lunes, 30 de octubre de 2017

CRISTO, REY DE LA PATRIA TERRENA


   MI REINO NO ES DE ESTE MUNDO, nos dice Jesús. Su reino es el Reino de los Cielos. Luego, Cristo es el Rey del Cielo, de la patria eterna. Además, este mundo que conocemos sabemos que se acabará un día, las estrellas se apagaran. Si esta Tierra desaparecerá un día, lo más importante para nosotros es el cielo, la patria eterna.


   ¿Significa esto que no debamos amar nuestra patria terrena? No, por supuesto. No hay religión que enseñe tanto amar a la propia Patria como la católica. Porque los católicos tratan de imitar el ejemplo del Señor, y porque es un mandato expreso de la Sagrada Escritura. El ejemplo del Señor: Estando contemplando un día Jesucristo la ciudad de Jerusalén, desde lo alto del monte de los Olivos, unos días antes de su Pasión, de repente no pudo contener su emoción y sus ojos se llenaron de lágrimas. Lloró por su patria y por su amado pueblo, por no haber correspondido a la invitación de Dios y por haberse alejado obstinadamente de Él. Y lloró también por lo que sabía que le iba a ocurrir a la ciudad dentro de unos pocos años: Jerusalén sería sitiada y destruida.

   Y con su llanto, nos muestra el gran amor que tenía a su patria. El mandato expreso de la Sagrada Escritura. En primer lugar, la frase terminante de Jesucristo: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (San Mateo, 22, 21; San Marcos, 12, 17; San Lucas, 20, 25). Una cosa no está reñida con la otra, porque tal como nos dice el Apóstol San Pablo: “No hay potestad que no provenga de Dios” (Romanos, 13, 1). “Dad al César lo que es del César”. El César significa el poder terreno, la potestad del Estado. El Señor nos obliga a dar al estado, a la patria terrena, lo que le corresponde.


   ¿Qué es lo que debemos darle? El respeto que se merece, la contribución material y la obediencia en todos los asuntos en que tiene derecho a exigirnos. “No hay potestad que no provenga de Dios”. Es decir: habéis de obedecer mientras el poder terreno no mande nada contra la ley de Dios. Así se comprende con cuánta razón escribía el Santo Padre en su encíclica, al instituir la festividad de Cristo Rey: “Por tanto, si los hombres reconocen pública y privadamente la regia potestad de Cristo, necesariamente habrá de reportar a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sagrada en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos”. Y prosigue el Papa: “Y si los príncipes y gobernantes legítimamente elegidos se persuaden de que ellos imperan, más que por propio derecho, por mandato y representación de Jesucristo, a nadie se le ocultará cuán santa y sabiamente habrán de usar de su autoridad, y qué cuidado habrán de tener, al dar y ejecutar las leyes, con el bien común y con la dignidad humana de sus inferiores”. 






    Pero, ¿en qué consiste el verdadero amor a la patria? ¿Es tener apego a la casa en que nacimos? Sí, esto es amor a la patria, pero no basta. ¿Consistirá, tal vez, en amar a nuestro pueblo, a la nación a que pertenecemos, al país que consideramos nuestro? También esto es amor patrio, pero para un católico esto sólo no es suficiente. ¿Consistirá, tal vez, el patriotismo en luchar por los intereses de nuestra nación? También. Pero el amor patrio de un católico va todavía más lejos.

   ¿En qué consiste, pues el amor patrio para un católico? En esforzarse y trabajar para que mi patria progrese y se desarrolle lo más posible, material y espiritualmente. Amor a la patria que no degenera en ciega idolatría de lo propio, ni busca aniquilar a otras naciones o dominar el resto del mundo. Amor a la patria, que, al estimar su propio pueblo, no aborrece a los pueblos extranjeros, porque sabe que todos somos hijos de un mismo Padre. Si el amor patrio es así, ¡ojalá fuera mayor el número de los que amasen su patria! Entonces no habría tantos inicuos tratados de paz… No cabe duda, la religión católica enseña cómo se debe amar de verdad a la patria. El amor a la patria no consiste tanto en redobles de tambor, flamear de banderas y gritos de «viva» hasta enronquecer, sino en ser capaz de sacrificarse en el cumplimiento monótono del trabajo bien hecho, para que progrese la patria.


