Advertencia. Si este
día cayere en domingo, se traslada como el precedente; y así de los demás de
infraoctava respectivamente.
Para que el Hijo de Dios se manifestase en
el mundo no tenía necesidad de otra cosa más que dejarse ver en él. Pero la mayor parte de los hombres no aciertan creer, si
no ven cosas extraordinarias; y como el Señor predicaba a un pueblo material y
grosero, a quien nada hacía impresión sino lo que le entraba por los sentidos, quiso
por su bondad acomodarse a su flaqueza, y juzgó que para convencerlos de la
verdad de su doctrina era menester hacer obras de estrépito y de ruido,
descubriendo su divinidad por medio de los milagros.
Apenas salió Cristo del desierto, donde
había estado por espacio de cuarenta días, no bien comenzaba a darse a conocer
en el mundo, cuando fue convidado a unas bodas en
Caná, lugar corto en la provincia de Galilea. Asistió
también a ellas su santísima Madre, con los discípulos, que ya entonces le
seguían, y eran no más que cuatro o cinco. Sin duda nos quiso dar a en
tender en aquella concurrencia que no solo se encuentra a Dios en el retiro,
sino que también se le puede hallar en las funciones y en los convites del
mundo, cuando nos llama a ellos la caridad, la necesidad o la atención
cortesana.
Se sentó en la mesa la
Madre junto al Hijo; y como la caridad, más que algún otro motivo humano, le
había llevado al convite, reparó hacia el fin de la comida que se había acabado
el vino. Resolvió
remediar esta falta sin meter ruido. Se volvió a Jesús, persuadida que bastaba
representarle la necesidad para que hiciese el milagro, y se contentó con
decirle sencillamente:
—No tienen vino.
La respuesta del Hijo pudo parecería algo
seca, si no hubiera penetrado bien el misterio y el sentido.
—Mujer, ¿qué te va a tí en eso? Yo haré lo que conviene, y lo
haré a su tiempo.
No
le replicó María, pero llamó a los sirvientes, y en voz baja les previno que
hiciesen cuanto les mandase.
Había en la misma pieza seis grandes vasijas
de piedra prevenidas para las purificaciones, que estilaban mucho los judíos,
especialmente en las funciones y convites grandes. Cada vasija hacia tres medidas,
que corresponden a ochenta azumbres. Apenas había acabado la santísima Virgen
de hacer aquella prevención a los sirvientes, cuando dijo Cristo:
—Llenad esas vasijas de agua.
Lo hicieron así, llenándolas hasta rebosar;
y añadió entonces el Salvador:
—Llevad ahora de beber al arquitriclino, o al mayordomo del
festín.
Ordinariamente hacia este oficio uno de los sacerdotes,
de cuya incumbencia era dar orden en todas las cosas, y cuidar que todo se
hiciese con gravedad y con modestia. Gustó este la bebida, y llamando aparte al
novio, que andaba de mesa en mesa dando providencias para que
nada
fallase, y se sirviese la comida con orden y con puntualidad, le dijo
sonriéndose:
—¿Qué es esto? ¿qué chasco nos has dado?
Otros sirven el mejor vino al principio de la mesa, y cuando los convidados
están hartos de beber sacan el peor. Tú has seguido otra moda muy contraria:
sacaste el vino más ordinario al principio, y reservaste el más generoso para
los postres.
Probaron el
nuevo vino los convidados, y todos le graduaron de excelente. Se examinó
a los criados, y unánimemente contestaron que ellos habían llenado de agua las
vasijas, con que todos quedaron igualmente convencidos y admirados del milagro.
Este fue el principio de las maravillas conque manifestó
el Salvador su gloria y su poder, lo que no contribuyó poco a confirmar en la
fe a sus discípulos.
¡Qué dichosos serían
los matrimonios, si se hallara Cristo en todas las bodas! ¡Qué cristianos los
festines, las comidas, los saraos, si el Hijo de Dios fuera convidado a ellos! Nada nos faltara en nuestras necesidades,
como no nos faltara la confianza, y tuviéramos a Dios presente en ellas,
El primer
milagro que hizo el Salvador fue a petición de su santísima Madre, y aun
parece que por su respeto anticipó el tiempo de ostentar sus maravillas. Dichosos los que logran la protección de Madre tan
poderosa. Todas las gracias se derivan de Jesucristo, como de su origen;
pero la Virgen tiene gran parte en la distribución de todas. ¡Qué consuelo
para los que son verdaderamente devotos de esta Señora! Dos cosas principalmente concurrieron a este
milagro: la intercesión de la Virgen y la rendida
obediencia de los sirvientes. ¿Queremos que la Madre se empeñe en nuestro favor con su
Dijo? Pues seamos siervos obedientes y
fieles. En vano se implora la protección de la Madre, si se hace profesión
de ofender y desobedecer al Hijo.
