San Juan Damasceno, ilustre por su doctrina, pero mucho más por su
virtud, uno de los más célebres defensores de la fe, ornamento y columna de la
Iglesia griega, nació en Damasco, ciudad capital de Siria, por los años 676,
cuando estaba ya bajo la dominación de los sarracenos. Sergio Mansur, padre de nuestro
Santo, se aventajó mucho a sus gloriosos antepasados en poder, en crédito y en
virtud. Les elevó su mérito a los primeros cargos, y,
siendo hombre poderoso, empleaba sus riquezas en rescatar cautivos cristianos y
en sustentar a los solitarios que poblaban los desiertos de la Palestina. No
tuvo más hijo que nuestro Santo, y así dedicó todo su cuidado a darle una
educación correspondiente a su religión y a su nacimiento.
La
logró sin dificultad, porque el excelente ingenio y la despejada capacidad del
niño Juan le ahorraban muchos preceptos. En medio de esto, no hubiera hecho
grandes progresos en las ciencias, viviendo en un país desprovisto de maestros,
y en que dominaba tanto la ignorancia. Pasando un día
su padre por la plaza, se encontró con unos cautivos, entre los cuales le llamó
toda la atención uno vestido de monje, por su circunspección y por su singular
modestia. Notó, y aun se admiró, no sin piadosa extrañeza, de verle
bañado en lágrimas. Se acercó al cautivo, le consoló
muy cristianamente, y le preguntó cuál era su profesión. Yo soy, le respondió éste, un
sacerdote italiano, mi nombre es Cosme, y no lloro ni me aflijo por estar
cautivo, ni por la muerte que considero cercana. Siento mucho que después de
haber pasado toda mi vida en el penoso estudio de las ciencias, sólo por tener
algún día el consuelo de sacar algún discípulo que fuese útil á la Santa
Iglesia, sin haberme propuesto otro fin, ni pensado en otra recompensa por
premio de mis trabajos, los veo ahora malogrados, considerándome destinado á
morir en un estéril cautiverio.
Sorprendido Mansur de tan extraña aventura, se persuadió desde luego ser alta disposición de la Divina Providencia, que por medio
tan irregular le regalaba en aquel cautivo un maestro, el más á propósito para
la enseñanza de su hijo. Le rescató, le dio
libertad, y le hizo preceptor del niño Juan, y de otro niño llamado Como; aquel
famoso poeta lírico a quien debe la iglesia griega la mejor parte de sus
himnos, el cual había adoptado por hijo el mismo Mansur.
El
califa Heschan, príncipe de los sarracenos, penetró luego los talentos de
nuestro Santo; y apenas murió su padre, cuando le nombró por presidente de su
Consejo y por su tesorero general. Suspiraba siempre
Juan por la vida monástica; hizo repetidas instancias al Califa para que le
permitiese retirarse a ella; pero más y más pagado cada día de la virtud
y de la habilidad de su ministerio, le nombró
gobernador de Damasco y le declaró como superintendente general de toda la
provincia.
Acababa
el emperador León Isáurico de excitar una sangrienta
persecución contra todos los que rendían culto a las imágenes de Jesucristo, de
su Santísima Madre y de los santos; pero encontró en el gobernador de Damasco
un enemigo todavía más terrible que el santo patriarca y los doctores de
Constantinopla. Aunque, vivía Juan fuera de la jurisdicción y de los
estados de aquel impío príncipe, se consideró obligado a
salir a la defensa de sus hermanos en necesidad tan urgente. Como estaba
tan versado, así en la antigüedad de la Iglesia como en la sagrada teología, escribió fuertemente contra aquella impiedad.
Pero
como el espíritu de la herejía, cuando no puede engañar
a los hombres, tira derechamente a perderlos, recurrió, para vengarse de él, al
más infame y vergonzoso artificio. Tuvo modo de lograr una carta del
Santo, firmada de su mano, y, buscando un sujeto muy diestro en la perniciosa
habilidad de imitar toda clase de escritura, le hizo remedar la de Juan con
tanta propiedad, que era muy difícil distinguir la falsa de la verdadera.
Asegurado ya de su acierto, le mandó copiar una carta, fingiendo
que el Santo se la había escrito, con el traidor intento de entregarle la
ciudad de Damasco, luego que se acercase a la plaza con su ejército.
Se
remitió la carta desde Damasco por persona segura, y fue
acompañada de otra que le escribió el Emperador griego, apoyando la traición. Quedó
el Califa sorprendido al leer las dos cartas, y, enfurecido hasta lo sumo, hizo
llamar a Juan, en cuya mano puso su carta. Exclamó el
Santo contra tan infame calumnia, protestando su inocencia; pero, dejándose
llevar el Califa del primer movimiento de su cólera, mandó en el mismo instante
le cortasen la mano derecha, y que fuese expuesta en la plaza pública, lo que
al momento se ejecutó.
