martes, 9 de enero de 2018

SAN JULIAN, SANTA BASILISA y sus compañeros mártires


DÍA 9 DE ENERO

   El Martirologio romano, siguiendo a los martirologios antiguos, señala la ciudad de Antioquía como lugar donde fueron martirizados San Julián y sus compañeros. Se trata muy probablemente de Antioquía de Egipto, llamada Antinoe.


NACIMIENTO DE JULIAN. — SU MATRIMONIO


   San Julián nació en Antinoe a fines del siglo III, y fue hijo único de padres ilustres y cristianos muy temerosos de Dios. Asistió a la escuela de los retóricos o maestros de elocuencia, y merced a su grande habilidad e ingenio, aprendió fácilmente las letras griegas y latinas; pero lo que le dio más gloria y mérito fue el permanecer virtuoso y casto en medio de la general corrupción de costumbres. Leía con particular gusto y afición las Epístolas de San Pablo y la narración de las vidas de los mártires, y fruto de esa lectura del aprecio en que tenía a la virtud, consagró con voto a Dios la flor de su virginidad. 

   Siendo ya de edad de dieciocho años le aconsejaban sus padres se casara. Trayéndole muchas razones para ello, como el peligro que como mozo tenía de caer y la sucesión y establecimiento de su casa. Pero el virtuoso joven, que, por una parte, no quería dejar incumplido el voto que había hecho al Señor, y por otra toma desobedecer a sus padres, les pidió siete días de término para pensar aquel negocio.

   Pasó este tiempo Julián en oración, suplicando a Nuestro Señor y a la Reina de las vírgenes, le mostrasen cómo podría guardar intacto el tesoro de la virginidad, sin por eso contrariar la voluntad de sus padres. Oyó el Señor sus súplicas, y la noche del postrero de los siete días le apareció en sueños y le mandó que obedeciese a sus padres, asegurándole que no por ello perdería la fragancia y lozanía la azucena de su castidad.

   Increíble contento y alegría recibió el padre de Julián al saber que su hijo había determinado casarse, y luego buscó una mujer que fuese igual a su hijo en nobleza, fortuna y virtud, por ordenación divina halló para compañera de Julián una doncella de grande linaje y hermosura, llamada Basilisa. Se concertaron los desposorios y señalaron el día de la boda, al que se preparó Julián con recogimiento y oración, muy confiado en que se cumpliría la promesa del Señor.

   Vino por fin el día de la boda; al estrecharse la mano los dos esposos, ambos sintieron en su corazón latidos de amores santos. Después de las fiestas y regocijos del día, entraron en su aposento y sintieron un olor suavísimo, figura del que exhalaban sus corazones ante Dios.

   — ¿Qué olor es éste tan agradable y de dónde viene? —Preguntó maravillada Basilisa a su esposo—. Y ¿qué rosas y azucenas son éstas que florecen en medio del invierno?

   —El olor suavísimo que sientes —contestó Julián— no es ocasionado del tiempo, sino de Jesucristo, amador de la castidad. Si quieres vivir siempre en este ambiente de embriagadores aromas, vivamos castos y que sea nuestro corazón vaso purísimo y digno de su divina gracia.

   —Muy bien entendido tengo ser verdad lo que me dices —respondió Basilisa—; por eso, ninguna cosa me podría ser más agradable que permanecer virgen viviendo contigo.

   Aquí, los dos esposos cayeron de rodillas y exclamaron como él profeta:

   —Confirmad, Señor, lo que en nosotros habéis obrado.

   Jesús, que asistió a las bodas de Caná, vino Él mismo a dar digno remate a tan hermoso día. Estando ambos esposos en oración, comenzó a temblar el aposento y una luz celestial lo iluminó de repente. Apareció entonces un coro de ángeles vestidos de blanco, presidido por Jesucristo, y más allá, otro de innumerables vírgenes que tenían en medio a la Madre de Dios. El coro de los ángeles cantó dulcemente: «Vencido has, Julián; sí, vencido has», y el de las vírgenes continuó la música diciendo: «Ven, esposa de Cristo; ven a recibir la corona», y todos a una contestaron: Amén.

