Por: San Alfonso María de Ligorio.
I.
«Pater, dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt»
(Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen)
¡Oh ternura del
amor de Jesucristo hacia los hombres! Dice San Agustín que el Salvador pedía perdón, al mismo tiempo que le
injuriaban sus enemigos, ya que entonces no miraba tanto las injurias y la
muerte que de ellos recibía, cuanto al amor con que por ellos moría. Mas dirá alguien: Y ¿por qué
Jesús rogó al Padre que los perdonara, pudiendo El mismo perdonar las injurias
que recibía? Responde San Bernardo que rogó al Padre no
porque le faltara poder para perdonar, sino para enseñarnos a orar por quienes
nos persiguen. Y añade el santo Abad en
otro pasaje: «¡Cosa digna de admiración! Jesucristo exclama:
Perdónalos, y los judíos vociferan: ¡Crucifícalo!» Mientras que Jesucristo, añade Arnoldo de Chartres, se esforzaba por salvar a los judíos, éstos se esforzaban
por condenarse; pero ante Dios podía más la caridad del Hijo que la ceguera del
pueblo ingrato. Y San Cipriano añade: «La
sangre de Cristo da la vida hasta a quienes la derraman». Tanto fue el
deseo que tuvo Jesucristo de salvar a todos, que no negó participación en sus
méritos ni aun a sus mismos enemigos, que derramaban su sangre a fuerza de
tormentos. Mira, dice San Agustín, a tu Dios clavado en la cruz, oye la plegaria que dirige
por sus verdugos, y después niega la paz al hermano que te ofende.
San León atribuye
a la oración de Cristo la conversión de tantos millares de judíos como se
rindieron a la predicación de San Pedro, según se lee en los Actos de los Apóstoles. Dios
no permitió, dice San Jerónimo, que
la oración de Jesucristo quedase estéril, y por eso millares de judíos
abrazaron la fe. Pero ¿por qué no se
convirtieron todos? Porque la oración de Jesucristo fue condicional; se
aplicaba a los que no fueran del número de aquellos a quienes se dijo: «Vosotros
siempre chocáis contra el Espíritu Santo»
En la oración de Jesucristo entraron también
los pecadores, de suerte que todos podemos decir a Dios: Padre Eterno, oíd la voz de vuestro amado Hijo que os
pide nos perdonéis. Cierto que no merecemos
tal perdón, pero lo merece Jesucristo, quien con su muerte satisfizo
sobreabundantemente por nuestros pecados. No, Dios mío, no quiero obstinarme en
el mal como los judíos; me arrepiento, Padre mío, ya sabéis que soy un pobre
enfermo, perdido por mis pecados; pero vos cabalmente vinisteis del cielo a la
tierra para sanar a los enfermos y salvar a los extraviados que se arrepienten
de haberos ofendido, como lo declarasteis por Isaías: Vino el Hijo del hombre a buscar y a salvar lo que había
perecido; e igual dijisteis por San Mateo: Porque
el Hijo del hombre vino a salvar lo que había perecido.
II. «Amen dico tibi: Hodie mecum eris in
paradiso»
(En verdad te digo que hoy estarás conmigo
en el paraíso)
Enseña San Lucas que, de los dos ladrones crucificados con Jesucristo, uno
permaneció en su obstinación, al paso que el otro se convirtió, y al ver que su
pérfido compañero blasfemaba del Señor, diciéndole: ¿No eres tú el mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros, lo
reprendió, diciéndole que ambos sufrían el merecido castigo, al paso
que Jesús era inocente: Nosotros, a la verdad, lo estamos
justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos; mas éste nada
inconveniente ha hecho. Y, vuelto después al
propio Jesús, le dijo: Acuérdate de mí cuando
vinieres en la gloria de tu realeza. Con tales palabras lo reconoció
por verdadero Señor suyo y por Rey del cielo, que fue cuando Jesús le prometió
el paraíso. Escribe cierto docto
autor que el Señor, en virtud de su promesa, se
mostró cara a cara al buen ladrón, colmándole de felicidad, aunque no le dio a
gustar, antes de entrar en él, todas las delicias del paraíso.
