viernes, 5 de septiembre de 2025
SAN LORENZO JUSTINIANO, CONFESOR. (1455). —5 de septiembre.
SAN BONIFACIO I, Papa. —4 de septiembre.
Elegido el 28 diciembre del
418; falleció en Roma, el 4 de septiembre del 422. Poco se conoce de su vida previa a
su elección. El “Liber Pontificalis” lo
llama un romano, e hijo del presbítero Jocundus. Se cree que fué ordenado por
el Papa Damasus I (366-384) y que fue representante de Inocencio I en
Constantinopla (c. 405).
A la muerte del Papa Zosimus, la Iglesia
Romana entró en el quinto de sus cismas, con el resultado de dobles elecciones
papales que perturbaron su paz durante las primeras centurias. Poco después de
las exequias de Zosimus, el 27 diciembre, 418, una facción del clero romano
formada principalmente por diáconos, tomó la basílica de Lateran y eligió como
papa al Archidiácono Eulalius. El alto clero intentó entrar, pero fue
violentamente rechazado por una chusma de partidarios de Eulalian.
Al día siguiente,
ellos se reunieron en la iglesia de Theodora y eligieron como Papa, contra su
voluntad, al anciano Bonifacio, un sacerdote muy estimado por su caridad,
conocimientos, y buen carácter. El domingo 29 diciembre, fueron
consagrados los dos, Bonifacio en la Basílica de San Marcelo, apoyado por nueve
obispos provinciales y unos setenta sacerdotes; Eulalius en la basílica de
Lateran en presencia de los diáconos, unos pocos sacerdotes y el Obispo de
Ostia que fue convocado desde su lecho de enfermo para ayudar en la ordenación.
Los dos procedieron a actuar como papas, y Roma comenzó
a vivir en una tumultuosa confusión por el ruido producido por las facciones de
ambos rivales. El Prefecto de Roma, Symmachus, hostil a Bonifacio,
informó el problema al Emperador Honorius de Ravenna, y aseguró la confirmación
imperial de la elección de Eulalius. Bonifacio fue
expulsado de la ciudad. Sus partidarios, sin embargo, lograron hacerse
oír por el emperador que convocó a un sínodo de obispos italianos en Ravenna
para reunir a los papas rivales y discutir la situación (febrero, marzo, 419).
Incapaz de alcanzar una decisión, el sínodo tomó unas pocas decisiones
prácticas pendientes hasta un concilio general de obispos italianos, galos y
africanos, a ser convocados en mayo para solucionar la dificultad. Pidió que ambos demandantes dejaran Roma hasta que se
alcanzara una decisión, y prohibió el retorno bajo pena de condenación.
Como Pascua, el 30 de marzo, estaba acercándose, Achilleus, Obispo de Spoleto,
fue delegado para encabezar los servicios Pascuales en la vacante sede romana.
Bonifacio fue enviado, aparentemente, al cementerio de Santa Felicitas en la
Vía Salaria, y Eulalius a Antium. El 18 marzo, Eulalius volvió audazmente a
Roma, reunió a sus partidarios avivando nuevamente la disputa, y rechazó con
desprecio las órdenes del prefecto para dejar la ciudad; tomó la basílica de
Lateran el sábado Santo (29 marzo), decidido a presidir las ceremonias
pascuales. Las tropas imperiales fueron convocadas para
deponerlo y hacer posible para Achilleus dirigir los servicios. El emperador,
profundamente indignado con estos procedimientos, se negó a considerar
nuevamente las demandas de Eulalius reconociéndose a Bonifacio como Papa
legítimo (3 de abril, 418). Este último volvió a Roma el 10 abril y fué
aclamado por el pueblo. Eulalius fue designado Obispo de Nepi en Toscana o de
alguna sede en Campania, según los contradictorios datos de las fuentes del “Liber Pontificalis”. El
cisma había durado quince semanas. A comienzos de 420, la crítica
enfermedad del papa, animó a los partidarios de Eulalius a hacer otro intento. Ya recuperado, Bonifacio pidió al emperador (1o. de julio,
420) prever alguna manera de evitar un nuevo cisma en el caso de su muerte.
