DIA 31 DE OCTUBRE —
—Docto consejero.
—Terrible penitente.
—Devotísimo adorador.
EL
bienaventurado Ángel nació el 19 de octubre de 1669 en Acri, pequeña ciudad de
Calabria, en el antiguo reino de Nápoles. Se llamaron sus afortunados padres
Francisco Falcone y Diana Henrico o Errico. Fue bautizado al día siguiente, y
recibió los nombres de Lucas Antonio. A los tres años, o tal vez antes, el
obispo de Bisignano le administró el sacramento de la confirmación.
Muy pronto se vio que aquel niño no estaba
hecho para el mundo. Cuando apenas contaba
cinco años, le sorprendió su madre rezando con fervor angelical, arrodillado
sobre unas molestas piedrecillas ante una imagen de María Santísima. En otra
circunstancia, quedó agradablemente sorprendida al ver que de la imagen de la
celestial Señora salían unos rayos resplandecientes que iban a iluminar el
rostro de su hijo, el cual parecía arrobado en la contemplación de la venerada
imagen.
Contra lo que es común en los niños de corta
edad, sentía profundo desvío por los juegos de la infancia, y únicamente
hallaba gusto en hacer altares, en los que colocaba imágenes de Santos que
luego adornaba con las flores más galanas que podía hallar. Pasaba la mayor
parte del día entregado a la oración y meditación, y, a veces, salía
furtivamente de la casa paterna para irse a la puerta de la iglesia, donde
permanecía muchas veces hasta bien entrada la noche elevando a Dios sus tiernas
plegarias. Cuando lograba salir de su casa por la mañana, entraba en el templo
para ayudar a misa y escuchar la divina palabra. Tan manifiestas disposiciones
para la piedad regocijaban a sus padres y los movieron a dedicarle a estudios
que le hicieran apto para en su día abrazar el estado eclesiástico.
VOCACIÓN DE LUCAS ANTONIO. — SU
ORDENACIÓN
Por
aquel tiempo, dio una misión en la ciudad de Acri, el padre Antonio de Olivati,
famoso predicador capuchino; sus patéticos sermones movieron a Lucas a hacer
confesión general de su vida y a manifestar deseos de entrar en la Orden de
Hermanos Menores Capuchinos. Encantado quedó el padre Antonio de los buenos
propósitos y excelentes disposiciones del penitente; pero, pareciéndole
demasiado joven para ingresar en el noviciado, le recomendó un poco de
paciencia, y que, mientras llegaba el tiempo de poner por obra su
determinación, meditase con asiduidad la Pasión de Nuestro Señor y comulgase
todos los domingos. Siguió Lucas estos sabios consejos y por ello obtuvo de Dios
la fortaleza necesaria para abandonar el mundo y abrazar la austeridad de la
vida capuchina.
Entró en el noviciado en 1687.
Pero, cosa extraña y que, al poner de
manifiesto la veleidad humana, nos dice que estemos siempre en guardia sobre
nosotros mismos sin considerar las buenas inclinaciones y santidad de vida como
garantía de perseverancia, antes miremos nuestra propia flaqueza y confiemos
sólo en la gracia. Dos
veces logró el común enemigo de las almas vencer al piadoso joven. En una de
ellas, simulando la voz de su madre, le dijo: «Lucas Antonio, ven, que
estoy enferma». Le representaba al mismo tiempo los
halagadores placeres del mundo por un lado, y, por otro, las prolongadas
austeridades de la vida religiosa. El asalto fue tan
tremendo que el inexperto novicio estrenó las primeras armas con una derrota,
pues abandonó el convento para lanzarse en el torbellino del mundo.
Avergonzado de su
cobardía y para calmar los remordimientos de su conciencia, volvió al noviciado
en 1689, pero para abandonarlo al poco tiempo por segunda vez. Dios, sin
embargo, le preservó, y aunque un tío suyo quiso decidirle a contraer un
ventajoso matrimonio, el joven Lucas Antonio se negó a ello resueltamente,
sintiendo renacer en su corazón el deseo de volver a abrazar la vida religiosa.