Arnoldo de Chartes, en su Tratado de siete palabras, enumera los actos de
virtud que San Dimas, buen ladrón, ejercitó
en su muerte. «Cree —dice—, se
arrepiente, se confiesa, predica, ama, confía y ora». Ejercitó la fe,
diciendo: Acuérdate de mí cuando vinieres en la gloria de tu
realeza, creyendo que Jesucristo después de la muerte entraría victorioso en su
gloria. «Lo ve morir —dice San
Gregorio— y
cree que ha de reinar».
Se ejercitó en la penitencia con la
confesión de sus pecados, al decir: Nosotros, a la
verdad, lo estamos justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos. Nota
San Agustín que
el buen ladrón no se atrevió a esperar el perdón antes de la confesión de sus
delitos, y añade San Atanasio: «¡Feliz
ladrón que arrebataste el cielo con esta confesión!»
Otras hermosas virtudes practicó este santo
penitente en aquella hora. Se ejercitó en la predicación, declarando la
inocencia de Cristo: Mas éste nada inconveniente ha
hecho. Se ejercitó en el amor divino, aceptando con resignación la
muerte en pena de sus pecados, cuando dijo: Recibimos
el justo pago de lo que hicimos. De ahí que San Cipriano, San
Jerónimo y San Agustín no titubeen en llamarle mártir, porque, según Silveira, este feliz
ladrón fue verdadero mártir, pues los verdugos, al quebrarle las piernas, se
ensañaron más en él porque había proclamado la inocencia de Jesús, tormento que
el santo aceptó por amor de su Señor.
Notemos aquí de paso la bondad de Dios, que siempre da, según San Ambrosio, más de lo que se le pide. Pedía,
dice el Santo, que se acordara de Él, y
Jesucristo le responde: Hoy estarás conmigo en el paraíso. Y San Juan Crisóstomo añade que
nadie antes que el buen ladrón mereció la promesa del paraíso. Entonces tuvo cumplimiento lo que Dios afirmó por Ezequiel: que cuando el pecador se arrepiente de todo corazón, de
tal modo se le perdona, que hasta se llegan a olvidar sus culpas. E Isaías nos recuerda que Dios se siente tan inclinado a
hacernos bien, que acude presto a nuestras súplicas: «Con certeza obrará gracia
contigo, atendiendo a la voz de tu grito de auxilio». Dice San Agustín que Dios está siempre
dispuesto a estrechar contra su corazón a los pecadores arrepentidos. Y ved cómo la cruz del mal ladrón, llevada
con impaciencia, fue su mayor ruina para el infierno, en tanto que, por haberla
llevado con paciencia y resignación, el buen ladrón se valió de ella como de
escala para el paraíso. ¡Dichoso ladrón, que tuviste la suerte de unir tu muerte
a la pasión de tu Salvador!
¡Oh Jesús mío!, de hoy más os
sacrifico mi vida y os pido la gracia de poder, en la hora de la muerte,
sumarla al sacrificio de la vuestra en el ara de la cruz; por los merecimientos
de vuestra muerte espero morir en gracia y amándoos con todo mi corazón,
despojado de todo afecto terreno, para seguir amándoos con todas mis fuerzas
por toda la eternidad.
III. «Mulier, ecce filius tuus... Ecce mater
tua»
(Mujer, he ahí a tu hijo... He ahí a tu
madre)
Dice San Marcos que en el Calvario había varias mujeres mirando a Jesús
crucificado, pero de lo lejos. Es de creer que la Madre de Jesús se
hallara entre ellas; San Juan dice que
la Santísima Virgen se hallaba no lejos, sino cerca, en unión de María Cleofé y
María Magdalena. Queriendo Eutimio explicar esta
aparente contradicción, dice que
la Santísima Virgen, al ver que su Hijo estaba para expirar, se aproximó más
que el resto de las mujeres a la cruz, sin temor a los soldados que la rodeaban
y llevando pacientemente los insultos y empellones de los que custodiaban a los
condenados, para poder hallarse más cerca de su amado Hijo. Lo propio
dice un docto autor que escribió la vida de Jesucristo: «Allí estaban los amigos que lo observaban de lejos, pero la Santísima
Virgen, la Magdalena y otra María estaban cerca de la cruz, con San Juan, por
lo que Jesús, viendo a su Madre y a San Juan, les dijo las palabras antes
citadas: Mujer, he ahí a tu hijo, etc. El abad Guerric escribe: «¡Verdadera Madre, que
ni en los horrores de la agonía abandonó al Hijo!» Madres hay que se retiran para no
presenciar la agonía de sus hijos; su amor no les consiente asistir a tal
espectáculo ni verlos morir sin poderlos socorrer. La santísima Madre, por el
contrario, cuanto más próximo estaba el Hijo a la muerte, tanto más se acercaba
a la cruz.