Honorius promulgó una ley estableciendo que, en el caso de elecciones Papales
disputadas, no debe reconocerse ningún candidato, y debe efectuarse una nueva
elección.
El reino de Bonifacio fue
marcado por el gran celo y actividad en organizar la disciplina y la autoridad.
Revirtió la política de
su predecesor de dotar a ciertos obispos Occidentales con poderes
extraordinarios del vicariato papal. Zosimus había dado a Patroclus, Obispo de
Arles, extensa jurisdicción en las provincias de Viena y Narbonne, y lo había
hecho intermediario entre estas provincias y la Sede Apostólica. Bonifacio
disminuyó estos derechos primados y restauró los poderes metropolitanos de los
obispos principales de provincias. Así él respaldó a Hilary, Arzobispo de
Narbonne, en su elección de un obispo de la sede vacante de Lodeve, contra
Patroclus que intentó designar a otro (422). Así, también, insistió para que
Maximus, Obispo de Valencia, fuera juzgado por sus supuestos crímenes, no por
un primado, sino por un sínodo de obispos galos, y prometió sostener su decisión
(419). Bonifacio tuvo éxito en las dificultades de
Zosimus con la Iglesia africana con respecto a las apelaciones a Roma y, en
particular, en el caso de Apiarius. El Concilio de Cartago, habiendo
escuchado las presentaciones de los delegados de Zosimus, envió a Bonifacio el
31 mayo, 419, una carta en respuesta al commonitorium de su predecesor.
Declaraba que el concilio había sido incapaz de verificar los cánones que los
delegados habían citado como de Nicena, pero que más tarde resultaron ser de
Sardican. Estaba de acuerdo, sin embargo, en observarlos hasta que pudiera
efectuarse la comprobación. Esta carta se cita a menudo para ilustrar la
actitud desafiante de la Iglesia africana ante la Sede Romana. Un estudio
imparcial de la misma, sin embargo, debe llevar a una conclusión no más extrema
que la de Dom Chapman: “fue escrita con considerable irritación, aunque en un
muy estudiado tono moderado” (Revisión
de Dublín. Julio, 1901, 109-119). Los africanos estaban irritados ante la
insolencia de los delegados de Zosimus y se indignaron por ser instados a
obedecer leyes que pensaron no tenían una consistente fuerza en Roma. Esto ellos se lo manifestaron a Bonifacio directamente;
todavía, lejos de repudiar su autoridad, le prometieron obedecer las leyes
sospechosas, mientras que reconocieron la función del Papa como guardián de la
disciplina de la Iglesia. En 422 Bonifacio recibió la apelación de
Anthony de Fussula que, a través de los esfuerzos de San Agustín, había sido
depuesto por un sínodo provincial de Numidia, y decidió que debía ser
restaurado en el caso de que su inocencia se estableciera. Bonifacio apoyó ardientemente a San Agustín en su combate
contra el Pelagianismo. Habiendo recibido dos cartas de Pelagian que
calumniaban a Agustín, se las envió. En reconocimiento de esta lealtad
Agustín dedicó a Bonifacio su respuesta, contenida en “Contra
das Epístolas Pelagianoruin Libri quatuor”: “Contra
las epístolas pelagianas en cuatro libros”.
En el Este, mantuvo celosamente su
jurisdicción sobre las provincias eclesiásticas de Illyricurn, sobre las que el
Patriarca de Constantinopla estaba intentando afianzar el mando a causa de
volverse una parte del imperio Oriental. El Obispo de Thessalonica había sido
constituido vicario papal en este territorio, mientras ejercía su jurisdicción
por encima de los metropolitanos y obispos. Por las cartas a Rufus, el titular
contemporáneo de la sede, Bonifacio vigiló estrechamente los intereses de la
iglesia de Illyrian e insistió en la obediencia a Roma. En 421, el descontento
expresado por ciertos obispos, a causa de la negativa del Papa para confirmar
la elección de Perigines como Obispo de Corinto a menos que el candidato fuera
reconocido por Rufus, sirvió como pretexto para que el joven emperador
Theodosius II concediera el dominio eclesiástico de Illyricurn al Patriarca de
Constantinopla (14 julio, 421). Bonifacio protestó ante
Honorius por la violación de los derechos de su sede, y prevaleció sobre él,
que instó a Theodosius para que rescinda su promulgación. La ley no fue
promulgada, pero permaneció en los códigos de Theodosian (439) y Justiniano
(534) y causó muchos problemas a los papas subsiguientes. Por una carta del 11
marzo, 422, Bonifacio prohibió la consagración en Illyricum de cualquier obispo
que Rufus no hubiera reconocido. Bonifacio renovó
la legislación del Papa Soter, prohibiendo a las mujeres tocar los sagrados
linos o intervenir en el quemado de incienso. Dio fuerza a las leyes que
prohibían a los esclavos ser clérigos. Fue
enterrado en el cementerio de Maximus en la Vía Salaria, cerca de la tumba de
su favorito, St. Felicitas en cuyo honor y en gratitud por su ayuda, le había
erigido un oratorio encima del cementerio que lleva su nombre.
