Por San Alfonso María de Ligorio.
I. Jesús triunfa de la muerte
Escribe San Juan que nuestro Redentor, antes de expirar, inclinando la
cabeza entregó el espíritu, queriendo con ello darnos a entender que aceptaba
la muerte con plena sumisión, de mano del Padre, llegando su obediencia hasta
el extremo, pues como dice San Pablo: Se abatió a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz. Estando Jesús en la cruz, clavado de pies y manos, no podía
mover libremente otra parte del cuerpo que la cabeza. Dice San Atanasio que
la muerte no se atrevía a acercarse a quitar la vida a su autor, por lo que
necesitó que el Señor inclinara la cabeza para invitarla a que llegase a
acabarlo. San Ambrosio nota que San Mateo escribe, hablando de la
muerte de Jesús: Mas
Jesús, habiendo clamado con gran voz, exhaló el espíritu; y dice exhaló para denotar que Jesús no
murió por necesidad ni por la violencia de los verdugos, sino porque quiso
morir voluntariamente para salvar al hombre de la muerte eterna a que se
hallaba condenado.
Esto predijo el profeta Oseas en aquellas
palabras: ¿Los rescataré de las puertas del sol!?
¿Los redimiré de la muerte? ¿Dónde están tus epidemias, oh muerte? ¿Dónde tu
peste, oh sol!? Este texto lo aplican los Santos Padres San Jerónimo, San Agustín y San
Gregorio, como asimismo San Pablo, según luego
apuntaremos, literalmente a Jesucristo, que con su
muerte nos libró de las garras de la muerte, es decir, del infierno, en que se
padece muerte eterna; y con toda verdad, pues, según explican los
intérpretes, en el texto hebreo, en vez de la palabra muerte se lee hell que significa infierno.
¿Cómo se explica, por lo tanto, que Jesucristo
fuese muerte de la muerte? Porque nuestro
Salvador, con su muerte, venció y destruyó la muerte que nos había ocasionado
el pecado. Por eso escribe San Pablo: se sumió la muerte
en la victoria. ¿Dónde
está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es
el pecado. Jesús, Cordero divino, con su
muerte, destruyó el pecado, causa de nuestra muerte; y ésta fue la victoria de
Jesús, que muriendo desterró el pecado del mundo, librándonos así de la muerte
eterna, a que desde el principio estaba sujeto el género humano. Esto
confirma el otro texto del Apóstol que dice: Para destruir por medio de la
muerte al que tenía el señorío de la muerte, esto es, al diablo. Jesús destruyó al demonio, esto es, destruyó
su poderío, que se adueñaba de la muerte a causa del pecado, esto es, que tenía
potestad para dar la muerte temporal y eterna a todos los hijos de Adán
inficionados por el pecado. Y ésta fue la victoria de la cruz, en que, muriendo
Jesús, autor de la vida, con su muerte nos alcanzó la vida, que es lo que canta
la Iglesia:
La enseña se enarbola del Rey
fuerte; brilla el misterio de la cruz sagrada; en ella padeció vida la muerte,
y vida con la muerte nos fue dada.
Todo esto fue obra del amor divino, que,
haciendo oficio de sacerdote, sacrificó al Eterno
Padre la vida de su unigénito Hijo por la
salvación de los hombres, que también canta la Iglesia:
... Después que ofreció su cuerpo el amor en
sacrificio.
De aquí que exclame San Francisco de Sales: «Miremos a este divino Redentor extendido en la cruz,
cual sobre un honroso altar en que murió de amor por nosotros... Y ¿por
qué no nos arrojamos nosotros en sus brazos, al menos en espíritu, para morir
sobre la cruz con El, que por nuestro amor quiso morir?» Sí,
dulce Redentor mío, me abrazo con vuestra cruz y abrazado a ella quiero vivir y
morir, besando siempre amorosamente vuestros pies, llagados y traspasados por
mi amor.
II. Jesús muere en la cruz
Pero
antes de pasar adelante detengámonos a contemplar a nuestro Redentor muerto en
la cruz. Hablemos
primero a su divino Padre: Eterno Padre, en la faz de tu Hijo pon los ojos.
Mirad a vuestro Unigénito, quien, para cumplir vuestra voluntad y salvar al
hombre perdido, vino al mundo, tomó carne humana y con ella todas nuestras
miserias, excepto el pecado. Hízose hombre y quiso vivir durante toda su vida
entre los hombres, pero el más pobre de todos y el más despreciado y
atribulado. Mirad cómo vino a terminar vida tan penosa: después que los hombres
le rasgaron las carnes con azotes, y le clavaron las espinas en la cabeza, y le
atravesaron con clavos manos y pies, muere en el madero de la cruz agobiado de
dolores, despreciado cual el más vil de los hombres, burlado como falso
profeta, blasfemado como falso impostor por el crimen de afirmar que era
vuestro Hijo, maltratado, en fin, de tantas maneras y condenado a morir
ajusticiado como el más criminal de los malhechores. Vos mismo le tornasteis la
muerte tan amarga y desolada al privarle de todo consuelo. ¿Qué falta, decidme, cometió este vuestro amado Hijo para
merecer tan horrendo castigo? Vos, que
conocéis su inocencia y santidad, ¿por qué
lo tratasteis así? Mas ya sé que me respondéis diciendo: Por
el crimen de mi pueblo fue herido de muerte. Bien sé que no merecía ni podía
merecer castigo alguno, siendo, como era, la misma inocencia y santidad; el
castigo lo merecíais vosotros por vuestras culpas, merecedoras de la muerte
eterna, y yo, para no veros a vosotras, mis amadas criaturas, pérdidas para toda
la eternidad y para libraros de tamaña ruina, abandoné a este Hijo mío a vida
tan atribulada y a muerte tan acerba. Pensad, ¡oh hombres!, hasta qué extremo
os amé. Porque así amó Dios al mundo —nos asegura San
Juan—, que entregó su Hijo unigénito.
