Admirable es Dios
en todos sus santos; pero con todo eso hay algunos a quienes distinguió con tan
especiales favores, que parece le hacen más admirable las singulares maravillas
que obró en ellos. En este número se debe contar al gran san Francisco de Asís. Fué
su vida una continuada serie de favores tan señalados y de sucesos tan
maravillosos, que igualmente acreditaron las grandes misericordias del Señor,
que la eminente santidad de aquel hombre verdaderamente extraordinario. Pero el
milagroso suceso, cuya memoria quiso consagrar la Iglesia con fiesta particular
en este dia, fué sin duda de los más sobresalientes. Apenas haremos más que
trasladar casi palabra por palabra lo que nos dejó escrito san
Buenaventura.
El año de 1224 renunció
san Francisco el generalato en manos del bienaventurado fray Pedro de Catánea,
y habiendo mostrado al mundo el poder de Dios en muchas ocasiones, tanto con
sus sermones como con sus milagros, se retiró al monte Alverna para pasar en él
su cuaresma de san Miguel, es decir, para entregarse a la soledad y al ayuno
por espacio de cuarenta días, desde la Asunción de la Virgen, hasta el último
de setiembre. Está
situado este monte en los confines de la Toscana, y es una parte del Apenino
que pertenecía a un señor del país llamado Orlando Catáneo, y en el año de 1243
le había concedido a san Francisco, fabricando en él una iglesia pequeña para
el santo, y algunas celdas para sus frailes. Retirado, pues, el santo patriarca
a dicho monte, y hallándose un dia en lo más fervoroso de su oración, sintió una fuerte inspiración de abrir el libro del
evangelio, persuadido que había de encontrar en él lo que Dios quería que
hiciese. Prosiguió un rato en su oración, y tomando después el libro del altar,
mandó a fray León que le abriese. Era fray León el único compañero que había
llevado consigo a la soledad. Le abrió por tres veces, y en todas salió la
pasión de nuestro Señor Jesucristo, por donde entendió san Francisco que lo que
Dios quería de él era que cada dia se hiciese más semejante a Cristo
crucificado, aumentando el rigor de la mortificación y de la penitencia.
Una mañana, hacia la fiesta
de la Exaltación de la santa Cruz, que es el dia 14 de setiembre, hallándose en oración,
se sintió tan abrasado en incendios del divino amor, y con tan inflamados
deseos de ser semejante a Cristo crucificado, que no le parecían bastantes para
satisfacerle todas las penitencias del mundo, ni aun el martirio mismo, cuando
de repente vió bajar de lo más alto del cielo a un serafín, que en rapidísimo
vuelo venia como a dispararse sobre él. Tenía seis alas encendidas y
resplandecientes; dos se elevaban sobre la cabeza, otras dos estaban extendidas
como en ademan de volar, y las otras dos cubrían todo su cuerpo. Pero lo más
portentoso era que el serafín parecía estar crucificado, teniendo las manos y
los pies clavados en una cruz. Cada uno podrá imaginar cuánta seria la
admiración y el pasmo, qué afectos de amor, de gozo y de compunción excitaría
en el corazón de nuestro santo la vista de aquel prodigio. Comprendió entonces, dice san Buenaventura, que su transformación en imagen de Cristo
crucificado no había de ser por el martirio corporal, sino por la inflamación del
espíritu, y por el abrasado encendimiento del divino amor. Duró algún tiempo la
visión; y habiendo desaparecido, dejó en su corazón una impresión maravillosa,
y al mismo tiempo otra más portentosa en su cuerpo; porque inmediatamente se
comenzaron a manifestar en sus manos y en sus pies las señales de los clavos,
ni más ni menos como las había visto en la imagen del serafín crucificado; esto
es, las manos y los pies parecían haber sido clavados por en medio, descubriéndose
las cabezas de los clavos en la parten interior de las manos, y en la exterior o
superior de los pies, y las puntas remachadas a la parte opuesta de estos y de
aquellas. En el costado derecho se manifestaba una cicatriz roja como de herida
de lanza, saliendo de ella muchas veces tanta abundancia de sangre, que se humedecían
la túnica y los paños interiores. Y estas son aquellas cicatrices que desde entonces
se comenzaron a llamar las llagas.
Se halló en grande adicción el humilde
santo, viendo por una parte que no era posible ocultar largo tiempo a sus más
familiares compañeros estas visibles y maravillosas señales de la particular
bondad del Señor, y temiendo por otra publicar sus secretos. Llamó, pues,
algunos frailes de los que tenía por mas espirituales, y proponiéndoles la
dificultad en términos generales, les pidió consejo. Uno de ellos, muy versado
en los caminos de Dios, haciendo juicio por el aire y por las palabras de san
Francisco que había visto alguna maravilla, y que por humildad la quería
ocultar, le dijo: Hermano, sábete que Dios no te descubre algunas veces sus secretos
para ti solo, sino también para los demás; por eso debes temer que algún dia
seas reprendido por haber enterrado y escondido el talento. Movido san Francisco de estas
palabras, se rindió al parecer
de sus frailes, y les contó ingenuamente todo lo
que había visto, añadiendo que el que se le
apareció le había descubierto cosas que nunca revelaría él a persona viviente. A san Buenaventura le parece que nuestro santo, como otro
san Pablo, vió entonces cosas llenas de misterios, de los cuales a ningún
hombre es lícito hablar. Acabados
los cuarenta días, bajó del monte
como otro Moisés, inflamado el rostro; y por más
cuidado que puso en ocultar a todos, aun aquellos hijos más amados y más
familiares suyos, las permanentes señales de tan insigne favor, cuidó el mismo Señor de manifestarlas por medio de
varios milagros.