jueves, 4 de septiembre de 2025
SAN EGULFO, Mártir (676 P. C.) — 3 de septiembre.
Egulfo nació en Blois, tomó
el hábito de monje en Fleury, que por entonces se hallaba en los primeros
fervores entusiastas de la observancia benedictina, y fue un siervo ejemplar de
la orden. Más
o menos por el año de 670, el monasterio de Lérins, en el que el paso de los
años y las incursiones de los moros habían quebrantado la disciplina, solicitó
al de Fleury que le proporcionara un hombre digno de ser el abad. Egulfo, monje
con 23 años de experiencia y una reputación de firme virtud y estabilidad, fue
enviado para ocupar el alto puesto. Pero como suele suceder en estos casos,
algunos de los religiosos estaban contentos con las viejas reglas y decididos a
recurrir a cualquier medio para frustrar los esfuerzos que se hiciesen o
intentasen hacer para mejorar su disciplina. En Lérins, dos de los monjes,
Arcadio y Columbo, fueron demasiado lejos: apelaron al
gobernador local contra el nuevo abad y aquél mandó una compañía de soldados
para que se mantuviera el orden en el monasterio. Los dos monjes rebeldes utilizaron a los soldados para
secuestrar a San Egulfo y a otros cuatro de sus principales partidarios y,
atados de pies y manos, los metieron en un barco y los llevaron hacia alta mar.
Por fin fueron desembarcados en la isla de Capraia (de las Cabras),
entre Córcega y la costa de Toscana, donde les
sacaron los ojos, les cortaron la lengua y, por fin, les mataron. Sólo
uno de los monjes logró escapar y consiguió llegar hasta Lérins donde relató el
trágico sucedido.
En contradicción con esta historia, se ha
sugerido que es más razonable suponer que el abad y sus compañeros fueron
sacados del monasterio por los soldados, quienes los abandonaron lejos y, una
vez solos, fueron víctimas de los moros, especialistas en aquellas bárbaras
matanzas. Los cadáveres mutilados se trasladaron a
Lérins y se afirma que, durante el traslado, se obraron muchos milagros. Poco
tiempo después, surgió una disputa entre los monasterios de Lérins y Fleury,
sobre la posesión de los restos mortales de San Egulfo.
De acuerdo con una biografía de este santo,
escrita por un monje de Fleury hacia el año de 850, Egulfo era el jefe de un
grupo de monjes de Fleury y de Le Mans que el abad Mommolus, de Fleury, envió a
Italia para recuperar las reliquias de San Benito, de manos de los lombardos.
Los detalles de este asunto y el lugar o los lugares de descanso de los restos
de San Benito, no son asuntos que nos conciernan aquí. Basta con indicar que,
casi seguramente, este San Egulfo no tuvo nada que ver con él.
Un relato en tono lírico
sobre la vida de San Egulfo, fue escrito por Adrevaldo, un monje de Fleury que
vivió dos siglos después. Ese escrito es poco digno de confianza. Los
bolandistas lo imprimieron en Acta Sanctorum, septiembre, vol. I, junto con una
narración más corta que, según los bolandistas, es más antigua y más digna de
crédito. Ver también a H. Moris, en L´Abbaye de Lérins (1909) y al DHG., vol. I
cc. 1141-1142.
