Según hemos dicho, la Muerte de Cristo, como
la de los demás hombres, consistió en la separación del alma y el cuerpo; pero
la Divinidad estaba tan indisolublemente unida a Cristo hombre que, por más que
se separaran entre sí cuerpo y alma, siguió perfectísimamente vinculada al alma
y al cuerpo; por consiguiente, el Hijo de Dios
permaneció con el cuerpo en el sepulcro, y descendió con el alma a los
infiernos.
Cuatro fueron los motivos
por los que Cristo bajó al infierno con el alma.
Primero para sufrir todo el
castigo del pecado, y así expiar por completo la culpa. El castigo del pecado del hombre no
consistía sólo en la muerte del cuerpo, sino que había también un castigo para
el alma: como también ésta había pecado, también el alma misma era castigada
careciendo de la visión de Dios, pues aún no se había dado satisfacción para
liquidar esta carencia. Por eso, antes del advenimiento
de Cristo, todos, incluso los santos padres, bajaban al infierno luego de su
muerte. Cristo, pues, para sufrir todo el castigo asignado a los pecadores,
quiso no sólo morir, sino además descender al infierno en cuanto a su alma. “He sido contado entre los que descienden al lago; he venido
a ser como hombre sin socorro, libre entre los muertos” (Ps 87,
5-6). Los otros se encontraban allí como esclavos;
Cristo, como libre.
El segundo motivo fue para auxiliar de manera perfecta a todos sus amigos. Efectivamente,
tenía amigos no sólo en el mundo, sino también en
el infierno. En este mundo hay algunos amigos de Cristo, los que tienen
el amor; pero en el infierno se encontraban muchos
que habían muerto en el amor y la fe del que había de venir, como Abraham,
Isaac, Jacob, Moisés, David y tantos otros varones justos y perfectos. Puesto
que Cristo había visitado a los suyos que estaban en el mundo, y había acudido
en su auxilio por medio de su Muerte, quiso también
visitar a los suyos que se hallaban en el infierno, y acudir en su auxilio
bajando a ellos. “Penetraré en todas las partes inferiores de la tierra,
visitaré a todos los que duermen, e iluminaré a todos los que esperan en el
Señor” (Eccli 24, 45).
El tercer motivo fue para triunfar por completo sobre el diablo.
Uno triunfa por completo sobre otro cuando no solamente
lo vence a campo abierto, sino que incluso le invade su propia casa, y le
arrebata la sede de su reino y su palacio. Cristo
ya había triunfado sobre el diablo, y en la Cruz lo había derrotado: “Ahora es el
juicio del mundo, ahora el príncipe de este mundo (es decir, el diablo) será
echado fuera” (Jn 12, 31). Por
eso, para triunfar por completo, quiso arrebatarle
la sede de su reino, y encadenarlo en su palacio, que es el infierno. Por
eso bajó allá, y saqueó sus posesiones, y lo encadenó, y le arrancó su botín. “Despojando a
los Principados y Potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos
en Sí mismo” (Col 2, 15).
De forma parecida también; puesto que Cristo
había recibido potestad, y tomado posesión sobre el cielo y sobre la tierra,
quiso asimismo tomar posesión del infierno, de modo que, según las palabras del
Apóstol, “al
nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el
infierno” (Philp 2, 10). “En mi nombre
expulsarán los demonios” (Mc 16, 17).
El cuarto y último
motivo fue para librar a los santos que se
encontraban en el infierno. Así como Cristo quiso sufrir la muerte para
librar de la muerte a los vivos, así también quiso bajar al infierno para
librar a los que allí estaban. “Tú también por la sangre de tu alianza hiciste salir a
tus cautivos del lago en que no hay agua” (Zach 9, 11). “Seré, muerte,
tu muerte; seré, infierno, tu mordisco” (Os
13, 14).
En efecto, aunque
Cristo destruyó por completo la muerte, no destruyó por completo el infierno,
sino que le dio un bocado, pues no libró del infierno a todos. Libró sólo a los que se hallaban sin pecado mortal y sin
pecado original: de éste último habían quedado libres en cuanto a su
persona por medio de la circuncisión, y antes de la circuncisión, los
desprovistos de uso de razón que se habían salvado en virtud de la fe de unos
padres creyentes, y los adultos por medio de los sacrificios y en virtud de la fe
en el Cristo que había de venir; todos ellos se encontraban en el infierno a
causa del pecado original de Adán, del que únicamente Cristo podía librarlos en
cuanto a la naturaleza. Dejó, pues, allí a los que
habían bajado con pecado mortal, y a los niños no circuncidados. Por eso
dice: “Seré,
infierno, tu mordisco”.