Se necesita vino, y
Cristo manda que se traiga agua. La
obediencia para ser perfecta ha de ser ciega. Tantos discursos carnales,
tanta prudencia humana esterilizan la devoción, y destruyen aquella docilidad
religiosa de que habla el Salvador, y ella sola caracteriza los verdaderos discípulos
de Cristo. Obedezcamos a Dios puntualmente, y
no nos metamos en inquirir lo que después sucederá. Dios
sabe siempre conseguir sus fines, y nuestros fines no deben ser otros que los
de Dios. Haz siempre lo que te dice, y harás
siempre lo que debes.
Si los asistentes a la mesa hubieran sido
menos dóciles, acaso Cristo no hubiera estado tan benéfico. Contentémonos con representar a Dios nuestras necesidades
espirituales y corporales con resignación, con humildad y con confianza.
Interesemos siempre en nuestro favor a la santísima
Virgen por medio de una devoción tierna y sólida; y estemos seguros que el
Señor proveerá a todo cuando lo juzgare a propósito para nuestra salvación y para
su gloria. Muchas veces hace como que no nos oye, y es para probarnos y
para despacharnos mejor.
Se echa agua en las
vasijas, y las vasijas se encuentran llenas de vino. Dejemos obrar a la
Providencia, y hallaremos nuestra cuenta. No pocas veces desconcertamos su
orden y su economía en orden a nosotros, por querer tener demasiada parte en
los sucesos. Quisiéramos, por decirlo así, ser los únicos artífices de nuestra
fortuna. Desengañémonos, que nuestros alcances son muy débiles, son muy limitados,
y no pueden sernos muy útiles. Rindámonos a las
órdenes de la Providencia: no pongamos estorbos a los designios de Dios: tengamos
una firmísima confianza en su bondad y en su misericordia: en fin, dejémonos
gobernar, que el Señor cuidará de todo.
Por testimonio de san
Epifanio se sabe indubitablemente que la fiesta, de este primer milagro se
celebraba desde el cuarto siglo el día 6 de enero. No era esto suponer, como nota san
Agustín, que en este mismo día se había celebrado el milagro, sino que la Iglesia celebraba su memoria en este día, en que
juntaba las tres principales manifestaciones de la gloria y de la divinidad de
Jesucristo, debajo de un solo nombre de Epifanía. Porque, como añade el
mismo Padre, aunque en estos tres misterios las
opiniones sean diversas, nuestra fe y nuestra devoción es una misma. Una tamen Sanctæ
devotiónis
est fides: in omnibus Dei Filius creditur, in omnibus festivitas est vera: Sin embargo, una santa devoción es la fe: en todo se cree en
el Hijo de Dios, en todo es verdadera la fiesta. (August. serm. de Temp.). Que las manifestaciones
hubiesen sucedido en el día en que la Iglesia las celebra, que hubiesen
concurrido en días diferentes, siempre es el mismo Cristo el que es honrado por
ellas, siempre es la misma festividad la que se solemniza, siempre es la misma
Divinidad la que se reconoce y se adora: In omnibus festivitas est vera: Hay verdadera festividad en todas las cosas.
El mismo san
Epifanio refiere un prodigio bien extraordinario, asegurándonos que sucedía en
su tiempo. Dice que en el día de la Epifanía se
veían muchas fuentes, y aun algunos ríos, cuya agua, o se convertía en vino, o a
lo menos tomaba el gusto y el color de este licor. Certifica que él
mismo probó el vino de una de estas fuentes que estaba en Cibyra, pueblo del Asia
menor. Añade que otros aseguraban sucedía lo mismo en
no sé qué parte del Nilo. Seria imprudencia,
y aun picaría en temeridad, poner en duda la verdad de un hecho que depone un
hombre tan santo como testigo ocular o experimental, y que tantos hombres
grandes confirmaron después.
Se puede añadir
al culto de esta fiesta la veneración con que se guardan las hidrias o vasijas
que sirvieron de instrumentos al milagro. Es muy verosímil que por esta
circunstancia las hubiesen conservado cuidadosamente, o fuese por curiosidad, o
por devoción.
Se quiere decir que los príncipes del
Occidente las encontraron en Palestina en tiempo de las Cruzadas, y que
trajeron algunas a Europa. Se muestran cuatro en París, Puy, Tongres y Colonia.
No hay razón para negar que sean las mismas que sirvieron
en las bodas de Cana; porque es cierto que vinieron de Judea, que son de la
misma figura, y que tenían el mismo destino que las que sirvieron al milagro.
AÑO CRISTIANO
POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.
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