MI REINO NO ES DE ESTE MUNDO, nos dice Jesús.
Su reino es el Reino de los Cielos. Luego,
Cristo es el Rey del Cielo, de la patria eterna. Además, este mundo que conocemos sabemos
que se acabará un día, las estrellas se apagaran. Si esta Tierra desaparecerá un
día, lo más importante para nosotros es el cielo, la patria eterna.
¿Significa esto que no
debamos amar nuestra patria terrena? No, por supuesto. No hay religión que enseñe tanto amar a la propia Patria
como la católica. Porque los católicos
tratan de imitar el ejemplo del Señor, y porque es un mandato expreso de la
Sagrada Escritura. El
ejemplo del Señor: Estando contemplando un
día Jesucristo la ciudad de Jerusalén, desde lo alto del monte de los Olivos,
unos días antes de su Pasión, de repente no pudo contener su emoción y sus ojos
se llenaron de lágrimas. Lloró por su patria y por su amado pueblo, por no
haber correspondido a la invitación de Dios y por haberse alejado
obstinadamente de Él. Y lloró también por lo que sabía que le iba a ocurrir a
la ciudad dentro de unos pocos años: Jerusalén sería sitiada y
destruida.
Y con
su llanto, nos muestra el gran amor que tenía a su patria. El mandato expreso
de la Sagrada Escritura. En primer lugar, la frase terminante de Jesucristo:
“Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”
(San Mateo, 22, 21; San Marcos, 12, 17;
San Lucas, 20, 25). Una cosa no está reñida con la otra, porque tal como nos
dice el Apóstol San Pablo: “No hay potestad que no
provenga de Dios” (Romanos, 13, 1). “Dad
al César lo que es del César”. El César significa el poder
terreno, la potestad del Estado. El Señor nos obliga a dar al estado, a la
patria terrena, lo que le corresponde.
¿Qué es lo que debemos
darle? El respeto que se
merece, la contribución material y la obediencia en todos los asuntos en que
tiene derecho a exigirnos. “No hay potestad que no
provenga de Dios”. Es decir:
habéis de obedecer mientras el poder terreno no mande nada contra la ley de
Dios. Así se comprende con cuánta razón
escribía el Santo Padre en su encíclica, al instituir la festividad de Cristo
Rey: “Por tanto, si los
hombres reconocen pública y privadamente la regia potestad de Cristo,
necesariamente habrá de reportar a toda la sociedad civil increíbles
beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La
regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sagrada en cierto modo la
autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece
los deberes y la obediencia de los súbditos”. Y
prosigue el Papa: “Y si los príncipes y
gobernantes legítimamente elegidos se persuaden de que ellos imperan, más que
por propio derecho, por mandato y representación de Jesucristo, a nadie se le
ocultará cuán santa y sabiamente habrán de usar de su autoridad, y qué cuidado
habrán de tener, al dar y ejecutar las leyes, con el bien común y con la
dignidad humana de sus inferiores”.
Pero,
¿en qué
consiste el verdadero amor a la patria? ¿Es tener apego a la casa en que
nacimos? Sí, esto es amor a la patria, pero no basta. ¿Consistirá, tal vez, en amar a nuestro pueblo, a la
nación a que pertenecemos, al país que consideramos nuestro? También esto es amor patrio, pero para un católico esto
sólo no es suficiente. ¿Consistirá, tal vez, el patriotismo en luchar por los
intereses de nuestra nación? También. Pero
el amor patrio de un católico va todavía más lejos.
¿En qué consiste, pues el amor patrio para
un católico? En esforzarse y trabajar para que mi patria
progrese y se desarrolle lo más posible, material y espiritualmente. Amor a la
patria que no degenera en ciega idolatría de lo propio, ni busca aniquilar a
otras naciones o dominar el resto del mundo. Amor a la patria, que, al estimar
su propio pueblo, no aborrece a los pueblos extranjeros, porque sabe que todos
somos hijos de un mismo Padre. Si el amor patrio es así, ¡ojalá fuera mayor el número de los que amasen
su patria! Entonces no habría tantos
inicuos tratados de paz… No cabe duda, la religión católica enseña cómo se debe
amar de verdad a la patria. El amor a la patria no consiste tanto en redobles
de tambor, flamear de banderas y gritos de «viva» hasta enronquecer, sino en
ser capaz de sacrificarse en el cumplimiento monótono del trabajo bien hecho,
para que progrese la patria.