Estaba junto a
la cruz esta Madre afligida, y, mientras que Jesús ofrecía la vida por la
salvación de los hombres, María unía sus dolores al sacrificio del Hijo y,
perfectamente resignada, tomaba parte en todas las penas y oprobios que sufría
el moribundo Jesús. Observa un autor que no enaltecen la constancia de
María quienes la pintan desmayada al pie de la cruz, pues fue
la mujer fuerte que no llora ni se desvanece, como atestigua San Ambrosio.
El dolor que
experimentó la Virgen en la pasión de su Hijo superó a todos los dolores que
puede padecer el corazón humano; pero el dolor de María no fue estéril ni sin
provecho, como el de las madres que presencian los dolores de sus hijos, sino
que fue un dolor fecundo, pues así como es madre natural de Jesucristo, nuestra
cabeza, así también es madre espiritual de todos nosotros, que somos sus
miembros, cooperando, como dice San Agustín, con su caridad a engendrarnos a la vida de la gracia y a
ser hijos de la Iglesia.
En el monte
Calvario, dice San Bernardo, callaban
estos dos ilustres mártires, Jesús y María, pues que el excesivo dolor les
oprimía el pecho y les quitaba el habla. La Madre miraba al Hijo agonizante
sobre la cruz, y el Hijo miraba a la Madre agonizante al pie de ella, por la
gran compasión que sentía al verle padecer tan crueles agonías.
María y Juan
estaban, pues, más próximos a la cruz que las otras mujeres, de suerte que en
medio de aquel gran tumulto podían más fácilmente oír la voz y percibir las
miradas de Jesucristo. San Juan escribe: Jesús,
pues, viendo a la Madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su
Madre: «Mujer, he ahí a tu hijo». Pero si María y Juan estaban acompañados de las otras
mujeres, ¿por qué dice el evangelista que Jesús
miró a la Madre y al discípulo, sin hacer cuenta de ellas? Es
que el amor, responde San Juan
Crisóstomo, hace que siempre se mire con mayor
distinción los objetos más amados. Lo que San
Ambrosio confirma diciendo que es cosa natural que entre los demás veamos mejor
a las personas que amamos. Reveló la Santísima Virgen a Santa Brígida que
Jesús, para mirar a la Madre, que estaba junto a la cruz, tuvo que sacudir los
párpados con fuerza, para limpiar la sangre, que le impedía ver.
Jesús,
señalando con la vista a San Juan, que estaba al lado de ella, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Y ¿por qué la llamó mujer y
no madre? Porque, estando próximo a la muerte, quería despedirse de
ella, como si dijera: Mujer, voy a morir dentro de poco y no te quedará otro
hijo sobre la tierra, por lo que te dejo a Juan, que te servirá de hijo y como
hijo te amará. Por lo que se deduce que
San José había muerto, porque, de vivir, no lo hubiera separado de su esposa.
Toda la antigüedad sostiene que San Juan
guardó perpetua virginidad, y por ello precisamente mereció ocupar el lugar de
Jesucristo; de ahí que canta la Iglesia: «Jesús
confió su Madre virgen al discípulo virgen». Y
desde aquel punto de la muerte del Señor, San Juan recibió a María en su casa y
la asistió y sirvió en toda su vida como a su misma madre: Y
desde aquella hora la tomó el discípulo en su compañía. Quiso Jesucristo que este su amado discípulo fuese
testigo ocular de su muerte, para que con mayor autoridad pudiera decir y
afirmar en su Evangelio: Y el que lo ha visto lo ha
testificado, y en su primera carta: Lo que hemos visto con nuestros ojos...
damos testimonio y os anunciamos. Y por eso el Señor, mientras que los demás
discípulos le abandonaron, dio a San Juan la fortaleza de asistir a su muerte
entre tantos enemigos.
