VIRGEN
Y MÁRTIR DE SIRACUSA.
Era el año 59. Los
albores del cristianismo ahuyentaban con sus fulgores las sombras del error
pagano; San Pablo, que llegaba al término de sus viajes
apostólicos, al ir de Malta a Roma pasó por Siracusa donde se quedó por espacio
de tres días para anunciar el reino de Dios. No fué Siracusa la primera
ciudad de Sicilia que se honró de haber tenido entre sus habitantes quien se
viera adornado con la palma del martirio; la precedió
Catania, patria de Santa Águeda, gloriosísima virgen que, en el año 251 y
después de horroroso martirio por confesar la fe de Cristo, alcanzó la
inmarcesible palma de los mártires.
Hacia el año
304, en una peregrinación a Catania, tuvo Lucía una revelación por la que
conoció su vocación y cómo había de ser atormentada con la misma clase de
tormentos con que lo fuera Santa Águeda, sobre cuya tumba estaba orando. Pero
los designios de Dios son inescrutables a la humana ciencia; mientras Águeda
había confesado su fe en medio de los más atroces tormentos, Lucía pasaría por los mismos suplicios sin sentirlos y sólo a
la espada permitiría el Celestial Esposo separar de su tallo esta flor de
virginal pureza.
El relato del martirio de Santa Lucía que ha
llegado hasta nosotros y del que hemos entresacado esta biografía, no se halla
completamente expurgado de interpolaciones, pero la trama del hecho es
absolutamente cierta.
LA
VIRGEN DE SIRACUSA.
Lucia cuyo
nombre, en griego como en latín, significa luz— nació hacia el año 284,
según la creencia general, de una familia cristiana que se contaba entre las
más nobles y ricas de Sicilia. Tenía sólo cinco o seis años cuando
perdió a su padre, el cual, a estar con algunos autores, era romano de elevada
categoría y una de las personalidades más importantes del Estado. Su madre se llamaba Eutiquia, y era de origen griego.
La joven viuda, que
sólo encontraba consuelo en el ángel puesto por el cielo en sus manos, empleó
con verdadero ahinco, todo el cariño de madre para la conservación y
perfeccionamiento de su hija. Como solía acontecer en la mayor parte de
las familias de los primeros cristianos, conocía a fondo las Sagradas
Escrituras, y de un modo especial el santo Evangelio. A
estos conocimientos juntaba los de las ciencias profanas. Siempre había cuidado
de fomentar en el alma de Lucía el amor a Dios y de incitarla a la práctica de
las virtudes cristianas, mostrándole los bellos ejemplos de los santos y mártires
que habían sostenido terribles combates para conquistar la gloria y felicidad
del cielo. Entre los héroes de que su madre
le hablaba, Lucía veía brillar de modo incomparable a la mártir Águeda, a la
que contemplaba con arrobamiento por tratarse de una santa compatriota casi
contemporánea suya, y cuya vida y martirio estaban constantemente en labios de
los sicilianos de todos los lugares de la isla, tanto cristianos como paganos,
numerosos en acudir a su tumba para experimentar los efectos admirables de su
protección.
De natural dócil, piadosa y humilde, se
entregaba la niña totalmente a los encantos de la divina gracia y, atraída por
ella, se consagró al divino esposo de las almas, Cristo Jesús, haciendo en lo
más íntimo de su ser el voto de castidad que más adelante habría de defender
con tanta constancia y valor.
PROYECTO
DE MATRIMONIO.
A pesar de sus solícitos cuidados, no logró
Eutiquia descubrir los nobles propósitos de su hija, y, al llegar ésta a la
edad de dieciséis años, le preparó un excelente partido que habría de darle una
posición envidiable según el mundo, y un apellido de celebridad. Se trataba de un joven que, aun con ser pagano, poseía hermosas prendas
naturales, y parecía digno de los delicados sentimientos de nuestra doncella.