Esta
victoria sobre el mundo le atrajo nuevas gracias y bendiciones del cielo,
porque al año siguiente (1690) entró en el noviciado capuchino de Beldevere
y vistió el hábito por tercera ver el 12 de noviembre. El tentador volvió a presentar batalla
exagerándole los rigores de la vida monástica pero el aleccionado novicio,
corrió a postrarse a los pies de un crucifijo y exclamó con sollozos y
lágrimas: « ¡Sálvame, Señor, que
perezco!» Oyó entonces una voz que
le decía:
«Imita al Hermano Bernardo de Corleón». Era éste un santo lego, capuchino
como él, fallecido en 1667. A ejemplo suyo, nuestro novicio castigó severamente
su cuerpo todas las mañanas. Así fortificado con
la oración y la penitencia, el Hermano
Ángel —que por tal trocó el nombre de Lucas
Antonio— permaneció
inquebrantable; y, una vez terminado el noviciado, pronunció los votos solemnes
en 1691.
En cuanto hubo profesado, le enviaron los
superiores a diferentes conventos para cursar filosofía y teología, en cuyas
ciencias hizo rapidísimos progresos. En cierta ocasión
observaron los religiosos con natural sorpresa, que la celda del Hermano Ángel
se iluminaba con maravilloso resplandor y que aquella luz llenaba la casa. Con
ello entendieron todos que Dios había escuchado las humildes y fervorosas
plegarias de su siervo, encaminadas a obtener la verdadera sabiduría y la
ciencia de los santos.
«Si alguien quiere venir
en pos de Mí —dijo el Señor—,
tome su cruz y sígame».
Ángel se abrazó a la cruz resueltamente, sin
parar mientes en las austeridades que asustan al cuerpo, pero que tanto
benefician al alma. Todos los viernes se frotaba la
lengua con hiel y acíbar, para sentir amargor durante el día. Diariamente se
disciplinaba sin compasión hasta desgarrarse las carnes, y entre éstas y el
hábito, introducía, a guisa de calmantes, gran número de ortigas, amén del silicio
que constantemente llevaba. Estas mortificaciones no le impedían estar siempre
sonriente y satisfecho; se hubiera dicho que su habitual alegría era efecto de
sus austeridades.
Tras una preparación de once años de
estudios y mortificaciones, fray Ángel fue llamado al sacerdocio; se ordenó de
presbítero a fines de 1701. Conocedor de los terribles deberes del
sacerdocio, dio este paso con temor y temblor, después de haberse preparado con
muchas oraciones y lágrimas y prometiendo trabajar con todas sus fuerzas en la
difusión del reino de Dios.
Su
amor a Jesucristo se alimentaba diariamente en los ardores del hogar
inextinguible de la Sagrada Eucaristía; tan íntima llegó a ser su unión con el
Cordero Celestial, que era frecuente verle arrobado en éxtasis después de la
consagración; entonces su cuerpo aparecía como inflamado y sus facciones
presentaban belleza angelical. No subía al altar sin haberse entregado antes a
la oración y a la penitencia por espacio de una hora; para él no había cosa más
dulce que hablar del Santísimo Sacramento; le bastaba decir unas palabras sobre
la Sagrada Eucaristía para caer en éxtasis.
El amor es por su naturaleza expansivo; y
como encontrara estrechos los límites del corazón del padre Ángel, amenazaba
salir de él rompiendo las paredes que le encerraban, dándose repetidas veces el
caso de tener que derramar agua fría sobre su pecho para templar los ardores
que le abrasaban. Sus palabras y sus actos estaban impregnados todos del amor
que le consumía, amor no distinto del que en otro tiempo consumiera el corazón
del Serafín de Asís. « ¡Qué dulce es amar a
Dios! ¡Oh Amor no amado!», exclamaba a veces. Jesús, en cambio, favoreció
a su siervo con varías apariciones, especialmente en 1701 en el convento de
Rossano, y en 1722 en Paterno. Aparecía en forma de niño y conversaba
familiarmente con él. Sin embargo, en cierta ocasión observó el santo religioso
que del semblante del Niño Jesús salían rayos de majestad que le hacían
estremecer. « ¡Dios mío, Dios mío!» —exclamaba—,
si, con ser tan grande vuestro amor, os
mostráis tan terrible, ¿cómo seréis cuando, sentado en vuestro tribunal, nos
juzguéis?»