Vidas
de los Santos, Butler - Volumen III.
SAN SIMÓN ESTILITA EL JOVEN, Eremita (592 P. C.). —3 de septiembre.
Alrededor del año 517,
nació Simeón en Antioquia, de una mujer llamada Marta, que fue venerada como
santa. Su
padre, natural de Edessa, pereció en un terremoto cuando Simeón tenía cinco
años. Desde entonces, se contaban cosas extrañas sobre el chiquillo, quien
acabó por alejarse de su ciudad natal y anduvo errante por las montañas hasta
llegar a un pequeño monasterio en el que se refugió y, por
expreso deseo, se puso bajo la guía y la tutela de un estilita muy conocido que
se llamaba Juan. Durante el resto de su vida, el ermitaño se ocupó de
Simeón, quien también construyó su pilar cerca del de su maestro. Desde la edad de siete años, antes de haber perdido sus
dientes de leche, Simeón estableció su morada en la columna. Muy pronto
la fama de su excentricidad, de su santidad y de sus poderes para realizar
milagros, se extendió tanto que, para evitar la
constante visita de peregrinos, Simeón se retiró a vivir en la cumbre de una
roca, sobre una montaña inaccesible que llegó a conocerse con el nombre de
Monte de Maravillas. Por entonces, tenía veinte años. Una década
después, como resultado de una visión, estableció un monasterio para sus discípulos
y mandó levantar una nueva columna para él mismo, a la
que fue conducido, solemnemente, por dos obispos.
De esta manera extraordinaria, pero auténtica sin duda, vivió Simeón durante otros cuarenta y cinco años. De vez en cuando, se trasladaba a otro pilar; cuando tenía treinta y tres años, fue ordenado sacerdote, sin haber bajado de su columna, puesto que el obispo subió para hacerle la imposición de manos. Al parecer, sobre la columna había una plataforma de amplitud suficiente para que Simeón pudiese celebrar la misa ahí mismo; sus discípulos ascendían por una escalera para recibir la comunión de sus manos. En los registros de su historia se afirma que Dios manifestó la santidad de su siervo con el don de hacer milagros, sobre todo la curación de enfermos, el vaticinio de las cosas por venir, y el conocimiento de los pensamientos secretos de los demás. Evagrio, historiador sirio, fue testigo de muchas de aquellas maravillas y asegura que experimentó por sí mismo el poder de Simeón para leer los pensamientos, cuando lo visitó para pedirle consejos espirituales.
Verdaderas
multitudes procedentes de todas partes acudían a San Simeón en busca de una
palabra de consuelo y con la esperanza de presenciar algún milagro o
beneficiarse con él. Después de la muerte de San Juan el Estilita, ya
nadie pudo restringir las austeridades a que se entregaba Simeón. Evagrio dice
que se mantenía enteramente con una dieta de frutas y hortalizas. Simeón
escribió al emperador Justino II para pedirle que castigase a los samaritanos
que habían atacado a los cristianos de las vecindades, y
San Juan Damasceno atribuye a Simeón un breve texto en que alaba la veneración
a las sagradas imágenes. Hay otros escritos, homilías e himnos, que
también se le atribuyen, pero sin razón suficiente. Simeón había vaticinado que
Justino II sucedería a Justiniano, y a Juan el Escolástico, que llegaría a ser
elegido para la sede de Constantinopla, como efectivamente lo fue.
El que haya sido un
estilita desde niño y desplegara sus manifestaciones espirituales desde su
tierna edad; el que llegase a vivir casi sin comer y sin dormir; sus luchas con
los espíritus malignos, sus mortificaciones físicas y sus numerosos milagros,
como se relata en su biografía, tienen un carácter tan especial, que cualquier
lector se inclinará a pensar que se trata de un personaje de fábula. El padre Delehaye dice que se trata
de un documento fuera de lo común que debe leerse con buen sentido; pero sus
declaraciones pueden ser comprobadas y, por cierto, que no carecen de veracidad
histórica. El santo enfermó en mayo de 592. El
patriarca Gregorio de Antioquia, al saber que agonizaba, corrió para ayudarle
en sus últimos momentos; pero San Simeón murió antes de que él llegara.
