El santo Papa Pio V de este nombre, fué de la noble familia de
los Gisleris o Gisler, originaria de Bolonia; y nació el año de 1504 en Bosco,
población corta a dos leguas de Alejandría de la Palla, en el obispado de
Tortona. Le llamaron Miguel en el bautismo, y el primer cuidado de sus
virtuosos padres fué darle una educación cristiana, en la que les dejó poco que
hacer el buen natural del niño, propenso por sí mismo a la virtud. Era
apacible, modesto, dócil y amigo de complacer a todos. Casi desde la cuna
profesó una tierna y ferviente devoción a la santísima Virgen, que fué parte de
su distintivo o de su carácter; pocos siervos de esta Señora le excedieron en
el fervor y en el celo por todo lo que tocaba a su servicio.
Crecía Miguel en edad, en juicio y en
prudencia, cuando sus padres, poco favorecidos de los bienes de fortuna,
pensaron en que aprendiese algún oficio con que poder mantenerse; pero eran muy
distintos los designios de la divina Providencia acerca de aquella grande alma.
Apenas conocía Miguel al mundo, y ya pensaba en dejarlo; a los doce años de su edad resolvió hacerse religioso, y
la divina Providencia le facilitó los medios.
Habiendo pasado
por el lugar de Bosco dos religiosos de santo Domingo, tuvieron precisión de
detenerse algunos días. Les habló nuestro Miguel; y prendados ellos del
anticipado juicio, prudencia y capacidad del niño, e informados de sus piadosos
deseos, se ofrecieron a llevarle consigo al convento de Voghere, y a cuidar de
su instrucción si se inclinaba a abrazar el instituto. No podían hacerle
oferta que fuese más conforme a su inclinación; se arrojó a sus pies, y les
pidió con lágrimas que le cumpliesen la palabra y le hiciesen aquella caridad.
Con el consentimiento de sus padres partió en compañía de aquellos religiosos,
los cuales conocieron desde luego que Dios destinaba para alguna cosa grande a
su pequeñito ahijado. Hizo tan asombrosos progresos en las letras humanas y en
la virtud, que cuanto antes se dieron priesa a vestirle el santo hábito. Lo recibió
a los quince años de su edad, y le enviaron al convento de Vigevano para hacer
el noviciado. En vista del fervor y de la perfección
con que se portó en él, todos esperaron que la religión había de tener con el
tiempo en fray Miguel un insigne santo, y que sería sin duda uno de los más
brillantes ornamentos de la orden.
Los rápidos progresos que hizo en la virtud
y en las ciencias, comenzaron a comprobar esta especie de predicción. Apenas
acabó los estudios, cuando le dedicaron al magisterio, que desempeñó con el
mayor lucimiento; y habiéndole hecho prior de los conventos de Vigevano, Sancino
y Alba, no mereció menos reputación su insigne talento para el gobierno. En todas
partes restauró la disciplina religiosa, y en todas resucitó el primitivo
espíritu de su santo patriarca. En la felicidad con que promovió la
observancia, tenían más parte sus ejemplos, que sus palabras. Era el primero en
el coro y en todos los actos de comunidad, sin persuadirse que sus estudios, su
magisterio y el celo con que atendía a la salvación de los prójimos, fuesen títulos
suficientes para eximirse dé la disciplina regular. Humilde, pobre y en extremo
mortificado, representaba en su persona una viva copia de los Pacomios, de los
Hilariones y de los otros maestros de la perfección monástica.
La fama de tantas y tan eminentes virtudes
le sacó presto de su amado retiro. Le nombraron inquisidor en Como para el Milanés
y toda la Lombardía, y en este importante empleo se señaló mucho su celo, su
prudencia y su virtud. Pero donde se hizo mas visible
el fruto de sus sermones, y donde principalmente sobresalió su vigilancia, fué
en la Valtelina y en el condado de Chavanes, por ser allí donde estaba más
extendido el veneno de la herejía. Fueron
tantos los herejes que se convirtieron, que en poco tiempo mudó de semblante
todo aquel país. La fama de estos sucesos movió a que le nombrasen comisario general
de la Inquisición el año 1551; y cuatro años después fue nombrado vicario del inquisidor
general. No es fácil explicar, ni lo mucho que hizo, ni lo mucho que padeció en
este empleo. Declarado el azote de los herejes, fué también el blanco de su
odio; pero nunca le acobardaron ni los lazos que le armaban, ni los peligros a
que estaba expuesta su vida: el celo y la caridad mantenían su intrepidez, y el
fruto que hacia le alentaba.
