El bienaventurado Hermán
José, tan conocido por su tierna devoción a la santísima Virgen, fue de nación
alemán, de familia honrada, en un tiempo bastantemente opulenta, pero que se vio
después reducida a una escasa medianía de bienes de fortuna. Nació en Colonia hacia el fin del
siglo XII, y en su educación se experimentaron los defectos del triste estado
de su casa, porque no fue la mejor; pero el niño
Hermán fue prevenido con grandes bendiciones del cielo casi desde la cuna.
No se descubrieron en él aquellos defectos que
son tan comunes en la niñez. Era dulce, apacible,
dócil, y todas sus inclinaciones tan naturalmente propensas a la piedad, que
parecía haber ya nacido formado para la virtud.
Se anticipó al uso
de la razón la singular devoción que profesó a la santísima Virgen. Aun no tenía siete años, cuando huyendo de los
divertimientos propios de aquella edad, se retiraba secretamente a una iglesia
dedicada a la Reina del cielo, y allí pasaba todo el tiempo que los
demás niños empleaban en holgarse. Postrado a los
pies de una imagen de la Madre de Dios, que tenía a su preciosísimo Hijo en los
brazos, unas veces hablaba con la Madre, y otras con el Hijo, con aquel candor
y con aquella santa sencillez que inspira el Señor a las almas inocentes.
Con esta devota simplicidad
presentaba muchas veces a la Virgen y al niño Jesús las flores y la fruta que
le daban y él podía recoger, instándoles con piadosa importunidad que
admitiesen aquella corta demostración de cariño. Así el Hijo como la
Madre se agradaban mucho de aquella inocente candidez; y se asegura que la acreditaron con
diferentes milagros.
Pero el mayor de todos ellos, o uno bien
singular, era la ternura con que la santísima
Virgen correspondía a los amores del inocente niño Germán. Se le aparecía muchas veces en la iglesia, le colmaba de
bendiciones celestiales, le instruía por sí misma, y aun le socorría con
algunas cosillas que había menester, como lo declaró el mismo Hermán poco
tiempo antes de morir.
Aún no había cumplido los doce años, cuando fue admitido como por alumno en el monasterio de
Steinfeldt, del Orden premonstratense; y mientras tenia edad para tomar
el santo hábito, le enviaron a Frisia para que estudiase en una casa de la Orden.
Hizo admirables progresos así en las ciencias como en la virtud, creciendo esta
al mismo paso que los años. Vuelto a Steinfeldt, le hicieron refitolero. Pero
como este oficio le dejase poco lugar para atender a sus ordinarias devociones,
estaba desazonado con él, y aun llegó a mostrarlo. Se
le apareció la santísima Virgen, y le reprendió, diciéndole: Acuérdate, hijo,
que tu primera obligación es la obediencia. Todas esas devociones voluntarias
muchas veces son frutos del amor propio. Nunca agradarás más a mi Hijo y a mí,
que cuando te dejares gobernar únicamente de la santa obediencia. ¿No es grande
honra y grande dicha tuya el servir a tus hermanos? La caridad encierra en sí
todas las demás virtudes. Hizo
tanto fruto esta lección, que en adelante en ninguna cosa hallaba gusto nuestro
Hermán sino en obedecer; y cuando se atravesaban los favores del cielo con las obligaciones del oficio,
dejaba aquellos por estas.
Seria cosa larga apuntar, cuanto más referir
individualmente, las singulares dignaciones de la
santísima Virgen con este su fidelísimo siervo. Apariciones
frecuentes, conversaciones familiares, protección muy especial, dones,
privilegios, beneficios; en fin, todas aquellas gracias con que esta benignísima
Señora acostumbra honrar a las almas más queridas, más privilegiadas y más
favorecidas suyas, todas eran muy ordinarias en German José. Un
religioso premonstratense, confidente suyo, que escribió su vida, asegura con ingenuidad que a él mismo se le harían increíbles,
si no hubiera sido testigo de ellas.
Á la verdad, ningún
devoto de esta Señora parece que pudo amarla con mayor ternura, ni venerarla
con mayor celo y más profundo respeto. Solo con ver una imagen de la
Virgen se quedaba extático y arrobado. Siempre que
pronunciaba su dulcísimo nombre hacia una profunda inclinación con todo el
cuerpo, postrándose casi hasta la tierra; y aseguraba que sentía entonces una
suavidad espiritual muy superior a todo lo que puede percibir el gusto, y ni apenas
concebir la imaginación. Por su inocentísima
vida, por su amor a la Reina de los Ángeles, y por su singular castidad, comenzaron
los religiosos a darle el nombre de José. Él
se resistía a admitirle, diciendo que era profanar un nombre tan santo
aplicarle a quien no tenía ninguna de las virtudes del santo Patriarca; pero habiéndosele aparecido la Virgen, y habiéndole dado a
entender que aquel nombre le convenía, le retuvo hasta la muerte.