Pero volvamos a la Santísima Virgen e
indaguemos la principal razón por la que Jesús llamó a María mujer y no madre. Con esto nos quiso dar a entender que María era aquella
mujer excelsa que había de quebrantar la cabeza de la serpiente: Y
enemistad pondré entre ti y la mujer y entre tu prole y su prole, la cual te
apuntará a la cabeza mientras tú apuntarás a su calcañar. Nadie pone en duda que esta mujer fue la bienaventurada
Virgen María, quien, mediante su Hijo, o si se quiere, el Hijo, que se sirvió
de la que le dio a luz para aplastar la cabeza de Lucifer. María debía ser la
enemiga de la serpiente, porque Lucifer fue soberbio, ingrato y desobediente,
en tanto que ella fue humilde, agradecida y obediente. Dícese la cual te apuntará
a la cabeza, porque María, por medio de su Hijo, humilló la soberbia de
Lucifer, quien se atrevió a poner asechanzas a su calcañar, por el cual hay que
entender la sacratísima humanidad de Jesucristo, que era la parte que le ponía
más en contacto con la tierra; pero el Salvador con su muerte tuvo la gloria de
vencerlo y derrocarlo del imperio que le había dado el pecado sobre el género
humano.
Dijo Dios a la serpiente: Enemistad
pondré entre tu prole y su prole,
para denotar que después de la ruina de los hombres, ocasionada por el pecado,
Jesucristo había de redimir a la humanidad, y que entonces habría en el mundo
dos familias y dos posteridades: la de Satanás, que había de
tener por hijos a los pecadores, corrompidos con mil suertes de pecados, y la
de María, que tendría por descendencia a las almas santas y como jefe de ella a
Jesucristo. Por eso
María fue predestinada para ser la madre de la cabeza y de los miembros, que
son los fieles, según aquello del Apóstol: Todos vosotros sois unos en
Cristo Jesús, y si vosotros sois de Cristo, descendencia sois, por tanto, de
Abrahán. Por manera
que Jesucristo con los fieles forma un solo cuerpo, pues la cabeza no se puede
dividir de sus miembros, y estos miembros son hijos espirituales de María y tienen
el mismo espíritu que su hijo natural, que es Jesucristo. Por eso San Juan no
es llamado por su nombre propio, sino por el genérico de discípulo
amado del Señor, a fin de
que entendamos por Jesucristo y en quienes vive por su espíritu, que es lo que
quiso dar a entender Orígenes al escribir: «Cuando Dios dijo a su Madre:
He ahí a tu hijo, es como si hubiera dicho: Este es Jesús, a quien diste al
mundo, porque el cristiano perfecto no vive ya de su propia vida, sino que
Cristo vive en él.»
Dice Dionisio Cartujano que en la pasión del
Salvador los pechos de María se llenaron de la sangre que corría de sus llagas,
para que con ella pudiese alimentar a sus hijos. Y añade que esta divina Madre,
con sus plegarias y con los merecimientos que atesoró asistiendo a la muerte de
su Hijo adorable, nos alcanzó la gracia de participar de los méritos de la
pasión del Redentor.
¡Oh Madre de los dolores!, ya sabéis que
merecí el infierno y que no tengo más esperanza de salvarme que en la
participación de los méritos de la muerte de Jesucristo. Vos me habéis de
alcanzar esta gracia que os pido por amor de aquel Hijo que en el Calvario
visteis con vuestros propios ojos inclinar la cabeza y expirar. ¡Oh Reina de los mártires y Abogada de pecadores!,
ayudadme siempre, y especialmente en la hora de la muerte. Ya me parece estar
viendo a los demonios, que en los postreros momentos de mi agonía se esforzarán
por desesperarme a vista de mis pecados; por favor, no me abandonéis cuando
veáis por todas partes combatida mi alma; ayudadme con vuestras oraciones y
alcanzadme la esperanza y la santa perseverancia. Y si entonces, por haber
perdido la palabra y hasta el uso de los sentidos, no puedo pronunciar vuestro
nombre ni el de vuestro Hijo, ahora los invoco, diciendo: Jesús
y María, en vuestras manos encomiendo el alma mía.
IV. «Deus meus, Deus meus, ut quid dereliquisti
me?»
(Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
desamparaste?)
