El glorioso abad del monte Sinaí san Clímaco fué, a lo
que se cree, natural de Palestina, y siendo mozo de dieciseis años bien enseñado
en las letras humanas, se ofreció a Cristo nuestro Señor en agradable
sacrificio, retirándose del mundo en un monasterio del monte Sinaí, donde por
espacio de diez años brilló a los ojos de los monjes como perfecto dechado de
todas las virtudes.
Pasó después a la vida solitaria y
escogió un lugar llamado Tola, que estaba al pie del monte y a dos leguas de la
iglesia de la Santísima Virgen que el emperador Justiniano, había hecho
edificar para los monjes que moraban en las rocas y asperezas del Sinaí: y en
aquella ermita vivió Juan por espacio de cuarenta años, con tan grande
santidad, que todos le llamaban Ángel del desierto.
Le levantó el Señor al estado
angelical de la oración continua; y no pocas veces le vieron levantado de la
tierra y suspenso en el aire, resplandeciendo en su rostro la gracia de Dios, y
las delicias celestiales que estaba gozando su alma.
Le sacó al fin el Señor de su
ermita para que fuese el abad y maestro de todos los monjes del Sinaí, y a
ruego y súplica de ellos escribió el famoso libro
llamado Escala espiritual, en el cual se describen treinta escalones por
donde pueden subir los hombres a la cumbre de la perfección.
Su lenguaje santo es por
sentencias, y admirables ejemplos.
Dice que en un monasterio de
Egipto donde moraban trescientos y treinta monjes, no había más que un alma y
un corazón; y que a pocos pasos de este monasterio había otro que se llamaba la Cárcel, donde
voluntariamente se encerraban los que después de la profesión habían caído en
alguna grave culpa, y hacían tan asombrosas penitencias, que no se pueden leer
sin llenarse los ojos de lágrimas y temblar las carnes de horror.
Se encomendaba en las oraciones de
este varón santísimo el venerable pontífice san Gregorio
Magno; y el abad Raytú, en una
epístola que también le escribió, le pone este título: «Al admirable varón, igual a los ángeles, Padre de
Padres, y doctor excelente, salud en el Señor».
Habiendo
pasado el santo sesenta y cuatro años en el desierto, a los ochenta de su edad,
entregó su alma purísima y preciosísima al Señor.
Reflexión: No parece, sino
que hace el santo el retrato de sí mismo cuando en su Escala espiritual habla
del grado de oración continua.
«Esta
oración, dice, está en tener el alma por objeto a Dios en todos los
pensamientos, en todas las palabras, en todos los movimientos, en todos los
pasos; en no hacer cosa que no sea con fervor interior, y como quien tiene a
Dios presente.»
¡Oh!
¡qué agradable sería a los divinos ojos, y qué limpia de todo pecado estaría
nuestra alma, si considerásemos que nuestro Señor nos está siempre mirando!
Ofrezcámosle
siquiera por la mañana todos nuestros pensamientos, palabras y obras, y cuando
nos viéremos en alguna tentación o peligro de pecar, digamos: ¡Dios me ve, no quiero ofender a mi Dios!
Y no
imaginemos que tu Dios y Señor esté ausente allá en las más encumbradas alturas
de los cielos, donde ni te ve ni te oye: porque está presente en todas partes,
y más cerca de ti que el amigo con quien conversas; está al rededor de ti y
dentro de ti, penetrando tu cuerpo y tu espíritu; y tú te hallas más sumido en
la inmensidad de su ser divino, que el pez metido en las aguas.
Oración: Te
suplicamos, Señor, que la
intercesión del bienaventurado Juan, nos haga recomendables a tu divina
Majestad, para que consigamos por su protección lo que no podemos alcanzar por
nuestros merecimientos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA
CRISTIANA
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