sábado, 15 de noviembre de 2025

SAN ALBERTO EL GRANDE, Doctor de la Iglesia (1193-1280) —15 de noviembre.

 


   San Alberto Magno nació cerca de Augsburgo en el seno de una familia acomodada. Desde su más tierna infancia, demostró una perspicacia notable en sus estudios; su amor por el saber lo llevó a abandonar las tradiciones caballerescas de su familia y a ingresar en la entonces renombrada Universidad de Padua, donde combinó su afán de estudiar con una profunda piedad. A los treinta años, aún inseguro de su futuro, pero inspirado por la gracia, se postró a los pies de la Santísima Virgen María y creyó oír a la Madre celestial decirle: «Deja el mundo y entra en la Orden Dominicana». Desde entonces, Alberto no dudó más y, a pesar de la oposición de su familia, ingresó en el noviciado dominico. Tal fue su rápido progreso tanto en el saber cómo en la santidad que pronto superó incluso a sus maestros.

 


   Tras doctorarse en teología, fue enviado a Colonia, donde su reputación atrajo durante mucho tiempo a numerosos discípulos ilustres. Pero uno solo bastaría para su gloria: Santo Tomás de Aquino. Este joven monje, ya profundamente inmerso en los más altos estudios teológicos, era tan silencioso entre los demás que sus compañeros lo llamaban «el buey mudo de Sicilia». Pero Alberto los acalló, diciendo: «El bramido de este buey resonará por todo el mundo». Desde Colonia, Alberto fue llamado a la Universidad de París con su predilecto discípulo. Allí su genio brilló con toda su brillantez y allí compuso muchas de sus obras.

 


   Más tarde, la obediencia lo llevó de regreso a Alemania como provincial de su Orden. Se despidió, sin quejarse, de su celda, sus libros y sus numerosos discípulos, y viajó sin un centavo, siempre a pie, a través de un vasto territorio para visitar los numerosos monasterios bajo su jurisdicción. Tenía sesenta y siete años cuando tuvo que someterse a la orden formal del Papa y aceptar, en circunstancias difíciles, la sede episcopal de Ratisbona. Allí, su incansable celo solo fue recompensado con duras pruebas que perfeccionaron su virtud. Restaurado a la paz en un monasterio de su Orden, pronto tuvo que reanudar sus viajes apostólicos a la edad de setenta años. Finalmente, pudo regresar definitivamente al retiro para prepararse para la muerte.

 

   Resulta asombroso que, en medio de tanto trabajo, viajes y empeños, Alberto pudiera encontrar tiempo para escribir obras de ciencia, filosofía y teología que suman nada menos que veintiún volúmenes en folio, y uno puede preguntarse qué fue lo que más lo sobresalió como erudito, santo o apóstol.

 


   Murió a los ochenta y siete años el 15 de noviembre de 1280; su cuerpo fue sepultado en Colonia, en la iglesia dominica. No fue hasta el 16 de diciembre de 1931 que recibió los honores de la canonización y su veneración se extendió a toda la Iglesia. Al proclamar su santidad, el papa Pío XI le otorgó el glorioso y merecido título de Doctor de la Iglesia. Su festividad se fijó el 15 de noviembre, día de su muerte. Desde tiempos inmemoriales, se le conoce como Alberto Magno.

 


Abbé L. Jaud, Vidas de los santos para cada día del año, Tours, Mame, 1950.

 


viernes, 14 de noviembre de 2025

MARTIROLOGIO ROMANO: DÍA 14 DE NOVIEMBRE.

 


—San Serapion, en Argel en África, el primero de los del Orden de Nuestra Señora de la Merced, que por la redención de los fieles cautivos y predicación de la fe cristiana, siendo crucificado y despedazado miembro a miembro, mereció obtener la palma del martirio.

 

—San Serapion, mártir, en Alejandría; a quien en tiempo del emperador Decio atormentaron cruelmente los perseguidores, descoyuntándole primero todos sus miembros, y de esta suerte lo precipitaron desde lo alto de su misma casa, con lo cual mereció ser mártir de Jesucristo el año 252.