Antes de estas palabras escribe San
Mateo: Y
hacia la hora nona clamó Jesús con gran voz, diciendo: Eli, Eli lemá
sabakhthani. ¿Por qué pronunció Jesucristo estas
palabras con tan grande voz? Dice Eutimio que las pronunció tan fuerte
para darnos a entender su divino poderío, ya que, estando para expirar, pudo
hablar tan alto, cosa que no les es dado a los agonizantes, por la suma
debilidad que padecen. Y, además, gritó tan
firme para darnos a entender la extraordinaria pena en que moría, pues no
faltaría quien creyese que, siendo Jesús hombre y Dios, el poder de la
divinidad habría impedido el golpe que le asestaban los tormentos. Para evitar,
pues, tales sospechas, quiso manifestar con estas palabras que su muerte fue la
más amarga de las muertes, pues mientras los mártires eran regalados en sus
tormentos con divinos consuelos, El, como Rey de los mártires, quiso morir
privado de todo alivio y sostén, satisfaciendo rigurosamente a la divina
justicia por todos los pecados de los hombres. Por eso hace notar Sylveira que Jesús llamó al Padre
Dios y no Padre, porque entonces tenía, como juez, que tratarlo cual reo y no
como padre trata al hijo.
Según San León, el clamor del Señor no fue
lamento, sino enseñanza. Enseñanza, porque con aquella voz quiso
enseñarnos cuán grande era la malicia del pecado, que pone a Dios como en la
obligación de entregar a los tormentos, sin ningún género de consuelo, a su
amadísimo Hijo, tan sólo por haber cargado con el peso de satisfacer por
nuestros delitos. Sin embargo, Jesús en aquel angustioso trance no fue
abandonado de la divinidad ni privado de la visión beatífica, que gozaba su
alma benditísima desde el primer instante de su creación; sólo se sintió
privado del consuelo sensible con que suele el Señor sostener en la prueba a sus
más leales servidores, y por eso cayó en un abismo de tinieblas, temores y
amarguras y otras penas que nuestros pecados habían merecido. Esta ausencia
sensible de la presencia divina la había experimentado también en el huerto de
Getsemaní, pero la que padeció estando en la cruz fue mayor y más amarga.
Pero, ¡oh Eterno Padre!, ¿qué disgusto os ha dado
este inocente y obedientísimo Hijo, para que así lo castiguéis con muerte tan
amarga? Miradlo cómo está en aquel leño, con la cabeza atormentada por
las espinas; cómo pende de tres garfios de hierro, y si quiere reposar, sólo
puede hacerlo sobre sus llagas; todos lo han abandonado, hasta sus discípulos;
todos, al pasar delante de la cruz, blasfeman y se mofan de Él. Y ¿por qué vos, que tanto lo amáis, lo habéis abandonado? No hay que olvidar que Jesucristo estaba cargado con los
pecados de todo el mundo; y aunque personalmente era el más santo de todos los
hombres, ya que era la propia santidad, sin embargo, como se había obligado a
satisfacer por nuestros pecados, aparecía a los ojos del Padre como el mayor
pecador del mundo, y, como tal y fiador de todos, era menester que pagase por
todos. Pues bien, nosotros merecíamos ser condenados a vivir eternamente en el
infierno, con eterna desesperación, y para librarnos de esta muerte eterna
quiso Jesús verse en la muerte privado de todo consuelo.
Blasfemó Calvino en el comentario que hizo
acerca de San Juan, al decir que Jesucristo, para reconciliar a los hombres con
su Padre, debía sentir toda la cólera de Dios contra el pecado y experimentar
todos los padecimientos de los condenados, y especialmente el de la
desesperación. ¡Necedad y blasfemia! ¿Cómo pudiera haber satisfecho por nuestros
pecados cayendo en otro mayor, cual es el de la desesperación? Y ¿cómo puede compadecerse
esta desesperación soñada por Calvino, con las palabras que entonces pronunció
Jesucristo?: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Lo cierto es,
como explican San Jerónimo, San Crisóstomo y otros, que nuestro Salvador exhaló este gran lamento no para
demostrar su desesperación, sino la amargura que experimentaba al morir privado
de todo consuelo. Además, la supuesta desesperación de Jesús sólo podía
tener fundamento en el odio que el Padre le tuviese; mas ¿cómo podía Dios aborrecer a Jesucristo, cuando por
obedecerle se había ofrecido a pagar por los crímenes de la humanidad? Esta
obediencia fue la que movió al Padre a otorgar perdón al género humano, como
escribe el Apóstol: El cual, en los días de su carne, habiendo ofrecido
plegarias y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que le podía salvar de
la muerte, y habiendo sido escuchado por razón de su reverencia...