El Dr. P. van den Ven preparó el texto
completo original en griego, sobre la vida de San Simeón, escrita por un
contemporáneo; cf. su artículo en Analecta Bollandiana, vol. LXVII (1949), pp.
435-443. Fr. Delehaye editó las partes históricas de este texto en su obra
Saints Stylites (1923), pp. 238-271, y da además un breve relato sobre la
historia de Simeón. Existe en griego una biografía sobre la madre del santo,
Marta. Esta biografía junto con la de Simeón, escrita por Nicéforo Nuranus, se
encuentra en Acta Santocrum, mayo, vol. V.
Para los detalles
sobre el pilar, ver la historia de San Simeón el Viejo, el 5 de enero.
Vidas
de los Santos, Butler - Volumen III.
SANTA FEBES —3 de septiembre.
Es el amor
lo que da precio a todas nuestras
obras; no
es por la grandeza y multiplicidad de
nuestras
obras por lo que agradamos a Dios,
sino por
el amor con que las hacemos.
(San
Francisco de Sales)
Santa Febes, una mujer de Corinto que abrazó
la fe por la predicación de San Pablo y de la que, escribiendo a los romanos,
dice: “Os
encomiendo a Febes, nuestra hermana, que está en el servicio de la iglesia de
Cencrea: que la recibáis en el Señor como deben los santos, y la ayudéis en
todo lo que os hubiere menester, porque ella ha asistido a muchos y a mí en
particular”. (Rm, 16), s. I. Fuera de este detalle no se conocen
otros hechos de su vida. Se cree que murió en la misma Corinto hacia fines del
siglo.
SANTA ROSA de VITERBO, penitente. (+ 1251). — 4 de septiembre.
![]() |
COMUNIÓN DE SANTA ROSA DE VITERBO. |
SANTA ROSALÍA de PALERMO, virgen. (+ 1166). —4 de septiembre.
lunes, 1 de septiembre de 2025
SAN GIL, ABAD —1º de septiembre.
Fue san Gil natural
de Atenas, y de casa tan ilustre, como que traía su origen de los antiguos
reyes del país. Sus padres eran cristianos, y como más distinguidos por los
ejemplos de su virtud, que, por la superior nobleza de sus reales ascendientes,
ni por el esplendor de sus inmensas riquezas, aplicaron
el mayor cuidado a la mejor educación de su hijo, disponiendo que fuese
instruido en las letras humanas; y aunque el niño Gil por la extraordinaria
viveza de su ingenio hizo grandes progresos en ellas, todavía fueron mayores los
que adelantó en la ciencia de los Santos y de la Religión. Crecía su
virtud con la edad, a la que parecía haberse anticipado y dedicado su principal
estudio a la lección de los libros espirituales, parándose con particular
atención en las vidas de aquellos grandes hombres que habían descollado más en
la santidad. Desde luego fue presagio de la suya la
tierna caridad que profesaba a los pobres, sin haber salido aun de su niñez. Se desnudaba de sus vestidos para abrigarlos a ellos; y
añadiéndose a esto una inclinación particular al retiro, fácilmente se dejó
conocer que el bullicio del mundo no era de su gusto. Ignoró
absolutamente todos aquellos juegos, diversiones y entretenimientos que son tan
ordinarios en aquella tierna edad, no reconociendo otros que el estudio y la
oración; de manera, que cuando no se le encontraba en
su cuarto, no había que buscarle en otra parte que encomendándose a Dios en la
iglesia. Por la pureza de sus costumbres, por su rara modestia, y por
una vida que ya picaba en austera, todo en aquella florida edad que erradamente
se llama el tiempo y la sazón de los pasatiempos, era la admiración general de todo
el pueblo, y resonaban sus elogios en las escuelas de Atenas
Le faltaron sus
padres estando aun en la flor de su juventud, y por su muerte se halló único y
universal heredero de su opulento patrimonio. Tuvo poco que hacer, ni en
consultar, ni en resolver el acierto de su empleo. Tomó desde luego su partido,
porque altamente impreso en su memoria, y más profundamente grabado en su
corazón aquel consejo de Jesucristo al otro joven que aspiraba a la vida mas
perfecta: Ve,
vende lo que tienes, y repártelo a los pobres, no se detuvo ni un
solo momento. Vendió al punto todos sus bienes, y distribuyó
su valor entre los necesitados: acción
generosa inspirada del más elevado motivo, que, ganándole el corazón a Dios, le
colmó de los más singulares favores, mereciéndole desde luego el don de los
milagros con que le honró el mismo Señor. Se hallaba un día de fiesta en
la iglesia, cuando un energúmeno comenzó a dar tan espantosos aullidos, que,
atemorizados todos los circunstantes, fue preciso que se interrumpiesen los divinos
oficios. No pudiendo sufrir san Gil que el demonio se
atreviese a turbar la devota quietud del sagrado templo, se llegó a él, y le
mandó imperiosamente en nombre de Jesucristo que enmudeciese, y que al punto
dejase libre aquella pobre criatura. Obedeció el espíritu infernal, desocupó la
posada quedando sano el poseído, y lleno de admiración el concurso a vista de
aquel prodigio.