 

—El triunfo de los santos mártires Clementino, Teodoto, y Filomeno, en Heraclea en Tracia, durante la persecución de Aureliano.

 —San Venerando, mártir, en Troyes de Francia, en tiempo del emperador Aureliano. Después de un glorioso martirio, acabó su vida degollado en la misma ciudad, el año 272.

 

Santa Veneranda, virgen, también en Francia; la cual en tiempo del emperador Antonino, siendo Asclepiades presidente, alcanzó la corona de mártir.

 

San Hipacio, obispo, en Gangres en Paflagonia; el cual cuando volvía del concilio Niceno, le apedrearon en el camino los herejes novacianos, y murió mártir, por los años 326 ó 327.

 


—El martirio de muchísimas santas Mujeres, en Emesa, que por la fe de Cristo padecieron muy atroces tormentos por el muy cruel Mady, caudillo de los árabes y fueron al fin degolladas el año 773 de Jesucristo. Los fieles recogieron sus reliquias y les dieron sepultura, y con su contacto se obraron muchos prodigios.


—San Jocundo, obispo y confesor, en Bolonia. Dice Ferrario que fue el décimo obispo de Bolonia, cuya iglesia hizo florecer en pureza de disciplina y santidad de costumbres. Murió el año 485.

 

—San Lorenzo (o Lorcan en irlandés), obispo de Dublín, en Irlanda. Fue hijo menor de un príncipe de Irlanda. Contaba doce años cuando abrazó el estado eclesiástico, y a los veinte y cinco le nombraron abad del monasterio de Glendaloch. Gobernó su numerosa comunidad con prudencia y virtud, y en una grande hambre que afligió aquella tierra, como otro José fue el salvador de su patria con su caridad ilimitada. No por esto faltaron tribulaciones a su paciencia para ejercitar su virtud; porque algunos malos religiosos que no podían sufrir el celo con que condenaba la irregularidad de su conducta, asaltaron su reputación con la calumnia, más el Santo triunfó con su bondad y silencio. Á la edad de treinta años fue unánimemente elegido arzobispo de Dublín: en su largo pontificado tuvo lugar para desplegar su celo por la reforma de la disciplina eclesiástica y las costumbres públicas. Los pobres le buscaban como a su padre; y en la horrorosa hambre de tres años que asoló la Irlanda, mostró el venerable Pastor que su caridad no tenía límites. Los pontífices, los reyes y príncipes procuraban sus consejos, y hasta los Padres del onceno concilio general celebrado en Letrán el año 1179, al cual asistió san Lorenzo, le tributaron los mayores elogios por su sabiduría y su celo. El Señor le concedió el don de milagros, de modo que en la bula de su canonización se refieren siete muertos resucitados. Su vida fue siempre acompañada de bendiciones, y su muerte, acaecida el año 1181, fue también gloriosa en el Señor. Butler.

 


 

—Y en otras partes se hace la fiesta y la conmemoración de otros muchos santos Mártires, Confesores y santas Vírgenes.

 

 

Alabado y glorificado sea Dios eternamente.

 

 

AÑO CRISTIANO

POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).

Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.

lunes, 10 de noviembre de 2025

LA DEDICACION DE LA IGLESIA DEL SALVADOR, LLAMADA COMUNMENTE SAN JUAN DE LETRÁN. —9 de noviembre.

 



   Celebra hoy la santa Iglesia la primera solemne dedicación de los templos consagrados a Dios que se hizo en la cristiandad, y fué la de aquella célebre iglesia que el emperador Constantino mandó erigir en Roma hacia el principio del cuarto siglo en su mismo palacio de Letrán sobre el monte Celio, la cual se llamó la iglesia del Salvador por haberse dedicado en honra suya.