Al amor a Nuestro Señor, juntó el padre
Ángel una ternísima devoción a la Santísima Virgen, por la que el Hijo de Dios —como canta Santo Tomás en el himno
Verbum Supernum— se hizo «nuestro hermano, nuestro
alimento, nuestro rescate y nuestra recompensa». Cuando oía el nombre de
la bendita Madre, o veía alguna de sus imágenes, hacía una profunda reverencia.
Sentía particular placer en hablar de la Purísima Concepción, doctrina carísima
para la Orden Franciscana desde su fundación.
La vida del padre Ángel era una oración
continua; acudía antes que nadie al oficio divino y salía el último del coro;
en los caminos, en las plazas públicas, en las casas particulares, en todas
partes oraba. De su corazón salían, a manera de dardos, inflamados suspiros de
abrasado amor. Como le preguntasen cierto día la razón de aquellos suspiros,
respondió: «No puedo pensar en Dios
sin que sienta mi corazón a punto de romperse».
MISIONES DEL BEATO. — AVISO DE DIOS
Hubiera
querido el siervo de Dios no tener más ocupación que rezar, y no salir de su
celda más que para ir a la iglesia; pero los superiores, que conocían sus
virtudes y talentos, le dedicaron al ejercicio de la predicación. Comenzó su labor apostólica en la Cuaresma de 1702, en
San Jorge; se preparó con gran esmero para salir airoso de su cometido, y
escribió puntualmente todos sus sermones; pero, a pesar de su prodigiosa
memoria, a poco de subir al púlpito advirtió que perdía el hilo de sus ideas, y
aun llegó al extremo de tener que descender de la sagrada cátedra sin acabar su
sermón. Como es de suponer, regresó a su convento lleno de tristeza;
rogó a Nuestro Señor le diera a conocer la causa de aquella repentina
incapacidad, que juzgaba ser grave obstáculo para obrar el bien en las almas.
«Nada temas —le respondió una voz de lo alto—,
yo te daré el don de la palabra. —
¿Quién sois? —preguntó el misionero. En aquel
momento se conmovieron las paredes de su celda a impulsos de un misterioso
temblor, y cual otro Moisés en el monte, oyó esta respuesta:
« Yo soy el que soy, y te ordeno que prediques
en estilo sencillo para que todos puedan entenderte».
En aquel mismo punto el padre Ángel de Acri
destruyó los sermones que con tanta elegancia de estilo había escrito, y se
prometió no consultar en adelante otros libros que la Biblia y el Crucifijo. No
tuvo que arrepentirse de su determinación, porque poniendo a contribución el
don de sabiduría que había recibido del cielo, sacaba de la Sagrada Escritura
tan sabias enseñanzas y aplicaciones tan oportunas que uno de los hombres más
sabios de su época, Monseñor Perimezzi, obispo de Oppido, decía lleno de
admiración: «No sería yo quien me
atreviera a explicar un texto de la Biblia delante del padre Ángel».
Con estos antecedentes,
casi huelga decir que los frutos que obtuvo nuestro bienaventurado de su
predicación fueron admirables. Asombra el número de las conversiones que logró;
pero aún son más asombrosas las circunstancias que a muchas de aquellas
conversiones acompañaron: La marquesa de Bisignano, dama de vida demasiado
mundana, se conmovió de tal manera oyendo predicar al padre Ángel, que se
disciplinó en público para expiar sus pasados extravíos. Los más terribles
blasfemos, al oírle exponer la malicia del pecado, se postraban en tierra
pidiendo misericordia, y los disolutos se presentaban a él cubiertos de ceniza
y en hábito de penitentes. El padre Ángel los acogía con bondad y los despedía
con la gracia de Dios en el alma y la alegría en el corazón.
Entre las obras apostólicas del padre Ángel,
conviene mencionar sus predicaciones en Nápoles el año 1711, señaladas por un
providencial incidente que contribuyó a multiplicar los frutos de salvación.
