miércoles, 9 de abril de 2025
SANTA MARÍA CLEOFÉ. (Siglo I)— 9 de abril.
SANTA CASILDA, VIRGEN —9 de abril.
Maravilloso es Dios nuestro Señor en sus obras, y especialmente en los modos que toma para salvar las almas, y en el pagar cualquiera cosa buena que se hace; porque no quiere, si así se puede decir, deber nada a nadie, siendo todo lo bueno suyo, y por esto siéndole todos deudores. Se ve esto en la santa virgen Casilda, que con ser mora é hija de un rey moro, se convirtió a nuestra santa fe, y se hizo cristiana por un modo extraño, pagándole Dios una obra que hizo moralmente buena.
Era rey de Toledo Aldemón, moro de nacimiento y secta, y gran enemigo de los cristianos; les hizo cruda guerra, destruyó sus tierras, cautivó a muchos, les echó en sus cárceles y mazmorras cerca de su palacio, y los tenía aherrojados y apretados, matándoles de hambre y afligiéndolos sobremanera. Tenía este rey una hija doncella, llamada Casilda, muy compasiva y naturalmente piadosa; la cual, sabiendo la desventura y duro cautiverio en que estaban, y la necesidad y hambre que padecían aquellos pobres cristianos que allí estaban, movida de su natural compasión, alargaba algunos panes y otras cosas de comer, y ella misma secretamente se los llevaba para que tuviesen en aquella miseria algún refrigerio y sustento. No pudo hacer esto Casilda con tanto secreto que alguna vez no fuese vista y no viniese a noticia de su padre, el cual concibió grande enojo contra su hija; pero antes de castigarla quiso averiguar la verdad, y él mismo por sus ojos ver lo que había oído decir de ella. La acechó un día, y viéndola recogida su falda, fué a ella y preguntándole con grande enojo qué llevaba, ella respondió que llevaba rosas y flores. El padre quiso que lo descubriese; y Casilda descubrió la falda, y el padre halló ser verdad lo que su hija le había dicho; porque con un raro milagro el Señor había convertido en flores y rosas la comida que ella llevaba a los cristianos presos.
De esta manera pagó nuestro Señor a la piadosa doncella la buena obra que hacía a los cristianos, y por aquella misericordia y benignidad natural la alumbró, como suele, y la trajo al conocimiento de la verdad; tanto importa y tanto agradece el Señor lo que se hace por sus pobres y cualquiera misericordia que usamos con los miserables; porque yendo después con lo que llevaba a la cárcel y repartiéndolo a los presos, ellos experimentaron que era pan y carne, aunque el rey moro juzgó que eran rosas y flores; dieron gracias a nuestro Señor por aquella merced que les había hecho a ellos en darles sustento, y a Casilda en librarla de la saña de su padre por medio de este milagro; pero ella se las dio mayores por haberla librado de su ceguedad y dándole conocimiento de su unigénito Hijo Jesucristo.
Deseó luego bautizarse; mas no lo pudo poner por obra, porque su padre no se lo estorbase; pero Dios, que ya la había escogido, como rosa entre las espinas, y la quería hacer esposa suya, le dio una enfermedad de flujo de sangre tan recia que todos los médicos juzgaban ser incurable. Fué avisada, o por revelación de Dios, u otra manera, que se bañase en el lago de San Vicente (que está en tierra de Briviesca) y que así sanaría. Dio cuenta a su padre suplicándole que la enviase a aquel lugar si la quería viva y sana. El padre, como era moro, no gustaba de enviarla, por ser aquélla tierra de cristianos; pero finalmente el amor de padre y la instancia que le hizo Casilda, le venció. La envió bien acompañada de criados, y de un presente de muchos cautivos cristianos que hizo libres, al rey D. Fernando, el primero de este nombre, que a la sazón reinaba, rogándole que la hiciese curar; el rey la recibió muy bien y con mucha honra, y Casilda se bañó en el lago y sanó; viéndose sana, se bautizó y después hizo una ermita y un aposento junto a aquel lago, en que pasó todo lo demás de su vida santamente, y murió como vivió, y Dios hizo por su intercesión muchos milagros por los cuales ella quedó esclarecida, y la gente con mucha devoción; y la santa Iglesia la pone en el número de los santos que reinan con Cristo en el cielo, y en algunas iglesias de España se le hace fiesta. Fué su muerte en 9 de abril, año del Señor 1407.
Esto es en suma lo que se halla de la vida de santa Casilda en diversos breviarios antiguos, y cronistas de España.
