viernes, 5 de septiembre de 2025

SAN LORENZO JUSTINIANO, CONFESOR. (1455). —5 de septiembre.

 


VIDA


   Lorenzo nació en Venecia, en 1380, de la noble familia de los Justiniani. Su juventud se distinguió por una piedad grandísima que admiraba e imponía respeto a los que le rodeaban. A los 19 años tuvo una visión de la Sabiduría eterna que le invitaba a entregarse por completo a ella. Convencido de que sólo la vida religiosa le permitiría responder plenamente al llamamiento divino, entró en los Canónigos Regulares de San Jorge, en la isla de Alga, cerca de Venecia. Allí se distinguió por su amor a las austeridades y humillaciones. Gustaba de ir a pedir limosna a la ciudad y recoger, en vez de limosnas, burlas y desprecios.

    Poco después de ordenarse de sacerdote, fue elegido General de su Orden; de tal modo se ocupó en su reforma, que con razón se le considera como su segundo fundador. 




    En 1433 al nombrarle Obispo de Venecia, procuró alejar de sí esta dignidad, pero el Papa Eugenio IV fue inflexible. Lorenzo no quiso cambiar nada en su modo de vida, en sus austeridades y en su larga oración. Se dedicó a pacificar las disensiones intestinas que agitaban el Estado; fundó quince monasterios, erigió diez nuevas parroquias en su ciudad episcopal y veló por el esplendor del culto divino. En 1450 tuvo que aceptar la dignidad de Patriarca, pero sólo vio en ello una indicación para seguir más de cerca las huellas de Jesús en su pobreza y su celo por la salvación de las almas. Merecidamente es considerado también como el precursor de la reforma eclesiástica que más tarde emprenderá en Milán San Carlos Borromeo, a continuación del Concilio de Trento. Sus sermones y sus libros de perfección manifiestan una devoción tierna a los misterios de Nuestro Señor Jesucristo, sobre todo a su Pasión. Murió el 8 de enero de 1455: en 1524 fue beatificado por Clemente VII y en 1600 canonizado por Alejandro VIII. Su fiesta está señalada para el día 5 de septiembre, que es el día aniversario de su consagración episcopal.




 “Oh Sabiduría que habitas en tu sublime trono, Verbo que hiciste todas las cosas, seme propicio en la manifestación de los secretos de tu santo amor”.




“EL AÑO LITURGICO”
DOM PROSPERO GUÉRANGER.

SAN BONIFACIO I, Papa. —4 de septiembre.

 


   Elegido el 28 diciembre del 418; falleció en Roma, el 4 de septiembre del 422. Poco se conoce de su vida previa a su elección. El “Liber Pontificalis” lo llama un romano, e hijo del presbítero Jocundus. Se cree que fué ordenado por el Papa Damasus I (366-384) y que fue representante de Inocencio I en Constantinopla (c. 405).

 

   A la muerte del Papa Zosimus, la Iglesia Romana entró en el quinto de sus cismas, con el resultado de dobles elecciones papales que perturbaron su paz durante las primeras centurias. Poco después de las exequias de Zosimus, el 27 diciembre, 418, una facción del clero romano formada principalmente por diáconos, tomó la basílica de Lateran y eligió como papa al Archidiácono Eulalius. El alto clero intentó entrar, pero fue violentamente rechazado por una chusma de partidarios de Eulalian.

 


   Al día siguiente, ellos se reunieron en la iglesia de Theodora y eligieron como Papa, contra su voluntad, al anciano Bonifacio, un sacerdote muy estimado por su caridad, conocimientos, y buen carácter. El domingo 29 diciembre, fueron consagrados los dos, Bonifacio en la Basílica de San Marcelo, apoyado por nueve obispos provinciales y unos setenta sacerdotes; Eulalius en la basílica de Lateran en presencia de los diáconos, unos pocos sacerdotes y el Obispo de Ostia que fue convocado desde su lecho de enfermo para ayudar en la ordenación. Los dos procedieron a actuar como papas, y Roma comenzó a vivir en una tumultuosa confusión por el ruido producido por las facciones de ambos rivales. El Prefecto de Roma, Symmachus, hostil a Bonifacio, informó el problema al Emperador Honorius de Ravenna, y aseguró la confirmación imperial de la elección de Eulalius. Bonifacio fue expulsado de la ciudad. Sus partidarios, sin embargo, lograron hacerse oír por el emperador que convocó a un sínodo de obispos italianos en Ravenna para reunir a los papas rivales y discutir la situación (febrero, marzo, 419). Incapaz de alcanzar una decisión, el sínodo tomó unas pocas decisiones prácticas pendientes hasta un concilio general de obispos italianos, galos y africanos, a ser convocados en mayo para solucionar la dificultad. Pidió que ambos demandantes dejaran Roma hasta que se alcanzara una decisión, y prohibió el retorno bajo pena de condenación. Como Pascua, el 30 de marzo, estaba acercándose, Achilleus, Obispo de Spoleto, fue delegado para encabezar los servicios Pascuales en la vacante sede romana. Bonifacio fue enviado, aparentemente, al cementerio de Santa Felicitas en la Vía Salaria, y Eulalius a Antium. El 18 marzo, Eulalius volvió audazmente a Roma, reunió a sus partidarios avivando nuevamente la disputa, y rechazó con desprecio las órdenes del prefecto para dejar la ciudad; tomó la basílica de Lateran el sábado Santo (29 marzo), decidido a presidir las ceremonias pascuales. Las tropas imperiales fueron convocadas para deponerlo y hacer posible para Achilleus dirigir los servicios. El emperador, profundamente indignado con estos procedimientos, se negó a considerar nuevamente las demandas de Eulalius reconociéndose a Bonifacio como Papa legítimo (3 de abril, 418). Este último volvió a Roma el 10 abril y fué aclamado por el pueblo. Eulalius fue designado Obispo de Nepi en Toscana o de alguna sede en Campania, según los contradictorios datos de las fuentes del “Liber Pontificalis”. El cisma había durado quince semanas. A comienzos de 420, la crítica enfermedad del papa, animó a los partidarios de Eulalius a hacer otro intento. Ya recuperado, Bonifacio pidió al emperador (1o. de julio, 420) prever alguna manera de evitar un nuevo cisma en el caso de su muerte. Honorius promulgó una ley estableciendo que, en el caso de elecciones Papales disputadas, no debe reconocerse ningún candidato, y debe efectuarse una nueva elección.