Permitidme, pues, que ahora me dirija a vos,
Jesús, Redentor mío. Os miro en esa cruz pálido y abandonado de todos, sin
hablar ni respirar, porque ya carecéis de vida y de la sangre que derramasteis,
según predijisteis: Esta es mi sangre de la nueva alianza, que es derramada
por muchos. Carecéis de vida porque
la disteis para dar vida a mi alma, muerta por sus pecados. Y ¿por qué perdisteis la vida y derramasteis la sangre por
nosotros, miserables pecadores? Lo explica San Pablo, diciendo: Cristo
nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros.
III. Frutos de la muerte del Redentor
Mira cómo este divino Redentor, sacerdote a
la vez y víctima, sacrificando la vida por la salvación de los hombres, a
quienes amaba, consumó el sacrificio de la cruz y acabó la obra de la redención
del género humano. Jesucristo, con su muerte, despojó la nuestra de su natural
espanto; hasta entonces era un suplicio reservado a los rebeldes, más por la
gracia y méritos de nuestro Salvador se trocó en holocausto tan grato a Dios,
que, uniéndole al de Jesucristo, nos hace dignos de gozar de la misma gloria
que Dios tiene y de oír un día, como esperamos, estas palabras: Entra
en el gozo de tu Señor.
Merced a la muerte de Jesucristo, ha dejado
de ser nuestra muerte tan terrible y espantosa, porque el peligro de eterna
ruina se ha trocado en seguridad de eterna felicidad y en paso franco de las
miserias de esta vida a las inmensas delicias del paraíso. De ahí que los
santos miraran a la muerte no ya con temor, sino con alegría y hasta con deseo.
Dice San Agustín que
los amadores del Crucifijo viven en paz y mueren con alegría. Y la experiencia es testigo de que las personas
virtuosas, que mientras vivieron fueron probadas con tentaciones, persecuciones,
escrúpulos y otros mil géneros de tribulaciones, en la hora de la muerte
recibieron grandes consuelos del Crucifijo, soportando con gran paz todos los
temores y angustias de la muerte. Si ha habido santos, como en sus vidas se
lee, que murieron entre grandes temores, el Señor lo permitió para mayor mérito
de ellos, porque cuanto más duro ofrecieron su sacrificio, tanto más grato fue
a los ojos de Dios y más provechoso para la vida eterna.
¡Cuánto más dura
era la muerte para los antiguos fieles antes de la muerte de Cristo! Aún no había venido a la tierra el Salvador, se suspiraba
por su venida al mundo, la esperaban apoyados en las profecías, pero ignoraban
cuándo había de ser; el demonio tenía gran dominio sobre la tierra, y el cielo
estaba cerrado para los hombres. Mas, después
de la muerte del Redentor, el infierno quedó vencido, la divina gracia se
dispensó a las almas, Dios se reconcilió con los hombres y se abrió la patria
del paraíso a cuantos mueran en la inocencia o hayan expiado con la penitencia
sus culpas. Si algunas almas, a pesar de morir en gracia, no entran luego en el
cielo, es debido a los defectos no purgados aún en el purgatorio; la muerte no
hace más que romper los lazos para que puedan ir a unirse perfectamente con
Dios, de quien se hallan alejadas en esta tierra de destierro.
Procuremos, pues, almas piadosas, mientras
vivimos en el destierro, mirar a la muerte no como una desgracia, sino como fin
de nuestro peregrinar, tan lleno de angustias y de peligros, y como principio
de eterna felicidad, que esperamos alcanzar un día por los méritos de
Jesucristo. Y, con este pensamiento del cielo, desprendámonos de las
cosas de la tierra que pueden hacernos perder el cielo y lanzarnos a los
tormentos eternos. Pongámonos en manos de Dios, protestando querer morir cuando
a El pluguiere y aceptando la muerte en el modo y tiempo que El designare.
Pidámosle siempre que, por los méritos de Jesucristo, nos haga salir de esta
tierra en estado de gracia.
Jesús mío y
Salvador mío, que para obtenerme una buena muerte os abrazasteis con muerte tan
penosa y desolada, me arrojo por entero en brazos de vuestra misericordia. Años
a que debía estar sepultado en el infierno por las ofensas que os hice,
separado siempre de vos; y, en vez de castigarme como lo merecía, me llamasteis
a penitencia y espero que me habréis ya perdonado; si aún no lo habéis hecho
por culpa mía, perdonadme ahora que, arrepentido, a vuestro pie pido clemencia;
quisiera, Jesús mío, morir de dolor, pensando en las injurias que os he hecho. ¡Oh sangre inocente!, lava
las manchas de un corazón penitente. Perdonadme y dadme la gracia de amaros con
todas mis fuerzas hasta la muerte, y, cuando llegue el término de mi carrera,
haced que expire inflamado en vuestro amor, para continuar amándoos por toda la
eternidad. Desde ahora uno mi muerte a la vuestra, por la santidad de cuyos
méritos espero salvarme. En ti, Señor, esperé; no seré confundido eternamente.
¡Oh excelsa Madre de Dios!, vos,
después de Jesús, sois mi esperanza. «En ti, Señora, esperé; no seré confundido
eternamente».
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