   Aparecieron luego dos varones vestidos de blanco y ceñidos con cintas de oro, los cuales traían dos coronas, y juntando las manos a los dos castos esposos, pusieron las coronas sobre su frente cantando: «Levantaos, muy amados de Dios; por haber vencido, seréis escritos en nuestro número.» Y un anciano, que tenía en la mano un libro escrito con letras de oro; se les acercó, y ellos leyeron esta sentencia: «Los que dejaren por Cristo él padre y la madre, los hermanos y hermanas, la mujer, los hijos y hacienda, recibirán el céntuplo y poseerán la vida eterna.» Con esto se cerró el libro y desapareció la visión.



MUERTE DE SANTA BASILISA


   Después de la muerte de sus padres, los dos santos esposos se separaron con el fin de darse más libremente al ejercicio de las obras de caridad, y se fueron a vivir a dos casas distantes. Pronto sus palacios se trocaron a verdaderos monasterios, y en sus extensas propiedades se fundaron varios conventos. Los hombres acudían a los monasterios gobernados por Julián, y las vírgenes vivían bajo la obediencia de Basilisa. 

   Siempre que se entrevistaban era para hablar de cosas celestiales. Un día contó Basilisa a Julián una visión y revelación que tuvo del Señor, en la cual le declaró Dios que pronto la llamaría a sí, y que todas sus hijas espirituales morirían y volarían al cielo antes que ella. Juntó después a sus monjas y las exhortó a purificar sus almas para ir a gozar en el cielo de los castísimos abrazos de su dulce Esposo. Mientras hablaba la Santa, se vio en aquel lugar una columna de fuego, en la cual estaban escritas estas palabras: «Venid vírgenes de Jesucristo; venid a gozar del lugar que os tengo aparejado.» Todas murieron en espacio de seis meses, como el Señor se lo había revelado a Basilisa, y ella se durmió apaciblemente en el Señor de allí a pocos días, siendo enterrado su cuerpo por Julián con gran ternura y devoción. De esta manera las libró Dios de los peligros de la violenta persecución que estaba a punto de desencadenarse contra los cristianos de Antinoe.


PERSECUCIÓN DE MAXIMINO


   Mandó el emperador Galerio, antes de morir, que cesase la persecución contra los cristianos; pero Maximino volvió luego a encenderla con nuevo furor, haciendo martirizar él mismo en Alejandría a la noble virgen Sarita Catalina. Por lugarteniente suyo envió a Antinoe a un hombre cruel y fiero llamado Marciano, el cual promulgó un decreto mandando que los cristianos no pudiesen comprar ni vender cosa alguna, y que tuviesen cada uno en su casa una estatua de Júpiter.

   Se enteró Marciano de que allí vivía Julián, y que su casa era lugar de reunión para los cristianos, y al punto envió a su asesor para que viera de convencerle sin traerle a su tribunal. Julián, rodeado de sus discípulos, se presentó al asesor y confesó que Jesucristo era el único Dios, declarando que ni él ni sus compañeros obedecerían a otro rey que al Señor de cielos y tierra.

   Al saber Marciano esta respuesta, loco de rabia y furor, mandó poner fuego a aquella casa sin que nadie saliese de ella, pero hizo prender y guardar a Julián, que así había blasfemado de los dioses, para darle más cruel tormento.

   Le llamó luego a su presencia y pretendió hacerle ofrecer sacrificios a los ídolos.
   — ¿Qué representan vuestros dioses de piedra y metal para que yo les ofrezca este incienso? —Le respondió Julián—. A los de metal, prefiero yo mis calderos, que por lo menos tienen alguna utilidad y, si pretendéis que adore a los de piedra, ¿por qué no adorar también a los adoquines y a las losas enlodadas que cubren las calles?

   Ordenó Marciano que le atormentasen con azotes, y mientras lo hacían, uno de los verdugos perdió un ojo en el cual se descargó un golpe de los que destinaba al Santo. Se valió Dios de ese medio para dar mayor lustre a la gloria de su esforzado mártir.