El cardenal arzobispo llamó al célebre capuchino para la predicación cuaresmal
en la iglesia de San Eloy. El lenguaje llano y sencillo del misionero
decepcionó a los napolitanos, que esperaban de él mayor elocuencia, por lo cual
poco a poco dejaron de acudir a las pláticas; la iglesia quedó casi desierta
desde el tercer día. Poco satisfecho el cura del escaso éxito del orador, le
despidió con mucha política. El siervo de Dios tomó su bastón de viajero y
salió de Nápoles sin decir una palabra; más enterado el cardenal de su partida,
despachó a un mensajero para que le hiciera volver a la ciudad, orden que fue
obedecida por el santo predicador con la misma prontitud con que había deferido
a las corteses insinuaciones del párroco.
Por mandato del cardenal subió de nuevo al
pulpito, y esta vez la iglesia se hallaba llena de fieles, quizá porque la
noticia de su inesperada partida y el empeño que mostraba el cardenal en que
siguiera predicando, picó la curiosidad de las gentes, si es que no se
arrepintieron de su descortesía. Hay que decir que no pocos acudieron al templo
saboreando también el insano placer de burlarse del predicador. Este, sin dar muestras de acordarse de su
fracaso, predicó en el estilo llano que acostumbraba, y cuando acabó el sermón,
hizo a su auditorio la recomendación siguiente: «Pídoos, hermanos míos,
que recéis un Padrenuestro y un Avemaría por el alma del que al salir de la
iglesia ha de ser víctima de un terrible accidente».
—
¡Qué fanático! —exclamaron unos.
—
¡Es un
visionario! —dijeron otros. Algunos, muy pocos, dieron fe a la amenaza del
misionero. Entretanto comenzó el público a salir del templo, y todos vieron
caer a un hombre en medio de la plaza como herido por un rayo. Se supo en
seguida que era uno de los que, alardeando de despreocupación, se había
entretenido en glosar con groseras burlas los sermones del padre Ángel, y que
había ido a la iglesia para mofarse del predicador.
El efecto que produjo en los espíritus fue
decisivo, porque a partir de aquel día, toda la ciudad acudió en masa a los
sermones con muestras de gran compunción. Las
conversiones fueron entonces muchísimas.
LA CIUDAD REBELDE. — LA ESPADA DE
DOLOR
En 1738 recibió el encargo de predicar en
San Germano, territorio de la abadía del monte Casino. La ciudad daba a la
sazón el repugnante espectáculo de la más desenfrenada lujuria. En vano el
misionero habla de Dios, apela a su justicia, recuerda la fealdad del vicio y
amenaza con los tormentos del infierno, porque nadie le escucha. Ante un
endurecimiento tan pertinaz, nuestro Beato exclama al trasponer sus muros:
« ¡Oh ciudad maldita! ¡No quieres convertirte,
pero en castigo de tu contumacia, perecerás esta noche como Sodoma y Gomorra!» Y así fue, efectivamente, pues la aurora del
siguiente día alumbró los escombros de la ciudad, destruida en pocas horas por
un violento incendio. El padre Ángel obtuvo de Dios el fin de aquel azote
acudiendo a la oración fervorosa y a sangrientas disciplinas; presenciaron el
milagro el abad y numerosos testigos.
La devoción ardiente que
profesaba a la Pasión del Redentor, le hacía siempre tomarla como tema de todas
sus meditaciones. Nuestro Señor recompensó este culto que el Beato tributaba a
los dolores y tribulaciones que había pasado para salvar a los hombres,
apareciéndosele algunas veces cubierto de heridas y sangre, como se encontraba
en el santo madero de la cruz. Cierto día, hallándose en el convento de Acri
meditando en la Pasión de Jesucristo, sintió repentinamente en el corazón un
dolor agudísimo, como si se lo hubieran atravesado con una espada, y no pudo
reprimir los sollozos mientras sus ojos se bañaban en lágrimas. En aquel mismo
instante se le apareció Nuestro Señor Jesucristo con el cuerpo ensangrentado y
desgarrado por la cruel flagelación. A la vista de tan doloroso espectáculo, no
sólo reprimió el Beato Ángel sus sollozos, sino que ofreció al Señor sus
sentimientos en prendas de su amor.
