SAN JUAN el Evangelista, a quien se distingue como “el discípulo amado de Jesús” y a quien a menudo se llama “el Divino” (es decir, el “Teólogo”), sobre todo entre los griegos y en Inglaterra, era un judío de Galilea, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, con quien desempeñaba el oficio de pescador.
Junto con su hermano, se hallaba Juan
remendando sus redes a la orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa
de llamar a su servicio a Pedro y a Andrés, llamó también a los otros dos
hermanos para que fuesen sus Apóstoles.
A éstos, el propio Jesucristo les puso el sobrenombre de Boanerges, o
sea “hijos del trueno” (cf. Lucas 9, 54),
aunque no está aclarado si lo hizo como una recomendación o bien a causa de la
violencia de su temperamento.
Se dice que San Juan era el más joven de los doce Apóstoles y que
sobrevivió a todos los demás; por otra parte, es el único sobre el cual se
tiene la certeza de que no murió en el martirio.
En el Evangelio que escribió se refiere a sí mismo, con cierto orgullo
justificado, como “el discípulo a quien Jesús amaba”,
y es evidente que era uno de los que ocupaban una posición de
privilegio.
El Señor quiso que estuviese presente, junto con Pedro y Santiago, en el
momento de Su transfiguración, así como durante Su agonía en el Huerto de los
Olivos.
En muchas otras ocasiones, Jesús demostró a Juan su predilección o su
afecto especial, mayor que hacia los otros, por consiguiente, nada tiene de
extraño desde el punto de vista humano, que la esposa de Zebedeo pidiese al
Señor que sus dos hijos llegasen a sentarse junto a Él, uno a la derecha y el
otro a la izquierda, en Su Reino.
Juan fue el elegido para acompañar a Pedro a la ciudad a fin de preparar
la cena de la última Pascua y, en el curso de aquel convite, Juan reclinó su
cabeza sobre el pecho de Jesús y fue a Juan a quien el Maestro indicó, no
obstante que Pedro formuló la pregunta, el nombre del discípulo que habría de
traicionarle.
Es creencia general la de que era Juan aquel “otro
discípulo” que entró con Jesús ante el tribunal de Caifás, mientras
Pedro se quedaba afuera.
Juan fue el único de los Apóstoles que permaneció al pie
de la cruz con la Virgen María y las otras piadosas mujeres y fue él quien
recibió el sublime encargo de tomar bajo su cuidado a la Madre del Redentor.
“Mujer,
he ahí a tu hijo”, murmuró Jesús a su Madre desde la cruz.
“He ahí a tu madre”,
le
dijo a Juan. Y desde aquel momento, el discípulo la
tomó como suya.
El Señor nos llamó a todos hermanos y nos
encomendó el amoroso cuidado de Su propia Madre, pero entre todos los hijos
adoptivos de la Virgen María, San Juan fue el primogénito.
Tan sólo a él le fue dado el privilegio de
tratar a María como si fuese su propia madre y el de honrarla, servirla y
cuidarla en persona.
Cuando María Magdalena trajo la noticia de que el sepulcro de Cristo se
hallaba abierto y vacío, Pedro y Juan acudieron inmediatamente y Juan, que era
el más joven y el que corría más de prisa, llegó primero.
Sin embargo, esperó a que llegase San Pedro y los dos juntos se
acercaron al sepulcro y los dos “vieron y creyeron”
que Jesús había resucitado.
A los pocos días, Jesús se les apareció por tercera vez, a orillas del
lago de Galilea, y vino a su encuentro caminando por la playa.
Fue entonces cuando interrogó a San Pedro
sobre la sinceridad de su amor, le puso al frente de Su Iglesia y le vaticinó
su martirio.
San Pedro, al caer en la cuenta de que San Juan se hallaba detrás de él,
preguntó a su Maestro, por solicitud hacia su compañero:
—“Señor, ¿qué hará este hombre?”
Y Jesús replicó:
—“Si
mi deseo es que se quede hasta que yo venga, ¿qué tiene eso que ver contigo?
Sígueme tú”.
Debido a aquella respuesta, no es sorprendente que entre los hermanos
corriese el rumor de que Juan no iba a morir, un rumor que el mismo Juan se
encargó de desmentir al indicar que el Señor nunca dijo: “No morirá”.
Después de la Ascensión de Jesucristo,
volvemos a encontrarnos con Pedro y Juan que subían juntos al templo y, antes de
entrar, curaron milagrosamente a un tullido.
Los dos fueron hechos prisioneros, pero se los dejó en libertad con la
orden de que se abstuviesen de predicar en nombre de Cristo, a lo que ambos
respondieron: “Si
es razón delante de Dios escucharos a vosotros antes que a Dios, juzgadlo
vosotros mismos. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que vimos y oímos”.