Dejó
el Santo que se entibiase algún tanto el primer calor de la indignación del
bárbaro, y persuadido por la noche que ya se habría templado, le envió a suplicar que le restituyese su mano para enterrarla.
Con efecto, ya los amigos del gobernador habían hecho reflexionar al
Califa el pérfido artificio del Emperador griego, y vuelto en sí de aquel
pronto arrebato, condenaba la precipitación con que había procedido, sin dar
lugar a que se descubriese la calumnia. Hallándole en
esta disposición la súplica de Juan, la oyó no sin alguna ternura, y consintió
que se le entregase la mano. Lleno entonces el Santo de una viva
confianza, entró en su oratorio y, postrado ante la imagen de la Santísima
Virgen, hizo la siguiente oración: Madre de mi Dios. refugio y dulce consuelo de todos los
fieles, bien sabéis Vos que perdí esta mano sólo por haber defendido el culto
debido a vuestras imágenes, a las de vuestro Hijo y sus santos: confundid,
Señora, en este día el error, confundiendo la calumnia. Haced que esta mano
vuelva a juntarse con su brazo para que únicamente se emplee en combatir contra
los enemigos de vuestro Hijo y vuestros, sirviendo al mismo tiempo de
testimonio irrefragable a la verdad. Luego que pronunció estas
fervorosas palabras, aplicó la mano al brazo, la cual
en aquel mismo momento se unió a él tan perfectamente, que ninguno pudiera
creer que hubiese estado separada de él. Penetrado
Juan de reconocimiento y de devoción, pasó lo restante de la noche en alabanzas
al Señor, acompañado de toda su familia.
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San Juan Damasceno y su amor por la Virgen María |
Un
milagro de tanto bulto no podía menos de meter mucho ruido, y, llegando a
noticia del Califa, quiso convencerse de él por sus
propios ojos. Quedó igualmente asombrado que arrepentido, abrazó a Juan tiernamente, y, pidiéndole perdón por su ciega
cólera, le dijo que le demandase todo cuanto se le ofreciese, prometiéndole con
juramento que todo se lo concedería. El Santo,
que desde su niñez sólo suspiraba ansiosamente por retirarse a la soledad, se
aprovechó de tan bella ocasión para obtener esta licencia. Afligió al
príncipe la no esperada súplica, y aun hizo cuanto pudo para desviar a Juan de
aquel intento; pero, como el Santo le reconvino con su palabra y con su
juramento, se vio precisado a darle licencia para que se retirase. Luego que se vio exonerado de sus empleos, dio libertad a sus
esclavos, repartió sus ricos bienes en los pobres, las iglesias y los
parientes, se despidió del mundo, y, con un solo vestido que se reservó, pasó
primero a Jerusalén, y desde allí a la Laura de San Sabas en Palestina.
Se
encargó de la dirección de Juan un monje anciano, a
quien se le apareció en sueños la Santísima Virgen y le mandó que ya no tuviese
estancada por más tiempo el agua viva dentro de su manantial, embarazando a
este discípulo que aprovechase los grandes talentos con que lo había
enriquecido el Cielo, que lo ordenase escribir y clamar contra los errores del
tiempo, defendiendo con sus escritos la fe de la Santa Iglesia. Cumplió
el anciano, ordenando a Juan que escribiese contra los
enemigos de Jesucristo y de sus santos, confundiendo con la pluma a los nuevos
herejes.
Recibió Juan esta orden como venida del Cielo. Compuso muchas
excelentes obras llenas de erudición y de piedad. Entre otras, el gran tratado
sobre la Veneración de las imágenes, muchos doctos discursos en defensa de la
fe, gran número de trataditos de devoción, tan tiernos y afectuosos como llenos
de una divina elocuencia, sobre todo cuando habla de las prerrogativas y
excelencias de la Santísima Virgen. Los admirables discursos que compuso sobre
su gloriosa Asunción parecen como inspirados por el Espíritu Santo, y que Este
dirigía en cierta manera su pluma, escribía sus obras.
Vino
a la Laura el patriarca de Jerusalén, y obligó a Juan a que se ordenase de
presbítero; pero sobrevivió muy poco a este nuevo estado, porque cayó
gravemente enfermo, y consumido de penitencias y de trabajos, después de haber
enriquecido la Iglesia con gran número de excelentes obras, murió en el mes de Mayo, por los años de 770, reverenciado
desde entonces como uno de los más sabios y más santos Padres de la Iglesia.
La
Misa es en honor de San Juan Damasceno, y la oración de ella la siguiente:
¡Oh Dios,
todopoderoso y eterno, que para defender el culto de las sagradas imágenes
infundiste en San Juan celestial sabiduría y admirable fortaleza de espíritu,
concédenos por su intercesión y a su ejemplo, que imitemos las virtudes de los santos
cuyas imágenes veneramos! Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.
P. Juan Croisset, S.J.
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