 


   El reino de Bonifacio fue marcado por el gran celo y actividad en organizar la disciplina y la autoridad. Revirtió la política de su predecesor de dotar a ciertos obispos Occidentales con poderes extraordinarios del vicariato papal. Zosimus había dado a Patroclus, Obispo de Arles, extensa jurisdicción en las provincias de Viena y Narbonne, y lo había hecho intermediario entre estas provincias y la Sede Apostólica. Bonifacio disminuyó estos derechos primados y restauró los poderes metropolitanos de los obispos principales de provincias. Así él respaldó a Hilary, Arzobispo de Narbonne, en su elección de un obispo de la sede vacante de Lodeve, contra Patroclus que intentó designar a otro (422). Así, también, insistió para que Maximus, Obispo de Valencia, fuera juzgado por sus supuestos crímenes, no por un primado, sino por un sínodo de obispos galos, y prometió sostener su decisión (419). Bonifacio tuvo éxito en las dificultades de Zosimus con la Iglesia africana con respecto a las apelaciones a Roma y, en particular, en el caso de Apiarius. El Concilio de Cartago, habiendo escuchado las presentaciones de los delegados de Zosimus, envió a Bonifacio el 31 mayo, 419, una carta en respuesta al commonitorium de su predecesor. Declaraba que el concilio había sido incapaz de verificar los cánones que los delegados habían citado como de Nicena, pero que más tarde resultaron ser de Sardican. Estaba de acuerdo, sin embargo, en observarlos hasta que pudiera efectuarse la comprobación. Esta carta se cita a menudo para ilustrar la actitud desafiante de la Iglesia africana ante la Sede Romana. Un estudio imparcial de la misma, sin embargo, debe llevar a una conclusión no más extrema que la de Dom Chapman: “fue escrita con considerable irritación, aunque en un muy estudiado tono moderado” (Revisión de Dublín. Julio, 1901, 109-119). Los africanos estaban irritados ante la insolencia de los delegados de Zosimus y se indignaron por ser instados a obedecer leyes que pensaron no tenían una consistente fuerza en Roma. Esto ellos se lo manifestaron a Bonifacio directamente; todavía, lejos de repudiar su autoridad, le prometieron obedecer las leyes sospechosas, mientras que reconocieron la función del Papa como guardián de la disciplina de la Iglesia. En 422 Bonifacio recibió la apelación de Anthony de Fussula que, a través de los esfuerzos de San Agustín, había sido depuesto por un sínodo provincial de Numidia, y decidió que debía ser restaurado en el caso de que su inocencia se estableciera. Bonifacio apoyó ardientemente a San Agustín en su combate contra el Pelagianismo. Habiendo recibido dos cartas de Pelagian que calumniaban a Agustín, se las envió. En reconocimiento de esta lealtad Agustín dedicó a Bonifacio su respuesta, contenida en “Contra das Epístolas Pelagianoruin Libri quatuor”: “Contra las epístolas pelagianas en cuatro libros”.

 


   En el Este, mantuvo celosamente su jurisdicción sobre las provincias eclesiásticas de Illyricurn, sobre las que el Patriarca de Constantinopla estaba intentando afianzar el mando a causa de volverse una parte del imperio Oriental. El Obispo de Thessalonica había sido constituido vicario papal en este territorio, mientras ejercía su jurisdicción por encima de los metropolitanos y obispos. Por las cartas a Rufus, el titular contemporáneo de la sede, Bonifacio vigiló estrechamente los intereses de la iglesia de Illyrian e insistió en la obediencia a Roma. En 421, el descontento expresado por ciertos obispos, a causa de la negativa del Papa para confirmar la elección de Perigines como Obispo de Corinto a menos que el candidato fuera reconocido por Rufus, sirvió como pretexto para que el joven emperador Theodosius II concediera el dominio eclesiástico de Illyricurn al Patriarca de Constantinopla (14 julio, 421). Bonifacio protestó ante Honorius por la violación de los derechos de su sede, y prevaleció sobre él, que instó a Theodosius para que rescinda su promulgación. La ley no fue promulgada, pero permaneció en los códigos de Theodosian (439) y Justiniano (534) y causó muchos problemas a los papas subsiguientes. Por una carta del 11 marzo, 422, Bonifacio prohibió la consagración en Illyricum de cualquier obispo que Rufus no hubiera reconocido. Bonifacio renovó la legislación del Papa Soter, prohibiendo a las mujeres tocar los sagrados linos o intervenir en el quemado de incienso. Dio fuerza a las leyes que prohibían a los esclavos ser clérigos. Fue enterrado en el cementerio de Maximus en la Vía Salaria, cerca de la tumba de su favorito, St. Felicitas en cuyo honor y en gratitud por su ayuda, le había erigido un oratorio encima del cementerio que lleva su nombre.