Lo cierto es que este desamparo de Jesús fue
el mayor tormento de su pasión, pues nadie ignora que había hasta entonces
padecido sin lamentarse horribles dolores, y sólo de éstos se quejó dando una
gran voz, envuelta, al decir de San Pablo, con muchas lágrimas y oraciones.
Estas lágrimas y aquella voz recia nos dan a entender cuánto le costó a Jesús
inclinar a nuestro favor la misericordia divina y cuán espantoso es el castigo
dado a un alma que se ve lanzada lejos de Dios y privada para siempre de su
santo amor, según la amenaza divina: De mi casa los arrojaré, no
volveré a amarlos.
Dice, además, San Agustín que Jesucristo se turbó en
presencia de la muerte para consuelo de sus siervos, a fin de que, al mostrarse
cara a cara con ella, no se conturben, ni por eso se tengan por réprobos, ni se
abandonen a la desesperación, porque también Cristo se amedrentó con su muerte.
Entre tanto, agradezcamos a la bondad de
nuestro Salvador por haber cargado con los castigos que teníamos merecidos,
librándonos así de la muerte eterna, y procuremos, de hoy más, vivir
agradecidos a este nuestro Libertador, desterrando del corazón todo amor
contrario al suyo. Y cuando nos veamos desolados de espíritu y privados de la
presencia sensible de la divinidad, unamos nuestra desolación a la que
Jesucristo padeció en la hora de su muerte. A las veces se oculta el Señor a la
vista de sus almas más predilectas, pero no se aparta de su corazón y las
asiste con gracias interiores. Ni se ofende porque en semejante abandono le
digamos, como El mismo dijo a su Padre en Getsemaní: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; pero añadamos inmediatamente: Mas
no como yo quiero, sino como quieres tú. Y si continúa la desolación, prosigamos haciendo actos de
conformidad, como los prosiguió haciendo Jesús en las tres horas de la agonía
de Getsemaní: Oró por tercera vez, repitiendo de
nuevo las mismas palabras. Dice San Francisco de Sales que Jesucristo es tan amable
cuando se declara como cuando se esconde. Sobre todo, el alma que ha
merecido el infierno y se ha visto libre de él, no debe cansarse de repetir: Bendeciré al Señor en todo tiempo. Señor, no merezco
consuelos; con tal de que me concedáis la gracia de amaros, me resigno a vivir
desolado todo el tiempo que os pluguiere. Si los condenados pudieran en
sus tormentos conformarse de esta manera con la divina voluntad, su infierno
dejaría de ser infierno.
Mas tú, Señor, no permanezcas lejos; mi
amparo a socorrerme te apresura. Jesús mío, por los méritos de vuestra desolada
muerte, no me privéis de vuestra ayuda en el gran combate que habré de sostener
en la hora de la muerte con el infierno. Entonces, cuando todos me hayan
abandonado y nadie pueda valerme, no me abandonéis vos, que habéis muerto por
mí y sois el único que entonces me podrá socorrer. Hacedlo por los méritos de
aquella pena que sufristeis en vuestro abandono, por el que nos merecisteis no
vernos privados de la gracia, como habíamos merecido por nuestras culpas.
V. «Sitio»
(Tengo sed)
Después de esto —dice San Juan—, sabiendo Jesús que ya todas las cosas estaban cumplidas,
para que se cumpliese la escritura dice: «Tengo sed». La escritura
aludida era la de David: Pusiéronme además hiel por comida e hiciéronme en mi sed
beber vinagre. Grande era la sed
corporal que experimentó Jesucristo en la cruz a causa de tanto derramamiento
de sangre, primero en Getsemaní, luego en la flagelación del pretorio, después
en la coronación de espinas y, finalmente, en la cruz, donde manaban cuatro
ríos de sangre de las llagas de sus manos y pies, traspasados por los clavos.
Pero mucho mayor fue la sed espiritual, es decir, el deseo ardiente, que le
consumía, de salvar a todos los hombres y padecer luego por nosotros, como dice
L. de Blois, para patentizarnos su amor; que es lo que decía San Lorenzo
Justiniano: «Esta sed nace de la fuente del amor».
