viernes, 28 de marzo de 2025

SAN JUAN DAMASCENO, DOCTOR DE LA IGLESIA. —27 de marzo.

 


San Juan Damasceno, ilustre por su doctrina, pero mucho más por su virtud, uno de los más célebres defensores de la fe, ornamento y columna de la Iglesia griega, nació en Damasco, ciudad capital de Siria, por los años 676, cuando estaba ya bajo la dominación de los sarracenos. Sergio Mansur, padre de nuestro Santo, se aventajó mucho a sus gloriosos antepasados en poder, en crédito y en virtud. Les elevó su mérito a los primeros cargos, y, siendo hombre poderoso, empleaba sus riquezas en rescatar cautivos cristianos y en sustentar a los solitarios que poblaban los desiertos de la Palestina. No tuvo más hijo que nuestro Santo, y así dedicó todo su cuidado a darle una educación correspondiente a su religión y a su nacimiento.

 

La logró sin dificultad, porque el excelente ingenio y la despejada capacidad del niño Juan le ahorraban muchos preceptos. En medio de esto, no hubiera hecho grandes progresos en las ciencias, viviendo en un país desprovisto de maestros, y en que dominaba tanto la ignorancia. Pasando un día su padre por la plaza, se encontró con unos cautivos, entre los cuales le llamó toda la atención uno vestido de monje, por su circunspección y por su singular modestia. Notó, y aun se admiró, no sin piadosa extrañeza, de verle bañado en lágrimas. Se acercó al cautivo, le consoló muy cristianamente, y le preguntó cuál era su profesión. Yo soy, le respondió éste, un sacerdote italiano, mi nombre es Cosme, y no lloro ni me aflijo por estar cautivo, ni por la muerte que considero cercana. Siento mucho que después de haber pasado toda mi vida en el penoso estudio de las ciencias, sólo por tener algún día el consuelo de sacar algún discípulo que fuese útil á la Santa Iglesia, sin haberme propuesto otro fin, ni pensado en otra recompensa por premio de mis trabajos, los veo ahora malogrados, considerándome destinado á morir en un estéril cautiverio. Sorprendido Mansur de tan extraña aventura, se persuadió desde luego ser alta disposición de la Divina Providencia, que por medio tan irregular le regalaba en aquel cautivo un maestro, el más á propósito para la enseñanza de su hijo. Le rescató, le dio libertad, y le hizo preceptor del niño Juan, y de otro niño llamado Como; aquel famoso poeta lírico a quien debe la iglesia griega la mejor parte de sus himnos, el cual había adoptado por hijo el mismo Mansur.

 

El califa Heschan, príncipe de los sarracenos, penetró luego los talentos de nuestro Santo; y apenas murió su padre, cuando le nombró por presidente de su Consejo y por su tesorero general. Suspiraba siempre Juan por la vida monástica; hizo repetidas instancias al Califa para que le permitiese retirarse a ella; pero más y más pagado cada día de la virtud y de la habilidad de su ministerio, le nombró gobernador de Damasco y le declaró como superintendente general de toda la provincia.

 

Acababa el emperador León Isáurico de excitar una sangrienta persecución contra todos los que rendían culto a las imágenes de Jesucristo, de su Santísima Madre y de los santos; pero encontró en el gobernador de Damasco un enemigo todavía más terrible que el santo patriarca y los doctores de Constantinopla. Aunque, vivía Juan fuera de la jurisdicción y de los estados de aquel impío príncipe, se consideró obligado a salir a la defensa de sus hermanos en necesidad tan urgente. Como estaba tan versado, así en la antigüedad de la Iglesia como en la sagrada teología, escribió fuertemente contra aquella impiedad.

 


Pero como el espíritu de la herejía, cuando no puede engañar a los hombres, tira derechamente a perderlos, recurrió, para vengarse de él, al más infame y vergonzoso artificio. Tuvo modo de lograr una carta del Santo, firmada de su mano, y, buscando un sujeto muy diestro en la perniciosa habilidad de imitar toda clase de escritura, le hizo remedar la de Juan con tanta propiedad, que era muy difícil distinguir la falsa de la verdadera. Asegurado ya de su acierto, le mandó copiar una carta, fingiendo que el Santo se la había escrito, con el traidor intento de entregarle la ciudad de Damasco, luego que se acercase a la plaza con su ejército.

 

Se remitió la carta desde Damasco por persona segura, y fue acompañada de otra que le escribió el Emperador griego, apoyando la traición. Quedó el Califa sorprendido al leer las dos cartas, y, enfurecido hasta lo sumo, hizo llamar a Juan, en cuya mano puso su carta. Exclamó el Santo contra tan infame calumnia, protestando su inocencia; pero, dejándose llevar el Califa del primer movimiento de su cólera, mandó en el mismo instante le cortasen la mano derecha, y que fuese expuesta en la plaza pública, lo que al momento se ejecutó.