 

jueves, 4 de septiembre de 2025

SAN EGULFO, Mártir (676 P. C.) — 3 de septiembre.

 


   Egulfo nació en Blois, tomó el hábito de monje en Fleury, que por entonces se hallaba en los primeros fervores entusiastas de la observancia benedictina, y fue un siervo ejemplar de la orden. Más o menos por el año de 670, el monasterio de Lérins, en el que el paso de los años y las incursiones de los moros habían quebrantado la disciplina, solicitó al de Fleury que le proporcionara un hombre digno de ser el abad. Egulfo, monje con 23 años de experiencia y una reputación de firme virtud y estabilidad, fue enviado para ocupar el alto puesto. Pero como suele suceder en estos casos, algunos de los religiosos estaban contentos con las viejas reglas y decididos a recurrir a cualquier medio para frustrar los esfuerzos que se hiciesen o intentasen hacer para mejorar su disciplina. En Lérins, dos de los monjes, Arcadio y Columbo, fueron demasiado lejos: apelaron al gobernador local contra el nuevo abad y aquél mandó una compañía de soldados para que se mantuviera el orden en el monasterio. Los dos monjes rebeldes utilizaron a los soldados para secuestrar a San Egulfo y a otros cuatro de sus principales partidarios y, atados de pies y manos, los metieron en un barco y los llevaron hacia alta mar. Por fin fueron desembarcados en la isla de Capraia (de las Cabras), entre Córcega y la costa de Toscana, donde les sacaron los ojos, les cortaron la lengua y, por fin, les mataron. Sólo uno de los monjes logró escapar y consiguió llegar hasta Lérins donde relató el trágico sucedido.

 

   En contradicción con esta historia, se ha sugerido que es más razonable suponer que el abad y sus compañeros fueron sacados del monasterio por los soldados, quienes los abandonaron lejos y, una vez solos, fueron víctimas de los moros, especialistas en aquellas bárbaras matanzas. Los cadáveres mutilados se trasladaron a Lérins y se afirma que, durante el traslado, se obraron muchos milagros. Poco tiempo después, surgió una disputa entre los monasterios de Lérins y Fleury, sobre la posesión de los restos mortales de San Egulfo.

 

   De acuerdo con una biografía de este santo, escrita por un monje de Fleury hacia el año de 850, Egulfo era el jefe de un grupo de monjes de Fleury y de Le Mans que el abad Mommolus, de Fleury, envió a Italia para recuperar las reliquias de San Benito, de manos de los lombardos. Los detalles de este asunto y el lugar o los lugares de descanso de los restos de San Benito, no son asuntos que nos conciernan aquí. Basta con indicar que, casi seguramente, este San Egulfo no tuvo nada que ver con él.

 

   Un relato en tono lírico sobre la vida de San Egulfo, fue escrito por Adrevaldo, un monje de Fleury que vivió dos siglos después. Ese escrito es poco digno de confianza. Los bolandistas lo imprimieron en Acta Sanctorum, septiembre, vol. I, junto con una narración más corta que, según los bolandistas, es más antigua y más digna de crédito. Ver también a H. Moris, en L´Abbaye de Lérins (1909) y al DHG., vol. I cc. 1141-1142.

 

Vidas de los Santos, Butler - Volumen III.

 

SAN SIMÓN ESTILITA EL JOVEN, Eremita (592 P. C.). —3 de septiembre.

 


   Alrededor del año 517, nació Simeón en Antioquia, de una mujer llamada Marta, que fue venerada como santa. Su padre, natural de Edessa, pereció en un terremoto cuando Simeón tenía cinco años. Desde entonces, se contaban cosas extrañas sobre el chiquillo, quien acabó por alejarse de su ciudad natal y anduvo errante por las montañas hasta llegar a un pequeño monasterio en el que se refugió y, por expreso deseo, se puso bajo la guía y la tutela de un estilita muy conocido que se llamaba Juan. Durante el resto de su vida, el ermitaño se ocupó de Simeón, quien también construyó su pilar cerca del de su maestro. Desde la edad de siete años, antes de haber perdido sus dientes de leche, Simeón estableció su morada en la columna. Muy pronto la fama de su excentricidad, de su santidad y de sus poderes para realizar milagros, se extendió tanto que, para evitar la constante visita de peregrinos, Simeón se retiró a vivir en la cumbre de una roca, sobre una montaña inaccesible que llegó a conocerse con el nombre de Monte de Maravillas. Por entonces, tenía veinte años. Una década después, como resultado de una visión, estableció un monasterio para sus discípulos y mandó levantar una nueva columna para él mismo, a la que fue conducido, solemnemente, por dos obispos.