Habíase extendido por toda la provincia de
Rieti una enfermedad contagiosa entre el ganado, de la cual morían muchas reses,
tanto ovejunas como vacunas, sin acertarse con el remedio; y estando durmiendo un
gran siervo de Dios, tuvo un sueño en que se le avisó que
fuese a la ermita de los frailes menores donde se hallaba san Francisco a la
sazón, y rociase todo el ganado con el agua en que el santo se hubiese lavado
las manos y los pies. Luego que amaneció, se puso en camino el santo varón para
la ermita, y pidiendo secretamente la tal agua, roció con ella a todas las
reses enfermas que estaban tendidas por el suelo. Apenas les tocó la primera
gota, cuando se levantaron vigorosas y corrieron hambrientas a los pastos,
cesando de esta manera toda la enfermedad. El mismo san
Buenaventura
refiere esta maravilla, También es hecho
constante, añade el mismo santo, que, antes que san Francisco recibiese del
cielo esta gracia especial, todos los años se levantaba al rededor del monte
Alverna una maligna nube, que, deshaciéndose en granizo, arruinaba los frutos y
desolaba todo el país; pero desde que el santo recibió las sagradas llagas no
se volvieron a ver aquellas malignas nubes, y toda aquella comarca lo reconoció
por milagro.
A pesar del gran
cuidado que ponía el siervo de Dios en ocultar aquellas impresiones y señales
de sus sagradas llagas que el Señor había estampado en su cuerpo, no pudo
estorbar que se viesen las de las manos y los pies, aunque después de aquel
tiempo andaba siempre calzado, y casi siempre tenía cubiertas las manos. Vieron las llagas muchos religiosos
suyos, que, sin embargo, de ser dignísimos de todo crédito, por su eminente
santidad, lo aseguraron después con juramento para quitar el pretexto a toda
duda. También las vieron más de una vez algunos
cardenales, amigos particulares del santo, y muchos las celebraron en verso y
en prosa, como lo afirma el mismo san Buenaventura, el cual añade que, asistiendo a un sermón del
papa Alejandro IV, aseguró públicamente el papa que en vida del santo había
visto las sagradas llagas con sus mismos ojos.
En la muerte del
santo más de cincuenta frailes, santa Clara con todas sus hijas y
una multitud innumerable de seglares de todas condiciones, satisficieron su
piadosa curiosidad, viendo con sus ojos, y tocando muy despacio con sus manos
las sagradas llagas impresas en el santo cuerpo, como lo dice también el mismo
seráfico doctor.
En cuanto a la
llaga del costado, la ocultó el santo con tanto cuidado mientras vivió, que
ninguno se la pudo ver sino cogiéndole por sorpresa. Un hermano que le asistía,
y se llamaba fray Juan de Lodi, se valió para esto de
un piadoso artificio, persuadiendo al santo que se quitase la túnica interior
para limpiarla, con cuya ocasión no solo vió dicha llaga, sino que, metiendo en
ella los dedos, le causó un vivísimo dolor.
Otros dos religiosos contentaron su devota curiosidad con semejante artificio;
y cuando faltaran otras pruebas de la certidumbre de este hecho, seria evidente
testimonio de él la sangre de que estaba teñida la túnica y los paños
interiores. Pero muerto el santo, también fué vista muy a satisfacción esta
milagrosa llaga por muchas personas; de manera que en las vidas de los santos se
encontrarán pocos sucesos más bien averiguados y comprobados que el de las
llagas de san Francisco. San Buenaventura, que escribió la vida del santo
treinta o treinta y cinco años después de su muerte, dice que todos los que vieron y
tocaron estas llagas reconocieron que los clavos se habían formado
milagrosamente de la carne, y tan adherentes a ella, que, cuando los movían o
los apretaban, por un lado, se descubrían más por el opuesto a manera de
nervios endurecidos, compuestos de una sola pieza. Los clavos eran negros
como de hierro; pero la llaga del
costado se conservaba siempre roja y rasgada en figura redonda, como una especie de rosa. Cierto caballero, llamado
Jerónimo, hombre de mucha capacidad, y de una grande reputación, dificultando
el ascenso a esta maravilla, la
examino en presencia de muchos con
mayor indagación que todos los demás: movió
los clavos, tocó con sus propias manos los pies, las manos y el costado del santo cuerpo, y quedó tan convencido de
la verdad, que después fué uno de los testigos, y la depuso auténticamente con
solemne juramento. Pero cuando no fuese bastante este cúmulo de pruebas y de
testigos, lo sería el haberlo asegurado en sus bulas dos grandes pontífices, y
el que la Iglesia haya establecido una fiesta particular, que se celebra hoy en
todo el mundo cristiano, para eternizar la memoria de esta maravilla.
“AÑO CRISTIAN” POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía
de Jesús.
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