Al recibir la
noticia, se llenó Lucía de dolor; pero, como no quisiese manifestar por
entonces sus propósitos, se contentó con alegar que era demasiado joven para
pensar en matrimonios y que su mayor consuelo consistía en poder vivir feliz al
lado de su madre. Aprovechó la circunstancia de que su pretendiente era pagano
para eludir el compromiso, y puso de manifiesto los enormes peligros que
correría su fe.
Los delicadísimos cuidados con que había
atendido a la educación de su hija, la sólida instrucción que había procurado
darle y la ceguera natural de las madres en cuanto se trata del bienestar material
de sus hijos, hicieron que Eutiquia no diera gran importancia a las objeciones
que al matrimonio presentaba su hija y siguió celosamente empeñada en estrechar
las relaciones. Lucía, por respeto y sumisión a su madre,
no quiso dar un no rotundo a tales propósitos, y se contentó con guardar silencio
y buscar modos de dilatar día tras día la fecha del enlace matrimonial;
mientras tanto, se entregaba por completo a la Divina Providencia, bien segura
de que sería Ella la que acabaría por triunfar de aquellos obstáculos que
entonces parecían insalvables.
PEREGRINACIÓN
A CATANIA.
Una enfermedad, al
parecer casual, fué el medio escogido por la Providencia para acudir en ayuda
de su fiel sierva. Se vio Eutiquia atacada de
un flujo de sangre y no hubo medio de encontrar médico capaz de atajar la
terrible dolencia. Durante cuatro años seguidos fué la enferma solícitamente
atendida por su hija, la cual, con pretexto de cuidarla mejor, iba
desentendiéndose de las relaciones contraídas y del proyecto de matrimonio. Por
último, y como inspirada por el cielo, propuso
Lucía a su madre una peregrinación al sepulcro de Santa Águeda, en donde tantos
milagros se obraban, con la confianza de que allí obtendría la curación
completa. Eutiquia, que anhelaba ardientemente
la salud, cedió fácilmente a tales instancias. A pesar de que Catania dista de
Siracusa unos 75 kilómetros, madre e hija partieron en los primeros días de
febrero del año 301 o 304 para llegar al término de su viaje el día de la
fiesta de Santa Águeda —5
de dicho mes—.
Apenas llegadas, fueron a postrarse ante la
tumba de la Santa, situada en la iglesia en el mismo lugar de su martirio. Como durante la celebración de la Misa oyeran la relación del milagro obrado
por el Salvador en favor de la hemorroísa, dijo
Lucía a su madre: «Si creéis en la verdad de lo que acaban de leer y en el
valimiento de Santa Águeda ante el Señor por el que perdió su vida, acercaos
confiada a su sepulcro y obtendréis la curación completa.»
Terminadas las ceremonias, se acercan reverentes
a la tumba de la Santa y piden a Dios, por medio de la insigne mártir, la
repetición del milagro evangélico. De
repente, cae Lucía en un sueño misterioso durante el cual ve a Santa Águeda
encaminarse sonriente hacia ella, y oye que le dice:
— ¿Por qué te empeñas, hermana mía, en pedirme una cosa que
puedes obtener con la misma facilidad que yo? Tu fe ha salvado ya a tu madre;
ya está curada; tú serás un día la gloria de Siracusa, como yo lo soy de
Catania, porque tu corazón virginal es un templo agradable al Señor.
Desaparece la visión, despierta Lucía, y
exclama temblando de dicha y emoción:
— ¡Madre mía, madre mía; estáis curada!
Madre e hija se abrazan tiernamente, bendicen
a Dios y dan gracias a su bienhechora por tan señalado favor. Después siguen piadosamente la vía dolorosa recorrida por
la virgen mártir; Lucía,
antes de alejarse de la tumba, en el colmo de la felicidad, se reclina suavemente
en el seno de su madre y murmura:
—Madre mía, el cielo
acaba de concedernos un insigne favor; permitidme a mi vez que yo solicite otro
de vos, y es que no me habléis ya más de matrimonio, pues estoy consagrada en
cuerpo y alma a Cristo y no deseo tener otro esposo sino a Él.