 

   Aunque el culto que debemos a Dios no está ligado a un sitio más que a otro; y aunque en todo lugar pueden y deben adorarle en espíritu y en verdad los verdaderos fieles, como se explica el mismo Salvador, sin que ya sea menester subir al monte o ir a Jerusalén para adorarle, pues en todas partes está presente el Señor, quiso no obstante escoger en la tierra algunos sitios donde se le ofreciesen sacrificios, y tener entre nosotros, por decirlo así, algunas casas para recibir nuestras visitas, oír nuestras súplicas, recibir y despachar nuestros memoriales. Escogió el monte de Moriah para que Adraban le sacrificase a su hijo Isaac, y en el mismo quiso ser singularmente honrado y glorificado, inspirando a Salomón a que edificase en él aquel magnífico y santo templo de Jerusalén, único lugar destinado para los sacrificios. Habiéndose quedado dormido Jacob en el camino de Bersabé á Harán, cuando despertó, después de la visión que tuvo, exclamó todo asombrado: ¡Verdaderamente que este lugar es terrible! No es otra cosa que la casa de Dios y la puerta del cielo: Non est hic aliud nisi domus Dei et porta cœli (Gen. 2s).

 

   Cuando Dios levantó la mano del azote con que quiso castigar la vanidad de David, le mandó erigir un altar en la era de Ornan el Jebuseo, y ofrecerle en él holocaustos y hostias pacíficas. Invocó en él al Señor el piadoso monarca, y el Señor le oyó, haciendo bajar fuego del cielo sobre el altar del holocausto (1. Paral. 21, 22.). Viendo David que Dios aprobaba su sacrificio con aquella maravilla, no dudó que aquel era el sitio destinado por Dios para la edificación del templo, y que con aquella milagrosa señal le daba a entender que escogía aquel lugar para casa suya, y para que se erigiese allí el altar de los holocaustos. Dixitque David: Hæc est domus Dei, et hoc altare in holocaustum Israel. Y David dijo: Esta es la casa de Dios, y este es el altar para el holocausto de Israel. El mismo príncipe, hombre según el corazón de Dios, resolvió edificar un templo al Señor, y para eso hizo grandes prevenciones; pero el mismo Señor le dio a entender que la honra y la dicha de ejecutar aquella grande obra estaba reservada para su hijo, y no para él. Desde que libré a mi pueblo del cautiverio de Egipto, le dijo Dios, en ninguna de las tribus de Israel escogí ciudad alguna donde se fabricase una casa para mí: Ut ædificaretur in ca domus nomini meo (2. Paral. 6.). Siempre viví debajo de tiendas de campaña, mudando cada día sitios donde se levantaba mi pabellón: Neque enim mansi in domo ex eo tempore, quo eduxi Israel usque ad diem hanc, sed fui semper mutans loca tabernaculi, in tentorio (1, Paral. 17.). Pero no serás tú el que me has de edificar esta casa: tu hijo será el que erigirá una casa a mi nombre: Ipse ædificabit domum nomini meo. Habiendo, pues, edificado Salomón aquel magnifico templo, maravilla del mundo, en la ciudad de Jerusalén sobre el monte Moriah, que significa monte de visión, donde Abrahán llevó a su hijo Isaac para sacrificarle al Señor, quiso celebrar su dedicación.

 

   Nunca llegó a mas alto punto la magnificencia, que cuando aquel gran rey hizo aquella augusta ceremonia, la cual duró por espacio de ocho días. Sacrificó Salomón, durante la solemnidad, veinte y dos mil bueyes y cien mil carneros, con lo cual, así el rey como el pueblo, dice la Escritura, dedicaron la casa del Señor: Et dedicavit domum Dei rex, et universus populus (2. Paral. 7). Es, pues, la dedicación aquella sagrada ceremonia que se celebra cuando se dedica una iglesia o un altar, cuya fiesta se repite todos los años con el nombre de dedicación; costumbre, que, observada tan religiosamente por los judíos en la ley antigua, no fué menos común entre los cristianos en la nueva ley.

