jueves, 9 de mayo de 2019

VICTORIA DE LOS MÁRTIRES: SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA.




   San Ignacio, obispo de Antioquía, llamado también Teoforo, esto es, Puerta de Dios, vivió en el primer siglo de la Iglesia. Fue discípulo de los Apóstoles y especialmente de S. Juan. Por ellos fue bautizado y después ordenado obispo de la iglesia de Antioquía, fundada y gobernada, primero por S. Pedro, y en donde los discípulos de Jesucristo tomaron el nombre de cristianos.

   Tomó S. Ignacio el gobierno de aquella iglesia después de la muerte de S. Evodio, sucesor de S. Pedro y muerto en el año 69 del Señor; bien que el padre Orsi adopta la opinión de otros, que pretenden que S. Ignacio sucedió inmediatamente a S. Pedro. Gobernó el Santo aquella iglesia con tanto celo que todas las iglesias de la Siria recorrían a él como a un oráculo. En la persecución de Domiciano tuvo que sufrir muchos trabajos y fatigas, exponiendo a grande riesgo su vida por la conservación de la fe y alentando a todos para que no prevaricasen. Por lo demás desde entonces suspiró por el martirio y acostumbraba decir que no creía amar a Jesucristo sino cuando hubiese dado por él su vida.

   Muerto Domiciano en el año 96, y habiéndole sucedido Nerva, calmó la tempestad. Pero en este tiempo no dejaban los herejes de turbar la paz de la Iglesia, por lo cual escribiendo el Santo a los fieles de Esmirna les exhortaba a que se guardasen de hablar con aquellos: «Contentaos, les decía, de rogar a Dios por ellos, que se abstienen de la Eucaristía, porque niegan que en ella se contenga la carne de Jesucristo, el cual padeció por nuestros pecados.»

   En el año 105 volvió a levantarse la tempestad bajo el imperio de Trajano, el cual después de haber vencido los Scitas y los Dacios, a fin de honrar a sus dioses, obligó a todos con su edicto que sacrificasen en honor de aquellos, bajo pena de muerte. Caminando posteriormente contra los partos, y volviéndose a encontrar en Antioquia, oyó decir allí el grande celo y copioso fruto con que S. Ignacio propagaba la religión cristiana. Le llamó Trajano a su presencia y le dijo:

   — ¿Eres tú aquel infame demonio, llamado Teoforo, que te complaces en violar nuestros mandatos acerca de los sacrificios a nuestros dioses y seduces este pueblo predicando la ley de Cristo?

   — Respondió Ignacio: Sí, Príncipe, me llamo Teoforo; pero Teoforo no puede ser llamado demonio, porque los demonios van siempre distantes de los siervos de Dios. Si me llamas demonio porque les inquieto disipando sus imposturas y acechanzas, ya merezco tal nombre.

   — Le preguntó Trajano que significaba el nombre de Teoforo; y le respondió: significa Puerta de Dios.

   Replicó Trajano: — ¿Tú llevas a Dios en tu corazón? ¿No tenemos también nosotros en nuestro seno los dioses que nos protegen?

   — Entonces Ignacio santamente indignado exclamó: — Es un error, o príncipe, dar el nombre de dioses a los demonios que adoráis vosotros; uno es el único y verdadero Dios, criador del cielo y de la tierra; y no hay más que un solo Jesucristo su único Hijo.

   — Replicó el Emperador: — ¿Hablas tú de aquel que fue crucificado por Pilatos?

   — Y replicó el Santo: — Sí, de aquel hablo, que condenó a los malvados demonios a estar debajo los pies de los cristianos que llevan a Jesucristo en su corazón.

  Añadiéndole que Trajano y todo su imperio hubieran sido muy felices si hubiesen creído en Jesucristo. Pero el emperador no quiso escucharle más en este punto, y le prometió hacerle sacerdote de Júpiter y presidente del senado si quisiese sacrificar a sus dioses. Respondió el Santo, que a él le bastaba el ser sacerdote de Jesucristo, por quien deseaba derramar su sangre. Indignado entonces Trajano, pronunció la sentencia que Ignacio fuese conducido a Roma en cadenas, para ser arrojado a las fieras y servir de espectáculo al pueblo romano.
  
   San Ignacio oída la sentencia levantó los ojos al cielo y exclamó: — Gracias os doy, Señor, de haberos dignado concederme el beneficio de que pueda daros una prueba de mi amor con el sacrificio de mi vida; y por esto anhelo ardientemente ser devorado de las fieras y ofreceros de este modo el sacrificio de todo mi ser.