No le pareció posible a la madre oponerse a
los santos propósitos de su hija y accedió sin dificultad a lo que solicitaba. Entonces añadió la casta doncella:
—Dejadme, pues, distribuir entre los pobres la dote que me
tenéis preparada, y lo que me corresponde de la herencia de mi padre.
—De los bienes que tu padre me dejó al morir —respondió
Eutiquia—, puedes disponer libremente; en cuanto a mi fortuna personal,
espera a que Dios tenga a bien sacarme de este mundo; cuando me hayas cerrado
los ojos, harás lo que gustes de cuanto tengo.
— ¿Después de la
muerte? —Exclamó Lucía—; ¿qué
sacrificio representa abandonar lo que ya no nos es posible retener por más
tiempo?
LIMOSNAS
Y SACRIFICIOS. — EGOISMO PAGANO.
Tan pronto como
llegó a Siracusa le faltó tiempo a Lucía para deshacerse de sus riquezas; lo vendió todo: joyas, bienes e inmensas posesiones y el importe
íntegro fué distribuido inmediatamente entre las viudas, huérfanos e
indigentes.
El prometido de Lucía, inquieto ante tanta
prodigalidad, quiso indagar el motivo de aquel extraño proceder, y acudió a la
nodriza de Lucía, la cual, muy ducha en las cosas de la vida, se contentó con
responderle que la joven obraba muy cuerdamente, pues, habiendo encontrado una
joya de subidísimo precio, quería obtenerla por muchísimo menos de su valor, a
cuyo fin no tenía más remedio que deshacerse de algunas otras joyas de menor
valía.
La explicación tranquilizó por de pronto al
joven; pero, como averiguase que todo era distribuido
inmediatamente a los pobres, ciego de rabia al ver que se le escapaba de las
manos una fortuna inmensa, denunció a Lucía como cristiana ante el presidente
de Siracusa. Lo cual equivalía a entregarla a la muerte. No otra recompensa
esperaba la santa virgen de sus buenas obras.
EL
INTERROGATORIO.
El prefecto citó a la virgen ante su tribunal.
El autor de la Pasión de Santa Lucía reconstituye el interrogatorio
en términos que nos dan clara idea de cómo se desarrollaron las escenas del
juicio y sentencia de la Santa. De siglo en siglo, han corrido por los labios
de los cristianos las palabras pronunciadas entonces por Lucía, palabras que no
cesan de estimular a las almas que aspiran a la perfección.
Pascasio quiere obligarla a sacrificar a los
dioses.
—El verdadero y puro sacrificio a los ojos de Dios —responde
Lucía— es visitar a las viudas y a los huérfanos para socorrerlos en
sus tribulaciones, cosa que yo he practicado hasta ahora. Como ya nada me queda
por dar, vengo a ofrecerme como hostia viviente al verdadero Dios en la
esperanza de que Él querrá aceptarme en sacrificio.
—Podías contar esas cosas
a los cristianos de tu secta; pero delante de mí, guardián de las leyes, son
completamente inútiles tales discursos.
—Tú guardas las leyes de tus príncipes, y yo las de mi Dios. Tú
temes a los emperadores de la tierra; yo sólo temo al del cielo. Tú deseas
agradar a tu señor, y yo a mi Criador. Tú haces lo que piensas que te está
bien, y yo hago lo que juzgo que me conviene.
—Ahora, después
que has dilapidado tus bienes con gente de mal vivir, hablas como una cortesana
cualquiera.
—Yo he puesto mi patrimonio en lugar seguro, y jamás se ha
acercado a mí ningún corruptor de cuerpo ni de espíritu.
—Está bien; tan
hermosas palabras terminarán en cuanto sientas el rigor de las varas.
—No es posible imponer silencio al Verbo de Dios.
— ¿Eres acaso
Dios?