 

   De esta manera extraordinaria, pero auténtica sin duda, vivió Simeón durante otros cuarenta y cinco años. De vez en cuando, se trasladaba a otro pilar; cuando tenía treinta y tres años, fue ordenado sacerdote, sin haber bajado de su columna, puesto que el obispo subió para hacerle la imposición de manos. Al parecer, sobre la columna había una plataforma de amplitud suficiente para que Simeón pudiese celebrar la misa ahí mismo; sus discípulos ascendían por una escalera para recibir la comunión de sus manos. En los registros de su historia se afirma que Dios manifestó la santidad de su siervo con el don de hacer milagros, sobre todo la curación de enfermos, el vaticinio de las cosas por venir, y el conocimiento de los pensamientos secretos de los demás. Evagrio, historiador sirio, fue testigo de muchas de aquellas maravillas y asegura que experimentó por sí mismo el poder de Simeón para leer los pensamientos, cuando lo visitó para pedirle consejos espirituales. 


   Verdaderas multitudes procedentes de todas partes acudían a San Simeón en busca de una palabra de consuelo y con la esperanza de presenciar algún milagro o beneficiarse con él. Después de la muerte de San Juan el Estilita, ya nadie pudo restringir las austeridades a que se entregaba Simeón. Evagrio dice que se mantenía enteramente con una dieta de frutas y hortalizas. Simeón escribió al emperador Justino II para pedirle que castigase a los samaritanos que habían atacado a los cristianos de las vecindades, y San Juan Damasceno atribuye a Simeón un breve texto en que alaba la veneración a las sagradas imágenes. Hay otros escritos, homilías e himnos, que también se le atribuyen, pero sin razón suficiente. Simeón había vaticinado que Justino II sucedería a Justiniano, y a Juan el Escolástico, que llegaría a ser elegido para la sede de Constantinopla, como efectivamente lo fue.

 

   El que haya sido un estilita desde niño y desplegara sus manifestaciones espirituales desde su tierna edad; el que llegase a vivir casi sin comer y sin dormir; sus luchas con los espíritus malignos, sus mortificaciones físicas y sus numerosos milagros, como se relata en su biografía, tienen un carácter tan especial, que cualquier lector se inclinará a pensar que se trata de un personaje de fábula. El padre Delehaye dice que se trata de un documento fuera de lo común que debe leerse con buen sentido; pero sus declaraciones pueden ser comprobadas y, por cierto, que no carecen de veracidad histórica. El santo enfermó en mayo de 592. El patriarca Gregorio de Antioquia, al saber que agonizaba, corrió para ayudarle en sus últimos momentos; pero San Simeón murió antes de que él llegara.

 

   El Dr. P. van den Ven preparó el texto completo original en griego, sobre la vida de San Simeón, escrita por un contemporáneo; cf. su artículo en Analecta Bollandiana, vol. LXVII (1949), pp. 435-443. Fr. Delehaye editó las partes históricas de este texto en su obra Saints Stylites (1923), pp. 238-271, y da además un breve relato sobre la historia de Simeón. Existe en griego una biografía sobre la madre del santo, Marta. Esta biografía junto con la de Simeón, escrita por Nicéforo Nuranus, se encuentra en Acta Santocrum, mayo, vol. V.

 

   Para los detalles sobre el pilar, ver la historia de San Simeón el Viejo, el 5 de enero.

 

Vidas de los Santos, Butler - Volumen III.

 

SANTA FEBES —3 de septiembre.



Es el amor lo que da precio a todas nuestras

obras; no es por la grandeza y multiplicidad de

nuestras obras por lo que agradamos a Dios,

sino por el amor con que las hacemos.

(San Francisco de Sales)

 

   Santa Febes, una mujer de Corinto que abrazó la fe por la predicación de San Pablo y de la que, escribiendo a los romanos, dice: “Os encomiendo a Febes, nuestra hermana, que está en el servicio de la iglesia de Cencrea: que la recibáis en el Señor como deben los santos, y la ayudéis en todo lo que os hubiere menester, porque ella ha asistido a muchos y a mí en particular”. (Rm, 16), s. I. Fuera de este detalle no se conocen otros hechos de su vida. Se cree que murió en la misma Corinto hacia fines del siglo.



SANTA ROSA de VITERBO, penitente. (+ 1251). — 4 de septiembre.

 


   Uno de los más brillantes ornamentos de la Tercera Orden de san Francisco, y de la santa Iglesia, fue la penitente y maravillosísima doncella santa Rosa, natural de Viterbo.

   A los tres años de su edad resucitó a su abuela difunta: poco después recogiendo los pedazos de un cántaro que se le rompió a una niña, se lo volvió entero; queriendo su padre ver el alimento que llevaba para los pobres, se convirtió el pan en rosas.

   A los siete años se recogió a un aposento de su casa muy retirado, donde gastaba muchas horas en oración y maceraba su delicado cuerpo con tan ásperas penitencias, que se puso en grave peligro de perder la vida, y la perdiera a no haberle traído del cielo la salud la santísima Virgen, que, acompañada de coros de vírgenes se le apareció, y le ordenó que tomase el hábito de la tercera Orden seráfica, y dé ella al momento se lo vistió con singular devoción. 


   Redobló sus admirables austeridades, mayormente después que se le apareció Jesús crucificado, cuya dolorosa imagen le quedó tan impresa en la mente y en el corazón, que la violencia del amor la traía como fuera de sí y la hacía correr por calles y plazas desahogando los ardores de su pecho y cantando las divinas alabanzas. 