 

Dejó el Santo que se entibiase algún tanto el primer calor de la indignación del bárbaro, y persuadido por la noche que ya se habría templado, le envió a suplicar que le restituyese su mano para enterrarla. Con efecto, ya los amigos del gobernador habían hecho reflexionar al Califa el pérfido artificio del Emperador griego, y vuelto en sí de aquel pronto arrebato, condenaba la precipitación con que había procedido, sin dar lugar a que se descubriese la calumnia. Hallándole en esta disposición la súplica de Juan, la oyó no sin alguna ternura, y consintió que se le entregase la mano. Lleno entonces el Santo de una viva confianza, entró en su oratorio y, postrado ante la imagen de la Santísima Virgen, hizo la siguiente oración: Madre de mi Dios. refugio y dulce consuelo de todos los fieles, bien sabéis Vos que perdí esta mano sólo por haber defendido el culto debido a vuestras imágenes, a las de vuestro Hijo y sus santos: confundid, Señora, en este día el error, confundiendo la calumnia. Haced que esta mano vuelva a juntarse con su brazo para que únicamente se emplee en combatir contra los enemigos de vuestro Hijo y vuestros, sirviendo al mismo tiempo de testimonio irrefragable a la verdad. Luego que pronunció estas fervorosas palabras, aplicó la mano al brazo, la cual en aquel mismo momento se unió a él tan perfectamente, que ninguno pudiera creer que hubiese estado separada de él. Penetrado Juan de reconocimiento y de devoción, pasó lo restante de la noche en alabanzas al Señor, acompañado de toda su familia.

 

San Juan Damasceno y su amor por la Virgen María

Un milagro de tanto bulto no podía menos de meter mucho ruido, y, llegando a noticia del Califa, quiso convencerse de él por sus propios ojos. Quedó igualmente asombrado que arrepentido, abrazó a Juan tiernamente, y, pidiéndole perdón por su ciega cólera, le dijo que le demandase todo cuanto se le ofreciese, prometiéndole con juramento que todo se lo concedería. El Santo, que desde su niñez sólo suspiraba ansiosamente por retirarse a la soledad, se aprovechó de tan bella ocasión para obtener esta licencia. Afligió al príncipe la no esperada súplica, y aun hizo cuanto pudo para desviar a Juan de aquel intento; pero, como el Santo le reconvino con su palabra y con su juramento, se vio precisado a darle licencia para que se retirase. Luego que se vio exonerado de sus empleos, dio libertad a sus esclavos, repartió sus ricos bienes en los pobres, las iglesias y los parientes, se despidió del mundo, y, con un solo vestido que se reservó, pasó primero a Jerusalén, y desde allí a la Laura de San Sabas en Palestina.

 


Se encargó de la dirección de Juan un monje anciano, a quien se le apareció en sueños la Santísima Virgen y le mandó que ya no tuviese estancada por más tiempo el agua viva dentro de su manantial, embarazando a este discípulo que aprovechase los grandes talentos con que lo había enriquecido el Cielo, que lo ordenase escribir y clamar contra los errores del tiempo, defendiendo con sus escritos la fe de la Santa Iglesia. Cumplió el anciano, ordenando a Juan que escribiese contra los enemigos de Jesucristo y de sus santos, confundiendo con la pluma a los nuevos herejes.

 

Recibió Juan esta orden como venida del Cielo. Compuso muchas excelentes obras llenas de erudición y de piedad. Entre otras, el gran tratado sobre la Veneración de las imágenes, muchos doctos discursos en defensa de la fe, gran número de trataditos de devoción, tan tiernos y afectuosos como llenos de una divina elocuencia, sobre todo cuando habla de las prerrogativas y excelencias de la Santísima Virgen. Los admirables discursos que compuso sobre su gloriosa Asunción parecen como inspirados por el Espíritu Santo, y que Este dirigía en cierta manera su pluma, escribía sus obras.

 

Vino a la Laura el patriarca de Jerusalén, y obligó a Juan a que se ordenase de presbítero; pero sobrevivió muy poco a este nuevo estado, porque cayó gravemente enfermo, y consumido de penitencias y de trabajos, después de haber enriquecido la Iglesia con gran número de excelentes obras, murió en el mes de Mayo, por los años de 770, reverenciado desde entonces como uno de los más sabios y más santos Padres de la Iglesia.

 

La Misa es en honor de San Juan Damasceno, y la oración de ella la siguiente:

 

¡Oh Dios, todopoderoso y eterno, que para defender el culto de las sagradas imágenes infundiste en San Juan celestial sabiduría y admirable fortaleza de espíritu, concédenos por su intercesión y a su ejemplo, que imitemos las virtudes de los santos cuyas imágenes veneramos! Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.

 

 

P. Juan Croisset, S.J.

 


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