—Soy la sierva de Dios, y Él es quien habla por mi boca, porque
dijo: «No
vosotros responderéis ante los tribunales, sino el Espíritu Santo, que hablará
por vosotros.»
— ¡Ah! ¿El
Espíritu Santo está, pues, en ti y es Él quien nos habla con tan bellos
discursos?
—El Apóstol dijo: «Los corazones puros son templos de Dios y el Espíritu Santo
habita en ellos».
—Yo te conduciré
a los lugares de perdición y ese Espíritu Santo a que te refieres abandonará tu
cuerpo manchado por el vicio.
—Sólo se pierde la castidad y se ensucia el cuerpo con el
consentimiento de la voluntad. Y si pusieses en mi mano incienso, y por fuerza
me hicieses echarlo en el fuego para sacrificar a tus dioses, el Dios verdadero
que lo ve no lo tomaría en cuenta.
—Obedece a las
órdenes de los emperadores, o de lo contrario sucumbirás en una casa de vicio,
con vergüenza e infamia.
—Jamás consentirá mi voluntad en el pecado. En cuanto a los
tratos odiosos que os proponéis dar a mi cuerpo, sabed que os será imposible
violar a la esposa de Cristo.
Para poner fin a estos discursos, Pascasio
cortó en seco el interrogatorio y ordenó que condujesen
a la virgen a una casa de perdición.
FUERZAS
HUMANAS Y PODER DIVINO.
Le echan mano los
soldados para llevarla; pero quiso Dios que ninguna fuerza de hombres fuera
poderosa como para moverla del lugar donde estaba. Turbado Pascasio, comienza a sospechar que allí
interviene algún poder oculto, y recurre a la ciencia de los magos y de los
sacerdotes de los ídolos. Éstos tratan de producir encantamientos alrededor de
la valerosa cristiana; la bañan con agua infecta, para vencer los pretendidos
secretos de la magia que constituye su fuerza. Pero todos los sortilegios
fracasan. Uncen entonces varias yuntas de bueyes y los atan al cuerpo de la
heroína, pero ni aun así consiguen removerla del lugar.
Con ello se encona aún más el ánimo del
verdugo, que siente la inutilidad de su poder frente a la delicada víctima.
— ¿Qué
maleficios empleas? —le preguntó despechado.
—No necesitó recurrir a maleficios —respondió la virgen—; los beneficios de Dios son mi poder.
— ¿Cómo puedes
tú, mujer vulgar, resistir la fuerza de tantos hombres?
—Más de diez mil que trajeras, oirían lo que el Espíritu de Dios
me dice: «Mil caerán a tu derecha y diez mil a tu izquierda».
La rabia ahogaba a Pascasio, el cual se
mesaba los cabellos y gritaba desesperadamente.
— ¿Por qué te congojas y atormentas? —le dijo Lucía—; si conoces que soy templo de Dios, cree, y, si aún no estás
cierto de ello, no te faltarán pruebas hasta que lo conozcas.
Ante aquel
desafío, perdió el cruel perseguidor toda clase de consideraciones y mandó que
empapasen a la Santa en aceite, pez y resina y que le prendiesen fuego. Lucía, inmóvil en medio de
las llamas, dijo entonces: «He rogado a mi Señor Jesucristo que este fuego no me dañe, y
que dilate mi martirio para que los fíeles se animen a mantenerse firmes en su
fe y no teman los tormentos, y para que los infieles se confundan viendo lo
poco que pueden contra los siervos del Altísimo».
Pascasio pudo convencerse de que el fuego
respetaba el cuerpo virginal de su víctima. Entonces, uno de los satélites del
prefecto atravesó con una espada el cuello de la mártir la cual cayó bañada en
su sangre.
La abandonaron enseguida los verdugos y
pudieron los cristianos acercarse a ella.