   Por aquel tiempo afligían a la Iglesia numerosos enemigos, favorecidos por el emperador Federico Barbarroja; y santa Rosa, siendo de doce años, ilustrada con ciencia infusa, rebatió y confundió a los herejes con los más sólidos e irrefragables argumentos, despreciando los terrores de los sectarios, y la muerte misma que le quisieron dar: de lo cual avergonzados, obtuvieron del gobernador de Viterbo que la arrojase de la ciudad so pretexto de que conmovía al pueblo.

COMUNIÓN DE SANTA ROSA DE VITERBO.

   Caminando entre nieves y expuesta a perecer, llegó a Salerno, donde profetizó los prósperos sucesos que a poco se verificaron con la muerte del emperador.

   Vuelta a su patria fue recibida de sus conciudadanos con increíble regocijo.

   Quiso retirarse a la soledad en el monasterio de santa Clara; y como no fuese admitida, dijo que, pues no la recibían viva, la recibirían muerta.


  Para que no saliesen defraudados sus deseos de soledad y recogimiento, continuó en el retiro de su casa sus acostumbrados ejercicios de oración y penitencia, atormentando su inocente cuerpo con ayunos, cilicios y disciplinas, y esto con tanto mayor espíritu y fervor cuanto sentía más cercano el fin de su vida, que esperaba como el principio de otra eterna y bienaventurada en el cielo, adonde voló el alma purísima de la santa, el día 6 de marzo de 1252, a la temprana edad de solo diez y ocho años. 

 Sepultaron el sagrado cadáver en el templo de santa María de Podio; pero a los pocos meses Alejandro VI, que se hallaba en Viterbo, amonestado tres veces de la santa, que trasladase su cuerpo al monasterio de santa Clara, lo hizo Su Santidad con triunfal magnificencia, cumpliéndose entonces el vaticinio que había hecho la santa cuando no fue admitida en aquel convento.


   
   Reflexión: ¡Cómo se muestra en esta santa niña que Dios nuestro Señor escoge lo necio del mundo para confundir la sabiduría según la carne, lo flaco para confundir a los poderosos, lo vil y despreciado para confundir a los soberbios del siglo: en una palabra, lo que no es para confundir a lo que es!


   Confiemos pues en Dios, y no temamos a los que pueden, sí, destruir el cuerpo, más ningún daño pueden hacer al alma.



   Oración: Oh Dios, que te dignaste admitir en el coro de tus santas vírgenes a la bienaventurada Rosa, concédenos por sus ruegos y merecimientos la gracia de expiar todas nuestras culpas y de gozar eternamente de la compañía de tu Majestad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.



FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.

SANTA ROSALÍA de PALERMO, virgen. (+ 1166). —4 de septiembre.

 



   Santa Rosalía, virgen, protectora de Nápoles y Sicilia, fue natural de Palermo e hija de un noble caballero, llamado Sinibaldo, descendiente de la real familia de Carlomagno. 

   Había sido criada desde niña en la verdadera fe y en santas costumbres, y tocada de Dios dio libelo de repudio a todas las vanidades del siglo para comenzar desde su infancia una vida enteramente consagrada a su esposo Jesucristo.

   Y como sus parientes, ya con ruegos y promesas, ya con crueles amenazas procurasen disuadirla de su santo propósito, la santa niña, temiendo la violencia que podrían hacerle, huyó secretamente de la casa de sus deudos y fue a esconderse en una cueva que halló en el monte llamado del Peregrino, donde sólo era conocida de una pastorcilla que le traía para su sustento un poco de pan y de leche.

   Dios era quien la había llamado a aquella soledad y así la regalaba con sus consuelos y visitaciones celestiales.


   Temiendo ser hallada, subía a veces a la cumbre de aquel monte y desde allí miraba la ciudad de Palermo; oía el sonido de las campanas y el rumor confuso de las gentes; y al pensar que tantos pecadores andaban por el camino de su perdición, le dolía mucho de su tan grande ceguedad y desventura, y con muchas lágrimas y sollozos hacía oración por su patria y por sus conciudadanos.

   Tenía escritas en la pared de las rocas de su cueva estas palabras: «Yo, Rosalía, por amor de mi esposo Jesús y por no faltar a la fidelidad que le he prometido, he escogido esta gruta para mi perpetua morada.» 


   En ella perseveró la santa muchos años llevando una vida muy austera y como de ángel en carne humana, hasta que su Esposo divino la llamó para sí a su retiro celestial.

   La noche que murió se vio resplandecer con grande claridad todo aquel monte, de manera que toda la ciudad de Palermo quedó asombrada de aquella extraordinaria luz, y como nadie supiese la causa, aquella pastora que servía a Rosalía, la descubrió, diciendo que no podía ser sino un milagro que en aquel lugar hacía Dios por la santa.


   Acudió entonces a él el clero y el pueblo en devota procesión, y hallando el sagrado cadáver de Rosalía lo trasladaron a la catedral, donde lo sepultaron honoríficamente; y desde aquel día comenzó el Señor a glorificar a la santa virgen con muchos prodigios, entre los cuales es digno de singular mención el que aconteció en el año 1625 en que estando la ciudad de Palermo y toda Sicilia muy afligidas de peste, sacaron en procesión de penitencia el sagrado cuerpo de santa Rosalía, y luego se vieron libres de aquel terrible azote.