Bien informado
de su mérito el papa Paulo IV, le hizo obispo de Nepi
y de Sutri en Toscana, dos iglesias que gobernaba un solo obispo. A pesar de su
humildad y de su resistencia, fué necesario obedecer. Aun brilló más su virtud
en la dignidad de obispo, que, en el retiro del claustro, y luego que el papa
le trató un poco más de cerca, le creó cardenal. Viéndose en esta elevada
dignidad, se consideró en obligación de ser más religioso, más mortificado y más
humilde. Se
llamó el cardenal Alejandrino, por ser Alejandría de la Palla la ciudad más
inmediata al oscuro y desconocido lugar de su nacimiento; y se puede decir que
el esplendor de la púrpura solo contribuyó a que se hiciese más visible su
modestia, y brillasen más todas las otras virtudes.
Muerto Paulo IV, su sucesor Pio IV no hizo menos aprecio de nuestro santo cardenal. Le confirmó en
la suprema dignidad de inquisidor general que le había conferido su predecesor;
se sirvió de él en los negocios más importantes de la Iglesia; le dio todos los
testimonios posibles de la confianza que le merecía, y le transfirió del obispado
de Nepi y de Sutri al de Mondovi en el Piamonte, que tenía gran necesidad de un
obispo como este.
Se enterneció en vista del lastimoso estado
en que encontró su diócesis; era un espeso erial; más en poco tiempo restauró
la disciplina, y con la reformación de costumbres introdujo la devoción. Sus ejemplos y su dulzura hacían tantas conversiones como
sus palabras; no había resistencia a la modestia, a la vida ejemplar y
penitente de un obispo tan grande, de un inquisidor general y de un cardenal
tan santo.
Habiendo muerto en 1565 el papa Pio IV, fué
colocado nuestro santo en la silla de san Pedro a solicitud de san Carlos Borromeo.
Apenas se habrá visto en la Iglesia de Dios papa más universalmente aplaudido. El
clero, el pueblo romano y todos los príncipes de la cristiandad se prometieron
desde luego las mayores bendiciones del cielo en su pontificado. Dio principio a
su gobierno arreglando su familia, para que sirviese de ejemplo a toda la corte
romana; y habiendo persuadido a los cardenales que ejecutasen lo mismo, se
introdujo la reforma tan visiblemente en toda la ciudad, que en pocos días
pareció otra. Obligó a los obispos a que residiesen, o a que renunciasen sus
obispados. Restituyó el culto divino a toda su majestad; hizo reflorecer en
todas las comunidades religiosas la observancia y el fervor; desterró los desórdenes
que se cometían en las tabernas, y prohibió casi todos los espectáculos
públicos; dotó las doncellas pobres para librarlas de los peligros, y sacó a
muchas de ellas de su mala vida; restableció la exactitud y la integridad en la
policía y en la administración de la justicia; y publicó otros muchos reglamentos
muy saludables para todo el clero secular y regular.
No se limitaba su solicitud
pastoral a los estados pontificios; toda la cristiandad experimentó los efectos
del celo y de la vigilancia de su santo pastor. Animada
y orgullosa la herejía con la rapidez de sus progresos, y sostenida por la
licencia de los grandes y por la ignorancia de los pueblos, hacia lastimosos estragos
en Alemania, en Francia y en los Países Bajos. No
perdonó el santo papa a desvelos, cuidados, fatigas, arbitrios y diligencias
para contenerlos. Envió legados a todas las cortes; despachó celosos misioneros
a todas las iglesias afligidas; y expendió todo el patrimonio de san Pedro en
ayudar a los príncipes a reprimir los enemigos de la religión y del estado. A
la vigilancia y a la solicitud de este santo pontífice deben la ciudad de Aviñón
y el condado Venesino el haber sido preservados de la herejía; la Francia y los
Países Bajos no experimentaron menores efectos de su vigilancia pastoral.