No obró este solo milagro. Estaba ya para
espirar un infeliz hombre a quien había mordido una venenosa serpiente, y como
los que le rodeaban, lastimados de aquella desgracia, advirtiesen que san Gil salía
de la iglesia, corrieron a él, suplicándole se
compadeciese de aquel miserable moribundo. Tuvo
lástima de él, hizo una breve oración al Señor, y en el mismo punto quedó
restituido a su perfecta salud, mirando ya a Gil toda la ciudad con respeto,
con veneración y con asombro. Se sobresaltó su humildad luego que lo
reconoció; y no pudiendo sufrir el superior concepto
que se hacía de su virtud, determinó desterrarse de su país; pero mientras
se proporcionaba oportunidad de embarcación, se retiró a una isla desierta,
donde se hubiera fijado a no atemorizarle la cercanía de Atenas; consideración que le obligó a embarcarse en un navío, y
hacerse a la vela para Francia.
Le duró poco el gozo de
verse en la embarcación, donde por no ser conocido era desestimado: consuelo grande para su
espíritu humilde; pero
a breve tiempo le privó de él un milagro. Apenas se habían
hecho a alta mar, cuando se levantó una deshecha tormenta que amenazaba
inevitable naufragio: el navío hacia agua por
uno y otro costado; sobrecogida de espantó la tripulación, no maniobraba; las olas
iban a tragarse el buque. Compadecido el Santo a vista de la turbación,
de los clamores y de la desolación del equipaje, se
puso en oración, y no bien levantó las manos al cielo, cuando se dejó caer el viento,
cesó la tempestad, se serenó el cielo, y el mar se tranquilizó quedando en sosegada
calma. Después de algunos días de feliz navegación dieron fondo en las
costas de la Provenza, y noticioso nuestro Santo de que
vivía aun san Cesáreo, arzobispo de Arles, a quien conocía por las voces de la
fama, resolvió ir en busca suya para hacerse discípulo de tan insigne Prelado,
y aprender en la escuela de tan diestro maestro los caminos más seguros de la
perfección. La penetración de san Cesáreo muy desde luego descubrió toda
la virtud y todo el extraordinario mérito de aquel desconocido extranjero, a quien
detuvo dos años cerca de su persona, con deseo de que no se separase de su lado;
ni san Gil hubiera pensado nunca en desviarse de él, a no haberle precisado a
buscar algún incógnito retiro donde esconderse y sepultarse aquel don de los
milagros que a todas partes le acompañaba, y por decirlo así le perseguía. Sin hablar palabra al santo Prelado, pasó el Ródano
secretamente, y se fué como a enterrarse vivo en un espeso y horroroso bosque,
no distante de su orilla.