— Presentó después las manos a las cadenas, besándolas de rodillas y abrazándolas con alegría. Recomendó después a Dios con lágrimas a su Iglesia, y entregado luego a los soldados, fue conducido a Seleucia con dos de sus diáconos, Filón y Adatopode, los cuales se cree escribieron después las actas de su martirio; y de Seleucia paso a Esmirna. Donde quiera pasaba el Santo no dejaba de confortar a los fieles a perseverar en la fe y en la oración, a amar los bienes del cielo, y despreciar los de la tierra. Los cristianos acudían a tropel a su encuentro, para recibir de él la bendición; especialmente los obispos y sacerdotes de las iglesias del Asia, venían en cuerpo a saludarle y viéndole caminar tan alegre a la muerte, lloraban enternecidos. Llegado a Esmirna abrazó a S. Policarpo, consolándose los dos recíprocamente, y desde allí escribió tres cartas a las iglesias de Efeso, de Magnesia, y de Tralia, llenas de unción del Espíritu Santo. Entre otras causas escribía a los fieles de Efeso:

   — «Yo llevo mis cadenas por Jesucristo, que son para mí perlas espirituales, y de las cuales estoy más satisfecho que de todos los tesoros del mundo.»

   Sabiendo después que algunos habitantes de Efeso debían pasar de Esmirna a Roma por un camino más corto que el suyo, escribió con esta ocasión a los fieles de Roma la más célebre de sus cartas. La carta es algo extensa y no haré más que transcribir sucintamente los pasajes más notables. «Dejadme que sea pasto de las fieras y que por su medio llegue a la posesión de mi Dios. Trigo soy de Dios y debo ser molido por los dientes de las fieras, para ser después puro pan de Jesucristo. ¡Cuánto deseo yo hallar aquellos brutos prontos a devorarme! Yo mismo los excitaré para que acaben pronto su obra y que no me respeten como han hecho con otros mártires; y aun cuando no quisiesen venir les obligaré a que me devoren. Perdonadme, hijos míos, yo bien sé lo que me conviene. Ahora empiezo a ser discípulo de Cristo, pues nada deseo de lo visible para encontrar mejor a Jesucristo. Vengan sobre mí el fuego, la cruz, las fieras, el rompimiento de huesos, la división de miembros, el destrozo del cuerpo y todos los tormentos que inventó el demonio, con tal que me una con Jesucristo. Mejor es para mí morir por Jesucristo que empuñar el cetro del universo. Perdonadme, hermanos míos; no me impidáis el llegar a la vida inmortal, ni os opongáis a la muerte de mi cuerpo. Dejadme imitar la pasión de mi Dios y no me tengáis envidia por la dicha que me cabe; y si cuando estuviere junto a vosotros de otro modo os hablase, no me escuchéis, atended únicamente a lo que ahora os escribo. El objeto de mi amor ha sido crucificado. No deseo otro manjar corruptible, sí únicamente el pan incorruptible de la vida, que es la carne de Jesucristo y la bebida de su sangre. Si llego a consumar mi sacrificio, señal será que vosotros lo habéis querido y que verdaderamente me amáis.»
  

   Habiendo llegado a Troades escribió desde allí otras cartas a Filadelfia, á Esmirna y una a su amigo S. Policarpo, a quien recomendó la iglesia de Antioquía. Pero temiendo los soldados llegar a Roma demasiado tarde, pues estaban para concluir los juegos públicos; redoblaron el camino con gran contento del Santo, que anhelaba llegar presto a su suplicio. Al entrar en Roma acudieron los cristianos á tropel para verle y saludarle. Estos, como dice Fleury, tenían el proyecto de persuadir al pueblo que rehusase la muerte de Ignacio; pero el Santo les expuso lo mismo que había escrito en su carta y les aquietó. Luego que hubo entrado en Roma se arrodilló con los demás cristianos, ofreciéndose a Dios por el próximo sacrificio de su vida y rogó por la paz de la Iglesia. Inmediatamente fue conducido al anfiteatro, adonde habían acudido innumerable número de gentiles. Al momento que escuchó los rugidos de las fieras repitió aquellas sus palabras:



   “Trigo soy de Dios, molido debo ser por los dientes de las bestias para ser ofrecido como pan puro a Jesucristo”. En un instante fue el Santo devorado por los leones como tanto había deseado, ya punto de espirar se le oyó pronunciar el nombre santo de Jesucristo. No quedó de su cuerpo sino los huesos más duros los cuales fueron recogidos por sus dos diáconos y transportados a Antioquía. En la siguiente noche se les apareció S. Ignacio coronado de luces refulgentes. Aconteció su martirio a 20 de diciembre del año 107. Después de la destrucción de Antioquía por los Sarracenos, las reliquias del Santo fueron llevadas a Roma en la iglesia de S. Clemente, donde ahora se veneran con la mayor devoción. Las actas del martirio de san Ignacio se hallan en la colección que hizo Ruinart de las Actas sinceras de los mártires.

“TRIUNFOS de LOS MARTIRES”
POR S. ALFONSO M. LIGORIO

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