    Reflexión: No podemos dudar, por los efectos, de haber sido Dios el autor de la soledad y aspereza de vida que escogió para sí esta santa virgen para huir de los lazos y peligros del mundo; y esto no se debe imitar sino cuando el mismo Señor con particular revelación lo mandare.

   Mas lo que debemos sacar de este ejemplo es el cuidado y diligencia grande con que debemos evitar todas las ofensas de Dios, entendiendo que a pesar de los malos ejemplos que vemos en la gente del mundo arrastrada por la fuerza de las malas pasiones y rendida a los enemigos mortales del alma, no nos falta la gracia suficiente para vencer todas las tentaciones y perseverar hasta el fin en el divino servicio, porque como dice el apóstol: «Fiel es Dios y no permitirá que seamos tentados sobre nuestras fuerzas.»


   Oración: Oh Dios, autor de nuestra salud, dígnate oír nuestras súplicas; para que así como nos alegramos en la fiesta de tu bienaventurada virgen Rosalía, así crezcamos en verdadera piedad y devoción. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.


FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.

lunes, 1 de septiembre de 2025

SAN GIL, ABAD —1º de septiembre.





   Fue san Gil natural de Atenas, y de casa tan ilustre, como que traía su origen de los antiguos reyes del país. Sus padres eran cristianos, y como más distinguidos por los ejemplos de su virtud, que, por la superior nobleza de sus reales ascendientes, ni por el esplendor de sus inmensas riquezas, aplicaron el mayor cuidado a la mejor educación de su hijo, disponiendo que fuese instruido en las letras humanas; y aunque el niño Gil por la extraordinaria viveza de su ingenio hizo grandes progresos en ellas, todavía fueron mayores los que adelantó en la ciencia de los Santos y de la Religión. Crecía su virtud con la edad, a la que parecía haberse anticipado y dedicado su principal estudio a la lección de los libros espirituales, parándose con particular atención en las vidas de aquellos grandes hombres que habían descollado más en la santidad. Desde luego fue presagio de la suya la tierna caridad que profesaba a los pobres, sin haber salido aun de su niñez. Se desnudaba de sus vestidos para abrigarlos a ellos; y añadiéndose a esto una inclinación particular al retiro, fácilmente se dejó conocer que el bullicio del mundo no era de su gusto. Ignoró absolutamente todos aquellos juegos, diversiones y entretenimientos que son tan ordinarios en aquella tierna edad, no reconociendo otros que el estudio y la oración; de manera, que cuando no se le encontraba en su cuarto, no había que buscarle en otra parte que encomendándose a Dios en la iglesia. Por la pureza de sus costumbres, por su rara modestia, y por una vida que ya picaba en austera, todo en aquella florida edad que erradamente se llama el tiempo y la sazón de los pasatiempos, era la admiración general de todo el pueblo, y resonaban sus elogios en las escuelas de Atenas

 


   Le faltaron sus padres estando aun en la flor de su juventud, y por su muerte se halló único y universal heredero de su opulento patrimonio. Tuvo poco que hacer, ni en consultar, ni en resolver el acierto de su empleo. Tomó desde luego su partido, porque altamente impreso en su memoria, y más profundamente grabado en su corazón aquel consejo de Jesucristo al otro joven que aspiraba a la vida mas perfecta: Ve, vende lo que tienes, y repártelo a los pobres, no se detuvo ni un solo momento. Vendió al punto todos sus bienes, y distribuyó su valor entre los necesitados: acción generosa inspirada del más elevado motivo, que, ganándole el corazón a Dios, le colmó de los más singulares favores, mereciéndole desde luego el don de los milagros con que le honró el mismo Señor. Se hallaba un día de fiesta en la iglesia, cuando un energúmeno comenzó a dar tan espantosos aullidos, que, atemorizados todos los circunstantes, fue preciso que se interrumpiesen los divinos oficios. No pudiendo sufrir san Gil que el demonio se atreviese a turbar la devota quietud del sagrado templo, se llegó a él, y le mandó imperiosamente en nombre de Jesucristo que enmudeciese, y que al punto dejase libre aquella pobre criatura. Obedeció el espíritu infernal, desocupó la posada quedando sano el poseído, y lleno de admiración el concurso a vista de aquel prodigio.

 

 No obró este solo milagro. Estaba ya para espirar un infeliz hombre a quien había mordido una venenosa serpiente, y como los que le rodeaban, lastimados de aquella desgracia, advirtiesen que san Gil salía de la iglesia, corrieron a él, suplicándole se compadeciese de aquel miserable moribundo. Tuvo lástima de él, hizo una breve oración al Señor, y en el mismo punto quedó restituido a su perfecta salud, mirando ya a Gil toda la ciudad con respeto, con veneración y con asombro. Se sobresaltó su humildad luego que lo reconoció; y no pudiendo sufrir el superior concepto que se hacía de su virtud, determinó desterrarse de su país; pero mientras se proporcionaba oportunidad de embarcación, se retiró a una isla desierta, donde se hubiera fijado a no atemorizarle la cercanía de Atenas; consideración que le obligó a embarcarse en un navío, y hacerse a la vela para Francia.