¡Oh
Jesús mío, tanto deseáis vos padecer por mí y tan insoportable se me hace a mí
el padecer, que a la menor contrariedad me impaciento contra mí y con los demás! Jesús mío, por los méritos de vuestra paciencia, hacedme
paciente y resignado en las enfermedades y contratiempos que me sobrevengan;
antes de morir hacedme semejante a vos.
VI. «Consummatum est»
(Consumado está)
Cuando, pues, hubo tomado el vino—dice San Juan—exclamó Jesús: «Consumado está». Antes de exhalar
el postrer suspiro, el Redentor se puso a considerar todos los sacrificios de
la antigua ley, figuras del sacrificio que se hallaba consumando en la cruz;
todas las oraciones de los antiguos patriarcas, todas las profecías
relacionadas con su vida y su muerte, todos los ultrajes y afrentas que debía
sufrir, y, viendo que todo estaba realizado, exclamó: Consumado
está.
San Pablo nos anima a luchar con paciencia y
generosidad contra los enemigos de la salvación, que nos presentan batalla, y
dice: Corramos por medio de la paciencia la carrera
que tenemos delante, fijos los ojos en el jefe iniciador de la fe, el cual en
vista del gozo que se le ponía delante, sobrellevó la cruz. Aquí nos
exhorta el Apóstol a resistir con paciencia las tentaciones hasta el fin, a
ejemplo de Jesucristo, que no quiso bajar de la cruz sin dejar en ella la vida.
Por eso San Agustín comenta el Salmo 70 diciendo: «Qué
te enseña Cristo desde lo alto de la cruz, de la cual no quiso bajar, sino que
te armes de valor, apoyado en tu Dios?» Jesús quiso
consumar su sacrificio hasta la muerte, para que entendamos que el premio de la
gloria no se da sino a quienes perseveran en el bien hasta el fin, como atestigua San
Mateo: El
que permanezca hasta el fin, éste será salvo.
Por tanto, cuando en las luchas contra las
pasiones o contra las tentaciones del demonio nos sintamos molestados y
expuestos a perder la paciencia y a ofender a Dios, dirijamos una mirada a
Jesús crucificado, que derramó toda su sangre por nuestra salvación, y pensemos
que aún no hemos derramado ni una gota por su amor, como dice el Apóstol: Todavía
no habéis resistido hasta derramar sangre, luchando contra el pecado.
Y cuando tengamos que renunciar a nuestra
propia honra, u olvidar algún resentimiento, o privarnos de alguna satisfacción
o curiosidad o de otra cualquier cosa que no sea de ningún provecho para
nuestra alma, avergoncémonos de rehusar a Jesucristo estos sacrificios, pues su
generosidad llegó hasta el extremo de dárnoslo todo, hasta su sangre y su vida.
Resistamos con tesón y energía a todos
nuestros enemigos, pero la victoria esperémosla únicamente de los méritos de
Jesucristo, mediante los cuales tan sólo los santos, y particularmente los
santos mártires, superaron los tormentos y la muerte: Mas
en todas estas cosas soberanamente vencemos por obra de aquel que nos amó. Cuando el demonio
nos traiga a la mente dificultades que se nos hagan harto difíciles por nuestra
flaqueza, dirijamos una mirada a Jesús crucificado, y confiados en su ayuda y
merecimientos, digamos con el Apóstol: Para todo
siento fuerzas en aquel que me conforta. Por mí no puedo nada, pero con la
ayuda de Dios lo podré todo.
Entre tanto, animémonos a sufrir las
tribulaciones de la presente vida, con la mirada fija en las penalidades de
Jesús crucificado. Mira, dice el Señor desde la cruz, mira la muchedumbre de los dolores y
villanías que padezco por ti en este patíbulo: mi cuerpo está pendiente de tres
clavos y sólo descansa en llagas; las gentes que me rodean no hacen más que
afligirme con sus blasfemias, y mi alma interiormente se halla más afligida que
mi cuerpo. Todo esto lo padezco por tu amor; mira cómo te amo y ámame y no
repares en padecer algo por mí, ya que por tu amor he llevado vida tan
trabajada y ahora estoy muriendo por ti con muerte tan afrentosa.