—Perseverad animosos en la fe —les dijo la santa mártir—; os
anuncio el final de la persecución y la paz de la Iglesia. El castigo para los
enemigos de Dios no tardará. Así como mi hermana Águeda es protectora de
Catania, yo lo seré de Siracusa si sus habitantes quieren recibir la fe de
Cristo.
Dícese que un
sacerdote le llevó entonces la sagrada Eucaristía. Con tan precioso viático pudo emprender el camino hacia la
gloria. Lucía entró en el cielo con la doble corona de virgen y mártir el día
13 de diciembre del año 304.
Las predicciones de Lucía se cumplieron al
pie de la letra. Mucho tiempo hacía que Pascasio saqueaba la provincia de
Sicilia, por lo que eran numerosas las quejas presentadas contra él ante el
poder central. Acababa nuestra Santa de dar el último suspiro cuando llegaron
los encargados de depurar responsabilidades.
Habiéndosele
hallado culpable del delito que se le atribuía, fué condenado a muerte.
La era del paganismo terminaba en el crimen
y en la corrupción. Uno tras otro, los
emperadores Diocleciano, Galeno y Maximiano, perecieron con muerte violenta o
ignominiosa; y, pocos años más tarde, en el 312, Constantino alcanzaba la
victoria del puente Milvio, victoria que aseguraba a la Iglesia una paz
definitiva después de tres siglos de violentísima prueba.
RELIQUIAS
DE SANTA LUCIA. — CULTO A LA SANTA
El cuerpo de Santa Lucía fué enterrado en el
lugar de su martirio, en donde más tarde se levantó un oratorio. En la misma ciudad se edificó otra iglesia para depositar
en ella los preciosos restos. Se obraron allí tantos prodigios que las
reliquias de la Santa llegaron a ser objeto de conmovedora veneración, de modo
que fué pronto aquél lugar de fervorosas e inacabables peregrinaciones.
Asegura el Breviario romano que sus restos
fueron trasladados a Constantinopla y luego a Venecia; sin duda se trata de una
parte de sus reliquias, pues la Historia de los obispos de Metz cuenta que, en el siglo VIII, Furoaldo, duque de Espoleto, se adueñó de
Sicilia y mandó llevar el cuerpo de la Santa a Corfino, una de las ciudades de
su ducado, a la que quiso enriquecer con estas reliquias. Se cree que al
cuerpo le faltaban un brazo y la cabeza; la república de Venecia había obtenido
el brazo en Constantinopla y la cabeza había sido transportada a Roma.
Grandes fueron los
milagros obrados por Santa Lucía; se la
invocaba de modo especial contra las enfermedades de los ojos, sin duda porque
su nombre significa luz; de ahí
el nombre de «agua de santa Lucía» dado a cierto remedio que se usa para combatir las
dolencias de los ojos. Los fieles, con el polvo que recogían
de los pilares que sostenían la urna, hacían una especie de barro que se ponían
con plena confianza en los ojos. También se la
invoca contra los males de garganta por su género de muerte, y contra la
disentería, por el milagro de la curación de su madre.
En Siracusa han quedado el velo, la túnica y
las sandalias que llevaba la Santa en el momento del martirio. Estos objetos conservados en la iglesia de la Concepción,
son expuestos a la veneración de los fieles en la fiesta de Santa Lucía durante
tres días consecutivos. Los siracusanos conservan piadosamente el sepulcro de
su patrona en una vasta cripta, próxima a la iglesia de Santa Lucía di Fuori.
El nombre de Santa Lucía está inscrito en el
Canon de la Misa, después del de Santa Águeda. El sacramentarlo de San Gregorio
tiene una Colecta propia de la fiesta. El antifonario del mismo papa contiene
las antífonas que la Iglesia romana canta todavía hoy en honor de la Santa.
La representan
algunos artistas llevando los propios ojos en un platillo o bandeja.
Le atribuyen así erróneamente una actitud que
corresponde a cierto hecho referido en la vida de la Beata Lucía llamada la
Casta.
EL
SANTO DE CADA DÍA
POR
EDELVIVES.
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