¿Qué es lo que nos pide siempre la Iglesia a
cada uno? Hombre, hermano, sé
honrado, no manches tus manos y tu alma. Dime, pues, amigo lector: ¿no es esto amor patrio? Hoy, cuando sistemáticamente
se quiere demoler el fundamento de la sociedad, la familia, mediante el
divorcio y el libertinaje sexual, ni el Estado, ni las instituciones más serias
se sienten con fuerzas para detener tanto mal. Solamente el Catolicismo se
atreve a gritar, consciente de su fuerza: ¡Hombres, hermanos, no os es lícito, Cristo lo
prohíbe, no destrocéis vuestros hogares! Dime:
¿no es esto amor patrio? Hoy, cuando el mundo frívolo desprecia la
sublime misión de los padres en la transmisión de la vida, y las leyes civiles
son incapaces de poner dique a los horrores del aborto y de la limitación de la
natalidad, la Iglesia católica es la única que preserva el santuario de la
familia de la profanación y del infanticidio: ¿no es esto amor patrio?
Hoy, cuando los jóvenes dejan corromper por
el hedonismo de la sociedad…, y ni escuela, ni el Estado, ni muchas veces la
misma autoridad paterna son incapaces de preservarlos de tanto mal, la religión
católica es la única que grita con eficacia: Hijos, sois la esperanza
de la patria, guardad la pureza de vuestras almas;
¿qué será de la patria si la lujuria os tiene
esclavizados?
Contestemos
con la mano sobre el corazón: ¿no es esto amor patrio? ¿Y en tiempo de
guerra? Cuando
es preciso defender la patria atacada, ¿qué es lo que entonces da firmeza a los
espíritus? No seré yo quien
conteste a esta pregunta. Ahí va un ejemplo que sucedió el año 1914. Las tropas
húngaras se hallaban estacionadas, hacía ya varias semanas, en las trincheras
húmedas, inundadas, del frente serbio. Caía la lluvia, tenaz, persistente… Es
una de las mayores pruebas del campo de batalla. Permanecer durante semanas en
los fosos, bajo una lluvia otoñal… Uno
sacó el rosario… y a los pocos momentos todos los de la trinchera estaban
rezando con él. De ahí sacaban su fuerza de resistencia nuestros soldados.
Estos hombres amaban a su patria; dieron realmente al César lo que es del
César. Nunca olvidaré la gran fe de un
soldado gravemente herido, cuando, después serle amputada una pierna, agonizaba en el hospital militar. «Padre —decía el pobre, gimiendo—,
¡ojalá hubiese ya muerto y estuviese viendo a
la Virgen María!…» En las palabras de este soldado herido
se revela la fuente de la cual se alimenta el patriotismo.
¿En qué se
funda el amor de los católicos a la patria?
Las palabras memorables del Señor
no dicen tan sólo «dad al César lo que es
del César», sino también:
«y a Dios lo que es de Dios.» Es
decir, si damos a la Patria lo que es suyo, lo hacemos porque nos lo pide Dios.
El amor a Dios es lo que más nos empuja a amar
nuestra patria terrena.
Con frecuencia oímos la siguiente falsedad:
El catolicismo habla siempre del otro mundo;
amonesta sin cesar, diciendo: «salva tu alma», y se despreocupa del
mundo terreno. Pero un católico no tiene uno sino dos
deberes, uno para con su patria terrena, y al mismo tiempo, otro para con su
alma, poner los medios para salvarla. Ha de dar al César lo que es del César, y
a Dios lo que es de Dios. De esta forma, el catolicismo es un
gran valor patriótico, no sólo porque nos exige pagar los impuestos, sino porque
nos exige, a la vez, ser honrados y buenos ciudadanos, por obedecer a Dios. Porque nos recuerda que si en el denario
está la imagen del César: «dad al César lo que es
del César»; en
nuestras almas está también grabada la imagen de Dios, que debemos respetar:
«dad a Dios lo que es de Dios».
En el
Antiguo Testamento, el sabio rey Salomón cierra con estas palabras el libro del
Eclesiastés: «Basta de palabras. Todo
está dicho. Teme a Dios y guarda sus mandamientos, que eso es ser hombre cabal.
Porque toda obra la emplazará Dios a juicio, también todo lo oculto, a ver si
es bueno o malo» (12,
13-14). No otra cosa
enseña el Señor al decir: «Dad a Dios lo que es de
Dios.»
Las cosas vanas pasan; nada hay que pueda
darnos una felicidad perfecta, a no ser la conciencia recta, la convicción de
que el alma está en orden y que puede soportar con tranquilidad la mirada de Dios.
Toda la doctrina de Nuestro Señor
Jesucristo está llena de este pensamiento: ¡Salva tu alma! Ni una sola de sus palabras, ni uno de
sus actos, tuvo otra finalidad que inculcar este gran pensamiento en nuestros
corazones: Tienes
un alma sola, un alma eterna. Si la salvas para la
eternidad, todo lo has salvado; pero si la pierdes, ¿de qué te servirá el haber ganado el mundo entero?
Dad a Dios lo que es de Dios. Suyo es todo lo
que tenemos; todo, por tanto, se lo hemos de dar.
Es
conocido el símil del «Libro de la Vida», en
que se escriben todas nuestras obras buenas para el día del juicio final.