Encontró en él un santo
ermitaño llamado Veredin, tan digno de respeto por su venerable ancianidad como
por su extraordinaria virtud, calificada también con el don de los milagros. Sirvió a san Gil de inexplicable
consuelo la compañía de un varón tan respetable, no solo por tener en él un
maestro tan hábil como experimentado en la vida espiritual, sino también porque, a su modo de entender, había encontrado
el más seguro defensivo a su humildad; pues caso de que el Señor le quisiese
continuar la gracia de los milagros, le sería fácil (decía Gil para
consigo) atribuirlos a aquel venerable anciano á quien
Dios se había dignado conceder el mismo don. Este pensamiento le sosegó
por algún tiempo; pero como vio que los enfermos noticiosos del lugar de su
retiro concurrían de todas partes a encomendarse a sus oraciones para lograr la
salud por su poderosa intercesión; y como entendió ser
opinión general de todos los pueblos del contorno, que después de Dios se debía
a sus merecimientos la fertilidad de un terreno infecundo y estéril hasta
entonces, tomó la resolución de esconderse tan de veras, que de una vez para
siempre se pusiese a cubierto contra todos los asaltos de la vanidad, y no pudiesen
dar con él las diligencias humanas.
Con este pensamiento se salió de su ermita,
y habiendo caminado errante largo tiempo por aquel espeso bosque, descubrió una
gruta, naturalmente abierta en un horroroso peñasco, cuya boca estaba como
cerrada con zarzales y con impenetrables cambroneras. Gozosísimo
de haber encontrado una cueva tan adecuada a sus ansiosos deseos, se hincó de
rodillas, y levantando al cielo las manos y los ojos, rindió mil gracias a Dios
por haberle concedido aquel dulce y suspirado retiro. Era el terreno un
erial tan espantoso, tan seco y tan estéril, que apenas producía unas amargas
raíces con que el Santo pudiese sustentarse; pero aquel
Señor, que tiene tan particular cuidado de los que se entregan a su amorosa
providencia con entera confianza, después de haberlo abandonado generosamente
todo por su amor, proveyó a aquella necesidad con una singular maravilla. No
bien el santo solitario había entrado en la gruta, cuando
se vino arrimando a él una cierva cargada de leche, presentándole los pechos
para que extrajese de ellos su alimento; diligencia que repitió con inviolable
puntualidad todos los días a la misma hora. Consolado maravillosamente
nuestro Santo con aquel amoroso cuidado de la divina Providencia, no cesaba día y noche de rendir tiernas gracias al Señor,
deshaciéndose en sus continuas alabanzas.
Pasó muchos años san Gil en aquella dulce soledad, siendo su conversación con Dios y con el cielo, enajenado incesantemente en la contemplación de las divinas grandezas y perfecciones, y viviendo más como ángel que como hombre mortal, cuando queriendo el Señor manifestar a los fieles aquel tesoro escondido, dispuso o permitió que á Childeberto, rey de Francia, se le antojase ordenar una batida de caza para aquel bosque, que comúnmente se juzgaba inhabitable. Los cazadores encontraron dichosamente la misma cierva que alimentaba a nuestro Santo, y la acosaron tan vivamente, que, fatigado y exhalado el perseguido animal, se refugió a la cueva de san Gil, arrojándose a sus pies casi sin respiración, interceptado el aliento, mientras la traílla de perros, que ya iba a los alcances, se paró inmoble en lo más vivo de la carrera, sin atreverse a forzar la entrada de la gruta. Admirados los cazadores de ver parados a los perros, dispararon algunas flechas por entre la espesura de las zarzas, una de las cuales hirió gravemente a san Gil.
Se desmontó el matorral, y quedaron todos como atónitos cuando descubrieron al Santo con la cierva echada a sus pies, sin que los perros, por más que los azuzaban, pudiesen jamás acercarse al sagrado de la gruta; pero el Rey con reverente veneración y respeto se llegó al santo solitario, y le preguntó su nombre, su país, y el modo que tenia de vivir en aquella espantosa soledad. Prendado de sus prudentes respuestas, y movido de su heroica santidad, le ofreció ricos presentes; pero el Santo se lo agradeció con humildad, y los rehusó con modestia, diciendo que de nada tenía necesidad, cuando la amorosa providencia del Señor había cuidado de sustentarle por tan largo tiempo con la leche de aquel inocente animal. Notó entonces el Rey la sangre que corría por debajo de su pobre ropa, y reconociendo que estaba herido, quiso que sus cirujanos le curasen; pero el siervo de Dios nunca lo consintió, diciendo no quería malograr aquella ocasión de padecer, y que antes bien se afligiría mucho si se cerrase presto la herida.