España. (P. Ribadeneira.)
lunes, 7 de abril de 2025
SAN GERMAN, LLAMADO JOSÉ, DEL ORDEN PREMONSTRATENSE. —7 de abril.
El bienaventurado Hermán
José, tan conocido por su tierna devoción a la santísima Virgen, fue de nación
alemán, de familia honrada, en un tiempo bastantemente opulenta, pero que se vio
después reducida a una escasa medianía de bienes de fortuna. Nació en Colonia hacia el fin del
siglo XII, y en su educación se experimentaron los defectos del triste estado
de su casa, porque no fue la mejor; pero el niño
Hermán fue prevenido con grandes bendiciones del cielo casi desde la cuna.
No se descubrieron en él aquellos defectos que
son tan comunes en la niñez. Era dulce, apacible,
dócil, y todas sus inclinaciones tan naturalmente propensas a la piedad, que
parecía haber ya nacido formado para la virtud.
Se anticipó al uso
de la razón la singular devoción que profesó a la santísima Virgen. Aun no tenía siete años, cuando huyendo de los
divertimientos propios de aquella edad, se retiraba secretamente a una iglesia
dedicada a la Reina del cielo, y allí pasaba todo el tiempo que los
demás niños empleaban en holgarse. Postrado a los
pies de una imagen de la Madre de Dios, que tenía a su preciosísimo Hijo en los
brazos, unas veces hablaba con la Madre, y otras con el Hijo, con aquel candor
y con aquella santa sencillez que inspira el Señor a las almas inocentes.
Con esta devota simplicidad
presentaba muchas veces a la Virgen y al niño Jesús las flores y la fruta que
le daban y él podía recoger, instándoles con piadosa importunidad que
admitiesen aquella corta demostración de cariño. Así el Hijo como la
Madre se agradaban mucho de aquella inocente candidez; y se asegura que la acreditaron con
diferentes milagros.
Pero el mayor de todos ellos, o uno bien
singular, era la ternura con que la santísima
Virgen correspondía a los amores del inocente niño Germán. Se le aparecía muchas veces en la iglesia, le colmaba de
bendiciones celestiales, le instruía por sí misma, y aun le socorría con
algunas cosillas que había menester, como lo declaró el mismo Hermán poco
tiempo antes de morir.
Aún no había cumplido los doce años, cuando fue admitido como por alumno en el monasterio de
Steinfeldt, del Orden premonstratense; y mientras tenia edad para tomar
el santo hábito, le enviaron a Frisia para que estudiase en una casa de la Orden.
Hizo admirables progresos así en las ciencias como en la virtud, creciendo esta
al mismo paso que los años. Vuelto a Steinfeldt, le hicieron refitolero. Pero
como este oficio le dejase poco lugar para atender a sus ordinarias devociones,
estaba desazonado con él, y aun llegó a mostrarlo. Se
le apareció la santísima Virgen, y le reprendió, diciéndole: Acuérdate, hijo,
que tu primera obligación es la obediencia. Todas esas devociones voluntarias
muchas veces son frutos del amor propio. Nunca agradarás más a mi Hijo y a mí,
que cuando te dejares gobernar únicamente de la santa obediencia. ¿No es grande
honra y grande dicha tuya el servir a tus hermanos? La caridad encierra en sí
todas las demás virtudes. Hizo
tanto fruto esta lección, que en adelante en ninguna cosa hallaba gusto nuestro
Hermán sino en obedecer; y cuando se atravesaban los favores del cielo con las obligaciones del oficio,
dejaba aquellos por estas.
Seria cosa larga apuntar, cuanto más referir
individualmente, las singulares dignaciones de la
santísima Virgen con este su fidelísimo siervo. Apariciones
frecuentes, conversaciones familiares, protección muy especial, dones,
privilegios, beneficios; en fin, todas aquellas gracias con que esta benignísima
Señora acostumbra honrar a las almas más queridas, más privilegiadas y más
favorecidas suyas, todas eran muy ordinarias en German José. Un
religioso premonstratense, confidente suyo, que escribió su vida, asegura con ingenuidad que a él mismo se le harían increíbles,
si no hubiera sido testigo de ellas.