   —Manda juntar a todos los sacerdotes de tus dioses —dijo Julián— y que les pidan la curación de este hombre y si lo hacen, yo los adoraré; sí no queréis juntarlos, yo invocaré al Dios de los cristianos y le devolveré la vista.

   Marciano aceptó el desafío. Vinieron los sacerdotes de los ídolos e invocaron a los dioses; pero aquellos bloques de piedra permanecieron sordos. Como en otro tiempo a los sacerdotes de Baal, hubieran podido decir a éstos: «Gritad más recio, porque vuestros dioses están quizá durmiendo.»

   — ¿Dónde está el poder de tus dioses?—preguntó entonces Julián.

   Fueron luego todos al templo; Julián, al entrar, hizo la señal de la cruz, y de repente todas las estatuas de los ídolos cayeron y se hicieron polvo.

   Acercóse después al hombre que había perdido el ojo e invocando el nombre del Señor y trazando sobre el desgraciado la señal de la cruz, se lo restituyó; pero lo que es más, al devolver a aquel hombre la luz del cuerpo, Dios esclareció los ojos de su tilma con lumbre celestial. «Jesucristo es Dios, —exclamó, y el solo digno de ser adorado.» Marciano le mandó degollar allí mismo, de manera que el recién convertido voló al cielo bautizado con su propia sangre.


CONVERSIÓN DE CELSO Y DE SU MADRE


   El cruel tirano, fuera de sí, atribuyó a Arte mágica lo que Dios obraba por Julián. Mandó que le cargasen de cadenas y le llevasen por todas las calles de la ciudad diciendo: «Así serán castigados los enemigos de los dioses y emperadores.» Pero, ¿qué puede el hombre contra Dios?

   Al pasar el santo Mártir por las escuelas de Antinoe, salieron los muchachos a ver el extraño espectáculo. Entre ellos estaba Celso, hijo único de Marciano que, al mirar a Julián, le vio rodeado de gran muchedumbre de ángeles vestidos de blanco, los cuales hablaban con él y le ponían sobre la cabeza una corona cuyo brillo oscurecía la luz del día. El muchacho, trocado con esta visión, arrojó los libros y se fue corriendo tras el santo Mártir. Llegado a él, besó sus llagas afirmando que quería ser su compañero en el martirio, y fueron vanos todos los esfuerzos para apartarlo de su lado.

   Hirió su rostro Marciano y rasgó sus vestiduras al ver a su hijo delante del Mártir; instó viva y paternalmente al muchacho para hacerle desistir de su determinación; a sus súplicas se juntaron las de Marcionila, su madre; pero todo fue en vano, y el desventurado padre mandó echar a Celso y a Julián en un profundo calabozo, hediondo y tenebroso. La grada del Señor, empero, los ilustró con inmensa luz, y el mal olor se convirtió en suavísima fragancia, de manera que los veinte soldados que estaban de guardia se convirtieron al ver tal maravilla, alabando ellos también al Dios de los cristianos.

   En aquel tiempo vivían en Antinoe siete caballeros cristianos hermanos con un sacerdote llamado Antonio, natural de Papo, hoy en día Bibbeh. Todos ellos vinieron a la cárcel guiados por un ángel y, al llegar a ella, las puertas se abrieron por sí, como en otro tiempo ante el apóstol San Pedro. Antonio bautizó a Celso y a los veinte soldados y luego todos esperaron la llegada de los carceleros, y se prepararon al martirio con la oración y probablemente con la recepción del Cuerpo del Señor, como acostumbraban los mártires antes de ir a la muerte.

   De todo eso fue avisado Marciano que enseguida dio cuenta al emperador. Entretanto, y sin esperar la respuesta, mandó poner su tribunal en el Foro y, llamando a Julián y a todos sus compañeros, intentó por segunda vez disuadirlos.
   Sucedió que mientras les hablaba, pasaron por allí algunos gentiles que llevaban a enterrar a un hombre muerto. Marciano los mandó parar y, para hacer burla de Julián, le rogó que resucitase al difunto. —« ¿Qué importa al ciego que resplandezca la luz del sol?» —Respondió Julián—. Con todo, no mirando a la intención de Marciano, hizo oración a Dios y el muerto resucitó.