Reconociendo Carlos IX que debia no menos a
las oraciones del santo papa, que a las tropas y dinero con que le había socorrido,
las dos famosas victorias que consiguió de los hugonotes en la batalla de
Jarnac y en la de Moncontour, le envió muchos estandartes. El duque de Alba
confesó que se le debia la conservación de Flandes; y en Alemania apenas se
mantuvo la religión sino a costa del celo y de la inagotable caridad de este
gran santo. Ni esta se limitó a la Europa sola; se extendió hasta la América,
hasta las Indias, hasta los últimos confines del Japón, donde los misioneros y
los neófitos se mantuvieron algún tiempo a expensas del heroico pontífice.
No es fácil
imaginar celo más ardiente, más puro, ni más universal; no había hombre
apostólico a quien no animase con sus ejemplos, a quien no sostuviese con sus
oraciones, a quien no alentase con sus socorros. Perfectamente instruido de la
santidad y de la utilidad de la nueva Compañía de Jesús, no solo se declaró su
protector, sino su padre. Admiraba su instituto, ensalzaba continuamente los
gloriosos trabajos de sus hijos, la colmó de favores, de gracias y de
privilegios con cuatro bulas que contienen el más bello elogio que se puede
hacer de la Compañía.
Mas al mismo tiempo que
trabajaba tan infatigablemente en conservar la fe dentro de Europa, y en extenderla
por el nuevo mundo, no perdonaba á diligencia alguna para atajar los progresos
que iba haciendo el enemigo común del nombre cristiano. Luego que ascendió al
sumo pontificado, envió cuantiosos socorros a la isla de Malta, para que se
reparase de lo que había padecido en el sitio que defendió tan gloriosamente
contra Solimán II, emperador dé los turcos. Habiendo su hijo, el sultán Selim
II, roto el tratado que se había hecho con los venecianos, y apoderándose de la
isla de Chipre, amenazaba a Malta, Venecia, Sicilia y a toda la cristiandad. Se
llenó toda de terror, sin esperar consuelo ni esperanza sino de lo mucho que
podían con Dios las oraciones del santo papa. No fué vana esta confianza de los
fieles. Juntó el santo pontífice sus fuerzas con las de los príncipes
cristianos, y agotó, por decirlo así, los tesoros de la Iglesia para tan
gloriosa empresa. La armada otomana, compuesta de doscientas galeras, y de casi
setenta fragatas y bergantines, había echado áncoras en el golfo de Lepanto,
persuadida que la escuadra cristiana no tendría valor para salir de los puertos;
pero se engañó, porque al amanecer del dia 7 de octubre comenzó a entrar en el
golfo. El señor don Juan de Austria que la mandaba, y Marco Antonio Colona,
general de las tropas de la Iglesia, viendo que la armada turca venía a toda
vela hacia ellos, dieron la señal de acometer, enarbolando el estandarte que habían
recibido de mano de su Santidad.
Apenas se desplegó la
imagen de un crucifijo, que se dejaba ver bordada en medio del estandarte, cuando
postrada toda la escuadra cristiana, la adoró profundamente, saludándola con
grandes gritos de alegría; y hecha una breve, pero fervorosa oración, se vino a
las manos. El viento que favorecía a la armada otomana, se mudó de repente, y
desde el principio del combate se declaró en favor de los cristianos; y
mientras el santo papa, como otro Moisés, levantaba las manos al cielo, las
armas cristianas consiguieron la más completa y más gloriosa victoria que jamás
se hubiese visto. Fué este glorioso dia el 7 de octubre de 1571. Perdieron los
turcos más de treinta mil hombres, con su general o almirante Ali-bajá, y más
de trescientas embarcaciones entre galeras y otros barcos. Se hicieron cinco
mil prisioneros, y recobraron la libertad cerca de veinte mil cautivos
cristianos; fué inmenso el botín, y el fiero enemigo del nombre cristiano quedó
consternado y abatido. Después de Dios se atribuyó toda la gloria de este memorable
dia al santo pontífice Pio, que desde que salió de Roma el almirante Colona
para hacerse a la vela, no había cesado de afligir con nuevas penitencias su cuerpo
ya extenuado por las enfermedades, orando continuamente, y disponiendo que
todos orasen en públicas rogativas por el buen suceso de las armas cristianas;
y mientras el santo papa de dia y de noche derramaba torrentes de lágrimas en
la presencia del Señor, en el mismo instante en que los cristianos triunfaban
de los turcos, le reveló el cielo en una especie de éxtasis aquella grande
victoria.
Estaba hablando su Santidad con algunos
prelados en el palacio del Vaticano, y a lo mejor de la conversación los dejó
de repente; abrió una ventana, fijó los ojos en el cielo, y estuvo inmóvil un
gran rato; volvió en sí de aquella suspensión, y dirigiéndose a los prelados,
les dijo: No es tiempo de hablar de negocios, id luego a dar gracias a
Dios por la célebre victoria que nuestra armada naval acaba de conseguir de los
turcos; y
postrándose el santo papa a los pies de un
crucifijo, pasó en oración lo restante de aquel dia. Hasta catorce días después
no pudo llegar la posta, y sus pliegos acreditaron la verdad de la revelación,
y la puntualidad con que el cielo le había anticipado la noticia.
Entre las
oraciones públicas que mandó hacer en acción de gracias, la tierna devoción que
profesaba a la Santísima Virgen le movió a instituir una fiesta particular el
dia 7 de octubre, con el título de Nuestra Señora de la
Victoria, en reconocimiento de la que esta soberana Reina había alcanzado de su
Hijo en favor de los cristianos. Gregorio XIII, su sucesor, fijó esta fiesta al primer domingo
del mismo mes, con el título de Nuestra Señora de la
Victoria, y del santo Rosario, cuya fiesta se celebraba ya antes con mucha devoción
y solemnidad el dia 25 de marzo.
No sobrevivió mucho tiempo el santísimo
pontífice a esta célebre victoria, que tanto abatió el poder y el orgullo del
imperio otomano, y llenó de tanto gozo a toda la Iglesia católica. Oprimido con
la fatiga de sus apostólicos trabajos, extenuado al rigor de sus ayunos y excesivas
penitencias, y consumido con los ardores de su celo, tuvo algún presentimiento de
su cercana muerte. Por el mes de marzo se le avivaron extraordinariamente los
dolores de piedra, que le atormentaban muchos años había; y reconociendo que se
iba acercando su fin, dobló también su fervor. Quiso visitar por la última vez
las siete iglesias de Roma, y lo hizo con singularísima ternura y devoción.
Aunque se sentía tan malo, y padecía vivísimos y continuos dolores, nunca quiso
dispensarse en la abstinencia ni en el ayuno de la cuaresma. Durante su enfermedad
se reconcilió todos los días, y celebró el santo sacrificio de la misa hasta
que no pudo hacerlo. Mandó que le administrasen la santa unción, y se le oía
repetir muchas veces: Estoy lleno de alegría, sabiendo que presto he de ir a la casa
del Señor.
En fin, después de una breve agonía, que pudo parecer una especie de oración, este gran papa murió con la muerte de los justos, el dia primero
de mayo de 1572, en el sexto de su pontificado y a los setenta y ocho de su
edad.
Fué universal la aflicción
y sentimiento, no solo en Roma, sino en toda la cristiandad. No hubo pontífice
más tierno ni más generalmente llorado. Cuanto más se afligieron los cristianos
con su muerte, tanto más la celebraron los turcos, porque le miraban como el más
terrible enemigo de la potencia otomana. Estuvo expuesto su santo cuerpo en la
iglesia de san Pedro por espacio de cuatro días, en los cuales fué inmenso el
pueblo que acudió a venerarle, y fué acompañada su devoción de muchos milagros.
Diez y seis años
después de su muerte, el papa Sixto V hizo levantar un magnifico mausoleo en la
Iglesia de Santa María la Mayor, adonde fueron trasladadas con grande solemnidad
sus preciosas reliquias. Los muchos y grandes milagros que ha obrado el Señor
por intercesión de este gran siervo suyo, después de su muerte, y aun durante
su vida, movieron al papa Clemente X a beatificarle solemnemente el dia primero
de mayo del año de 1672; y finalmente, la Santidad de Clemente XI le puso en el
catálogo de los santos por bula de su canonizaron que expidió en 4 de agosto de
1711; acreditando bien la magnificencia con que en todas partes se celebra su
fiesta, la singular devoción y veneración que todos los fieles profesan a este
gran santo.
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