Á la verdad, ningún
devoto de esta Señora parece que pudo amarla con mayor ternura, ni venerarla
con mayor celo y más profundo respeto. Solo con ver una imagen de la
Virgen se quedaba extático y arrobado. Siempre que
pronunciaba su dulcísimo nombre hacia una profunda inclinación con todo el
cuerpo, postrándose casi hasta la tierra; y aseguraba que sentía entonces una
suavidad espiritual muy superior a todo lo que puede percibir el gusto, y ni apenas
concebir la imaginación. Por su inocentísima
vida, por su amor a la Reina de los Ángeles, y por su singular castidad, comenzaron
los religiosos a darle el nombre de José. Él
se resistía a admitirle, diciendo que era profanar un nombre tan santo
aplicarle a quien no tenía ninguna de las virtudes del santo Patriarca; pero habiéndosele aparecido la Virgen, y habiéndole dado a
entender que aquel nombre le convenía, le retuvo hasta la muerte.
Fácil es de comprender de qué medios se valió
para merecer del cielo tantas y tan singulares gracias y favores, que
contribuyeron mucho a su santificación. Se pudiera
asegurar que la humildad fue el carácter y el distintivo de este gran siervo de
Dios, según el bajo concepto que tenia de sí mismo. Su vida fue un prodigio de
penitencia. Casi nunca comía mas que pan y agua; y eran continuas sus vigilias,
y cuando se veía precisado a tomar algún descanso, se echaba sobre unos manojos
de sarmientos, sirviéndole una piedra de cabecera. Decía que esta vida
era tiempo de mortificación, y que estaría inconsolable si se le pasase un solo
momento sin padecer algo. Llegó a tener algún escrúpulo de haber excedido a sus
fuerzas los piadosos rigores que arruinaron su salud. Pero las penitencias voluntarias no fueron las que únicamente
dieron mucho ejercicio a su mortificación y a su paciencia. Para templar
la satisfacción que le podían causar los extraordinarios favores que recibía
del cielo, y también para purificar más su virtud, permitió
el Señor que fuese inquietado y humillado con prolijas y molestas tentaciones,
afligiéndole al mismo tiempo con diversas enfermedades corporales, que le redujeron
a un estado digno de compasión, sirviendo no poco para que se hiciese admirar
su perfecta resignación en las disposiciones del cielo, y su invicta
tolerancia.
Ordinariamente se aumentaban sus penas
interiores y sus dolores en las vísperas de las grandes festividades,
disponiéndole Dios de esta manera para que recibiese las extraordinarias
gracias con que solía favorecer a aquella inocente alma en semejantes días. En la vigilia de Navidad se vio reducido a tan lastimoso
estado, que creyó había llegado ya su última hora, cuando a media noche se
halló de repente tan sano y tan robusto, que pudo asistir a Maitines y a la
misa.
Profesaba singular
devoción a santa Úrsula y a sus compañeras, en cuya honra compuso algunas devotas
canciones, y no paró hasta conseguir algunas reliquias de aquel santo ejército
de vírgenes, para enriquecer con ellas la iglesia de su monasterio. Pero en la devoción al santísimo
Sacramento se excedía a sí mismo, explicándose ordinariamente sus frecuentes
visitas, sus continuas adoraciones, y los devotos ejercicios que hacía para venerarle
en amorosos éxtasis y deliquios.
Luego que se vio
elevado a la dignidad del sacerdocio, le ocupaba únicamente la majestad del
divino sacrificio, mostrando en él fuego que arrojaba su semblante, mientras
celebraba la misa, el que abrasaba interiormente su inflamado corazón. Solo
con verle en el altar avivaba la fe de los circunstantes, siendo indicio las
dulces y tiernas lágrimas que derramaban sus ojos de la abundancia de gracias y
dulzuras interiores que inundaban aquella purísima alma.
Por tres días enteros
se le vio arrobado en éxtasis. Compuso una exposición sobre los
Cantares, cuyos sublimes pensamientos acreditan bien la divina luz que recibía del
cielo en la íntima comunicación con el Señor. Ya
había muchos años que este fiel siervo de Dios, consumido de penas interiores y
de dolores corporales, estaba tan débil, que al parecer vivía de milagro,
cuando quiso en fin el Señor recompensar sus trabajos.
Hacía, el fin de la
Cuaresma desearon mucho ver al bienaventurado Germán José las religiosas Bernardas
de un monasterio no muy distante del de Steinfeldt; y aunque al abad le
costaba repugnancia dejarle salir, no pudo negarse a las instancias de las
monjas. Luego que llegó el Santo al convento, con
el mismo báculo que llevaba trazó el hoyo que le había de servir de sepultura.