   Quedó asombrado el presidente cuando vio al que era muerto y mucho más cuando le oyó hablar y decir a grandes voces: «Unos monstruos horribles estaban a punto de llevarme al fuego eterno, más por la oración de Julián, Dios me ha mandado volver al cuerpo y hacer penitencia.»

   Este testimonio celestial tan grande y fuerte, no bastó para ablandar el corazón de Marciano, el cual, obedeciendo las órdenes del emperador, ordenó a Julián y a sus treinta compañeros a ser arrojados vivos en unas cubas llenas de aceite y pez, a las que pegaron fuego, pero como en otro tiempo los jóvenes hebreos echados al horno encendido, todos salieron del tormento sin lesión alguna.

   Sin embargo, Marcionila, madre de Celso, no se resignó a ver morir a su hijo único. Fue a la cárcel y, abrazándole con ternura, intentó atraerle al culto de los ídolos. Pero las palabras del joven cristiano, llenas del espíritu de Dios, triunfaron del corazón de la madre. Marcionila acabó por abrir su alma a la divina gracia y se convirtió al Señor, bautizándola luego el santo sacerdote Antonio.

   Marciano, loco de rabia y furor, mandó degollar a los veinte soldados y a los siete caballeros hermanos que habían venido a la cárcel, y a Julián, Celso, Antonio, Marcionila y el muerto resucitado —a quién llamaron Anastasio, que en griego significa resucitado—, los mandó guardar para mayores tormentos.


MARTIRIO DE JULIÁN Y SUS COMPAÑEROS


   En vano intentó Marciano el último esfuerzo para ablandar el corazón de los mártires y arrebatarles la palma del martirio. Había en Antinoe un templo dedicado a los dioses de la comarca, el cual era suntuosísimo y por mayor reverencia se abría sólo una vez al año en determinado día, pero Marciano ordenó que se abriese y que los sacerdotes preparasen grandes ofrendas, de manera que el sacrificio fuese, solemnísimo.

   Estando ya todo dispuesto, entró Marciano en el templo en compañía de sus guardas y del sinnúmero de sacerdotes de los ídolos, y mandó que viniesen a su presencia Julián y sus compañeros, los cuales le habían prometido que ofrecerían un sacrificio.

   —Aparejado está todo —les dijo con alegría—; ahora, cumplid vosotros vuestra promesa.

   Los mártires armaron su frente con la señal de la cruz e hincaron las rodillas, y Julián hizo esta oración: « ¡Oh Señor, que declaraste por boca de tus profetas que los dioses de las naciones no son sino demonios y que Tú eres el solo Dios verdadero, reduce a la nada estos ídolos en los cuales se glorían los insensatos, para que seas de todos adorado como único Dios y Señor!»

   —Amén— contestaron sus compañeros.

   En acabando esa oración, el templo se derrumbó estrepitosamente, sepultando a los ídolos y matando a los sacerdotes.

   — ¡Gran poda el de tus dioses! —dijo Julián al presidente.

   Entonces Marciano, no sabiendo ya qué hacer de ellos, mandó que los volviesen a la cárcel.

   La noche siguiente, estando Julián y sus compañeros cantando alabanzas al Señor, el calabozo se mudó en paraíso delicioso, pues apareció un ejército de santos mártires que venían a saludar a los que seguían peleando por Cristo. De un lado estaban, gloriosos y resplandecientes, los veinte soldados y los siete caballeros, y de otro, Santa Basilisa con un coro de vírgenes, y todos cantaban a una: Alleluia, Alleluia!

   Habló Santa Basilisa a su esposo Julián y le dijo:

   — ¡Oh qué gloria y qué alegría! Llegó el fin de tus batallas; desde mañana estaremos otra vez todos juntos para siempre.