¡Ah, Jesús mío!, vos me pusisteis
en el mundo para serviros y amaros; me iluminasteis con tantas luces y gracias
para seros fiel, y yo, ingrato, por no privarme de mis gustos y placeres,
preferí muchas veces perder vuestra amistad, volviéndoos las espaldas. Os
suplico, por la angustiosísima muerte que por mí sufristeis, me ayudéis a seros
fiel en lo que me restare de vida, pues estoy dispuesto a arrancar de mi
corazón todo afecto que no sea para vos, Dios mío, mi amor y mi todo.
Madre mía, María, ayudadme a
ser fiel a vuestro Hijo, que tanto me ha amado.
VII.
«Pater, in manus tuas commendo spiritum meum»
(Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu)
Escribe
Eustaquio que
Jesús pronunció estas palabras con gran energía de voz para dar a entender que
era verdadero Hijo de Dios, que llamaba a su Padre. Y San Juan
Crisóstomo dice que
habló tan alto para dar a entender que no moría por necesidad, sino por propia
voluntad, clamando tan recio precisamente en el momento de morir. Todo
lo cual concuerda con lo que Jesús había dicho durante su vida, que Él se sacrificaba voluntariamente por nosotros, sus
ovejas, y no ya por voluntad y malicia de sus enemigos.
Añade San Atanasio que en aquel trance Jesucristo, encomendándose al Padre,
nos encomendó también a todos los fieles, que por su medio habíamos de alcanzar
la salvación, porque los miembros y la cabeza no forman más que un solo cuerpo.
De donde deduce el Santo que Jesús entonces quiso
renovar la oración que en otras ocasiones dirigiera al Padre, diciendo: Padre
santo, guárdalos en tu nombre... para que sean uno como nosotros; y un poco más adelante: Padre, los que me has dado
quiero que, donde estoy yo, también ellos estén conmigo.
Esto le impulsaba a decir a San Pablo: Sé a quién he creído y
estoy, firmemente persuadido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta
aquel día. Así escribía el Apóstol desde el fondo de una prisión donde
padecía por Jesucristo, en cuyas manos confiaba el depósito de sus
padecimientos y de todas sus esperanzas, pues no ignoraba que es fiel y
agradecido con quienes padecen por amor. David depositaba toda su esperanza en
el futuro Redentor, diciendo: En tus manos mi espíritu
encomiendo; me librarás, Señor, Dios de verdad. ¡Con
cuánta más razón debemos nosotros confiar en Jesucristo ahora que ha ultimado
la obra de la redención! Digámosle, pues, con entera confianza: En tus manos mi espíritu encomiendo; me librarás, Señor,
Dios de verdad.
Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu. Gran alivio experimentan los moribundos al
pronunciar estas palabras en el trance de la muerte, al verse agobiados por las
tentaciones del infierno y el temor de los pecados cometidos. Pero yo no
quiero, Jesús mío, aguardar a la hora de la muerte para encomendaros mi alma,
sino que desde ahora lo hago; no permitáis que de nuevo os vuelva las espaldas.
Veo que mi pasada vida sólo me ha servido para ofenderos; no permitáis que en
los días que me restaren continúen mis ofensas.
¡Oh Cordero de
Dios!, sacrificado en la cruz, muerto por mí
cual víctima de amor y acabado de dolores, haced que, por los méritos de
vuestra muerte, os ame con todo mi corazón y sea todo vuestro en lo que
viviere. Y, cuando llegue el término de mi carrera, haced que muera abrasado en
vuestro amor. Vos habéis muerto por mi amor, y yo quiero morir por el vuestro.
Vos os disteis del todo a mí, y yo me doy todo a vos. En tus manos mi espíritu
encomiendo; me librarás, Señor, Dios de verdad. Vos derramasteis toda vuestra
sangre y estregasteis la vida para salvarme; no permitáis que por mi culpa
queden estériles vuestras fatigas y trabajos. Jesús mío, os amo, y apoyado en
vuestros méritos, espero amaros eternamente. A ti, Señor, me acojo; no quede
para siempre confundido.
¡Oh María, Madre de Dios!, en
vuestras oraciones confío; pedid que viva y muera fiel a vuestro Hijo. También
con San Buenaventura os repetiré: «En ti, Señora, esperé y no
quedaré para siempre confundido».
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