Sabiendo que le restaban pocos días que vivir, dobló su fervor, y se dedicó a
consolar a aquellas religiosas con el mayor celo y caridad. El tercer día de Pascua se sintió extraordinariamente debilitado,
y solo pensó en disponerse para la muerte con tiernos y continuos coloquios con
Dios y con la santísima Virgen, estando casi siempre extático y arrobado.
Finalmente, el jueves de la semana de Pascua del año
1233, aquella inocente alma, colmada de tantos favores del cielo, dotada del
don de profecía y de milagros, fué á recibir del Padre de las misericordias y
del Dios de todo consuelo el premio debido a su fidelidad y a su inocencia. Le enterraron en aquel propio sitio que él mismo había trazado;
pero el abad y religiosos de Steinfeldt, no pudiendo sufrir verse
privados de aquel tesoro, alcanzaron licencia del arzobispo de Colonia para
trasladarle a su monasterio; hallándose incorrupto
y entero el santo cuerpo siete semanas después de enterrado, cuando se hizo la
traslación, la que quiso el Señor acompañar con gran número de milagros. Desde luego se puso su nombre en los martirologios y
calendarios en el día 7 de abril, y poco después se comenzó a celebrar su
memoria con fiesta y oficio eclesiástico en la Orden premonstratense y en
varios lugares del arzobispado de Colonia. El año de 1628 se comenzaron a
formar nuevos procesos en orden a su canonización a instancias del emperador
Fernando II y a solicitud del arzobispo elector de Colonia, Fernando de
Baviera. Algunas reliquias del beato Hermán José, ricamente engastadas,
se veneran públicamente en Colonia, en la abadía del Parque, junto a Lovaina,
en la de Tongerio, en la Cartuja de Colonia, y en la abadía de San Miguel de
Amberes; pero la mayor parte de su cuerpo se
conserva en Steinfeldt.
AÑO
CRISTIANO
POR
EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864)
Traducido
del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.
sábado, 5 de abril de 2025
SAN VICENTE FERRER. (+ 1419) — 5 de abril.
SAN ISIDORO, OBISPO, CONFESOR Y DOCTOR DE LA IGLESIA —4 de abril.
San Isidoro, nobilísima hermosura de la Iglesia católica,
célebre doctor entre los ortodoxos, en nada inferior á los santos Padres que le
precedieron, doctísimo hasta el fin de los siglos, digno de nombrarse con
reverencia, con cuyo elogio celebraron su mérito los Padres del concilio VIII
de Toledo, nació en la ciudad de Cartagena de España. Sus padres, Severiano, capitán de la
milicia correspondiente a aquel departamento, y Turtura, señora de grande
mérito, más recomendables ambos por su religiosidad que por su leal sangre,
aunque tenían bien acreditada su piedad cristiana en la educación de sus hijos
san Leandro, Fulgencio y Florentina, a quienes tributa culto la Iglesia,
parece, si cabe, que se excedieron en la crianza de Isidoro, último fruto de las
bendiciones que les concedió el Señor en su dichoso matrimonio, movidos de las
señales con que el cielo quiso manifestar desde luego que franqueaba a España
por su medio un héroe capaz de eternizar su gloria. El mismo prodigio que se
refiere del máximo doctor san Ambrosio, presagio seguro de su futura
elocuencia, se dejó ver en nuestro Santo: le dejó
por olvido un día el ama que le criaba entre las flores del jardín de su casa;
y advirtiendo el padre desde un mirador un enjambre de abejas que con
extraordinario susurro subían y bajaban hacia el cielo, queriendo con sus
domésticos inspeccionar la causa, llegándose al sitio, vieron con admiración
que, entrando y saliendo por la boca del niño, habían formado un primoroso
panal sobre su rostro, y abrazándole el padre bañado en lágrimas, volando los
animales a la región del aire, desaparecieron al momento.
Este indicio
asombroso, pronóstico nada equívoco de que Isidoro seria con el tiempo un
doctor melifluo que iluminaria la Iglesia con la dulzura de su doctrina, y que
lanzaría de ella a los enemigos de la fe, obligó a sus padres todo el
tiempo que vivieron, y a sus hermanos Leandro y Florentina, a que se esmerasen
en el cultivo de aquella noble planta, que ofrecía desde luego dar en lo futuro
abundantísimos frutos provechosos al pueblo. Con este objeto no omitieron diligencia
alguna que pudiera contribuir a imprimir en el alma de Isidoro los grandes
dictámenes de la Religión, y de fecundar su entendimiento con todas las ideas
científicas. Leandro, que ya le consideraba como un
sucesor de su espíritu para rebatir a los enemigos de la Religión, tomó a su
cargo su educación, y buscó los más sabios excelentes maestros para que le ayudasen.
Fue tal la aplicación del joven que, acompañada de las
superiores luces que le dispensó el cielo, hizo en las ciencias maravillosos
progresos. Instruido perfectamente en la gramática, retórica y lógica,
aritmética, geometría, astrología y música (que con las frases de Triunvio y Quadruvio
se entienden en los escritores antiguos); esclarecido en la doctrina de los
filósofos; erudito en las leyes divinas y humanas; sabio como ninguno en las letras
griegas, hebreas y latinas; perfeccionado en casi todas las ciencias de los
mortales, lo que es inaudito en nuestros tiempos, se
admiraba en Isidoro el ingenio de un Platón, el estudio de un Aristóteles, la
elocuencia de un Tulio, la copia de escritos de Calcentero o Dídimo
Alejandrino, la erudición de un Orígenes, la gravedad de un Jerónimo, la
doctrina de un Agustino, y la profundidad de un Gregorio. La carta sola que escribió en su juventud sobre la
bienaventuranza, enviada a san Gregorio el Magno por su hermano Leandro, basta
para confirmar lo dicho; la cual hermoseó con tantas sentencias de los
filósofos, con tantas flores de las santas Escrituras, con tan nerviosa
elocuencia y con tan vehemente estilo, que, al leerla aquel gran Papa, admirado
de la discreción de su razonamiento, de la sabia conexión de las sentencias, y
de la abundante instrucción en las ciencias del autor, profetizando cuál seria Isidoro
en lo futuro, no pudo menos de prorrumpir lleno de gozo, según se dice: Ved a otro Daniel y a otro Saloman en España. Á
toda esta, gran sabiduría daba el mayor realce la
inocencia de su vida, la pureza de sus costumbres, el retiro del mundo, la
ocupación continua en el estudio de las santas Escrituras, en los ejercicios de
penitencia, y en la exactitud con que servía al Señor en el estado
eclesiástico.
![]() |
Isidoro de Sevilla presentando su obra a su hermana Florentina. |
Desterró de
Sevilla el rey Leovigildo, acérrimo defensor de la herejía arriana, a sus
hermanos Leandro y Fulgencio, no por otra causa que la de oponerse
valerosamente a la impiedad, y de sostener con el mayor espíritu la
consustancialidad del Hijo con el eterno Padre, que era el punto de la
controversia. Sintió Isidoro en el alma
atentado tan injusto; y aunque joven, como se hallaba instruido en toda clase
de ciencias, y con especialidad en las sagradas, animado de aquel celo santo
que constituye el carácter de los varones apostólicos, encendido en el fervor
de padecer martirio, pronto a morir por la defensa de la Iglesia católica,
guarnecido con las armas de la fe; se declaró como fortísimo atleta contra los
violentos ímpetus del rey inicuo y poderosos secuaces del error. Disputó con los herejes con tanto ardor, los refutó con
tanta sabiduría, y convenció la impiedad con tan nerviosa elocuencia, que no
pudiendo resistir al rio caudaloso de erudición que salía de su boca,
maquinaron contra su vida de varios modos; pero el Señor le libró, porque le
guardaba para superiores empresas
Leandro, que en el
destierro supo los progresos de su hermano Isidoro, a quien amaba tiernamente,
no pudiendo contener el gozo dentro del pecho, le indicó, a pesar de su
gravedad, con tiernas lágrimas de alegría. Recurrió a Dios para que le
confortase con su gracia, y ayudándole con sus sabias cartas aquel gran padre y
maestro, triunfó el joven del infernal monstruo que devoraba a España. Serenada tan deshecha tormenta con
la muerte de Leovigildo, restituido Leandro a su cátedra, perfeccionó, si cabe,
las altas ideas de Isidoro con sus sabios consejos, notoria experiencia y
prudencia consumada. Murió aquel celebérrimo
Prelado lleno de triunfos y merecimientos, e interesada la santa iglesia de
Sevilla en las preces acostumbradas, para que el Señor se dignase concederle un
sucesor del difunto, por aclamación común se hizo la elección en Isidoro, muy
distante de apetecer honoríficos empleos; pero no bastando para rendir su
humilde repugnancia las súplicas del rey Recaredo, y los continuos ruegos de los
próceres del reino, arrebatándole el pueblo entre vivas y aplausos, le sentaron
por fuerza en la silla episcopal, impacientes todos por ver ocupar el
trono eclesiástico al electo, todo hermoso, todo amable y todo deseado: hermoso por naturaleza y gracia; amable por su bondad,
inocencia y justicia, y deseado por su santidad, doctrina y elocuencia. Dieron
parte de la elección a san Gregorio, pontífice, para que la confirmase, quien no solo lo hizo con inexplicable gozo, sino es que
para honrarle le envió el palio con la jurisdicción vicaria de la Santa Sede en
toda la Iglesia de España.
Apenas se vio este gran Santo en aquella
sublime dignidad, no ignorando los formidables cargos a ella anejos, confiado
en la gracia del Señor, que le eligió, atendió
únicamente al cumplimiento de su obligación. Negando
los oídos a todo lo que no era su deber, y manifestándose enemigo de toda
cobarde complacencia, e incapaz de toda indigna lisonja; igualmente
distante de los dos extremos de cobardía y temeridad, interesó
su vigilante celo en la reforma de las costumbres de su pueblo, en hacer que
floreciese la disciplina eclesiástica, y en que sirviese de ejemplar su clero; pero
lo hizo con tal prudencia, dulzura y destreza, que todos cedieron gustosamente a
su celo, admirados de ver en su santo pastor brillar todas las virtudes a
competencia; de forma, que si no fue el original, a lo menos fue el modelo de
los prelados perfectos que exige el Apóstol en el candelero de la Iglesia.
Serían necesarios muchos volúmenes para
explicar su prodigiosa conducta y admirables hechos. Basta decir, para que se
forme alguna idea, que siempre se manifestó
prudente, siempre constante, siempre modesto, y siempre justo. Prudente en
disponer, elegir y discernir; constante en sufrir y proceder; modesto en
apetecer, decir y hacer, y justo en obrar y determinar. En todo útil y
en todo experto; útil en orar, suplicar, deprecar y predicar, y experto en plantar
y edificar.
Con un breve, aunque compendioso, elogio explica su amado discípulo y confidente Braulio, obispo de Zaragoza,
el porte de su maestro: fue Isidoro, dice,
esclarecido en el don de profecía, liberal en las limosnas, propicio en la hospitalidad,
recto de corazón, vivo en las sentencias, justo en los juicios, continuo en la
predicación, infatigable en las exhortaciones, estudiosísimo en ganar almas a
Dios, cauto en la exposición de las santas Escrituras, próvido en los consejos,
humilde en el vestido, sobrio en la comida, devotísimo en la oración, brillante
en la honestidad, Doctor y padre de los clérigos y pueblos, protector de los
monjes y monjas, tutor de las viudas y pupilos, libertador de los presos, consuelo
de los afligidos, defensor de los ciudadanos, quebrantador de los soberbios, y
martillo de los herejes.
Brillaba esta luminosa antorcha en el
candelero de la Iglesia de España, esparciéndolos rayos de su ilustración, no
solo en los dilatados términos de su vasta diócesis, sino en las provincias
contiguas y remotas, haciéndose más recomendables
todas sus sobresalientes prendas por su profunda humildad, creyéndose elevado
al sublime ministerio episcopal, no para honor, sino para el trabajo; no para
presidir, sino para servir; no para quietud, sino para la tarea, no para
enriquecerse, sino para invertir sus rentas en los pobres, de quienes son
patrimonio; sobre lo cual fue su caridad tan sin límites, que todos se
asombraban de ver como fuesen capaces las rentas de su obispado para socorrer a
tanto número de necesitados, para la redención de tantos cautivos, para tantas
obras piadosas como hizo, para la erección y reedificación de tantas iglesias,
y para las fundaciones de tantos monasterios de ambos sexos.
Persuadido que la felicidad dé la república consiste en que la juventud se instruya en letras y buenas costumbres, y que es en vano todo cuidado sin este indispensable principio; deseoso de facilitar este bien común, erigió en Sevilla un seminario de enseñanza pública, a fin de que en él aprendiesen letras humanas y divinas, no solo sus diocesanos, sino todos los de la nación que quisiesen concurrir ú aquella escuela, donde con el mayor celo y amor paternal se ejercitaba en tan laboriosa ocupación; buscando para el mismo intento los mas sabios y virtuosos maestros, a quienes encargaba de continuo celasen sobre la educación de los jóvenes con el esmero posible, teniendo el consuelo de ver en España muchos discípulos que recomendaron su aula, memorables entre otros san Braulio y san Ildefonso.
No satisfecho su celo con tantos y tan graves
cuidados, creyéndose nacido para utilidad de todos, salía
no pocas veces por los pueblos y ciudades a predicar la palabra de Dios, y a
animar a los fieles al servicio del Señor con su doctrina, consejos y
exhortaciones. Á los que no podía ilustrar su presencia, lo hacía por
emisarios y escritos, sin que hubiese pueblo alguno que no participase de los
beneficios de su caridad y celo apostólico. Era el
Ángel de paz en todas las discordias, tan respetado dé los reyes y príncipes,
que venerándole como a su santísimo padre, obedecían sus disposiciones con suma
devoción; en una palabra, tenido como el oráculo de su siglo, concurrían de
todas las partes del mundo doctos, nobles y plebeyos a oír su celestial
doctrina, a ver las maravillas que obraba Dios por su fiel siervo, y a ser
sanos de las enfermedades que padecían los enfermos.
Pasó a Roma a ruegos de san Gregorio Magno,
tanto para satisfacer los deseos que tenia de ver a nuestro Santo, como para
tratar negocios útiles a la Iglesia: fue recibido
de aquel Papa verdaderamente grande y de todos los cardenales con las
demostraciones de honor y reverencia que son posibles. Pasmados todos de
ver a un hombre de tan eminente virtud, profunda y vasta sabiduría, no cansados
de ver y admirar sus talentos y santidad, solo sintieron que llegase el tiempo
de que se ausentase de la capital del orbe aquel oráculo que le sería tan útil.
Su celo, siempre activo y siempre infatigable
por conservar la fe, y establecer las mejores reglas de la disciplina
eclesiástica, le hizo celebrar dos concilios, que lo
fueron el segundo Hispalense, y cuarto de Toledo: al tiempo que convocó aquel, vino a Sevilla un obispo
sirio de nación, llamado Gregorio, antesignano de la herejía de los Acéfalos,
hombre soberbio, orgulloso, pronto en paralogismos, y agudo en las disputas,
que como un rápido rio había arrebatado a no pocos en el abismo de su error,
separándolos del gremio de la Iglesia. Creyó que podría pervertir a
muchos si lograba vencer a Isidoro en disputa pública: se
atrevió a proponerle este medio, con condición de que la presenciasen jueces
que pronunciasen la sentencia digna contra el vencido: conociendo el Santo la utilidad que resultaría a la Iglesia
de admitir el partido, concurrieron en el día señalado; pero al oír el hereje aquel celestial oráculo, que á
manera de un torrente vertía una erudición copiosísima y profunda, no pudiendo
resistir al espíritu y sabiduría con que hablaba, sin esperar a que decidiesen
los jueces, se confesó públicamente vencido, y, lo que es más, reconocido y
convertido a la fe católica.
En el concilio Toletano IV, uno de los más
célebres de la nación, al que asistieron sesenta y nueve obispos, fue donde más brilló el celo y eminente sabiduría de este
incomparable Prelado: en él dio reglas de fe
a todos los sacerdotes de la Iglesia de Jesucristo; instituyó leyes para los
reyes y príncipes; compuso todos los oficios y grados de las órdenes; mostró a
los ciudadanos los sagrados derechos, y anunció a todos los pueblos la
disciplina de la religión cristiana; y mereciendo el honor de que le encargase
todo el Concilio de la reforma de los oficios eclesiásticos, que con alguna
variedad se celebraban en España, lo hizo con tanto acierto, que por él se
llamaron después Gótico-Isidorianos.
Cuánta fuese su sabiduría se puede conocer por
las admirables obras que compuso, referidas por su discípulo san Braulio, como son los dos libros de Diferencias, en los que aclara con sutileza las cosas que por el uso
se profieren con confusión; el de los Proemios,
donde con breve anotación distingue lo que contiene
cada libro de la santa Escritura; el del
Nacimiento y muerte de los Padres, en el que
refiere con brevedad sus hechos, muerte y sepultura; los dos libros de Oficios eclesiásticos, que dirigió a su hermano Fulgencio; los dos de los Sinónimos, donde
exhorta al alma, y la alienta a la esperanza de la vida eterna; el de la Naturaleza de las cosas al rey Sisebuto, en el cual trató varios puntos oscuros acerca de los
elementos, con doctrinas así de los doctores eclesiásticos como de los
filósofos; el de los Números, donde con ciencia aritmética teje los insertos en las
Escrituras eclesiásticas; el de los Nombres del
Antiguo y Nuevo Testamento, en el que
demuestra lo que significan misteriosamente las personas que en ellos se
nombran; el de Herejes y herejías, donde, siguiendo los vestigios dé los mayores, recopila
con brevedad lo dicho en aquellos; los tres
libros de Sentencias, hermoseados con las
flores de los Morales de san Gregorio, a cuyos ruegos compuso un compendio de
estos; el Cronicón desde el principio del mundo hasta su tiempo; los dos libros contra los Judíos, a instancia de su hermana Florentina, donde probó todos
los dogmas que cree la fe católica con abundantes sentencias de la Ley y los
Profetas; el de Generación eterna y temporal de
Cristo, confirmada con los testimonios de
Isaías; la segunda exposición del Cántico de
los cánticos; el libro de los Varones ilustres; la discreta regla que dio á los
monjes, según el uso de la patria, y con
temperamento a las fuerzas de los regulares; el
libro del Origen de los godos, y de los reinos de los suevos y vándalos;
los dos libros de Cuestiones; la cuarta traducción del
Salterio; las exposiciones sobre los libros de Moisés, Salmos y cuatro
Evangelios; muchos tratados del derecho canónico y civil; el voluminoso código
de las etimologías dé las voces, convenientísimo
para toda filosofía; con otros muchos escritos que indica, pero no
explica el mismo san Braulio, quien es de dictamen que Dios
eligió a Isidoro para que restaurase las ciencias dé los antiguos, perdidas por
la injuria de los tiempos: asegurando que floreció con tanta sabiduría, que no
solo en nuestros tiempos, sino en el dé los Apóstoles, y mucho antes, excepto
el primer hombre y Salomón, no hubo quien le excediese.
Últimamente, conociendo
por la debilidad de su naturaleza que se acercaba el tiempo de pagar el tributo
de los mortales, se dispuso a recibir la muerte con las preparaciones que se
dejan discurrir en un alma llena de temor de Dios. Le asaltó una fiebre
maligna, y convocado el clero y pueblo, hizo que se
le llevase a la iglesia de San Vicente mártir, parroquia permanente hoy en
Sevilla, donde envuelto en un cilicio, rociado de ceniza, por los obispos Juan
de Ilipa, y Esparció de Itálica, como otro penitente David, elevadas las manos hacia
el cielo, pidió a Dios perdón de sus pecados con una oración tan tierna y
afectuosa, que conmovió a los circunstantes a derramar copiosas lágrimas; pero
recreado su espíritu con una visión celestial, después que hizo a todos una
exhortación propia de su celo, entregó su alma en manos del Criador en el día 4
de abril del año 636, habiendo gobernado su iglesia cerca de cuarenta años.
Apenas espiró nuestro Santo, se cubrió de luto toda la ciudad: lloraron los Obispos a su jefe, los príncipes a su
preceptor, los clérigos a su doctor, los monjes y monjas a su rector y maestro,
y los pobres, viudas y pupilos, a su padre y defensor; bien que queriendo el
Señor templar la pena de aquel pueblo inconsolable, manifestó la gloria de su
siervo con señales visibles, como fueron el que despidiese su cuerpo un olor
suavísimo como el de los más fragantes aromas; el que sanasen no pocos enfermos
de diferentes accidentes con solo su contacto, y el manifestar a muchos su
subida a los cielos entre una multitud de Ángeles, que le llevaban con cánticos
de júbilo y alabanzas, saliéndole a recibir Jesucristo entre una comitiva innumerable
de espíritus celestiales.
Su venerable
cadáver fue sepultado en la iglesia de Santa Justa y Rufina, junto a los de sus
hermanos Leandro y Florentina, donde se mantuvo en suma veneración hasta el año
1063, que fue trasladado a la ciudad de León en tiempo de D. Fernando I de León,
quien salió a recibirle al rio Duero con sus hijos Sancho, Alfonso, García,
Elvira y Urraca; y conduciéndole a pie descalzo, al entrar, en la ciudad sobre
sus reales hombros, como otro David el arca del Testamento, acompañado de
muchos obispos, abades, clérigos y monjes con cánticos de himnos y salmos, se
depositó en la iglesia de San Juan, donde el Señor se ha dignado obrar por su
intercesión innumerables prodigios; memorables entre otros, a favor de los
reyes de España, los importantes avisos y protección que dispensó á
Alfonso VI en la conquista de Toledo; a Alfonso VII en la de Burgos;
a Alfonso IX en la de Mérida, y a san Fernando en la importantísima de Sevilla.