San Ignacio, obispo de Antioquía,
llamado también Teoforo, esto es, Puerta de Dios, vivió en el primer siglo de la Iglesia. Fue discípulo de los Apóstoles y
especialmente de S. Juan. Por ellos fue bautizado y después ordenado
obispo de la iglesia de Antioquía, fundada y gobernada, primero por S. Pedro, y
en donde los discípulos de Jesucristo tomaron el nombre de cristianos.
Tomó S. Ignacio el gobierno de aquella iglesia después de la muerte de
S. Evodio, sucesor de S. Pedro y muerto en el año 69 del Señor; bien que el
padre Orsi adopta la opinión de otros, que pretenden que S. Ignacio sucedió
inmediatamente a S. Pedro. Gobernó el Santo aquella iglesia con tanto celo que
todas las iglesias de la Siria recorrían a él como a un oráculo. En la persecución de Domiciano tuvo que
sufrir muchos trabajos y fatigas, exponiendo a grande riesgo su vida por la
conservación de la fe y alentando a todos para que no prevaricasen. Por lo demás
desde
entonces suspiró por el martirio y acostumbraba decir que no creía amar a
Jesucristo sino cuando hubiese dado por él su vida.
Muerto Domiciano en el año 96, y habiéndole sucedido Nerva, calmó la
tempestad. Pero en este tiempo
no dejaban los herejes de turbar la paz de la Iglesia, por lo cual escribiendo
el Santo a los fieles de Esmirna les exhortaba a que se guardasen de hablar con
aquellos: «Contentaos,
les decía, de rogar a Dios por ellos, que se abstienen de la Eucaristía, porque
niegan que en ella se contenga la carne de Jesucristo, el cual padeció por
nuestros pecados.»
En el año 105 volvió a levantarse
la tempestad bajo el imperio de Trajano, el cual después de haber vencido los
Scitas y los Dacios, a fin de honrar a sus dioses, obligó a todos con su edicto
que sacrificasen en honor de aquellos, bajo pena de muerte. Caminando posteriormente contra los partos,
y volviéndose a encontrar en Antioquia, oyó decir allí el grande celo y copioso
fruto con que S. Ignacio propagaba la religión cristiana. Le llamó Trajano a
su presencia y le dijo:
— ¿Eres tú aquel infame demonio, llamado
Teoforo, que te complaces en violar nuestros mandatos acerca de los sacrificios
a nuestros dioses y seduces este pueblo predicando la ley de Cristo?
— Respondió Ignacio: Sí, Príncipe,
me llamo Teoforo; pero Teoforo no puede ser llamado demonio, porque los demonios
van siempre distantes de los siervos de Dios. Si me llamas demonio porque les
inquieto disipando sus imposturas y acechanzas, ya merezco tal nombre.
— Le preguntó Trajano que
significaba el nombre de Teoforo; y le respondió: significa
Puerta de Dios.
Replicó Trajano: — ¿Tú llevas a Dios en tu corazón? ¿No tenemos también
nosotros en nuestro seno los dioses que nos protegen?
— Entonces Ignacio santamente indignado exclamó: — Es un error, o
príncipe, dar el nombre de dioses a los demonios que adoráis vosotros; uno es
el único y verdadero Dios, criador del cielo y de la tierra; y no hay más que
un solo Jesucristo su único Hijo.
— Replicó el Emperador: — ¿Hablas tú de aquel que fue crucificado por Pilatos?
— Y replicó el Santo: — Sí, de aquel
hablo, que condenó a los malvados demonios a estar debajo los pies de los
cristianos que llevan a Jesucristo en su corazón.
— Añadiéndole que Trajano y todo su imperio hubieran sido muy
felices si hubiesen creído en Jesucristo. Pero el emperador no quiso escucharle
más en este punto, y le prometió hacerle sacerdote de Júpiter y presidente del
senado si quisiese sacrificar a sus dioses. Respondió el Santo, que a él le bastaba el ser
sacerdote de Jesucristo, por quien deseaba derramar su sangre. Indignado
entonces Trajano, pronunció la sentencia que Ignacio fuese conducido a Roma en
cadenas, para ser arrojado a las fieras y servir de espectáculo al pueblo
romano.
San Ignacio oída la sentencia levantó los ojos al cielo y exclamó: — Gracias os doy, Señor, de haberos dignado concederme el
beneficio de que pueda daros una prueba de mi amor con el sacrificio de mi
vida; y por esto anhelo ardientemente ser devorado de las fieras y ofreceros de
este modo el sacrificio de todo mi ser.