Después, los dos Apóstoles fueron
enviados a confirmar a los fieles que el diácono Felipe había convertido en
Samaría.
Cuando San Pablo fue a Jerusalén tras de su conversión se dirigió a
aquéllos que “parecían ser los pilares” de
la Iglesia, es decir a Santiago, Pedro y Juan, quienes confirmaron su misión
entre los gentiles y fue por entonces cuando San
Juan asistió al primer Concilio de los Apóstoles en Jerusalén.
Tal vez concluido éste, San Juan partió de Palestina para viajar al Asia
Menor.
No hay duda de que estaba presente cuando
murió la Virgen María, ya haya ocurrido el hecho en Jerusalén o en Éfeso.
San Ireneo afirma que Juan se estableció en Éfeso después del martirio
de San Pedro y San Pablo, pero es imposible determinar la época precisa.
De acuerdo con la tradición, durante el reinado de Domiciano,
San Juan fue llevado a Roma, donde quedó milagrosamente frustrado un intento
para quitarle la vida.
La misma tradición afirma que posteriormente
fue desterrado a la isla de Patmos, donde recibió las revelaciones celestiales
que escribió en su libro del Apocalipsis.
Después de la muerte de Domiciano, en el año 96, San Juan pudo regresar a
Éfeso, y es creencia general que fue entonces cuando escribió su Evangelio.
El mismo nos revela el objetivo que tenía presente al escribirlo. “Todas estas cosas las escribo
para que podáis creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al
creer, tengáis la vida en Su nombre”.
Su Evangelio tiene un carácter enteramente distinto al de los otros tres
y es una obra teológica tan sublime que, como dice Teodoreto, “está más allá del entendimiento
humano el llegar a profundizarlo y comprenderlo enteramente”.
La elevación de su espíritu
y de su estilo y lenguaje, está debidamente representada por el águila, que es
el símbolo de San Juan el Evangelista.
También escribió el Apóstol tres epístolas: a la primera se le llama Católica, ya que está
dirigida a todos los otros cristianos, particularmente a los que él convirtió,
a quienes insta a la pureza y santidad de vida y a la precaución contra las
artimañas de los seductores. Las otras dos son
breves y están dirigidas a determinadas personas: una, probablemente a
la Iglesia local, y la otra a un tal Gayo, un comedido instructor de
cristianos.
A lo largo de todos sus escritos, impera el
mismo inimitable espíritu de caridad.
No es éste el lugar para hacer referencias a las objeciones que se han
hecho a la afirmación de que San Juan sea el autor del cuarto Evangelio.
Los más antiguos escritores hablan de la decidida oposición de San Juan a
las herejías de los ebionitas y a los seguidores del gnóstico Cerinto.
En cierta ocasión, cuando Juan iba a los baños, se enteró de que Cerinto
estaba en ellos y entonces se devolvió y comentó con algunos amigos que le
acompañaban: “¡Vámonos,
hermanos y a toda prisa, no sea que los baños en donde está Cerinto, el enemigo
de la verdad, caigan sobre su cabeza y nos aplasten”.
Dice San Ireneo que fue informado de este incidente por el propio San
Policarpo, el discípulo personal de San Juan.
Por su parte, Clemente de Alejandría relata que en cierta ciudad cuyo
nombre omite, San Juan vio a un apuesto joven en la congregación y, con el
íntimo sentimiento de que mucho de bueno podría sacarse de él, lo llevó a
presentar al obispo a quien él mismo había consagrado.
“En presencia de Cristo y ante esta congregación,
recomiendo este joven a tus cuidados”.
De acuerdo con las recomendaciones de San Juan, el joven se hospedó en
la casa del obispo, quien le dio instrucciones, le mantuvo dentro de la
disciplina y a la larga lo bautizó y lo confirmó. Pero desde entonces, las atenciones
del obispo se enfriaron, el neófito frecuentó las malas compañías y acabó por
convertirse en un asaltante de caminos. Transcurrió algún tiempo, y San Juan
volvió a aquella ciudad y pidió al obispo: “Devuélveme
ahora el cargo que Jesucristo y yo encomendamos a tus cuidados en presencia de
tu iglesia”. El obispo se sorprendió creyendo que se
trataba de algún dinero que se le había confiado, pero San Juan explicó que se
refería al joven que le había presentado y entonces el obispo exclamó: “¡Pobre joven! Ha muerto”.
—“¿De
qué murió?”, preguntó San Juan.
Al oír estas palabras, el anciano Apóstol pidió un caballo y un guía
para dirigirse hacia las montañas donde los asaltantes de caminos tenían su
guarida. Tan pronto como se adentró por los tortuosos senderos de los montes,
los ladrones le rodearon y le apresaron.