Admirado Childeberto
de la eminente virtud de aquel hombre portentoso, no dejó pasar día alguno sin
ir a tener con él un rato de piadosa conversación, y cada vez se despedía más
asombrado y más hechizado dé su rara santidad. Viéndole siempre
inaccesible, y constante siempre en no admitir los preciosos dones con que le
brindaba, le dijo el Rey en una ocasión que lo menos
le había de declarar qué cosa podía hacer en aquel sitio que fuese más de su
gusto. Le respondió el Santo que ninguna podía
hacer más del agrado de Dios, ni de mayor provecho para todo el país, que
fundar en aquel mismo paraje un monasterio donde se observase con todo rigor la
misma estrecha regla que se observaba en los monasterios de la Tebaida. No
necesitó Childeberto de que se lo acordase más. Se fundó
el monasterio con toda la posible prontitud, y luego se llenó de excelentes
sujetos que concurrían a tropas, ansiosos de vivir bajo la dirección de san
Gil, a quien se le obligó a encargarse de su gobierno, a pesar de toda su
repugnancia; y desde entonces se vieron florecer en aquel desierto los mismos
prodigios de penitencia, de oración, y de todas las demás virtudes que hasta
allí solo se admiraban en los páramos de la Tebaida y en los yermos arenales de
Egipto.
Monasterio de San Egidio o San Gil, en Francia.
Estando el Rey en Orleans, y teniendo
necesidad de los consejos del santo Abad, le mandó ir a la corte, y fue su
viaje una continuada serie de milagros, que hicieron famoso su nombre en todo
el reino de Francia; pero el más ruidoso y el más útil
de todos ellos fue la conversión del mismo Rey. Se
hallába gravada su conciencia con un pecado grave, que no se resolvía a
confesar; y refiere san Antonino, autor de la vida de nuestro Santo, que un día aquel Monarca le pidió con particular instancia
que le encomendase a Nuestro Señor. Lo hizo san Gil, y estando en oración clamando a Dios por el Rey tuvo una
visión en que se le apareció un Ángel que le dejó un billete sobre el altar,
asegurándole que el Señor le había oído. Tomó san Gil el billete, se lo
llevó al Rey, y habiéndolo leído, halló en él que Dios,
movido de las oraciones del Santo, quería misericordiosamente perdonarle aquél
pecado, con tal que lo confesase e hiciese penitencia de él; como lo ejecutó el arrepentido Monarca, siendo su conversión
visible efecto de las oraciones del siervo de Dios.
Restituido el santo Abad a su monasterio, pasó algún tiempo en él dedicado al ejercicio de todas las virtudes,
hasta que su devoción le movió a emprender un viaje a Roma para visitar el
sepulcro de los sagrados apóstoles san Pedro y san Pablo. Hizo cuanto
pudo para estar desconocido en aquella ciudad, pero su misma virtud le hizo
traición; y queriendo el Papa verle, le recibió, no
solo con agrado sino con veneración, regalándole dos estatuas de los sagrados
Apóstoles. Refiere el mismo san Antonino, que
san Gil, lleno de confianza, entregó al Tíber las dos estatuas, que eran de
ciprés, y que cuando llegó a su monasterio las halló a la puerta de él. En
fin, después de haberlo gobernado por muchos años con
tanta prudencia y con tanta edificación, que por largo espacio de tiempo fue
seminario de Santos, lleno de días y de merecimientos, murió con la muerte de
los justos el día 1º de setiembre, hacia el fin del siglo VI. Al ruido de la
multitud prodigiosa de milagros que obraba Dios en su sepulcro por su poderosa
intercesión, concurrió a aquel sitio tanto número de gente, que se pobló una
ciudad, a la que se le dio el nombre de San Gil. El monasterio perteneció por
largo tiempo a los Benedictinos; se pasó después a los monjes Cluniacenses, y al
cabo fue secularizado. Reposó en él el santo cuerpo, hasta que, por las
turbaciones que excitaron los Albigenses en el país, los Católicos se vieron
obligados a trasladarle a Tolosa, donde es reverenciado en la iglesia de San Saturnino
dentro de una preciosa urna.
AÑO
CRISTIANO
POR
EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
Traducido
del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía