Hacia
el principio del cuarto siglo, bajo el imperio de Galerio Máximo, se admiró en
la Iglesia una de aquellas extraordinarias conversiones que obra algunas veces
la mano poderosa del Señor para animar la confianza de los pecadores, y para
descubrir al mismo tiempo a los hombres los tesoros de sus misericordias.
Había en Roma una dama joven, noble, rica y
poderosa, llamada Aglae, hija de Acacio que había sido
procónsul, de familia senatoria,
la cual estaba tan entregada al fausto y a la vanidad, que solía dar al pueblo
juegos públicos, cuyos gastos costeaba ella misma. Era a la verdad cristiana,
pero desacreditaba el nombre y la profesión con su desarreglada vida. Ocupada
toda del espíritu del mundo, se entregaba totalmente a las diversiones, hasta
tocar la raya de la disolución, con grande escándalo de todos los fieles.
Tenía comercio ilícito con su mismo
mayordomo, joven de bella disposición, pero dado al vino y a todos los demás
desórdenes. Se llamaba Bonifacio, y aunque era también cristiano, lo
era solo de nombre, deshonrando la profesión, igualmente que su ama, por la
disolución de sus costumbres. En medio de estos defectos, se notaban
en él tres buenas prendas: compasión de los miserables,
caridad con los pobres, y hospitalidad con los extranjeros.
Hacía mucho tiempo que traía una vida muy
desordenada, cuando el Dios de las misericordias mudó su corazón con la
conversión de la misma que le había pervertido. Movida Aglae
de una poderosa
gracia interior, abrió los ojos para conocer sus desórdenes, y espantada con la
vista del número y de la gravedad de sus pecados, despedazado el corazón de
dolor, resolvió aplacar la ira de Dios con sus limosnas y con una pronta
penitencia.
A la conversión de Aglae
se siguió inmediatamente la
de Bonifacio, y ambos
repararon con ventaja el escándalo que habían dado a los fieles, con la mudanza
de su vida y con sus grandes ejemplos. Comenzó Aglae
haciendo a Dios
un generoso sacrificio de todas sus galas y sus joyas, se prohibió todo género
de diversiones, y se retiró para siempre de todas las concurrencias mundanas. A
las antiguas diversiones ilícitas sucedió el ayuno, la oración, el cilicio y
otras muchas penitencias: y procurando redimir sus pecados con sus limosnas, se
sepultó en un profundo retiro, determinada a pasarlo restante de su vida entre
gemidos y llantos.
Por su parte Bonifacio no omitía medio alguno para
ser fiel a la gracia, dando cada dia nuevas pruebas de la sinceridad de su conversión.
Noticiosa Aglae de
que el emperador Galerio Máximo continuaba en el Oriente la persecución contra
los cristianos, que había cesado en Roma después de algunos años, y que cada
dia sellaba la fe con su sangre algún generoso confesor de Jesucristo, llamó a Bonifacio, y le dijo con las lágrimas en los
ojos
—«Bien sabes la necesidad que tú y yo tenemos de solicitar la protección
de los santos mártires, tan poderosa con el Señor. He oído decir, que todos los
que sirven a los santos que combaten por Jesucristo, merecen que los mismos
santos intercedan por ellos en el tribunal del supremo Juez; la persecución es
cada dia mas furiosa en el Oriente; todos los días se hacen nuevos mártires;
ve, pues, y tráeme algunas reliquias; haz cuanto puedas para presentarme el
cuerpo de algún mártir, que yo lo recibiré con veneración, y construiré en su
honor un oratorio.»
Muy gustoso Bonifacio con semejante comisión, dispuso un
magnífico tren para partir a desempeñarla: tomó una
gran cantidad de dinero, así para comprar los cuerpos de los mártires, como
para socorrer a los siervos de Dios que estaban en las cárceles, y para hacer
cuantiosas limosnas a los pobres.
Prevenidos, pues, doce caballos, tres
literas, y diversos aromas para embalsamar los santos cuerpos, partió para la
Cilicia. Al despedirse de su ama, la dijo como por chanza:
«Señora, vos me enviáis a que os traiga el
cuerpo de algún mártir, si Dios me hiciera la gracia de que diese mi vida por
la fe, y os trajeran mi cuerpo, ¿le tendríais por reliquia?
— «Bonifacio, le respondió Aglae, ya no es tiempo de chanzas, la corona del
martirio no se hizo para tan grandes pecadores, procura no desmerecer traerme
el santo depósito que te encargo, y hacerte digno de la protección del santo
cuyas reliquias me condujeres.»
Hicieron estas palabras grande impresión en
nuestro santo. Se prohibió el uso de la carne y del
vino por todo el tiempo del viaje, y juntando a esta abstinencia la continua
oración que hacía a Dios, y las copiosas lágrimas de contrición que derramaba,
se iba disponiendo para la corona del martirio.
Luego que llegó a Tarso
de Cilicia,
envió al mesón el equipaje y los criados, y él. se fué en busca de algunos
cristianos de la ciudad para saber lo que en ella pasaba. Muy presto le
informaron sus mismos ojos; porque habiendo llegado a una gran plaza, vió en ella atormentar a los santos mártires, que eran en número
de veinte. Unos estaban colgados cabeza abajo, encima de una hoguera encendida;
otros extendidos sobre cuatro palos, y horriblemente despedazados; estos
descuartizados, aquellos enclavados, aserrados, empalados, azotados, casi
espirando a la violencia de los golpes, y tan cruelmente atormentados, que los
circunstantes, aunque por la mayor parte paganos, estaban horrorizados.
Encendido Bonifacio, a la vista de este espectáculo, en
un nuevo deseo del martirio, y animado de mayor aliento, lleno de confianza en
la misericordia de aquel Señor que le daba tanto espíritu, rompe por la
muchedumbre, se acerca a los santos mártires, les abraza, besa tiernamente sus
heridas, y grita con esfuerzo fervoroso:
—«Grande es el Dios de los cristianos; poderoso
es el Dios a quien adoran estos santos mártires, y por cuya gloria tienen la
dicha de derramar su sangre. Siervos de Dios, héroes cristianos, yo os suplico
que roguéis a Jesucristo por mí, y me consigáis la gracia, aunque soy tan
grande pecador, de que tenga parte en vuestros combates y en vuestro triunfo».
Arrojándose después a los pies de los
generosos confesores, besaba sus cadenas, y levantándola voz, les decía:
—«Buen ánimo, mártires de Jesucristo; combatid
por aquel que combate con vosotros; confundid a todo el infierno con vuestra fe
y con vuestra constancia; pocos momentos os quedan para padecer; el combate es
corto, el premio es inmenso, es eterno.»
El gobernador Simplicio, que estaba presente, habiendo
advertido lo que pasaba, dio orden para que le condujesen a su tribunal, y le
preguntó quién era, y qué quería decir aquella especie de entusiasmo.
—«Yo soy cristiano —respondió Bonifacio
con tono intrépido y
firme— y envidio a los
bienaventurados mártires la dicha que tienen de derramar su sangre por un Dios
que, hecho hombre para redimirnos, dio primero su sangre y su vida por nosotros».
Admirado el gobernador de aquella intrepidez,
le preguntó:
—«¿Cómo te llamas?»
—«Ya te lo he dicho, —respondió el santo— yo soy cristiano; pero si
quieres saber mi nombre vulgar, me llamo Bonifacio».
—«Muy osado eres, —replicó el gobernador—, pues me
vienes a insultar al pie de mi tribunal y a la vista de los suplicios. Ahí tienes
un altar, para que aquellos de tu religión que quisieren librarse de ellos,
sacrifiquen a los dioses: sacrifica tú al instante al gran Júpiter, porque si
no, yo voy a dar orden para que seas atormentado de mil maneras»
—«Puedes hacer de mi lo que quisieres, —respondió el santo—, pues ya te he dicho repetidas
veces que soy cristiano, y no quiero ofrecer sacrificios a los infames demonios».
Irritado furiosamente el gobernador con esta
respuesta, le mandó apalear hasta que moliesen sus huesos; y haciendo aguzar
unas pequeñas astillas, ordenó que se las hincasen entre las uñas. Era el dolor
vivo y agudo, pero el santo lo toleró con un semblante risueño. Juzgando Simplicio que le insultaba con aquella rara
serenidad, dio orden para que le echasen en la boca plomo derretido. Persuadido
Bonifacio
que este tormento le quitaría el uso de la lengua, quiso prevenirle para
consagrar a Dios el último ejercicio de ella; y levantando los ojos al cielo,
hizo esta devota oración…
—«Te doy gracias, Señor mío Jesucristo, porque
te dignaste aceptar el sacrificio que te hice de mi vida: ven, Señor, en
socorro de tu siervo, perdónale todas sus maldades; sean purgadas con su sangre,
y sírvale la muerte de penitencia. Fortifícame con tu gracia, y no permitas que
me venzan los tormentos».
Acabada esta oración, se volvió a los otros
mártires, y con voz alta les dijo:
—«Yo os suplico, siervos de Jesucristo, que ruegues
a Dios por mí».
Todos los santos mártires se encomendaron
también a sus oraciones. Se enterneció el pueblo a la vista de este
espectáculo, y Bonifacio comenzó a clamar a voz en grito:
—«¡Oh qué grande es el Dios de los cristianos!
¡No hay otro Dios!; el Dios de los mártires es el único Dios verdadero.
Jesucristo, Hijo de Dios, salvadnos; todos creemos en vos, tened misericordia
de nosotros».
A este
tiempo el pueblo echó por tierra el altar, y comenzó a arrojar piedras contra
el gobernador, que se vio precisado a retirarse y a esconderse hasta que se
apaciguase la sedición.
El santo fué
conducido a la cárcel, y el dia siguiente, hallándole el juez tan firme y tan
intrépido como el anterior, mandó que le echasen en una caldera de pez y aceite
hirviendo. Hizo el santo mártir la señal de la cruz sobre ella, y reventando la
caldera por todas partes, salieron torrentes de pez derretida, que abrasaban a
los circunstantes. Espantado el gobernador del poder de Jesucristo, y temiendo
otra nueva sedición, mandó que le cortasen la cabeza. Así purgó Bonifacio las culpas de su vida pasada,
derramando su sangre por Jesucristo. A su muerte, que sucedió el dia 14 de
mayo, se siguió inmediatamente un gran temblor de tierra, que atemorizó a los
gentiles, y muchos se convirtieron.
En este tiempo los compañeros y criados de Bonifacio, ignorantes de lo que había pasado,
inquietos y cuidadosos, viendo que después de dos días no había aparecido en la
posada, le andaban buscando por todas partes; y aun algunos se adelantaron a
juzgar que estaría sin duda en alguna casa de juego, o quizá en otra peor. Como
andaban preguntando por un extranjero, recién llegado de Roma, de mediano
talle, robusto, de pelo rubio y rizado, con una capa roja, se encontraron con
el hermano del carcelero, que por las señas les dijo era sin duda uno que dos días
antes habían apresado por cristiano, y le habían cortado la cabeza. —¿No nos harás el favor
de enseñarnos el cuerpo? —le
dijeron ellos. Y él les respondió: No tenéis más que seguirme, pues todavía le
hallaremos en la arena.
Apenas le reconocieron,
cuando llenos de admiración, de gozo, y de arrepentimiento por los malos juicios
que habían hecho, se arrojaron a sus pies, deshaciéndose en lágrimas. Entonces
la cabeza del santo mártir, con un prodigio verdaderamente extraordinario,
abrió los ojos, y mirándolos a todos con una halagüeña sonrisa, los llenó de
compunción y de consuelo. Después de haber satisfecho su devoción, pidieron al
oficial que les permitiese llevarse el santo cuerpo: y lo consiguieron mediante
quinientos escudos de oro que le dieron por él.
Lo embalsamaron, y lo envolvieron en preciosas
telas, y metiéndolo en una litera, volvieron a tomar el camino de Roma, no cesando
de alabar a Dios por el dichoso fin del santo mártir.
Por este tiempo, hallándose Aglae en oración, oyó una voz del cielo,
que la dijo:
—“El
que antes era criado tuyo, ya es hermano nuestro; recíbele como a tu Señor, y
colócale dignamente, porque singularmente a su intercesión deberás que Dios te
perdone tus pecados”.
Se levantó prontamente, y saltando su
corazón de alegría, rindió mil gracias a Dios por la misericordia que había
usado con su siervo. Rogó a algunos clérigos que la acompañasen, y salió a
recibir las santas reliquias, cantando devotas oraciones por el camino, todos
con velas en las manos y con prevención de aromas. Apenas habían andado un
cuarto de legua, cuando llegó el cuerpo del santo mártir. No se puede explicar
la veneración y las lágrimas de gozo con que fué recibido. Le enterraron en un
terreno que era posesión de Aglae,
y allí mismo esta hizo levantar un magnífico sepulcro, y algunos años después
mandó construir un oratorio. Renunció enteramente al mundo, repartió sus bienes
entre los pobres, dio libertad a sus esclavos, y no teniendo consigo más que algunas
doncellas que la servían dispuso que la hiciesen una ermita junto a la capilla
del santo mártir, donde vivió todavía trece años entregada a los más ejemplares
ejercicios de devoción, y murió santamente, declarando el Señor la santidad de
su sierva con muchos milagros.
AÑO
CRISTIANO
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