—“Para
esto he venido”, gritó San Juan.
—“¡Llevadme
con vosotros!” Al llegar a la guarida, el joven
renegado reconoció al prisionero y trató de huir, lleno de vergüenza.
Pero Juan le gritó para detenerle:
—“¡Muchacho!
¿Por qué huyes de mí, tu padre, un viejo y sin armas? Siempre hay tiempo para
el arrepentimiento. Yo responderé por ti ante mi Señor Jesucristo y estoy
dispuesto a dar la vida por tu salvación. Es Cristo quien me envía”.
El joven escuchó estas palabras inmóvil en
su sitio; luego bajó la cabeza y, de pronto, se echó a llorar y se acercó a San
Juan para implorarle, según dice Clemente de Alejandría, un segundo bautismo.
Por su parte, el Apóstol no quiso abandonar la guarida de los ladrones hasta
que el pecador quedó reconciliado con la Iglesia.
Aquella caridad que inflamaba su alma, deseaba
infundirla en los otros de una manera constante y afectuosa.
Dice San Jerónimo en sus escritos que, cuando
San Juan era ya muy anciano y estaba tan debilitado que no podía predicar al
pueblo, se hacía llevar en una silla a las asambleas de los fieles de Éfeso y
siempre les decía estas mismas palabras: “
Hijitos míos, amaos entre vosotros”.
Alguna vez le preguntaron por qué
repetía siempre la frase, respondió San Juan: “Porque
ése es el mandamiento del Señor y si lo cumplís ya habréis hecho bastante”.
San Juan murió pacíficamente en Éfeso hacia el tercer año del reinado de
Trajano, es decir hacia el año cien de la era cristiana, cuando tenía la edad
de noventa y cuatro años, de acuerdo con San Epifanio.
Según los datos que nos proporcionan San
Gregorio de Nissa, el Breviariam sirio de principios del siglo quinto y el Calendario
de Cartago, la práctica de celebrar la fiesta de San Juan el Evangelista
inmediatamente después de la de San Esteban, es antiquísima.
En el texto original del martirologio Hieronymianum (alrededor del año 600
P.C.), la conmemoración parece haber sido anotada de esta manera: “La Asunción de San Juan el Evangelista en Efeso y la
ordenación al episcopado de Santo Santiago, el hermano de Nuestro Señor y el
primer judío que fue ordenado obispo de Jerusalén por los Apóstoles y que
obtuvo la corona del martirio en el tiempo de la Pascua”. Era de
esperarse que en una nota como la anterior, se mencionaran juntos a Juan y a
Santiago, los hijos de Zebedeo; sin embargo, es evidente que el Santiago a
quien se hace referencia, es el otro, el hijo de Alfeo, a quien ahora se honra
junto con San Felipe el 1de Mayo.
La frase “Asunción de San Juan”, resulta interesante puesto que se
refiere claramente a la última parte de las apócrifas “Actas de San Juan”.
La errónea creencia de que San Juan, durante los últimos días de su vida
en Efeso, desapareció sencillamente, como si hubiese ascendido al cielo en
cuerpo y alma, puesto que nunca se encontró su cadáver, una idea que surgió sin
duda de la afirmación de que aquel discípulo de Cristo “no
moriría”, tuvo gran difusión y aceptación a fines del siglo II.
Por otra parte, de acuerdo con los griegos, el lugar de su sepultura en
Efeso era bien conocido y aun famoso por los milagros que se obraban en él. El
Acta Johannis, que ha llegado hasta nosotros en forma imperfecta y que ha sido
condenada a causa de sus tendencias heréticas, por autoridades en la materia
tan antiguas como Eusebio, Epifanio, Agustín y Toribio de Astorga, contribuyó
grandemente a crear una leyenda tradicional.
De estas fuentes o, en todo caso, del pseudo Abdías, procede la historia
en base a la cual se representa con frecuencia a San Juan con un cáliz y una
víbora.
Se cuenta que Aristodemus, el sumo sacerdote de Diana en Efeso, lanzó un
reto a San Juan para que bebiese de una copa que contenía un líquido
envenenado.
El Apóstol apuró el veneno sin sufrir daño alguno y, a raíz de aquel milagro,
convirtió a muchos, incluso al sumo sacerdote. En ese incidente se funda
también sin duda la costumbre popular que prevalece sobre todo en Alemania, de
beber la Johannis-Minne, la copa amable o poculum charitatis, con la que se
brinda en honor de San Juan. En la ritualia medieval hay numerosas fórmulas
para ese brindis y para que, al beber la Johannis-Minne, se evitaran los
peligros, se recuperara la salud y se llegara al cielo.
VIDAS
DE LOS SANTOS
DE
BUTLER.
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