 


   Leemos en Eusebio que el mayor gozo y la mayor gloria de toda la Iglesia fué cuando el grande Constantino, primer emperador cristiano, permitió que en todo el imperio se erigiesen templos al verdadero Dios, lo que hasta entonces habían prohibido los emperadores gentiles sus predecesores; de suerte que por más de trescientos años no tuvieron los cristianos libertad para juntarse sino en secreto y en lugares subterráneos donde cantaban las alabanzas del Señor, y celebraban el santo sacrificio de la misa. Es verdad que siempre, desde el mismo nacimiento de la Iglesia, hubo casas particulares y sitios ocultos particularmente destinados para que los fieles se juntasen en ellos, los cuales se llamaban oratorios, donde a pesar de las más furiosas persecuciones concurrían a oír la palabra de Dios, y a ser participantes de los divinos misterios; pero ¡qué gozo universal, y que glorioso triunfo sería el de toda la Iglesia cuando el piadoso emperador, no contento con mandar demoler o cerrar los templos de los gentiles, ordeno que se erigiesen en todas partes al verdadero Dios! Entonces, dice Eusebio, en todas las ciudades del imperio se vieron levantar nuevos y soberbios templos dedicados al verdadero Dios, o convertirse en iglesias después de purificados los más suntuosos y magníficos de la antigua gentilidad, reputados por maravillas del arte, sin contar los que se erigieron sobre la ruina de estos mismos, no menos soberbios que los primeros; siendo todos como otros tantos primorosos monumentos del glorioso triunfo que la Iglesia consiguió del gentilismo.

 

   Pero este gozo y este triunfo sobresalía principalmente en la dedicación de todos aquellos templos esparcidos por el universo, la que en todas partes se celebró con tanta solemnidad, con tanto concurso y con tanta magnificencia, que en nada cedía a la que vio la ley antigua en la dedicación del templo de Jerusalén. El mismo Eusebio, que fué testigo de vista, se explica de esta manera: Era espectáculo tierno, y largo tiempo deseado, la solemnidad y la devoción con que en todas partes se celebraba la dedicación de nuestras iglesias: Post   hæc votivum nobis, ac desideratum spectaculum prœbebatur, dedicationum scilicet festivitas per singulas urbes, et oratoriorum recens structorum consecratio: Después de esto, se nos presentó un espectáculo votivo y deseado, a saber, el festival de las dedicaciones en cada ciudad y la consagración de los oratorios recién construidos.  Concurría de las provincias gran número de obispos para autorizar y hacer más célebre la solemnidad; Ad hæc conventus peregrinorum episcoporum ab externis, et dissitis regionibus concursus. En aquella concurrencia de gentes de tan diversas naciones mostraba bien la caridad de los fieles que en aquellos templos terrenos y materiales consideraban una como imagen de la junta de los bienaventurados en el cielo, donde incesantemente están cantando alabanzas al Señor; pues todos los fieles se veían y se juntaban en una misma caridad, y en la unidad de una misma fe para formar un cuerpo místico, cuya cabeza y alma es Jesucristo: Populorum mutua ínter se charitas ac benevolentia, cùm membra corporis Christi in unam compaginem coalescerent. El obispo que edifica una iglesia y la consagra, prosigue el mismo, es perfecto imitador de Jesucristo, y edifica como él un templo en la tierra que es imágen del que los santos y los ángeles componen en el cielo: Ad eumdem modum hic noster pontifex, totum Christum, qui Verbum, sapientia et lux est, in sua ipsius mente, tanquam imaginem gestans, dici non potest quanta cum animi magnitudine, hoc magnificum Dei Altissimi templum, quod sub aspectu cadit, ad exemplum prœstantioris illius templi, quod oculis cerni non potest, quantum fieri potuit, simillimum fabricavit: De la misma manera, este nuestro pontífice, llevando en su mente, por así decirlo, una imagen de todo Cristo, que es Verbo, sabiduría y luz, con qué grandeza de espíritu no se puede decir, construyó este magnífico templo del Dios Altísimo, que es visible, lo más parecido posible al ejemplo de aquel templo más magnífico, que no se puede ver con los ojos.  Esto que nos dice Eusebio, nos enseña que toda la magnificencia, toda la majestad que vemos en nuestras iglesias, y todas las ceremonias con que se consagran son misteriosas, y representan el glorioso cuerpo de Cristo, después de su resurrección, vestido de gloria, ostentando su dominación sobre toda la tierra, comunicando su nueva vida a los fieles, y deseando levantarlos consigo al cielo, para que el cielo y la tierra formen un mismo templo, siendo los ángeles y los hombres templos vivos de Dios: Vos estis templum Dei viví: Tú eres el templo del Dios viviente: y eternamente le bendigan, sacrificándose como él a la gloria de su Padre. El mismo historiador nos refiere muchas célebres dedicaciones que se hicieron luego que se edificaron muchas magníficas iglesias, para cuyo adorno concurrió la liberalidad del religioso emperador con lo más rico y más precioso que se encontraba en el imperio: Basilicam omnem regaliter donaríis magnificé exornavit: Adornó magníficamente toda la basílica con regalos reales.