Fácil es de comprender de qué medios se valió
para merecer del cielo tantas y tan singulares gracias y favores, que
contribuyeron mucho a su santificación. Se pudiera
asegurar que la humildad fue el carácter y el distintivo de este gran siervo de
Dios, según el bajo concepto que tenia de sí mismo. Su vida fue un prodigio de
penitencia. Casi nunca comía mas que pan y agua; y eran continuas sus vigilias,
y cuando se veía precisado a tomar algún descanso, se echaba sobre unos manojos
de sarmientos, sirviéndole una piedra de cabecera. Decía que esta vida
era tiempo de mortificación, y que estaría inconsolable si se le pasase un solo
momento sin padecer algo. Llegó a tener algún escrúpulo de haber excedido a sus
fuerzas los piadosos rigores que arruinaron su salud. Pero las penitencias voluntarias no fueron las que únicamente
dieron mucho ejercicio a su mortificación y a su paciencia. Para templar
la satisfacción que le podían causar los extraordinarios favores que recibía
del cielo, y también para purificar más su virtud, permitió
el Señor que fuese inquietado y humillado con prolijas y molestas tentaciones,
afligiéndole al mismo tiempo con diversas enfermedades corporales, que le redujeron
a un estado digno de compasión, sirviendo no poco para que se hiciese admirar
su perfecta resignación en las disposiciones del cielo, y su invicta
tolerancia.
Ordinariamente se aumentaban sus penas
interiores y sus dolores en las vísperas de las grandes festividades,
disponiéndole Dios de esta manera para que recibiese las extraordinarias
gracias con que solía favorecer a aquella inocente alma en semejantes días. En la vigilia de Navidad se vio reducido a tan lastimoso
estado, que creyó había llegado ya su última hora, cuando a media noche se
halló de repente tan sano y tan robusto, que pudo asistir a Maitines y a la
misa.
Profesaba singular
devoción a santa Úrsula y a sus compañeras, en cuya honra compuso algunas devotas
canciones, y no paró hasta conseguir algunas reliquias de aquel santo ejército
de vírgenes, para enriquecer con ellas la iglesia de su monasterio. Pero en la devoción al santísimo
Sacramento se excedía a sí mismo, explicándose ordinariamente sus frecuentes
visitas, sus continuas adoraciones, y los devotos ejercicios que hacía para venerarle
en amorosos éxtasis y deliquios.
Luego que se vio
elevado a la dignidad del sacerdocio, le ocupaba únicamente la majestad del
divino sacrificio, mostrando en él fuego que arrojaba su semblante, mientras
celebraba la misa, el que abrasaba interiormente su inflamado corazón. Solo
con verle en el altar avivaba la fe de los circunstantes, siendo indicio las
dulces y tiernas lágrimas que derramaban sus ojos de la abundancia de gracias y
dulzuras interiores que inundaban aquella purísima alma.
Por tres días enteros
se le vio arrobado en éxtasis. Compuso una exposición sobre los
Cantares, cuyos sublimes pensamientos acreditan bien la divina luz que recibía del
cielo en la íntima comunicación con el Señor. Ya
había muchos años que este fiel siervo de Dios, consumido de penas interiores y
de dolores corporales, estaba tan débil, que al parecer vivía de milagro,
cuando quiso en fin el Señor recompensar sus trabajos.
Hacía, el fin de la
Cuaresma desearon mucho ver al bienaventurado Germán José las religiosas Bernardas
de un monasterio no muy distante del de Steinfeldt; y aunque al abad le
costaba repugnancia dejarle salir, no pudo negarse a las instancias de las
monjas. Luego que llegó el Santo al convento, con
el mismo báculo que llevaba trazó el hoyo que le había de servir de sepultura.
Sabiendo que le restaban pocos días que vivir, dobló su fervor, y se dedicó a
consolar a aquellas religiosas con el mayor celo y caridad. El tercer día de Pascua se sintió extraordinariamente debilitado,
y solo pensó en disponerse para la muerte con tiernos y continuos coloquios con
Dios y con la santísima Virgen, estando casi siempre extático y arrobado.
Finalmente, el jueves de la semana de Pascua del año
1233, aquella inocente alma, colmada de tantos favores del cielo, dotada del
don de profecía y de milagros, fué á recibir del Padre de las misericordias y
del Dios de todo consuelo el premio debido a su fidelidad y a su inocencia. Le enterraron en aquel propio sitio que él mismo había trazado;
pero el abad y religiosos de Steinfeldt, no pudiendo sufrir verse
privados de aquel tesoro, alcanzaron licencia del arzobispo de Colonia para
trasladarle a su monasterio; hallándose incorrupto
y entero el santo cuerpo siete semanas después de enterrado, cuando se hizo la
traslación, la que quiso el Señor acompañar con gran número de milagros. Desde luego se puso su nombre en los martirologios y
calendarios en el día 7 de abril, y poco después se comenzó a celebrar su
memoria con fiesta y oficio eclesiástico en la Orden premonstratense y en
varios lugares del arzobispado de Colonia. El año de 1628 se comenzaron a
formar nuevos procesos en orden a su canonización a instancias del emperador
Fernando II y a solicitud del arzobispo elector de Colonia, Fernando de
Baviera. Algunas reliquias del beato Hermán José, ricamente engastadas,
se veneran públicamente en Colonia, en la abadía del Parque, junto a Lovaina,
en la de Tongerio, en la Cartuja de Colonia, y en la abadía de San Miguel de
Amberes; pero la mayor parte de su cuerpo se
conserva en Steinfeldt.
AÑO
CRISTIANO
POR
EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864)
Traducido
del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.