—
¿Qué deseas? —le preguntó entonces el Divino
Maestro.
—Señor, mi voluntad es la vuestra —respondió
el discípulo.
Desapareció la visión, pero desde
entonces nuestro Beato sintió con variaciones de intensidad el mismo agudo
dolor en su corazón.
EL BEATO ÁNGEL, PROVINCIAL. — SUS
MILAGROS
De 1717 a 1720, el padre Ángel fue ministro
provincial de Cosenza. Regla viva de sus inferiores, en todo daba ejemplo de la
más completa abnegación. Barría la cocina, hacía las camas de los enfermos,
curaba sus llagas, y servía a los huéspedes del convento. Sobre todo, exhortaba
a sus hijos espirituales a entregarse confiados en brazos de la Divina
Providencia; y, para que mejor entendieran sus enseñanzas, daba a los pobres
cuanto le parecía superfluo sin que el porvenir le preocupara lo más mínimo.
Se creía obligado a servir a los Hermanos; se
llamaba a sí propio «el último de todos, el
más ignorante de los hombres, y un miserable, dos veces desertor del convento».
Aceptaba
las afrentas con la mayor alegría. Como un villano le insultara en la plaza
pública llamándole «ignorante», no acertó a vengarse de otra manera que
besándole los pies. Y si alguna vez le apedreaban, daba gracias a Dios. De 1727
a 1729 vivió el padre Ángel, con el consentimiento del papa Benedicto XIII, en
casa del príncipe de Bisignano, y cuando éste le daba alguna muestra de
respeto, decía el humilde capuchino: «Acuérdese que soy hijo
de un cabrero».
Pero cuanto más se humillaba a sí mismo,
tanto más le engrandecía Dios. De todas partes, incluso del extranjero, acudía
la gente a pedirle consejo; los obispes se encomendaban en sus oraciones; las
muchedumbres besaban sus manos y cortaban las franjas de sus vestidos para
guardarlas como preciosas reliquias.
Dios le otorgó el don de milagros y puede
decirse de él que es uno de los santos que los ha repartido sin cuento. Nada
resistía a su fervorosa oración: ni el demonio, ni el fuego, ni el agua, ni los
insectos dañinos, ni las enfermedades cualesquiera que fueran. Libró del
demonio a muchos posesos, entre otros a una persona atormentada del espíritu
maligno desde hacía diez años.
Le dotó también el Señor del don de
profecía, y fueron muchas las personas a quienes la muerte cogió en gracia de
Dios por haber dado fe a las palabras con que el padre Ángel les anunciaba su
próximo fin.
El mismo día en que las
tropas del príncipe Eugenio de Saboya —16 de agosto de 1717— libraban del dominio turco la ciudad de Belgrado, salió
el Padre de su celda exclamando: «Echad las campanas a vuelo, cantemos él Te
Deum, demos gracias a Dios, que merced a la intercesión de la Santísima Virgen,
los cristianos han derrotado a los turcos en Belgrado».
Se tomó nota del día y hora, y pronto se
confirmó la realidad del hecho.
MUERTE DEL BEATO ÁNGEL
Seis meses antes de su muerte le sobrevino
la ceguera; pero, por un milagro singular, recobraba la vista para rezar
el Oficio divino y celebrar el santo sacrificio de la Misa. Finalmente, unos
días antes de entregar su bendita alma al Criador, dijo al religioso lego que
le servía: «Hermano, saldré de este
mundo el viernes por la mañana al despuntar el alba». El día 24 de octubre de 1739 cayó enfermo y
recibió la Extremaunción. Intentó Satanás un supremo esfuerzo
para vencerle, pero se vio también derrotado, porque el moribundo, sacando
fuerzas de su debilidad, exclamó con severo acento:
«Retírate, Satanás». Expiró el 30 de octubre,
sellando sus labios los dulces nombres de Jesús y de María.
Su cuerpo, que exhalaba suave olor, fue
inhumado el 1.° de noviembre en la iglesia del convento. León XII le beatificó
el 18 de diciembre de 1825; el oficio, aprobado en 1833, se insertó en el
Breviario de los Hermanos Menores Capuchinos.
“EL SANTO DE CADA DÍA”
(1946)
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