   ¿Qué es lo que nos pide siempre la Iglesia a cada uno? Hombre, hermano, sé honrado, no manches tus manos y tu alma. Dime, pues, amigo lector: ¿no es esto amor patrio? Hoy, cuando sistemáticamente se quiere demoler el fundamento de la sociedad, la familia, mediante el divorcio y el libertinaje sexual, ni el Estado, ni las instituciones más serias se sienten con fuerzas para detener tanto mal. Solamente el Catolicismo se atreve a gritar, consciente de su fuerza: ¡Hombres, hermanos, no os es lícito, Cristo lo prohíbe, no destrocéis vuestros hogares! Dime: ¿no es esto amor patrio?  Hoy, cuando el mundo frívolo desprecia la sublime misión de los padres en la transmisión de la vida, y las leyes civiles son incapaces de poner dique a los horrores del aborto y de la limitación de la natalidad, la Iglesia católica es la única que preserva el santuario de la familia de la profanación y del infanticidio: ¿no es esto amor patrio?




   
   Hoy, cuando los jóvenes dejan corromper por el hedonismo de la sociedad…, y ni escuela, ni el Estado, ni muchas veces la misma autoridad paterna son incapaces de preservarlos de tanto mal, la religión católica es la única que grita con eficacia: Hijos, sois la esperanza de la patria, guardad la pureza de vuestras almas; ¿qué será de la patria si la lujuria os tiene esclavizados?

   Contestemos con la mano sobre el corazón: ¿no es esto amor patrio? ¿Y en tiempo de guerra? Cuando es preciso defender la patria atacada, ¿qué es lo que entonces da firmeza a los espíritus? No seré yo quien conteste a esta pregunta. Ahí va un ejemplo que sucedió el año 1914. Las tropas húngaras se hallaban estacionadas, hacía ya varias semanas, en las trincheras húmedas, inundadas, del frente serbio. Caía la lluvia, tenaz, persistente… Es una de las mayores pruebas del campo de batalla. Permanecer durante semanas en los fosos, bajo una lluvia otoñal… Uno sacó el rosario… y a los pocos momentos todos los de la trinchera estaban rezando con él. De ahí sacaban su fuerza de resistencia nuestros soldados. Estos hombres amaban a su patria; dieron realmente al César lo que es del César. Nunca olvidaré la gran fe de un soldado gravemente herido, cuando, después serle amputada una pierna,  agonizaba en el hospital militar. «Padre —decía el pobre, gimiendo—, ¡ojalá hubiese ya muerto y estuviese viendo a la Virgen María!…» En las palabras de este soldado herido se revela la fuente de la cual se alimenta el patriotismo. ¿En qué se funda el amor de los católicos a la patria? Las palabras memorables del Señor no dicen tan sólo «dad al César lo que es del César», sino también: «y a Dios lo que es de Dios.» Es decir, si damos a la Patria lo que es suyo, lo hacemos porque nos lo pide Dios. El amor a Dios es lo que más nos empuja a amar nuestra patria terrena.




    Con frecuencia oímos la siguiente falsedad: El catolicismo habla siempre del otro mundo; amonesta sin cesar, diciendo: «salva tu alma», y se despreocupa del mundo terreno. Pero un católico no tiene uno sino dos deberes, uno para con su patria terrena, y al mismo tiempo, otro para con su alma, poner los medios para salvarla. Ha de dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. De esta forma, el catolicismo es un gran valor patriótico, no sólo porque nos exige pagar los impuestos, sino porque nos exige, a la vez, ser honrados y buenos ciudadanos, por obedecer a Dios. Porque nos recuerda que si en el denario está la imagen del César: «dad al César lo que es del César»; en nuestras almas está también grabada la imagen de Dios, que debemos respetar: «dad a Dios lo que es de Dios».


   En el Antiguo Testamento, el sabio rey Salomón cierra con estas palabras el libro del Eclesiastés: «Basta de palabras. Todo está dicho. Teme a Dios y guarda sus mandamientos, que eso es ser hombre cabal. Porque toda obra la emplazará Dios a juicio, también todo lo oculto, a ver si es bueno o malo» (12, 13-14). No otra cosa enseña el Señor al decir: «Dad a Dios lo que es de Dios.»


   Las cosas vanas pasan; nada hay que pueda darnos una felicidad perfecta, a no ser la conciencia recta, la convicción de que el alma está en orden y que puede soportar con tranquilidad la mirada de Dios. Toda la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo está llena de este pensamiento: ¡Salva tu alma! Ni una sola de sus palabras, ni uno de sus actos, tuvo otra finalidad que inculcar este gran pensamiento en nuestros corazones: Tienes un alma sola, un alma eterna. Si la salvas para la eternidad, todo lo has salvado; pero si la pierdes, ¿de qué te servirá el haber ganado el mundo entero? Dad a Dios lo que es de Dios. Suyo es todo lo que tenemos; todo, por tanto, se lo hemos de dar.
   Es conocido el símil del «Libro de la Vida», en que se escriben todas nuestras obras buenas para el día del juicio final. No es más que un símil, pero un símil profundo, que nos dice que entre cielos y tierra se lleva realmente una contabilidad secreta: Dios nos presta un capital (talentos corporales y espirituales), y un día nos exige la devolución del capital, pero acrecentado por los intereses. ¿En qué día? No depende de mí. ¿Dónde he vivido? No importa. ¿Cuánto he vivido? Es indiferente. ¿He tenido que desempeñar un papel importante, o vivía como uno de tantos que pasan desapercibidos? No se tendrá en cuenta. Lo único que importa es si he dado o no a Dios lo que es de Dios.