Queda así claro que
Cristo descendió a los infiernos, y por qué (1).
(1) En la Summa Theologiae (III,
q. 52), Santo Tomás es más explícito. Cristo,
bajando a los infiernos, sacó de allí a los santos padres que sólo estaban
excluidos del cielo por el reato de la pena del pecado original; no libró a los
condenados que habían muerto en pecado mortal; a los niños muertos en pecado
original no los libró del estado de pura felicidad natural en que se encontraban,
concediéndoles la visión; y no hay razón para asegurar que, por la bajada de
Cristo a los infiernos, todos los que se hallaban en el purgatorio hayan sido
librados de él.
De todo lo expuesto podemos sacar cuatro
enseñanzas.
En primer lugar, una firme esperanza en Dios. Por muy abrumado que
se encuentre un hombre, siempre debe esperar su ayuda y confiar en Él. No hay situación tan angustiosa como estar en el infierno.
Por consiguiente, si Cristo libró a los suyos que estaban allí, todo
hombre, con tal que sea amigo de Dios, debe tener gran confianza de ser librado
por Él de cualquier angustia. “Ésta (la Sabiduría)
no desamparó
al justo vendido..., y descendió con él al hoyo, y en la prisión no lo abandonó” (Sap 10, 13-14).
Y como Dios ayuda especialmente a sus siervos, muy tranquilo debe vivir
quien sirve a Dios. “Quien teme al Señor de nada temblará, ni tendrá pavor,
porque él mismo es su esperanza” (Eccli 34, 16).
En segundo lugar, debemos caminar en
temor y no ser temerarios; pues,
aunque Cristo padeció por los pecadores, y
descendió al infierno, sin embargo, no libró a todos, sino sólo a aquellos que
no tenían pecado mortal, según hemos dicho. A los que habían muerto en pecado
mortal, los dejó allí. Por tanto, nadie que
muera en pecado mortal espere perdón. Al contrario, estará en el infierno tanto tiempo como los santos padres
en el paraíso, es decir, para siempre. “Irán éstos al
suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna” (Mt 25,
46).
En tercer lugar,
debemos tener diligencia. Cristo descendió a
los infiernos por nuestra salvación, y nosotros también hemos de ser diligentes
en bajar allá con frecuencia —mediante la consideración de aquellos tormentos,
se entiende—, conforme hacía el santo varón Ezequías, que canta: “Yo dije: en
medio de mis días bajaré hasta las puertas del infierno” (Is 38, 10).
Pues quien desciende allá frecuentemente en vida
con el pensamiento, no es fácil que descienda al morir, porque tal pensamiento
aparta del pecado. En efecto, vemos que los hombres de este mundo se
guardan de cometer delitos por miedo al castigo temporal; por consiguiente, ¡cuánto más ha de
guardarse por miedo al castigo del infierno, que es mayor en duración,
intensidad y número de tormentos! “Acuérdate
de tus postrimerías, y no pecarás jamás”
(Eccli 7, 40) (2)
(2) El Concilio de Trento (1551) definió que es verdadero y
provechoso dolor la detestación de los pecados por temor a la pérdida de la
eterna bienaventuranza y el merecimiento de la eterna Condenación. Es el dolor
imperfecto o de atrición.
En cuarto lugar, recibimos una lección de amor. Si Cristo descendió a los infiernos para librar a los
suyos, también nosotros debemos bajar allá para ayudar a los nuestros. Ellos
por sí solos nada pueden; por tanto, debemos ayudar
a los que se hallan en el purgatorio. Demasiado insensible sería quien
no auxiliara a un ser querido encarcelado en la tierra; más insensible es el
que no auxilia a un amigo que está en el purgatorio,
pues no hay comparación entre las penas de este mundo y las de allí. “Compadeceos de
mí, compadeceos de mí siquiera vosotros mis amigos, porque la mano del Señor me
ha tocado” (Job 19, 21). “Es santo y piadoso
el pensamiento de rogar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados
(2 Mach 12, 46).
De tres maneras principalmente,
según dice Agustín, se les puede auxiliar: con Misas, con Oraciones y con Limosnas. Gregorio añade una cuarta, el Ayuno. No es extraño: también en este mundo una persona puede dar satisfacción por otra. Todo
ello hay que entenderlo únicamente de los que están en el purgatorio (3).
(3) La existencia del purgatorio y la posibilidad de ayudar a las
almas que allí se encuentran por medio de sufragios, fueron definidas por el
Concilio II de Lyon (1274), el Florentino(1439) y el Tridentino (1547).
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