— Presentó después las manos a
las cadenas, besándolas de rodillas y abrazándolas con alegría. Recomendó después
a Dios con lágrimas a su Iglesia, y entregado luego a los soldados, fue
conducido a Seleucia con dos de sus diáconos, Filón y Adatopode, los cuales se
cree escribieron después las actas de su martirio; y de Seleucia paso a Esmirna. Donde quiera pasaba el
Santo no dejaba de confortar a los fieles a perseverar en la fe y en la oración,
a amar los bienes del cielo, y despreciar los de la tierra. Los cristianos acudían
a tropel a su encuentro, para recibir de él la bendición; especialmente los
obispos y sacerdotes de las iglesias del Asia, venían en cuerpo a saludarle y
viéndole caminar tan alegre a la muerte, lloraban enternecidos. Llegado a Esmirna abrazó a S. Policarpo,
consolándose los dos recíprocamente, y desde allí escribió tres cartas a las
iglesias de Efeso, de Magnesia, y de Tralia, llenas de unción del Espíritu
Santo. Entre otras causas escribía a los fieles de Efeso:
— «Yo llevo mis cadenas por Jesucristo, que
son para mí perlas espirituales, y de las cuales estoy más satisfecho que de
todos los tesoros del mundo.»
Sabiendo después que algunos
habitantes de Efeso debían pasar de Esmirna a Roma por un camino más corto que
el suyo, escribió con esta ocasión a los fieles de Roma la más célebre de sus cartas.
La carta es algo extensa y no haré más que transcribir sucintamente los pasajes
más notables. «Dejadme
que sea pasto de las fieras y que por su medio llegue a la posesión de mi Dios.
Trigo soy de Dios y debo ser molido por los dientes de las fieras, para ser después
puro pan de Jesucristo. ¡Cuánto deseo yo hallar aquellos brutos prontos a
devorarme! Yo mismo los excitaré para que acaben pronto su obra y que no me
respeten como han hecho con otros mártires; y aun cuando no quisiesen venir les
obligaré a que me devoren. Perdonadme, hijos míos, yo bien sé lo que me
conviene. Ahora empiezo a ser discípulo de Cristo, pues nada deseo de lo
visible para encontrar mejor a Jesucristo. Vengan sobre mí el fuego, la cruz,
las fieras, el rompimiento de huesos, la división de miembros, el destrozo del
cuerpo y todos los tormentos que inventó el demonio, con tal que me una con
Jesucristo. Mejor es para mí morir por Jesucristo que empuñar el cetro del
universo. Perdonadme, hermanos míos; no me impidáis el llegar a la vida
inmortal, ni os opongáis a la muerte de mi cuerpo. Dejadme imitar la pasión de
mi Dios y no me tengáis envidia por la dicha que me cabe; y si cuando estuviere
junto a vosotros de otro modo os hablase, no me escuchéis, atended únicamente a
lo que ahora os escribo. El objeto de mi amor ha sido crucificado. No deseo
otro manjar corruptible, sí únicamente el pan incorruptible de la vida, que es
la carne de Jesucristo y la bebida de su sangre. Si llego a consumar mi
sacrificio, señal será que vosotros lo habéis querido y que verdaderamente me amáis.»
Habiendo llegado a Troades escribió desde allí otras cartas a Filadelfia,
á Esmirna y una a su amigo S. Policarpo, a quien recomendó la iglesia de Antioquía.
Pero temiendo los soldados llegar a Roma demasiado tarde, pues estaban para
concluir los juegos públicos; redoblaron el camino con gran contento del Santo,
que anhelaba llegar presto a su suplicio. Al
entrar en Roma acudieron los cristianos á tropel para verle y saludarle. Estos,
como dice Fleury, tenían el proyecto de persuadir al pueblo que rehusase la
muerte de Ignacio; pero el Santo les expuso lo mismo que había escrito en su
carta y les aquietó. Luego que hubo entrado
en Roma se arrodilló con los demás cristianos, ofreciéndose a Dios por el próximo
sacrificio de su vida y rogó por la paz de la Iglesia. Inmediatamente fue
conducido al anfiteatro, adonde habían acudido innumerable número de gentiles.
Al momento que escuchó los rugidos de las fieras repitió aquellas sus palabras:
“Trigo soy de Dios, molido debo ser por los
dientes de las bestias para ser ofrecido como pan puro a Jesucristo”. En un instante fue
el Santo devorado por los leones como tanto había deseado, ya punto de espirar
se le oyó pronunciar el nombre santo de Jesucristo. No quedó de su cuerpo sino
los huesos más duros los cuales fueron recogidos por sus dos diáconos y
transportados a Antioquía. En la siguiente noche se les apareció S. Ignacio
coronado de luces refulgentes. Aconteció su martirio a 20 de diciembre del año 107. Después
de la destrucción de Antioquía por los Sarracenos, las reliquias del Santo
fueron llevadas a Roma en la iglesia de S. Clemente, donde ahora se veneran con
la mayor devoción. Las actas del martirio de san Ignacio se hallan en la colección
que hizo Ruinart de las Actas sinceras de los
mártires.
“TRIUNFOS de LOS MARTIRES”
POR S. ALFONSO M. LIGORIO
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