque si Jesucristo hubiera bajado de la cruz antes de
morir, no hubiera sido el Hijo de Dios, prometido a la humanidad, a quien debía
salvar con su muerte. Por esto, dice el Santo, no
baja de la cruz, porque es Hijo de Dios y, como tal, vino al mundo para
alcanzarnos la vida eterna. De igual modo se expresa San Atanasio, al decir que nuestro Redentor se dio a reconocer como verdadero
Hijo de Dios permaneciendo en la cruz hasta la muerte. Así, en efecto, estaba predicho por los
profetas, que nuestro Redentor había de morir crucificado: Cristo nos rescató
de la maldición de la ley, hecho por nosotros objeto de maldición, porque escrito está: Maldito todo el que está
colgado de un palo.
III. «A otros salvó; a sí mismo no puede
salvarse»
Continúa San Mateo relatando los
restantes improperios que los judíos dirigían a Jesucristo: A
otros salvó; a sí mismo no puede salvarse, con lo que le tachaban de impostor,
respecto a los milagros, y después le echaban en cara su impotencia, al no
serle dado salvarse a sí propio. Pero San León les responde que
aquél no era tiempo de manifestar su divino poder y que no debía prescindir de
la humana redención para acallar sus blasfemias. San Gregorio aduce otro motivo por el que no le plugo a Cristo bajar
de la cruz, no nos hubiera dado tan admirable ejemplo de paciencia. Cierto que muy bien podía Jesucristo librarse de la cruz
y del resto de los sufrimientos; pero no era aquel
tiempo oportuno para hacer gala de su omnipotencia, sino para enseñarnos la
paciencia en los trabajos, resignados a la voluntad de Dios; por eso renunció
Jesucristo a libertarse de la muerte, primero para cumplir la voluntad de su
Padre y después para no privarnos de tan admirable ejemplo de paciencia.
La paciencia que Jesucristo manifestó en la
cruz, tolerando la confusión de tantos improperios de parte de los judíos, nos
mereció la gracia de padecer con paz y resignación las humillaciones y
persecuciones del mundo. Por eso San Pablo, hablando del
viaje de Jesucristo al Calvario cargado con la cruz, nos exhorta a acompañarlo,
diciendo: Salgamos, pues, a Él fuera del campamento, llevando su
oprobio. Cuando los santos eran
injuriados, no pensaban en venganzas ni se turbaban por ello, sino que se
consolaban viéndose despreciados como lo fue Jesucristo. No
nos avergoncemos, pues, de abrazar los desprecios por amor de Jesucristo, que tanto
sufrió por nosotros.
Redentor mío, cierto que no obré en lo
pasado, pero en adelante quiero sufrirlo todo por amor vuestro; ayudadme a
ponerlo por obra.
IV. «Líbrele ahora (Dios) si de
verdad le quiere»
No contentos los judíos con las injurias y
blasfemias proferidas contra Jesucristo, las dirigieron ahora al Eterno Padre,
diciendo: Ha puesto en Dios su confianza: líbrele
ahora si de verdad le quiere; como que dijo: «de Dios soy Hijo».
Estas palabras sacrílegas de los judíos las
anunció de antemano David, cuando dijo: Todos
cuantos me ven, de mí se mofan, tuercen los labios, mueven la cabeza: «Confió
en el Señor, pues que Él le libre; ya que en Él se complace, que le salve». Pues bien, quienes así hablaban fueron llamados por
David en el mismo salmo toros, perros y leones: Me rodean becerros
numerosos, toros bravíos de Basán me cercan. Tienen abierta contra mí su boca,
como león rampante y rugiente. Pues bien, cuando los judíos pronunciaban las palabras
que recuerda San Mateo: Líbrele
ahora si de verdad le quiere, se delataron a sí mismos cual toros, perros y
leones de que habla David. Estas blasfemias que un día habían de proferir contra el
Salvador y contra Dios las profetizó más expresamente el Sabio con estas
palabras: Presume poseer ciencia de Dios, y a si
mismo se apellida Hijo de Dios..., se jacta de tener a Dios por padre... Que,
si el justo es hijo de Dios, Él le protegerá y le librará de manos de sus
adversarios. Con afrenta y tormento hagamos experiencia de él, para que
conozcamos su mesura y aquilatemos su firmeza en sufrir. Condenémosle a muerte
ignominiosa.
Los príncipes de
los sacerdotes, carcomidos de envidia y odio, se complacieron en afrentar de
ese modo a Jesucristo; pero, a la vez, no estaban exentos de temor de algún
castigo, pues no podían negar los milagros del Señor. Por eso muchos de los
sacerdotes y jefes de la sinagoga vivían inquietos y temerosos, por lo que
quisieron asistir personalmente a su muerte, para que tal muerte los librara
del temor que les atormentaba. Viéndolo, pues, clavado en cruz y que no
lo había librado de ella su Padre, Dios, comenzaron a insultarle con mayor
audacia, echándole en cara su impotencia y la presunción de haberse tenido por
Hijo de Dios. Decíanle: Confió en el Señor, pues
que Él le libre si de verdad le quiere: como que dijo: «De Dios soy Hijo». Pero
torpemente les engañaba su malicia, porque Dios amaba a Jesucristo, y le amaba
como a Hijo, y le amaba cabalmente porque Jesús estaba sacrificando su vida en
la cruz para salvación de los hombres, obedeciendo al Padre, según El mismo
dijo: Y doy mi vida por las ovejas... Por esto me ama mi Padre,
porque yo doy mi vida. El Padre lo había
destinado para víctima de aquel gran sacrificio, que debía proporcionarle
gloria infinita, por ser la víctima un Hombre Dios y al género humano había de
traerle la salvación; pero si el Padre hubiese
librado a Jesús de la muerte, el sacrificio habría quedado imperfecto, por lo
que el Padre se hubiera privado de aquella gloria y los hombres no hubieran
alcanzado la salvación.
V. Jesús sufrió tanto por salvarnos
Escribe Tertuliano que
todos los ultrajes que recibió Jesucristo fueron un misterio de salvación, para
curar nuestra soberbia, y si bien aquellas afrentas eran injustas e
inmerecidas, con todo, eran necesarias para nuestra salvación y dignas, por consiguiente,
de un Dios que a tanta costa quería salvar al hombre. Y, hablando de los improperios dirigidos a Jesús, añade:
«Eran indignos para El y necesarios para nosotros, por lo
que se convertían en dignos a los ojos de Dios, porque nada hay más digno a los
ojos de Dios que alcanzar la salvación del hombre».
Avergoncémonos,
pues nos gloriamos de ser discípulos de Jesucristo, cuando Dios sufre ante los
desprecios que recibimos, cuando Dios sufre con tanta paciencia por nuestra
salvación. Y no nos avergoncemos, por el contrario, de imitar a Jesucristo en
el perdón de quien nos ofenda, ya que declaró que en el día del juicio se
avergonzará de quienes en la vida se hubieren avergonzado de Él.
¡Jesús
mío!, y ¿cómo puedo yo dolerme de las ofensas recibidas, cuando mil veces
merecí ser pisoteado por los demonios en el infierno? ¡Ah!, por los méritos de tantos desprecios como
sufristeis en vuestra pasión, dadme gracia para sufrir con paciencia por amor
vuestro, como vos sufristeis por amor mío. Os amo sobre todas las cosas y deseo
padecer por vos, que tanto padecisteis por mí. Todo lo espero de vos, que me
comprasteis al precio de vuestra sangre.
También lo espero de vuestra
intercesión, ¡oh Madre mía, María!
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