   Al amanecer del siguiente día, Marciano mandó poner su tribunal en la plaza y los cinco cristianos volvieron a comparecer ante él. Los verdugos, por orden suya, ataron los pies y las manos de los mártires con cuerdas untadas de aceite y las encendieron; pero los miembros de los santos quedaron sin lesión. Mandó entonces el cruel tirano que desollasen la cabeza a Julián y a Celso, y que atormentaran a Marcionila en el ecúleo (instrumento y método de tortura en el que el acusado era atado de pies y manos a una superficie conectada a un torno (el potro)). Mientras se ejecutaba la bárbara sentencia, el sacerdote Antonio, y Anastasio, el resucitado, comenzaron a cantar con alegría: « ¡Gloria a ti, oh Señor Jesucristo! » Se irritó Marciano al oírlos y al punto mandó que les arrancasen los ojos con garfios de hierro. Mas fue en vano; todos fueron milagrosamente curados de sus heridas, de manera que quedaron como si ninguna cosa hubieran padecido.

Los llevaron luego al anfiteatro y soltaron todas las fieras, más ellas, olvidadas de su natural fiereza, se echaron a los pies de los mártires y comenzaron a lamerlos.

   Desesperando al fin de poder triunfar de tan esforzados confesores, Marciano mandó que allí mismo fuesen degollados juntamente con otros presos gentiles que estaban condenados a muerte, para que mezclados sus cadáveres, no pudiesen los cristianos conocer los de los mártires y recogerlos.

   Al mismo tiempo vino un temblor de tierra que derribó la tercera parte de la ciudad, y el mismo prefecto Marciano murió pocos días después, como otro Antíoco, devorado por los gusanos.

   La noche siguiente vinieron los cristianos a recoger los cuerpos de los santos mártires, y vieron sus cinco almas en figura de purísimas doncellas que velaban cada una sentada sobre su cuerpo. 

Cristo con los santos Julián, Basilisa, Celso y Marcionila

   Recogiendo las preciosas reliquias, las trasladaron con gran reverencia y devoción hasta la iglesia y las sepultaron debajo del altar. El Señor verificó en el sepulcro de estos santos mártires muchos y grandísimos milagros, porque bastaba, para ser curado de cualquier dolencia, el rezar con fe ante sus reliquias; y aun en otras muchas partes de la cristiandad donde era invocado con confianza el nombre de Jesucristo por intercesión de San Julián, se lograron maravillosas curaciones.

   San Eulogio en el libro que llamó Memorial de los Santos, pone a estos bienaventurados mártires por modelo y nos exhorta a morir por Cristo, y con mucha razón; porque si consideramos con atención lo que aquí queda referido, hallaremos muchos y grandes motivos para alabar al Señor, admirarnos de sus secretos juicios, y reverenciar aquella providencia inescrutable con que a unos hace santos y los regala, favorece y asiste para que peleen y venzan a todo el poder del infierno, y a otros por sus pecados desampara y castiga; porque, ¿qué mayor maravilla pudo ser que ver a un caballero mozo, noble y rico, como fue Julián, dar de mano a todos los regalos, apetitos y blanduras de la carne, y ofrecer a Dios su castidad? ¿Qué persuadir a su esposa Basilisa, que viviesen como hermanos y conservasen perpetuamente la flor de su virginidad? Y ¿que el Señor con tan claras y evidentes señales del cielo los confirmase en aquel santo propósito, y les diese gracia para perseverar en él, y para que con su ejemplo otros muchos los imitasen? Y ¿Qué acabando Basilisa en santa paz el curso de su peregrinación, y llevando delante un número tan grande de honestísimas doncellas al cielo, quedase vivo Julián para la guerra y para glorificar más con sus batallas y triunfos al Rey de los reyes y Señor de todo lo criado? ¿Cuántos y cuán ilustres milagros sucedieron en su martirio? ¿Cuán duros fueron los tormentos del tirano, y cuán suaves los regalos del Señor? El cual, en San Julián quiso mostrar que todas las criaturas reconocen y obedecen a su Criador; y que en la ignominia está la gloria, en la pena el deleite, en la muerte la vida, cuando el hombre con fe viva padece y muere por su Señor, Marciano tirano se acabó, y no se acabaron sus tormentos. Murió San Julián, y vive para siempre.




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