El
admirable patriarca de los monjes, san Antonio, nació en Como de Egipto, de
nobilísimos y cristianísimos padres, los cuales murieron siendo él de edad de
diez y siete años.
Entrando pues un día en la iglesia, al tiempo que se leía
aquel Evangelio en que el Señor decía a un mancebo: «Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y
dalo a los pobres, que así hallarás gran tesoro en los cielos», Antonio
tomó tan de veras aquellas palabras, como si para él sólo las hubiera dicho
Cristo nuestro Señor, y volviendo a casa dio a su hermana la parte de la
hacienda que le cabía y repartió todo lo demás a los pobres. Había ya en el
desierto algunos solitarios, y entre ellos uno a quien el santo se propuso
imitar; aunque como abeja solícita también iba a visitar a los otros monjes,
para tomar de todos, como de flores, con que labrar la miel de su devoción; y
sacar en sí un perfectísimo retrato de las virtudes que veía en los otros.
Pero el demonio, temiendo tan gloriosos principios, le
asaltó con todas sus fuerzas, tentándole reciamente para que dejase la soledad,
acometiéndole con la llama de los apetitos libidinosos, apareciéndole en figura
de una doncella sobremanera hermosa y lasciva, y atormentándole, ya con gritos,
alaridos y horribles visiones de monstruos infernales, ya con azotes y otros
suplicios, hasta dejarle como muerto.
Triunfó el santo de todo el poder del
infierno, y aún acrecentó sus austeridades, encerrándose en la cueva de un
castillo desamparado, donde moró por espacio de veinte años, hasta que,
viniendo a él muchos hombres tocados de Dios, que querían vivir debajo de su
santa instrucción, salió de su encerramiento y comenzó a fundar muchos
monasterios, los cuales fueron tantos, que aquellos desiertos parecían ciudades
populosas, habitadas por ciudadanos del cielo.
Sabiendo entonces que
muchos cristianos eran presos en la persecución de Maximiliano y llevados a
Alejandría, se encendió en gran deseo del martirio; les servía en las cárceles,
les acompañaba a los tribunales, les animaba en los tormentos, muriendo porque
no moría por Cristo.
Más no quiso el Señor que se acabase con el
filo de la espada la vida del que era padre y maestro de innumerables monjes.
No se puede fácilmente creer la grandeza de los milagros que obró el Señor por
este su siervo fidelísimo, ni la muchedumbre de enfermos que prodigiosamente
sanó.
Finalmente, habiendo
vivido ciento cinco años, y llenado el mundo con la fragancia de su santidad y de
sus milagros y victorias, mandó a solas a dos discípulos suyos que en muriendo,
le sepultasen, sin que ninguno supiese el lugar donde estaba enterrado, y despidiéndose
luego tiernamente de todos, extendió los pies, y miró con alegría la muerte,
como quien veía los coros de los ángeles que venían por su alma para llevarla
al cielo.
Reflexión:
San Juan
Crisóstomo decía; «Si alguno ahora
viniere a los desiertos de Egipto, hallará que están más o menos y deleitosos
que el paraíso, y verá innumerables compañías de ángeles en figura humana, y ejércitos
de mártires y coros de vírgenes, y la tiranía del demonio derribada y el reino
de Cristo resplandeciente ». ¡Oh, qué bien
estaría la sociedad si se gobernase por las leyes del Evangelio! Fuerza tiene
hasta para formar ciudades de santos, ¿cuánto más, para hacer a los ciudadanos,
medianamente virtuosos? Desengañémonos; al paso que la sociedad se acerca a Dios,
se va tornando en paraíso; y al paso que se aleja de píos, se convierte en
infierno. Y lo mismo pasa en la familia.
Oración:
Te suplicamos, Señor, que nos recomiende a ti la intercesión del bienaventurado
Antonio, abad, para lograr por su intercesión lo que no podemos alcanzar por
nuestros méritos. Por Jesucristo, Señor nuestro.
Amén.
FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.
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