 

   Le duró poco el gozo de verse en la embarcación, donde por no ser conocido era desestimado: consuelo grande para su espíritu humilde; pero a breve tiempo le privó de él un milagro. Apenas se habían hecho a alta mar, cuando se levantó una deshecha tormenta que amenazaba inevitable naufragio: el navío hacia agua por uno y otro costado; sobrecogida de espantó la tripulación, no maniobraba; las olas iban a tragarse el buque. Compadecido el Santo a vista de la turbación, de los clamores y de la desolación del equipaje, se puso en oración, y no bien levantó las manos al cielo, cuando se dejó caer el viento, cesó la tempestad, se serenó el cielo, y el mar se tranquilizó quedando en sosegada calma. Después de algunos días de feliz navegación dieron fondo en las costas de la Provenza, y noticioso nuestro Santo de que vivía aun san Cesáreo, arzobispo de Arles, a quien conocía por las voces de la fama, resolvió ir en busca suya para hacerse discípulo de tan insigne Prelado, y aprender en la escuela de tan diestro maestro los caminos más seguros de la perfección. La penetración de san Cesáreo muy desde luego descubrió toda la virtud y todo el extraordinario mérito de aquel desconocido extranjero, a quien detuvo dos años cerca de su persona, con deseo de que no se separase de su lado; ni san Gil hubiera pensado nunca en desviarse de él, a no haberle precisado a buscar algún incógnito retiro donde esconderse y sepultarse aquel don de los milagros que a todas partes le acompañaba, y por decirlo así le perseguía. Sin hablar palabra al santo Prelado, pasó el Ródano secretamente, y se fué como a enterrarse vivo en un espeso y horroroso bosque, no distante de su orilla.

 

   Encontró en él un santo ermitaño llamado Veredin, tan digno de respeto por su venerable ancianidad como por su extraordinaria virtud, calificada también con el don de los milagros. Sirvió a san Gil de inexplicable consuelo la compañía de un varón tan respetable, no solo por tener en él un maestro tan hábil como experimentado en la vida espiritual, sino también porque, a su modo de entender, había encontrado el más seguro defensivo a su humildad; pues caso de que el Señor le quisiese continuar la gracia de los milagros, le sería fácil (decía Gil para consigo) atribuirlos a aquel venerable anciano á quien Dios se había dignado conceder el mismo don. Este pensamiento le sosegó por algún tiempo; pero como vio que los enfermos noticiosos del lugar de su retiro concurrían de todas partes a encomendarse a sus oraciones para lograr la salud por su poderosa intercesión; y como entendió ser opinión general de todos los pueblos del contorno, que después de Dios se debía a sus merecimientos la fertilidad de un terreno infecundo y estéril hasta entonces, tomó la resolución de esconderse tan de veras, que de una vez para siempre se pusiese a cubierto contra todos los asaltos de la vanidad, y no pudiesen dar con él las diligencias humanas.

 


   Con este pensamiento se salió de su ermita, y habiendo caminado errante largo tiempo por aquel espeso bosque, descubrió una gruta, naturalmente abierta en un horroroso peñasco, cuya boca estaba como cerrada con zarzales y con impenetrables cambroneras. Gozosísimo de haber encontrado una cueva tan adecuada a sus ansiosos deseos, se hincó de rodillas, y levantando al cielo las manos y los ojos, rindió mil gracias a Dios por haberle concedido aquel dulce y suspirado retiro. Era el terreno un erial tan espantoso, tan seco y tan estéril, que apenas producía unas amargas raíces con que el Santo pudiese sustentarse; pero aquel Señor, que tiene tan particular cuidado de los que se entregan a su amorosa providencia con entera confianza, después de haberlo abandonado generosamente todo por su amor, proveyó a aquella necesidad con una singular maravilla. No bien el santo solitario había entrado en la gruta, cuando se vino arrimando a él una cierva cargada de leche, presentándole los pechos para que extrajese de ellos su alimento; diligencia que repitió con inviolable puntualidad todos los días a la misma hora. Consolado maravillosamente nuestro Santo con aquel amoroso cuidado de la divina Providencia, no cesaba día y noche de rendir tiernas gracias al Señor, deshaciéndose en sus continuas alabanzas.

 


   Pasó muchos años san Gil en aquella dulce soledad, siendo su conversación con Dios y con el cielo, enajenado incesantemente en la contemplación de las divinas grandezas y perfecciones, y viviendo más como ángel que como hombre mortal, cuando queriendo el Señor manifestar a los fieles aquel tesoro escondido, dispuso o permitió que á Childeberto, rey de Francia, se le antojase ordenar una batida de caza para aquel bosque, que comúnmente se juzgaba inhabitable. Los cazadores encontraron dichosamente la misma cierva que alimentaba a nuestro Santo, y la acosaron tan vivamente, que, fatigado y exhalado el perseguido animal, se refugió a la cueva de san Gil, arrojándose a sus pies casi sin respiración, interceptado el aliento, mientras la traílla de perros, que ya iba a los alcances, se paró inmoble en lo más vivo de la carrera, sin atreverse a forzar la entrada de la gruta. Admirados los cazadores de ver parados a los perros, dispararon algunas flechas por entre la espesura de las zarzas, una de las cuales hirió gravemente a san Gil. 


