La antigua ciudad de Segovia, en pasados tiempos lugar de recreo, durante la conquista romana, se convirtió en ciudad floreciente mientras dominaron los musulmanes, pues en los extensos declives del Guadarrama, pacían blancos rebaños cuya lana abastecía a la industria de paños. En esta ciudad nació, el 25 de julio de 1531, Alfonso Rodríguez, quien llegaría a grande santidad siendo hermano coadjutor jesuita.
Junto a los muros de la ciudad, al pie de
los arcos del monumental acueducto romano, vivía en la parroquia de Santa
Coloma, un hábil tejedor llamado Diego Rodríguez. Estaba casado con una
virtuosa mujer, María Gómez de Alvarado, y Dios había bendecido este matrimonio
concediéndole siete varones y cuatro niñas. Alfonso era el tercero.
Ya desde sus primeros años, era Alfonso un
niño piadoso, reflexivo y movido de aspiraciones sobrenaturales. Se distinguió
muy principalmente por su tierna devoción a la Santísima Virgen María.
Cierto día en que estaba como absorto en
éxtasis ante una imagen de María, se le oyó musitar:
—
¡Oh, Señora mía! ¡Si supierais cuánto os amo!
Os amo tanto, que Vos no podríais nunca llegar a amarme más.
—Te engañas, hijo mío —le respondió la Virgen Inmaculada, que le
apareció visiblemente—,
porque te amo mucho más que tú puedes amarme.
LA VIDA DE ALFONSO EN EL MUNDO
Siendo muy jovencito ingresó en la escuela
de los Franciscanos, que estaba muy próxima a su casa. Cuando tenía diez años,
dos Padres Jesuitas dieron una misión en Segovia y se hospedaron en la casa de
campo de Diego, padre de nuestro Santo. Designado para servirlos, Alfonso puso
tal diligencia en ello, que los misioneros, para recompensarle, le enseñaron el
catecismo y el modo de rezar el rosario. Este primer roce con la Compañía de
Jesús, grabó en su corazón huella profunda, que influiría más tarde en su decisión
de abandonar el mundo.
En
1543, acababa de llegar a Alcalá Francisco de Villanueva, enviado por San
Ignacio para fundar un colegio. No bien tuvo Diego noticia de esta
fundación, se apresuró a enviar allá a sus dos hijos mayores, Diego y Alfonso.
Pero, apenas transcurrido un año, los dos estudiantes hubieron de dejar el
colegio; su padre acababa de fallecer y la madre tenía necesidad de su
presencia para dirigir los negocios de la familia. Como el hermano mayor tenía
ya muy adelantados los estudios y daba buenas esperanzas, le permitieron
continuarlos; pero Alfonso hubo de resignarse a tomar la dirección del comercio
de su padre.
Las almas escogidas, atraídas por las cosas
divinas, son a menudo inhábiles para los negocios humanos. Alfonso pronto vio
que bajo su dirección se multiplicaban las dificultades y los trastornos; la
educación de Diego, la división de las tierras después del fallecimiento del
padre, las guerras en las que Carlos I empeñó por entonces a España, la
prohibición de la exportación de tejidos, hicieron que el negocio familiar
fuera de mal en peor. Por deferencia a los deseos de su madre y de sus
parientes, y esperando que la dote de una mujer le ayudaría a equilibrar la
fortuna de su casa, Alfonso contrajo
matrimonio en 1557 con María Suárez, hija de un ganadero de buena fama, en la
villa vecina de Pedraza; contaba a la sazón veintiséis años. El joven
matrimonio se estableció en Segovia, en la calle del Mercado.
Dos años más tarde se abría en Segovia un
colegio de Jesuitas, del cual el padre Luis Santander fue nombrado Rector. La
palabra ardiente de este predicador incansable y director consumado de almas,
atrajo hacia sí la simpatía y afecto de todas las familias cristianas de
Segovia. Alfonso Rodríguez era uno de sus más asiduos oyentes y auxiliar de los
más efectivos, según sus cortos recursos se lo permitían. Había escogido para vivienda una casa en la vecindad de la iglesia de
San Justo, y allí se instaló con su familia, que se componía de ambos esposos,
dos niños y una niña. Reiteradas pérdidas que Alfonso no pudo superar, lo
sumieron en tal peligro, que su hermano mayor Diego tuvo que abandonar los
estudios de Derecho y vino a asociarse con él.
LAS PRIMERAS PRUEBAS
Dios que tenía sobre
Alfonso sus designios, como los tiene sobre todas las almas, quiso formarle y
purificarle en el crisol del sufrimiento, y multiplicó las pruebas. La pequeña María, la hija que tanto
amaba, le fue arrebatada repentinamente en el mismo momento en que su mujer
caía enferma. Ésta, a su vez, falleció, tras larga y costosa enfermedad, poco
después del nacimiento de su segundo hijo. El mayor, Gaspar, siguió de cerca en
la muerte a su madre y a su hermana, y de este modo Alfonso quedó viudo a los
treinta y un años, con un tierno hijo que educar.
Creyendo que estas sucesivas desgracias eran
enviadas por Dios como castigo de sus pecados, se llenó de ansiedad acerca de
la salvación de su alma. El horror al pecado mortal se hizo en él tan
obsesionante, que pidió generosamente a Dios el favor de sufrir en esta vida
todos los tormentos del infierno antes que caer en un solo pecado. Después de
haber formulado este heroico anhelo, se ofreció a Dios con una primera
consagración total. Habiendo hecho confesión general, se obligó a ayunar los
viernes y los sábados, empezó a darse disciplinas y a llevar cilicio, y se
entregó a prolongada meditación.
Un
año después de la muerte de su mujer, Alfonso perdió a su madre. El último de
sus hijos, Alfonso, no tardó en volar a unírsele en el cielo.
PRECEPTOR. — ENSAYO DE VIDA EREMÍTICA
Roto así todo lazo de afecto humano, le vino
el pensamiento de la vida religiosa. Por haber sido trasladado
el padre Santander de Segovia a Valencia, fue el padre Martínez quien le
dirigió en el camino del espíritu. Al espanto de los escrúpulos sobre la
indignidad de su alma, se siguió la suavidad de un generoso y confiado amor de
Dios.
A pesar de todos sus propósitos, seis años
habían transcurrido desde que en realidad abandonara el mundo, y el negocio de
su vocación seguía sin resolver. Tras muchas vacilaciones fundadas en su
humildad, se animó y solicitó su admisión en la Compañía de Jesús. La edad de treinta y ocho años y su escasa
instrucción, eran impedimento para ser admitido como escolar, es decir, como
religioso que se prepara para el sacerdocio. Su salud, muy quebrantada por
las austeridades excesivas a que se entregaba, fue también un obstáculo a su admisión
como hermano coadjutor, a pesar del informe favorable del padre Martínez. Este,
ante la negativa, dio al postulante el consejo de ir a Valencia a entrevistarse
con el padre Santander.
Sin vacilar, Alfonso entregó a sus dos
hermanos todo lo que poseía, y tomó el camino de Valencia, adonde llegó a fines
del 1568. Se vio obligado, durante el largo trayecto, a pedir
humildemente hospedaje en diferentes casas religiosas, pues sus recursos se
agotaron pronto. Para darse tiempo de dirigirle de nuevo y tomar sobre el
asunto una determinación, el padre Santander le colocó como portero en casa de
un comerciante llamado Fernando Chemillos. Mientras tanto, Alfonso, a pesar de
sus treinta y nueve años, estudiaba los primeros rudimentos de latín. Pasado
algún tiempo, el postulante entró en casa del marqués de Terranova para
encargarse del cuidado de su hijo Luis de Mendoza.
Por consejo de su confesor, Alfonso resolvió
reiterar su solicitud de admisión en la Compañía de Jesús, si no como escolar,
al menos como hermano coadjutor. A punto estaba de ver
cumplido su deseo, cuando el diablo le tendió un lazo en el que estuvo a punto
de aventurar su vocación. Un amigo de su misma edad, al que había conocido en
el colegio de Valencia, quiso llevarle a un eremitorio que había en un pueblo
cercano. Alfonso cedió y fue durante algún tiempo compañero del ermitaño. Las
impertinencias de éste y sus rarezas de vida y de vestido le cansaron, y volvió
a su vida anterior. Apenas salió del eremitorio, fue a encontrar a su confesor,
el cual le reprendió ásperamente. Alfonso prometió a su director sumisión
completa. Los acontecimientos probaron que aquel ermitaño era un falso devoto.
En esto vino a Valencia el padre Cordeses,
provincial, el cual, a instancias del rector del Colegio, acabó, a pesar de
nuevas objeciones respecto a la escasa instrucción y a la salud del postulante,
por aceptar a Alfonso como hermano coadjutor.
Siete años hacía que estaba fundada la
Compañía de Jesús, cuando San Ignacio de Loyola creyó llegada la hora de
asociar definitivamente a los Padres y Hermanos escolares, hermanos coadjutores
o legos, a ejemplo de lo que practicaban desde hacía tiempo las Órdenes antiguas. En la mañana del 31 de
enero de 1571, Alfonso Rodríguez fue admitido como novicio. Acertadamente
juzgaron que los años de penitencia y de retiro voluntario que había pasado en
medio del mundo, suplían el postulantado. La casa de noviciado
que provisionalmente se estableció en Valencia y después en Gandía, cerca del
santo duque Francisco de Borja, se fijó más tarde en Zaragoza; pero el Hermano
Alfonso no fue enviado a ella, sino que siguió en Valencia. Habiendo sus
superiores disminuido las penitencias exageradas que se había impuesto, con
riesgo para su salud, se entregó con verdadero gozo y gran diligencia a los
trabajos más pesados y humildes; abandonó
su alma enteramente a la intimidad de Jesús y particularmente de Jesús
doliente.
La mejor prueba de los progresos del Hermano
Alfonso en la vida espiritual, es que, tras seis meses de noviciado, le
enviaron los superiores a Mallorca, a la casa de Montesión, en donde iba a
establecerse un colegio. Allí, cuando el buen Hermano terminaba sus rezos y
devociones, ayudaba a los albañiles en la construcción de la capilla o
acompañaba a algún Padre en las obras de apostolado de la ciudad o de las
cercanías.
A fines de enero de 1573, los dos años de
noviciado tocaban a término, pero no hizo los votos hasta el 5 de abril. Después de la profesión, por orden del padre Torrens,
empezó Alfonso a escribir su autobiografía que es un documento precioso para
los historiadores de su vida.
COMO EL ORO EN EL CRISOL
Pronto
comenzaron las pruebas. A los fáciles comienzos
sucedió la verdadera señal de los elegidos: la tentación, tortura moral, la
peor de todas, que agota las fuerzas, que acrisola, que eleva el alma, dejándola
jadeante en el Corazón divino. Las alegrías y satisfacciones que Alfonso había
tenido en el matrimonio le seguían con recuerdo obsesionante y de acuciadora
tenacidad; las inclinaciones más molestas de la naturaleza, que él creía
adormecidas y domadas por la penitencia, se despertaron implacables e
imperiosas en el mediodía de sus años. Y le causaron una turbación continua. En
la tormenta, Alfonso se refugió junto a Jesús y María. Los demonios, para
vengarse de su derrota, le maltrataron con rabia infernal; dos veces
—refiere su biógrafo— le precipitaron de lo alto de la escalera.