No es más que un símil, pero un símil profundo, que nos dice que entre cielos y
tierra se lleva realmente una contabilidad secreta: Dios nos presta un
capital (talentos corporales y espirituales), y un día nos exige la devolución del capital, pero
acrecentado por los intereses. ¿En qué día? No depende de
mí. ¿Dónde he vivido? No importa. ¿Cuánto he vivido?
Es indiferente. ¿He tenido que desempeñar un papel importante, o vivía
como uno de tantos que pasan desapercibidos? No
se tendrá en cuenta. Lo único que
importa es si he dado o no a Dios lo que es de Dios.
Lo importante no es la cantidad ni la
magnitud de las obras hechas en mi vida, sino la buena voluntad con que
trabajo. No es difícil deducir el inmenso caudal de fuerzas que para cumplir
los pequeños deberes de la vida cotidiana brota de tales pensamientos. Y es de
notar que el cumplimiento de tales deberes muchas veces resulta más difícil que
un martirio repentino; la vida heroica y perseverante en medio de la miseria,
de las pruebas, es más difícil que la muerte en las trincheras.
Sí,
nuestra religión habla constantemente de la vida eterna, de otra patria; pero
hay que conceder que, para inculcar el amor a la patria terrena, no hay
pensamiento mejor que éste: Llegará la hora en que
Dios exigirá la devolución de todo cuanto tengo, de todo lo que me dio; de mi
propia persona y de mis familiares, amigos y conocidos. Mi propia persona.
Antes de nacer yo, Dios había ideado en su mente un bello proyecto para mí. Él
me creó. El deber que me incumbe es pulir y hermosear día tras día en mi
persona ese bello proyecto de Dios. También me pedirá cuenta de las personas
con las cuales traté. No puedo pasar junto a mi prójimo sin hacerle ningún
bien. Dios ha dispuesto que estén a su servicio a todos los hombres. Confió a
los Apóstoles la fundación de su Iglesia; a los confesores, que diesen un
ejemplo heroico a los demás de amor a Él; a los doctores, la lucha contra las
falsas doctrinas. A San Francisco de Asís, el dar ejemplo de pobreza…
¿Y a mí? Dios quiere de mí que sea luz para los que viven a mí
alrededor en la oscuridad; que ejercite la caridad para con mi prójimo, para
los que me son más cercanos. Haciéndolo así, habré dado a Dios lo que es de
Dios. Y llegará el día en que Dios me pregunte: ¿Has sido luz del mundo, sal de la tierra,
bálsamo de las heridas? Hagamos un pequeño examen de conciencia: ¡Dios mío! ¿Te he dado hasta el presente lo que es tuyo? Quizá mi vida se va acabando y no me doy cuenta. Cuando
llegue la hora en que Dios me llame ante sí, ¿cómo me presentaré ante Él? ¿He dado a
Dios todo lo que es de Dios? Repaso mi vida: ¡cuánto me esfuerzo, cuánto sufro, cuánto trabajo!… Y ¿por qué?
¡Cuánto me esfuerzo, sufro y trabajo para tener comodidades…, para gozar…, para
acumular dinero! Pero ¿me he preocupado bastante de mi pobre, de mi única alma?
Di al
estómago lo suyo, al cuerpo tampoco le he escatimado lo suyo, acaso le di bastante
más de lo que tocaba…; pero ¿di a Dios lo
que es de Dios? Tengo tiempo
para todo: diversiones, amistades, fiestas; y para mi alma… ¿no tengo siquiera una media hora al día? Quizá he vivido así hasta hoy… ¿Cómo será en adelante? Tal es el modo de pensar
de la Iglesia en lo que hace al amor de la patria terrena.
Aparentemente, no habla mucho del amor
patrio; pero, si pensamos en profundidad, nos damos cuenta que religiosidad y
patriotismo, amor a la Iglesia y amor a la patria, corazón católico y corazón patriota…,
no son incompatibles. Aún más: nos vemos obligados a confesar que las mayores
bendiciones para el Estado brotan de la religión católica… No hay poder, ni institución,
ni sociedad, ni otra religión cualquiera, que pueda ostentar tan nutrida lista
de méritos en bien de la patria terrena como el Catolicismo. Daniel O’Cónnell fue el mayor patriota
irlandés y, a la vez, uno de los hijos más fervientes de la Iglesia católica.
Y así escribió en su testamento: «Dejo mi cuerpo a Irlanda, mi corazón a Roma, mi
alma a Dios.» Todos
los católicos deberíamos estar dispuestos a hacer lo mismo:
«Dejo mi cuerpo a mi patria, mi corazón a la
santa Iglesia católica romana, mi alma a Dios.»
Daniel O’Cónnell |
TIHAMER TOTH
(Tomado
de su libro “Cristo Rey”, Cap. IV)
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