   
   Lo importante no es la cantidad ni la magnitud de las obras hechas en mi vida, sino la buena voluntad con que trabajo. No es difícil deducir el inmenso caudal de fuerzas que para cumplir los pequeños deberes de la vida cotidiana brota de tales pensamientos. Y es de notar que el cumplimiento de tales deberes muchas veces resulta más difícil que un martirio repentino; la vida heroica y perseverante en medio de la miseria, de las pruebas, es más difícil que la muerte en las trincheras.


   Sí, nuestra religión habla constantemente de la vida eterna, de otra patria; pero hay que conceder que, para inculcar el amor a la patria terrena, no hay pensamiento mejor que éste: Llegará la hora en que Dios exigirá la devolución de todo cuanto tengo, de todo lo que me dio; de mi propia persona y de mis familiares, amigos y conocidos. Mi propia persona. Antes de nacer yo, Dios había ideado en su mente un bello proyecto para mí. Él me creó. El deber que me incumbe es pulir y hermosear día tras día en mi persona ese bello proyecto de Dios. También me pedirá cuenta de las personas con las cuales traté. No puedo pasar junto a mi prójimo sin hacerle ningún bien. Dios ha dispuesto que estén a su servicio a todos los hombres. Confió a los Apóstoles la fundación de su Iglesia; a los confesores, que diesen un ejemplo heroico a los demás de amor a Él; a los doctores, la lucha contra las falsas doctrinas. A San Francisco de Asís, el dar ejemplo de pobreza… ¿Y a mí? Dios quiere de mí que sea luz para los que viven a mí alrededor en la oscuridad; que ejercite la caridad para con mi prójimo, para los que me son más cercanos. Haciéndolo así, habré dado a Dios lo que es de Dios. Y llegará el día en que Dios me pregunte: ¿Has sido luz del mundo, sal de la tierra, bálsamo de las heridas? Hagamos un pequeño examen de conciencia: ¡Dios mío! ¿Te he dado hasta el presente lo que es tuyo? Quizá mi vida se va acabando y no me doy cuenta. Cuando llegue la hora en que Dios me llame ante sí, ¿cómo me presentaré ante Él? ¿He dado a Dios todo lo que es de Dios? Repaso mi vida: ¡cuánto me esfuerzo, cuánto sufro, cuánto trabajo!… Y ¿por qué? ¡Cuánto me esfuerzo, sufro y trabajo para tener comodidades…, para gozar…, para acumular dinero! Pero ¿me he preocupado bastante de mi pobre, de mi única alma? Di al estómago lo suyo, al cuerpo tampoco le he escatimado lo suyo, acaso le di bastante más de lo que tocaba…; pero ¿di a Dios lo que es de Dios? Tengo tiempo para todo: diversiones, amistades, fiestas; y para mi alma… ¿no tengo siquiera una media hora al día? Quizá he vivido así hasta hoy… ¿Cómo será en adelante? Tal es el modo de pensar de la Iglesia en lo que hace al amor de la patria terrena.

   Aparentemente, no habla mucho del amor patrio; pero, si pensamos en profundidad, nos damos cuenta que religiosidad y patriotismo, amor a la Iglesia y amor a la patria, corazón católico y corazón patriota…, no son incompatibles. Aún más: nos vemos obligados a confesar que las mayores bendiciones para el Estado brotan de la religión católica… No hay poder, ni institución, ni sociedad, ni otra religión cualquiera, que pueda ostentar tan nutrida lista de méritos en bien de la patria terrena como el Catolicismo. Daniel O’Cónnell fue el mayor patriota irlandés y, a la vez, uno de los hijos más fervientes de la Iglesia católica. Y así escribió en su testamento: «Dejo mi cuerpo a Irlanda, mi corazón a Roma, mi alma a Dios.» Todos los católicos deberíamos estar dispuestos a hacer lo mismo: «Dejo mi cuerpo a mi patria, mi corazón a la santa Iglesia católica romana, mi alma a Dios.»



Daniel O’Cónnell




TIHAMER TOTH
(Tomado de su libro “Cristo Rey”, Cap. IV)


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