Otra
prueba, no menos espantosa, pero también señal de predestinación, es la
sequedad espiritual que experimentan los dados a la oración. De ella no se vio
libre el Hermano Alfonso. Supo de sus
tormentos, pero la obediencia a sus directores le alcanzó la victoria. Esas
luchas morales, muy agotadoras, habían alterado su salud, por lo que fue
nombrado portero del colegio de Montesión, cargo que habría de desempeñar
durante más de treinta años. En este empleo delicado y absorbente, no dio nunca
señal de la menor impaciencia, por mucho que le se importunase. El secreto de su paciencia estribaba en la
fidelidad con que respondía en todo a los llamamientos divinos. El sonido de la
campana, la llamada de un visitante, eran para él la voz de Dios. La oscuridad
de su empleo no era obstáculo para que ejercitase su ingenioso celo por la
santificación de las almas de sus prójimos; procuraba, por ejemplo, que los
alumnos del Colegio se inscribiesen en la Congregación recientemente fundada,
catequizaba a los pobres y vagabundos que acudían en demanda de limosna
material, y hablaba de Dios y de la otra vida a cuantos allí se dirigían por
diversos menesteres.
A las torturas morales de que hemos hablado,
se sumaron los dolores físicos. Dolores de estómago, de espalda y pecho le
ahogaban, y en su lengua y otros miembros aparecieron forúnculos abrasadores
que, durante catorce años, debían sumirle en una especie de purgatorio
anticipado. En marzo de 1585, el
padre Alfonso Román fue como visitador a Montesión, y en sus manos pronunció
Alfonso los últimos votos. Este acto fue para él ocasión de
afianzarse más en el espíritu de renunciamiento y de confianza ilimitada en la
bondad divina. En 1591, el Hermano
Rodríguez cumplió los sesenta años. Su salud, minada por continuas
austeridades, empezó a declinar. Recibió orden de dormir en adelante en cama,
pues hasta entonces lo había hecho durante algunas horas en una mesa o silla.
Como en otro tiempo se interesó por la Cofradía de estudiantes, así trabajó
ahora, sin miramiento a sus fuerzas, por la de caballeros, establecida en
Mallorca en 1596.
Los
superiores decidieron relevarle de sus funciones de portero, para emplearle en
ligeros trabajos del interior de la casa. No pudiendo ya ayudar a misa en
la iglesia pública, lo hacía aún en la capilla privada y empleaba además una
parte de la mañana oyendo las misas tardías celebradas por Padres achacosos o
por sacerdotes visitantes. El padre
Álvarez le mandó que prosiguiera escribiendo su Memorial y relatara todo lo que
pudiera recordar de su vida interior en el pasado. Muy a pesar suyo, obedeció
Alfonso, y, a partir de mayo de 1604, comenzó a redactar las primeras notas.
PORTADA DE LA IGLESIA DE MONTESIÓN |
ALFONSO RODRÍGUEZ Y SAN PEDRO CLAVER
Un año después de haber recibido esta orden,
llegó a Montesión un joven religioso catalán, cuyo nombre quedará en adelante
inseparablemente unido al del santo Hermano Rodríguez; era San Pedro Claver, que acababa de terminar los estudios de teología
moral. Habiendo oído hablar de las
virtudes del antiguo portero del colegio, le pidió una entrevista y le suplicó
fuera su guía espiritual. Por inspiración divina, instó Alfonso a Pedro
Claver que pidiera ir a las misiones de América.
La hora de la separación llegó, y el
anciano Hermano converso prometió al joven y ardiente apóstol la ayuda de sus
oraciones, el mérito de sus penitencias y sufrimientos y le dio un librito
escrito de su puño intitulado La perfección religiosa.
El
Señor le favoreció no pocas veces con el don de profecía. En una ocasión,
debían de embarcarse doce religiosos del colegio de Mallorca para Valencia. El rector ordenó al Hermano Alfonso que
consultara al Señor cuál fuera la suerte del viaje, y una voz interior
respondió al Santo que el viaje sería «de oro». Se emprendió la navegación y sus
principios fueron prósperos, pero cuando el navío estaba ya cerca de las costas
de la Península fue apresado por los piratas que se llevaron a todos los
pasajeros cautivos a Argel.