  Llegada la noche y haciéndose conversación a presencia del Rey de los lances de la caza, trayéndose a ella como verdaderamente extraordinario el de la cierva, quiso Childeberto forzar por sí mismo al día siguiente aquel paraje, y examinar por su persona en qué pudo consistir la no acostumbrada inmovilidad que detuvo como clavados los perros de la traílla. 





   Se desmontó el matorral, y quedaron todos como atónitos cuando descubrieron al Santo con la cierva echada a sus pies, sin que los perros, por más que los azuzaban, pudiesen jamás acercarse al sagrado de la gruta; pero el Rey con reverente veneración y respeto se llegó al santo solitario, y le preguntó su nombre, su país, y el modo que tenia de vivir en aquella espantosa soledad. Prendado de sus prudentes respuestas, y movido de su heroica santidad, le ofreció ricos presentes; pero el Santo se lo agradeció con humildad, y los rehusó con modestia, diciendo que de nada tenía necesidad, cuando la amorosa providencia del Señor había cuidado de sustentarle por tan largo tiempo con la leche de aquel inocente animal. Notó entonces el Rey la sangre que corría por debajo de su pobre ropa, y reconociendo que estaba herido, quiso que sus cirujanos le curasen; pero el siervo de Dios nunca lo consintió, diciendo no quería malograr aquella ocasión de padecer, y que antes bien se afligiría mucho si se cerrase presto la herida.

 


   Admirado Childeberto de la eminente virtud de aquel hombre portentoso, no dejó pasar día alguno sin ir a tener con él un rato de piadosa conversación, y cada vez se despedía más asombrado y más hechizado dé su rara santidad. Viéndole siempre inaccesible, y constante siempre en no admitir los preciosos dones con que le brindaba, le dijo el Rey en una ocasión que lo menos le había de declarar qué cosa podía hacer en aquel sitio que fuese más de su gusto. Le respondió el Santo que ninguna podía hacer más del agrado de Dios, ni de mayor provecho para todo el país, que fundar en aquel mismo paraje un monasterio donde se observase con todo rigor la misma estrecha regla que se observaba en los monasterios de la Tebaida. No necesitó Childeberto de que se lo acordase más. Se fundó el monasterio con toda la posible prontitud, y luego se llenó de excelentes sujetos que concurrían a tropas, ansiosos de vivir bajo la dirección de san Gil, a quien se le obligó a encargarse de su gobierno, a pesar de toda su repugnancia; y desde entonces se vieron florecer en aquel desierto los mismos prodigios de penitencia, de oración, y de todas las demás virtudes que hasta allí solo se admiraban en los páramos de la Tebaida y en los yermos arenales de Egipto.

 

Monasterio de San Egidio o San Gil, en Francia.

   Estando el Rey en Orleans, y teniendo necesidad de los consejos del santo Abad, le mandó ir a la corte, y fue su viaje una continuada serie de milagros, que hicieron famoso su nombre en todo el reino de Francia; pero el más ruidoso y el más útil de todos ellos fue la conversión del mismo Rey. Se hallába gravada su conciencia con un pecado grave, que no se resolvía a confesar; y refiere san Antonino, autor de la vida de nuestro Santo, que un día aquel Monarca le pidió con particular instancia que le encomendase a Nuestro Señor. Lo hizo san Gil, y estando en oración clamando a Dios por el Rey tuvo una visión en que se le apareció un Ángel que le dejó un billete sobre el altar, asegurándole que el Señor le había oído. Tomó san Gil el billete, se lo llevó al Rey, y habiéndolo leído, halló en él que Dios, movido de las oraciones del Santo, quería misericordiosamente perdonarle aquél pecado, con tal que lo confesase e hiciese penitencia de él; como lo ejecutó el arrepentido Monarca, siendo su conversión visible efecto de las oraciones del siervo de Dios.

 


   Restituido el santo Abad a su monasterio, pasó algún tiempo en él dedicado al ejercicio de todas las virtudes, hasta que su devoción le movió a emprender un viaje a Roma para visitar el sepulcro de los sagrados apóstoles san Pedro y san Pablo. Hizo cuanto pudo para estar desconocido en aquella ciudad, pero su misma virtud le hizo traición; y queriendo el Papa verle, le recibió, no solo con agrado sino con veneración, regalándole dos estatuas de los sagrados Apóstoles. Refiere el mismo san Antonino, que san Gil, lleno de confianza, entregó al Tíber las dos estatuas, que eran de ciprés, y que cuando llegó a su monasterio las halló a la puerta de él. En fin, después de haberlo gobernado por muchos años con tanta prudencia y con tanta edificación, que por largo espacio de tiempo fue seminario de Santos, lleno de días y de merecimientos, murió con la muerte de los justos el día 1º de setiembre, hacia el fin del siglo VI. Al ruido de la multitud prodigiosa de milagros que obraba Dios en su sepulcro por su poderosa intercesión, concurrió a aquel sitio tanto número de gente, que se pobló una ciudad, a la que se le dio el nombre de San Gil. El monasterio perteneció por largo tiempo a los Benedictinos; se pasó después a los monjes Cluniacenses, y al cabo fue secularizado. Reposó en él el santo cuerpo, hasta que, por las turbaciones que excitaron los Albigenses en el país, los Católicos se vieron obligados a trasladarle a Tolosa, donde es reverenciado en la iglesia de San Saturnino dentro de una preciosa urna.

 

 

AÑO CRISTIANO

POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).

 

Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía