lunes, 7 de abril de 2025

SAN GERMAN, LLAMADO JOSÉ, DEL ORDEN PREMONSTRATENSE. —7 de abril.

 



  El bienaventurado Hermán José, tan conocido por su tierna devoción a la santísima Virgen, fue de nación alemán, de familia honrada, en un tiempo bastantemente opulenta, pero que se vio después reducida a una escasa medianía de bienes de fortuna. Nació en Colonia hacia el fin del siglo XII, y en su educación se experimentaron los defectos del triste estado de su casa, porque no fue la mejor; pero el niño Hermán fue prevenido con grandes bendiciones del cielo casi desde la cuna.

 

 No se descubrieron en él aquellos defectos que son tan comunes en la niñez. Era dulce, apacible, dócil, y todas sus inclinaciones tan naturalmente propensas a la piedad, que parecía haber ya nacido formado para la virtud.

 

 Se anticipó al uso de la razón la singular devoción que profesó a la santísima Virgen. Aun no tenía siete años, cuando huyendo de los divertimientos propios de aquella edad, se retiraba secretamente a una iglesia dedicada a la Reina del cielo, y allí pasaba todo el tiempo que los demás niños empleaban en holgarse. Postrado a los pies de una imagen de la Madre de Dios, que tenía a su preciosísimo Hijo en los brazos, unas veces hablaba con la Madre, y otras con el Hijo, con aquel candor y con aquella santa sencillez que inspira el Señor a las almas inocentes.

 


 Con esta devota simplicidad presentaba muchas veces a la Virgen y al niño Jesús las flores y la fruta que le daban y él podía recoger, instándoles con piadosa importunidad que admitiesen aquella corta demostración de cariño. Así el Hijo como la Madre se agradaban mucho de aquella inocente candidez; y se asegura que la acreditaron con diferentes milagros.

 

 Pero el mayor de todos ellos, o uno bien singular, era la ternura con que la santísima Virgen correspondía a los amores del inocente niño Germán. Se le aparecía muchas veces en la iglesia, le colmaba de bendiciones celestiales, le instruía por sí misma, y aun le socorría con algunas cosillas que había menester, como lo declaró el mismo Hermán poco tiempo antes de morir.

 


 Aún no había cumplido los doce años, cuando fue admitido como por alumno en el monasterio de Steinfeldt, del Orden premonstratense; y mientras tenia edad para tomar el santo hábito, le enviaron a Frisia para que estudiase en una casa de la Orden. Hizo admirables progresos así en las ciencias como en la virtud, creciendo esta al mismo paso que los años. Vuelto a Steinfeldt, le hicieron refitolero. Pero como este oficio le dejase poco lugar para atender a sus ordinarias devociones, estaba desazonado con él, y aun llegó a mostrarlo. Se le apareció la santísima Virgen, y le reprendió, diciéndole: Acuérdate, hijo, que tu primera obligación es la obediencia. Todas esas devociones voluntarias muchas veces son frutos del amor propio. Nunca agradarás más a mi Hijo y a mí, que cuando te dejares gobernar únicamente de la santa obediencia. ¿No es grande honra y grande dicha tuya el servir a tus hermanos? La caridad encierra en sí todas las demás virtudes. Hizo tanto fruto esta lección, que en adelante en ninguna cosa hallaba gusto nuestro Hermán sino en obedecer; y cuando se atravesaban los favores del cielo con las obligaciones del oficio, dejaba aquellos por estas.

 

 Seria cosa larga apuntar, cuanto más referir individualmente, las singulares dignaciones de la santísima Virgen con este su fidelísimo siervo. Apariciones frecuentes, conversaciones familiares, protección muy especial, dones, privilegios, beneficios; en fin, todas aquellas gracias con que esta benignísima Señora acostumbra honrar a las almas más queridas, más privilegiadas y más favorecidas suyas, todas eran muy ordinarias en German José. Un religioso premonstratense, confidente suyo, que escribió su vida, asegura con ingenuidad que a él mismo se le harían increíbles, si no hubiera sido testigo de ellas.

 

 Á la verdad, ningún devoto de esta Señora parece que pudo amarla con mayor ternura, ni venerarla con mayor celo y más profundo respeto. Solo con ver una imagen de la Virgen se quedaba extático y arrobado. Siempre que pronunciaba su dulcísimo nombre hacia una profunda inclinación con todo el cuerpo, postrándose casi hasta la tierra; y aseguraba que sentía entonces una suavidad espiritual muy superior a todo lo que puede percibir el gusto, y ni apenas concebir la imaginación. Por su inocentísima vida, por su amor a la Reina de los Ángeles, y por su singular castidad, comenzaron los religiosos a darle el nombre de José. Él se resistía a admitirle, diciendo que era profanar un nombre tan santo aplicarle a quien no tenía ninguna de las virtudes del santo Patriarca; pero habiéndosele aparecido la Virgen, y habiéndole dado a entender que aquel nombre le convenía, le retuvo hasta la muerte.

 


 Fácil es de comprender de qué medios se valió para merecer del cielo tantas y tan singulares gracias y favores, que contribuyeron mucho a su santificación. Se pudiera asegurar que la humildad fue el carácter y el distintivo de este gran siervo de Dios, según el bajo concepto que tenia de sí mismo. Su vida fue un prodigio de penitencia. Casi nunca comía mas que pan y agua; y eran continuas sus vigilias, y cuando se veía precisado a tomar algún descanso, se echaba sobre unos manojos de sarmientos, sirviéndole una piedra de cabecera. Decía que esta vida era tiempo de mortificación, y que estaría inconsolable si se le pasase un solo momento sin padecer algo. Llegó a tener algún escrúpulo de haber excedido a sus fuerzas los piadosos rigores que arruinaron su salud. Pero las penitencias voluntarias no fueron las que únicamente dieron mucho ejercicio a su mortificación y a su paciencia. Para templar la satisfacción que le podían causar los extraordinarios favores que recibía del cielo, y también para purificar más su virtud, permitió el Señor que fuese inquietado y humillado con prolijas y molestas tentaciones, afligiéndole al mismo tiempo con diversas enfermedades corporales, que le redujeron a un estado digno de compasión, sirviendo no poco para que se hiciese admirar su perfecta resignación en las disposiciones del cielo, y su invicta tolerancia.

 

 Ordinariamente se aumentaban sus penas interiores y sus dolores en las vísperas de las grandes festividades, disponiéndole Dios de esta manera para que recibiese las extraordinarias gracias con que solía favorecer a aquella inocente alma en semejantes días. En la vigilia de Navidad se vio reducido a tan lastimoso estado, que creyó había llegado ya su última hora, cuando a media noche se halló de repente tan sano y tan robusto, que pudo asistir a Maitines y a la misa.

 

 Profesaba singular devoción a santa Úrsula y a sus compañeras, en cuya honra compuso algunas devotas canciones, y no paró hasta conseguir algunas reliquias de aquel santo ejército de vírgenes, para enriquecer con ellas la iglesia de su monasterio. Pero en la devoción al santísimo Sacramento se excedía a sí mismo, explicándose ordinariamente sus frecuentes visitas, sus continuas adoraciones, y los devotos ejercicios que hacía para venerarle en amorosos éxtasis y deliquios.

 


 Luego que se vio elevado a la dignidad del sacerdocio, le ocupaba únicamente la majestad del divino sacrificio, mostrando en él fuego que arrojaba su semblante, mientras celebraba la misa, el que abrasaba interiormente su inflamado corazón. Solo con verle en el altar avivaba la fe de los circunstantes, siendo indicio las dulces y tiernas lágrimas que derramaban sus ojos de la abundancia de gracias y dulzuras interiores que inundaban aquella purísima alma.

 

 Por tres días enteros se le vio arrobado en éxtasis. Compuso una exposición sobre los Cantares, cuyos sublimes pensamientos acreditan bien la divina luz que recibía del cielo en la íntima comunicación con el Señor. Ya había muchos años que este fiel siervo de Dios, consumido de penas interiores y de dolores corporales, estaba tan débil, que al parecer vivía de milagro, cuando quiso en fin el Señor recompensar sus trabajos.

 

 Hacía, el fin de la Cuaresma desearon mucho ver al bienaventurado Germán José las religiosas Bernardas de un monasterio no muy distante del de Steinfeldt; y aunque al abad le costaba repugnancia dejarle salir, no pudo negarse a las instancias de las monjas. Luego que llegó el Santo al convento, con el mismo báculo que llevaba trazó el hoyo que le había de servir de sepultura. Sabiendo que le restaban pocos días que vivir, dobló su fervor, y se dedicó a consolar a aquellas religiosas con el mayor celo y caridad. El tercer día de Pascua se sintió extraordinariamente debilitado, y solo pensó en disponerse para la muerte con tiernos y continuos coloquios con Dios y con la santísima Virgen, estando casi siempre extático y arrobado. Finalmente, el jueves de la semana de Pascua del año 1233, aquella inocente alma, colmada de tantos favores del cielo, dotada del don de profecía y de milagros, fué á recibir del Padre de las misericordias y del Dios de todo consuelo el premio debido a su fidelidad y a su inocencia. Le enterraron en aquel propio sitio que él mismo había trazado; pero el abad y religiosos de Steinfeldt, no pudiendo sufrir verse privados de aquel tesoro, alcanzaron licencia del arzobispo de Colonia para trasladarle a su monasterio; hallándose incorrupto y entero el santo cuerpo siete semanas después de enterrado, cuando se hizo la traslación, la que quiso el Señor acompañar con gran número de milagros. Desde luego se puso su nombre en los martirologios y calendarios en el día 7 de abril, y poco después se comenzó a celebrar su memoria con fiesta y oficio eclesiástico en la Orden premonstratense y en varios lugares del arzobispado de Colonia. El año de 1628 se comenzaron a formar nuevos procesos en orden a su canonización a instancias del emperador Fernando II y a solicitud del arzobispo elector de Colonia, Fernando de Baviera. Algunas reliquias del beato Hermán José, ricamente engastadas, se veneran públicamente en Colonia, en la abadía del Parque, junto a Lovaina, en la de Tongerio, en la Cartuja de Colonia, y en la abadía de San Miguel de Amberes; pero la mayor parte de su cuerpo se conserva en Steinfeldt.

 

 

AÑO CRISTIANO

POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864)

Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.


sábado, 5 de abril de 2025

SAN VICENTE FERRER. (+ 1419) — 5 de abril.

 




   El gloriosísimo y apostólico varón san Vicente Ferrer, nació en la ciudad de Valencia, de la noble familia de los Ferrers, y fue hermano de Bonifacio Ferrer, gran jurista y después prior general de la Cartuja.


   Desde su niñez juntaba el santo a otros muchachos y les decía: «Oídme, niño, y juzgad si soy buen predicador » y haciendo la señal de la cruz, refería algunas razones de las que había oído a los predicadores en Valencia, imitando la voz y los meneos, de ellos tan vivamente, que dejaba admirados a los que le oían.


   En llegando a la edad de diez y ocho años tomó el hábito del glorioso santo Domingo, y vino a ser un perfecto retrato de la vida religiosa. Hizo sus estudios en los conventos de Barcelona y Lérida, y en esta universidad le graduaron de Maestro en teología, para dar principio a su carrera apostólica.




   Era muy agraciado y de gentil disposición, y habiéndosele aficionado y queriendo traerle a mal algunas mujeres, él las ganó para Cristo.


   En el espacio de diez y ocho años, sólo dejó de predicar quince días, y siempre fue raro y estupendo el fruto de sus sermones no sólo en España, mas también en Francia, Inglaterra, Escocia, Irlanda, Piamonte, Lombardía y buena parte de Italia; y predicando en su lengua valenciana en estas naciones, le entendían como si predicara en la lengua de aquellos países, que es don raro y apostólico. 




   En sola España, convirtió más de veinticinco mil judíos y diez y ocho mil moros. Muchos pecadores convertidos y otra gente sin número le seguían de pueblo en pueblo, y eran tantos, que hubo vez que se hallaron ochenta mil, y hacían procesiones muy devotas y solemnes, disciplinándose terriblemente y derramando mucha sangre en memoria de la Pasión del Señor y en satisfacción de sus pecados, y eran tantos los disciplinantes, que había tiendas de disciplinas como si fuera feria de azotes.





   Los milagros que obró el Señor por san Vicente fueron tantos, que de solos cuatro procesos que se hicieron en Aviñón, Tolosa, Nantes y Nápoles, se sacan, sin los demás, ochocientos y sesenta.




   En España hasta los mismos reyes de Aragón salían a recibirle; le llamaron el emperador Segismundo, el rey de Inglaterra, y hasta el rey de Granada, con ser moro: y todos le miraban como hombre más divino que humano.


   A la muerte de Martín de Aragón fue elegido para las cortes de Aragón, Valencia y Cataluña, y declaró por rey al infante de Castilla don Juan el primero.  






   Finalmente habiendo este predicador divino abierto el cielo a innumerables almas, dio su espíritu al que para tanta gloria suya le había criado.


   Murió a la edad de setenta y cinco años, en la ciudad de Nantes, acudiendo tanta gente a reverenciarlo, que por espacio de tres días no se pudo sepultar.






   Reflexión: Vino una vez a confesarse con el Santo un gran pecador, y después de haberle oído, le mandó hacer siete años de penitencia.

   Estaba el hombre tan contrito, que le pareció poca la penitencia, y le dijo: «Oh padre mío; y ¿pensáis que con esto me podré salvar? Sí, hijo, le dijo el santo: “ayuna solo tres días a pan y agua”. Lloraba el pecador amargamente, y vista su contrición le tornó san Vicente a decir que rezase solo tres padre nuestros; y en acabando de decir el primero, murió allí de puro dolor, y apareció al santo y le dijo que estaba en la gloria sin haber pasado por el purgatorio por haberle tomado Dios aquel dolor en cuenta por sus pecados.






   Oración: Oh Dios, que te dignaste ilustrar a tu Iglesia con los merecimientos y con la predicación de tu confesor el bienaventurado Vicente; concédenos a nosotros, humildes siervos tuyos, que imitemos sus ejemplos, y que por su protección seamos libres de todas las cosas adversas. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.




FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.

SAN ISIDORO, OBISPO, CONFESOR Y DOCTOR DE LA IGLESIA —4 de abril.

 




  San Isidoro, nobilísima hermosura de la Iglesia católica, célebre doctor entre los ortodoxos, en nada inferior á los santos Padres que le precedieron, doctísimo hasta el fin de los siglos, digno de nombrarse con reverencia, con cuyo elogio celebraron su mérito los Padres del concilio VIII de Toledo, nació en la ciudad de Cartagena de España. Sus padres, Severiano, capitán de la milicia correspondiente a aquel departamento, y Turtura, señora de grande mérito, más recomendables ambos por su religiosidad que por su leal sangre, aunque tenían bien acreditada su piedad cristiana en la educación de sus hijos san Leandro, Fulgencio y Florentina, a quienes tributa culto la Iglesia, parece, si cabe, que se excedieron en la crianza de Isidoro, último fruto de las bendiciones que les concedió el Señor en su dichoso matrimonio, movidos de las señales con que el cielo quiso manifestar desde luego que franqueaba a España por su medio un héroe capaz de eternizar su gloria. El mismo prodigio que se refiere del máximo doctor san Ambrosio, presagio seguro de su futura elocuencia, se dejó ver en nuestro Santo: le dejó por olvido un día el ama que le criaba entre las flores del jardín de su casa; y advirtiendo el padre desde un mirador un enjambre de abejas que con extraordinario susurro subían y bajaban hacia el cielo, queriendo con sus domésticos inspeccionar la causa, llegándose al sitio, vieron con admiración que, entrando y saliendo por la boca del niño, habían formado un primoroso panal sobre su rostro, y abrazándole el padre bañado en lágrimas, volando los animales a la región del aire, desaparecieron al momento.

 


 Este indicio asombroso, pronóstico nada equívoco de que Isidoro seria con el tiempo un doctor melifluo que iluminaria la Iglesia con la dulzura de su doctrina, y que lanzaría de ella a los enemigos de la fe, obligó a sus padres todo el tiempo que vivieron, y a sus hermanos Leandro y Florentina, a que se esmerasen en el cultivo de aquella noble planta, que ofrecía desde luego dar en lo futuro abundantísimos frutos provechosos al pueblo. Con este objeto no omitieron diligencia alguna que pudiera contribuir a imprimir en el alma de Isidoro los grandes dictámenes de la Religión, y de fecundar su entendimiento con todas las ideas científicas. Leandro, que ya le consideraba como un sucesor de su espíritu para rebatir a los enemigos de la Religión, tomó a su cargo su educación, y buscó los más sabios excelentes maestros para que le ayudasen. Fue tal la aplicación del joven que, acompañada de las superiores luces que le dispensó el cielo, hizo en las ciencias maravillosos progresos. Instruido perfectamente en la gramática, retórica y lógica, aritmética, geometría, astrología y música (que con las frases de Triunvio y Quadruvio se entienden en los escritores antiguos); esclarecido en la doctrina de los filósofos; erudito en las leyes divinas y humanas; sabio como ninguno en las letras griegas, hebreas y latinas; perfeccionado en casi todas las ciencias de los mortales, lo que es inaudito en nuestros tiempos, se admiraba en Isidoro el ingenio de un Platón, el estudio de un Aristóteles, la elocuencia de un Tulio, la copia de escritos de Calcentero o Dídimo Alejandrino, la erudición de un Orígenes, la gravedad de un Jerónimo, la doctrina de un Agustino, y la profundidad de un Gregorio. La carta sola que escribió en su juventud sobre la bienaventuranza, enviada a san Gregorio el Magno por su hermano Leandro, basta para confirmar lo dicho; la cual hermoseó con tantas sentencias de los filósofos, con tantas flores de las santas Escrituras, con tan nerviosa elocuencia y con tan vehemente estilo, que, al leerla aquel gran Papa, admirado de la discreción de su razonamiento, de la sabia conexión de las sentencias, y de la abundante instrucción en las ciencias del autor, profetizando cuál seria Isidoro en lo futuro, no pudo menos de prorrumpir lleno de gozo, según se dice: Ved a otro Daniel y a otro Saloman en España. Á toda esta, gran sabiduría daba el mayor realce la inocencia de su vida, la pureza de sus costumbres, el retiro del mundo, la ocupación continua en el estudio de las santas Escrituras, en los ejercicios de penitencia, y en la exactitud con que servía al Señor en el estado eclesiástico.

 

Isidoro de Sevilla presentando su obra a su hermana Florentina.


 Desterró de Sevilla el rey Leovigildo, acérrimo defensor de la herejía arriana, a sus hermanos Leandro y Fulgencio, no por otra causa que la de oponerse valerosamente a la impiedad, y de sostener con el mayor espíritu la consustancialidad del Hijo con el eterno Padre, que era el punto de la controversia. Sintió Isidoro en el alma atentado tan injusto; y aunque joven, como se hallaba instruido en toda clase de ciencias, y con especialidad en las sagradas, animado de aquel celo santo que constituye el carácter de los varones apostólicos, encendido en el fervor de padecer martirio, pronto a morir por la defensa de la Iglesia católica, guarnecido con las armas de la fe; se declaró como fortísimo atleta contra los violentos ímpetus del rey inicuo y poderosos secuaces del error. Disputó con los herejes con tanto ardor, los refutó con tanta sabiduría, y convenció la impiedad con tan nerviosa elocuencia, que no pudiendo resistir al rio caudaloso de erudición que salía de su boca, maquinaron contra su vida de varios modos; pero el Señor le libró, porque le guardaba para superiores empresas

 

  Leandro, que en el destierro supo los progresos de su hermano Isidoro, a quien amaba tiernamente, no pudiendo contener el gozo dentro del pecho, le indicó, a pesar de su gravedad, con tiernas lágrimas de alegría. Recurrió a Dios para que le confortase con su gracia, y ayudándole con sus sabias cartas aquel gran padre y maestro, triunfó el joven del infernal monstruo que devoraba a España. Serenada tan deshecha tormenta con la muerte de Leovigildo, restituido Leandro a su cátedra, perfeccionó, si cabe, las altas ideas de Isidoro con sus sabios consejos, notoria experiencia y prudencia consumada. Murió aquel celebérrimo Prelado lleno de triunfos y merecimientos, e interesada la santa iglesia de Sevilla en las preces acostumbradas, para que el Señor se dignase concederle un sucesor del difunto, por aclamación común se hizo la elección en Isidoro, muy distante de apetecer honoríficos empleos; pero no bastando para rendir su humilde repugnancia las súplicas del rey Recaredo, y los continuos ruegos de los próceres del reino, arrebatándole el pueblo entre vivas y aplausos, le sentaron por fuerza en la silla episcopal, impacientes todos por ver ocupar el trono eclesiástico al electo, todo hermoso, todo amable y todo deseado: hermoso por naturaleza y gracia; amable por su bondad, inocencia y justicia, y deseado por su santidad, doctrina y elocuencia. Dieron parte de la elección a san Gregorio, pontífice, para que la confirmase, quien no solo lo hizo con inexplicable gozo, sino es que para honrarle le envió el palio con la jurisdicción vicaria de la Santa Sede en toda la Iglesia de España.

 


 Apenas se vio este gran Santo en aquella sublime dignidad, no ignorando los formidables cargos a ella anejos, confiado en la gracia del Señor, que le eligió, atendió únicamente al cumplimiento de su obligación. Negando los oídos a todo lo que no era su deber, y manifestándose enemigo de toda cobarde complacencia, e incapaz de toda indigna lisonja; igualmente distante de los dos extremos de cobardía y temeridad, interesó su vigilante celo en la reforma de las costumbres de su pueblo, en hacer que floreciese la disciplina eclesiástica, y en que sirviese de ejemplar su clero; pero lo hizo con tal prudencia, dulzura y destreza, que todos cedieron gustosamente a su celo, admirados de ver en su santo pastor brillar todas las virtudes a competencia; de forma, que si no fue el original, a lo menos fue el modelo de los prelados perfectos que exige el Apóstol en el candelero de la Iglesia.

 

 Serían necesarios muchos volúmenes para explicar su prodigiosa conducta y admirables hechos. Basta decir, para que se forme alguna idea, que siempre se manifestó prudente, siempre constante, siempre modesto, y siempre justo. Prudente en disponer, elegir y discernir; constante en sufrir y proceder; modesto en apetecer, decir y hacer, y justo en obrar y determinar. En todo útil y en todo experto; útil en orar, suplicar, deprecar y predicar, y experto en plantar y edificar.

 


 Con un breve, aunque compendioso, elogio explica su amado discípulo y confidente Braulio, obispo de Zaragoza, el porte de su maestro: fue Isidoro, dice, esclarecido en el don de profecía, liberal en las limosnas, propicio en la hospitalidad, recto de corazón, vivo en las sentencias, justo en los juicios, continuo en la predicación, infatigable en las exhortaciones, estudiosísimo en ganar almas a Dios, cauto en la exposición de las santas Escrituras, próvido en los consejos, humilde en el vestido, sobrio en la comida, devotísimo en la oración, brillante en la honestidad, Doctor y padre de los clérigos y pueblos, protector de los monjes y monjas, tutor de las viudas y pupilos, libertador de los presos, consuelo de los afligidos, defensor de los ciudadanos, quebrantador de los soberbios, y martillo de los herejes.

 

 Brillaba esta luminosa antorcha en el candelero de la Iglesia de España, esparciéndolos rayos de su ilustración, no solo en los dilatados términos de su vasta diócesis, sino en las provincias contiguas y remotas, haciéndose más recomendables todas sus sobresalientes prendas por su profunda humildad, creyéndose elevado al sublime ministerio episcopal, no para honor, sino para el trabajo; no para presidir, sino para servir; no para quietud, sino para la tarea, no para enriquecerse, sino para invertir sus rentas en los pobres, de quienes son patrimonio; sobre lo cual fue su caridad tan sin límites, que todos se asombraban de ver como fuesen capaces las rentas de su obispado para socorrer a tanto número de necesitados, para la redención de tantos cautivos, para tantas obras piadosas como hizo, para la erección y reedificación de tantas iglesias, y para las fundaciones de tantos monasterios de ambos sexos.

 

 Persuadido que la felicidad dé la república consiste en que la juventud se instruya en letras y buenas costumbres, y que es en vano todo cuidado sin este indispensable principio; deseoso de facilitar este bien común, erigió en Sevilla un seminario de enseñanza pública, a fin de que en él aprendiesen letras humanas y divinas, no solo sus diocesanos, sino todos los de la nación que quisiesen concurrir ú aquella escuela, donde con el mayor celo y amor paternal se ejercitaba en tan laboriosa ocupación; buscando para el mismo intento los mas sabios y virtuosos maestros, a quienes encargaba de continuo celasen sobre la educación de los jóvenes con el esmero posible, teniendo el consuelo de ver en España muchos discípulos que recomendaron su aula, memorables entre otros san Braulio y san Ildefonso.

 


 No satisfecho su celo con tantos y tan graves cuidados, creyéndose nacido para utilidad de todos, salía no pocas veces por los pueblos y ciudades a predicar la palabra de Dios, y a animar a los fieles al servicio del Señor con su doctrina, consejos y exhortaciones. Á los que no podía ilustrar su presencia, lo hacía por emisarios y escritos, sin que hubiese pueblo alguno que no participase de los beneficios de su caridad y celo apostólico. Era el Ángel de paz en todas las discordias, tan respetado dé los reyes y príncipes, que venerándole como a su santísimo padre, obedecían sus disposiciones con suma devoción; en una palabra, tenido como el oráculo de su siglo, concurrían de todas las partes del mundo doctos, nobles y plebeyos a oír su celestial doctrina, a ver las maravillas que obraba Dios por su fiel siervo, y a ser sanos de las enfermedades que padecían los enfermos.

 

 Pasó a Roma a ruegos de san Gregorio Magno, tanto para satisfacer los deseos que tenia de ver a nuestro Santo, como para tratar negocios útiles a la Iglesia: fue recibido de aquel Papa verdaderamente grande y de todos los cardenales con las demostraciones de honor y reverencia que son posibles. Pasmados todos de ver a un hombre de tan eminente virtud, profunda y vasta sabiduría, no cansados de ver y admirar sus talentos y santidad, solo sintieron que llegase el tiempo de que se ausentase de la capital del orbe aquel oráculo que le sería tan útil.

 

 Su celo, siempre activo y siempre infatigable por conservar la fe, y establecer las mejores reglas de la disciplina eclesiástica, le hizo celebrar dos concilios, que lo fueron el segundo Hispalense, y cuarto de Toledo: al tiempo que convocó aquel, vino a Sevilla un obispo sirio de nación, llamado Gregorio, antesignano de la herejía de los Acéfalos, hombre soberbio, orgulloso, pronto en paralogismos, y agudo en las disputas, que como un rápido rio había arrebatado a no pocos en el abismo de su error, separándolos del gremio de la Iglesia. Creyó que podría pervertir a muchos si lograba vencer a Isidoro en disputa pública: se atrevió a proponerle este medio, con condición de que la presenciasen jueces que pronunciasen la sentencia digna contra el vencido: conociendo el Santo la utilidad que resultaría a la Iglesia de admitir el partido, concurrieron en el día señalado; pero al oír el hereje aquel celestial oráculo, que á manera de un torrente vertía una erudición copiosísima y profunda, no pudiendo resistir al espíritu y sabiduría con que hablaba, sin esperar a que decidiesen los jueces, se confesó públicamente vencido, y, lo que es más, reconocido y convertido a la fe católica.

 


 En el concilio Toletano IV, uno de los más célebres de la nación, al que asistieron sesenta y nueve obispos, fue donde más brilló el celo y eminente sabiduría de este incomparable Prelado: en él dio reglas de fe a todos los sacerdotes de la Iglesia de Jesucristo; instituyó leyes para los reyes y príncipes; compuso todos los oficios y grados de las órdenes; mostró a los ciudadanos los sagrados derechos, y anunció a todos los pueblos la disciplina de la religión cristiana; y mereciendo el honor de que le encargase todo el Concilio de la reforma de los oficios eclesiásticos, que con alguna variedad se celebraban en España, lo hizo con tanto acierto, que por él se llamaron después Gótico-Isidorianos.

 

 Cuánta fuese su sabiduría se puede conocer por las admirables obras que compuso, referidas por su discípulo san Braulio, como son los dos libros de Diferencias, en los que aclara con sutileza las cosas que por el uso se profieren con confusión; el de los Proemios, donde con breve anotación distingue lo que contiene cada libro de la santa Escritura; el del Nacimiento y muerte de los Padres, en el que refiere con brevedad sus hechos, muerte y sepultura; los dos libros de Oficios eclesiásticos, que dirigió a su hermano Fulgencio; los dos de los Sinónimos, donde exhorta al alma, y la alienta a la esperanza de la vida eterna; el de la Naturaleza de las cosas al rey Sisebuto, en el cual trató varios puntos oscuros acerca de los elementos, con doctrinas así de los doctores eclesiásticos como de los filósofos; el de los Números, donde con ciencia aritmética teje los insertos en las Escrituras eclesiásticas; el de los Nombres del Antiguo y Nuevo Testamento, en el que demuestra lo que significan misteriosamente las personas que en ellos se nombran; el de Herejes y herejías, donde, siguiendo los vestigios dé los mayores, recopila con brevedad lo dicho en aquellos; los tres libros de Sentencias, hermoseados con las flores de los Morales de san Gregorio, a cuyos ruegos compuso un compendio de estos; el Cronicón desde el principio del mundo hasta su tiempo; los dos libros contra los Judíos, a instancia de su hermana Florentina, donde probó todos los dogmas que cree la fe católica con abundantes sentencias de la Ley y los Profetas; el de Generación eterna y temporal de Cristo, confirmada con los testimonios de Isaías; la segunda exposición del Cántico de los cánticos; el libro de los Varones ilustres; la discreta regla que dio á los monjes, según el uso de la patria, y con temperamento a las fuerzas de los regulares; el libro del Origen de los godos, y de los reinos de los suevos y vándalos; los dos libros de Cuestiones; la cuarta traducción del Salterio; las exposiciones sobre los libros de Moisés, Salmos y cuatro Evangelios; muchos tratados del derecho canónico y civil; el voluminoso código de las etimologías dé las voces, convenientísimo para toda filosofía; con otros muchos escritos que indica, pero no explica el mismo san Braulio, quien es de dictamen que Dios eligió a Isidoro para que restaurase las ciencias dé los antiguos, perdidas por la injuria de los tiempos: asegurando que floreció con tanta sabiduría, que no solo en nuestros tiempos, sino en el dé los Apóstoles, y mucho antes, excepto el primer hombre y Salomón, no hubo quien le excediese.

 


 Últimamente, conociendo por la debilidad de su naturaleza que se acercaba el tiempo de pagar el tributo de los mortales, se dispuso a recibir la muerte con las preparaciones que se dejan discurrir en un alma llena de temor de Dios. Le asaltó una fiebre maligna, y convocado el clero y pueblo, hizo que se le llevase a la iglesia de San Vicente mártir, parroquia permanente hoy en Sevilla, donde envuelto en un cilicio, rociado de ceniza, por los obispos Juan de Ilipa, y Esparció de Itálica, como otro penitente David, elevadas las manos hacia el cielo, pidió a Dios perdón de sus pecados con una oración tan tierna y afectuosa, que conmovió a los circunstantes a derramar copiosas lágrimas; pero recreado su espíritu con una visión celestial, después que hizo a todos una exhortación propia de su celo, entregó su alma en manos del Criador en el día 4 de abril del año 636, habiendo gobernado su iglesia cerca de cuarenta años. Apenas espiró nuestro Santo, se cubrió de luto toda la ciudad: lloraron los Obispos a su jefe, los príncipes a su preceptor, los clérigos a su doctor, los monjes y monjas a su rector y maestro, y los pobres, viudas y pupilos, a su padre y defensor; bien que queriendo el Señor templar la pena de aquel pueblo inconsolable, manifestó la gloria de su siervo con señales visibles, como fueron el que despidiese su cuerpo un olor suavísimo como el de los más fragantes aromas; el que sanasen no pocos enfermos de diferentes accidentes con solo su contacto, y el manifestar a muchos su subida a los cielos entre una multitud de Ángeles, que le llevaban con cánticos de júbilo y alabanzas, saliéndole a recibir Jesucristo entre una comitiva innumerable de espíritus celestiales.

 

 Su venerable cadáver fue sepultado en la iglesia de Santa Justa y Rufina, junto a los de sus hermanos Leandro y Florentina, donde se mantuvo en suma veneración hasta el año 1063, que fue trasladado a la ciudad de León en tiempo de D. Fernando I de León, quien salió a recibirle al rio Duero con sus hijos Sancho, Alfonso, García, Elvira y Urraca; y conduciéndole a pie descalzo, al entrar, en la ciudad sobre sus reales hombros, como otro David el arca del Testamento, acompañado de muchos obispos, abades, clérigos y monjes con cánticos de himnos y salmos, se depositó en la iglesia de San Juan, donde el Señor se ha dignado obrar por su intercesión innumerables prodigios; memorables entre otros, a favor de los reyes de España, los importantes avisos y protección que dispensó á

Alfonso VI en la conquista de Toledo; a Alfonso VII en la de Burgos; a Alfonso IX en la de Mérida, y a san Fernando en la importantísima de Sevilla.



AÑO CRISTIANO
POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864)
Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.

viernes, 4 de abril de 2025

SAN BENITO de PALERMO. (+1589)— 4 de abril.

 




   El glorioso san Benito de Palermo, que se llama comúnmente el Santo Negro, porque era de este color a semejanza de los etíopes, nació en la aldea llamada San Filadelfo del obispado de Messana, de padres moros de linaje, pero que profesaban la ley cristiana. 

   Mozo era todavía cuando para seguir el llamamiento del Señor vendió su hacienda, repartió el precio de ella a los pobres y se retiró a una soledad, juntándose con unos varones piadosos que por concesión apostólica vivían allí debajo de la regla de san Francisco de Asís.




   Perseveró en esta vida santa y penitente por espacio de cuarenta años, hasta que el Papa Pío IV, ordenó que aquellos solitarios que habían profesado el instituto de san Francisco se agregasen a una de las órdenes religiosas aprobadas por decretos pontificios.

   Entonces se retiró san Benito a Palermo, en el convento de Menores Observantes de santa María de Jesús, y allí resplandeció a los ojos de sus religiosos hermanos como un acabado ejemplar de todas las virtudes.

   Se ejercitaba con singular gozo en los oficios más bajos y humildes: ayunaba constantemente las siete cuaresmas anuales prescritas por el patriarca san Francisco; su cama era la tierra desnuda, su sueño breve, su hábito el más raído y desechado, extremado su amor a la pobreza, angelical su castidad y recato, su oración continua, porque en todas las cosas no buscaba sino a Dios, no deseaba sino a Dios, y en cuya presencia estaba, y a quien hablaba con dulces lágrimas y amorosos suspiros del alma. 




   Le hicieron prelado del mismo convento de santa María de Jesús, y aunque era lego y hombre sin letras, gobernó con tanta prudencia, caridad y gracia del Señor aquella comunidad, que llevó adelante con gran conformidad de toda la reforma y estrictísima observancia de su Regla.

   A todos sus religiosos animaba el santo con sus heroicas virtudes, y con la suavidad de su gobierno, de manera que aquel convento no parecía sino una morada de santos que hacían en ella vida de ángeles.

   Finalmente, habiendo profetizado el día y hora en que el Señor quería llevarle para sí, recibió con grande fervor los sacramentos de la Iglesia y entregó su purísima alma al Creador, a la edad de sesenta y tres años. 




   Su sagrado cuerpo se conserva entero, y despidiendo suave olor, en la ciudad de Palermo, donde empezó a ser solemnemente venerado. Su culto se extendió después no sólo por toda Sicilia, sino también por España, Portugal, Brasil, Méjico y Perú, hasta que en 1807 el Papa Pío VII le puso en el catálogo de los santos.


*


   Reflexión: ¡Un santo negro! ¡Un alma hermosísima en un cuerpo feo!, ¡un corazón precioso, morada del Señor de los ángeles en un hombre de raza mora y parecido a los etíopes! ¡Ah!, ¡y qué poco repara nuestro Señor en estas cosas de que se avergüenza  y deshonran los hombres!

   ¿Qué importa que el cuerpo corruptible y mortal sea feo o hermoso, con tal que el alma conserve la imagen y semejanza de Dios? Esta es la belleza inmarcesible que debemos desear y procurar, porque así como el alma muerta por el pecado es asquerosa como un cadáver podrido, horrible como un demonio, y tan horrorosa, que si se apareciese como es, mataría de espanto a los que la viesen; así el alma santificada por la gracia divina es más bella que el sol, hermosísima como un ángel y tan semejante al ser Divino, que, si la viésemos con nuestros ojos, la tomaríamos por retrato del mismo Dios.







   OraciónOye, Señor, las súplicas que te hacemos en la solemnidad del bienaventurado Benito, tu confesor, para que los que no confiamos en nuestras virtudes, seamos ayudados por los ruegos de aquel santo que fue de tu agrado. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.




FLOS SANCTORVM

DE LA FAMILIA CRISTIANA.