Cuando llegaron a Mallorca las nuevas del
desastre, todo fue consternación y desconsuelo, y recriminaron duramente al
Hermano Alfonso su equivocación; pero el
tiempo salió en su defensa sin mucho tardar y demostró que realmente la
navegación había sido de «oro», pues los Padres cautivos
convirtieron a muchos turcos, dieron pruebas heroicas de fortaleza, y, un año
después, fueron rescatados y volvieron a España dando gracias a Dios que tan
admirablemente los había favorecido durante su cautiverio.
MUERTE DEL SANTO
Aun
esperaban al Santo las últimas amarguras, las pruebas decisivas. Alfonso fue
víctima de la humana flaqueza. Los milagros que ya en vida obraba el Señor
por su virtud, sus méritos y mortificaciones, parecieron hacer sombra a ciertos
espíritus. El nuevo provincial, padre
José de Villegas, al que se había predispuesto en contra del que ya consideraban
como taumaturgo poderoso, se entregó a minuciosa información del carácter y de
la vida interior del Hermano Alfonso.
Con tacto y prudencia, prohibió que se
tuviera ya como reliquias lo que pertenecía al religioso. Le pareció exagerado
el valor que se daba a sus escritos espirituales, y para probar al buen
Hermano, le hizo reproches públicos. El anciano no experimentó
sino alegría y fortaleza.
Con el alma inundada de
antemano de celestes resplandores, y el cuerpo purificado por sufrimientos
expiatorios, Alfonso Rodríguez podía comparecer ante el Juez que, con una
mirada, escudriña lo más recóndito del pensamiento y del corazón. Tras nuevas
tentaciones de desaliento, asaltos reiterados de todas clases, enfermedades
humillantes y dolorosas, la hora de la liberación sonó por fin. Recibió el
santo Viático y la Extremaunción. Tan débil se encontraba, que se le hubo de
sostener mientras recibía la Sagrada Comunión. Los días que siguieron a estos
actos, semejaba estar en éxtasis y no abría los labios más que para pronunciar
los santos nombres de Jesús y de María.
E1 31
de octubre, hacia media noche, exclamó como si despertara de un profundo sueño:
«He aquí el Esposo que viene»; y,
sosegándose, expiró poco después mientras pronunciaba en alta voz el nombre de
Jesús. Contaba ochenta y seis años.
La noticia de su muerte produjo en toda la
ciudad un sentimiento de profundo dolor, que se manifestó por la afluencia de
gentes de todas las clases sociales, todas ellas con las señales de la más viva
aflicción en sus semblantes, bañados en lágrimas los ojos y dejando asomar a
ellos el luto que llevaban en sus corazones.
Los funerales fueron magníficos;
a ellos asistieron el virrey y todas las autoridades civiles de la Isla;
querían, de este modo, honrar la memoria de aquel humilde portero que cifraba
su mayor ventura en ser menospreciado. Asistieron también al solemne acto el
prelado, cabildo, clero y comunidades religiosas, y cerraba el fúnebre cortejo
una muchedumbre de pueblo, que, con voces plañideras, pregonaba las heroicas
virtudes de nuestro bienaventurado.
Gran
número de milagros obrados por Dios junto a la sepultura, dieron testimonio
elocuente de su santidad. Hechas las
correspondientes diligencias canónicas, fue beatificado por el papa León XII en
1825, y el 8 de enero de 1888 el Sumo Pontífice León XIII, durante las fiestas
de su jubileo sacerdotal, decretó la canonización de diez grandes siervos de
Dios: los siete fundadores de
los Servitas y tres Jesuitas: Pedro Claver, Juan Berchmans y Alfonso Rodríguez.
La fiesta de San Alfonso se fijó en el día 30
de octubre.
SEPULCRO DE S. ALFONSO RODRÍGUEZ EN LA IGLESIA DE MONTESIÓN |
“EL SANTO DE CADA DÍA”
(1946)
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