 


   Pero ninguna más célebre que la primera, y fué la de aquella magnifica iglesia del Salvador en Roma, llamada comúnmente la Basílica de San Juan de Letrán, cuya memoria solemniza hoy la santa Iglesia. El cardenal Baronio, siguiendo a san Jerónimo, dice que el sitio de Monte Celio, adonde se edificó la iglesia y palacio de Letrán, pertenecía a los herederos de Plaucio Laterano, rico ciudadano romano, y electo, cónsul, a quien mandó quitar la vida Nerón. El emperador Constantino dio este palacio al Papa Melquíades, que en el año 313 celebró un concilio de diez y ocho obispos sobre la causa de Ceciliano contra los donatistas. Habiendo sucedido a san Melquíades el Papa san Silvestre el año 314, se granjeó tanto el concepto y la estimación del emperador, que, hallándose en Roma, por consejo del mismo santo mandó se edificasen templos al verdadero Dios en toda la extensión de su imperio, a quien el mismo emperador quiso dar ejemplo, haciendo se erigiese a su costa en el palacio Laterano la magnífica iglesia que san Silvestre consagró, dedicándola al Salvador, no solo porque se dejó ver su imagen pintada milagrosamente en la pared, como lo dice el breviario romano, sino porque Jesucristo es la cabeza de la Iglesia. Dotó Constantino esta iglesia con tierras y posesiones de grandes rentas: la enriqueció con vasos, alhajas y otros preciosos ornamentos, y consignó fondos considerables para la conservación de las lámparas y manutención de los ministros. Se celebró la dedicación con toda la magnificencia y solemnidad imaginable, cuyo aniversario es el que hoy solemnizamos.

 

   Esta famosa iglesia, reputada siempre por madre de todas las demás, tuvo diferentes nombres. Se llamó la basílica de Fausta, que en griego significa palacio real, porque la princesa Fausta tuvo su palacio en aquel sitio. Después la basílica de Constantino, porque Constantino la edificó: más adelante la basílica de San Juan de Letrán, por las dos capillas que se erigieron en el bautisterio, dedicadas, una a san Juan Bautista, y otra a san Juan Evangelista. Con el tiempo se llamó la basílica de Julio por haberla aumentado considerablemente el papa Julio I. Pero el mayor y más famoso de todos sus nombres es el de la basílica del Salvador, con cuyo título se celebró su dedicación.

 

   Por lo demás, esta iglesia es en rigor la silla propia del pontífice romano, sucesor de san Pedro, y por consiguiente la primera iglesia del mundo en dignidad. Está entre las dos iglesias de san Pedro y san Pablo, que son como sus dos brazos, con los cuales abraza a todas las iglesias del mundo para unirlas y estrecharlas en su seno, como en centro indivisible de unidad. Así se explica el venerable Pedro Damiano escribiendo contra el cismático Cadaloo. Así como esta iglesia, dice aquel célebre cardenal, tiene el título del Salvador, que es cabeza de todos los predestinados, así también es ella misma como madre, corona y perfección de todas las iglesias de la tierra: Hæc enim ad honorem condita Salvatoris, culmen et summitas totius Christianæ religionis effecta: Porque estas, fundadas en honor del Salvador, se convirtieron en la cumbre de toda la religión cristiana.   Ella es la iglesia de las iglesias, y como el Sancta sanctorum de ellas. Ecclesia est ecclesiarum, el Sancta sanctorum. Habet quidem intrinsecùs beatorum apostolorum Petri et Pauli, diversis quidem locis, constitutas ecclesias, sed sui compagine sacramenti, quia videlicet in quodam meditullio posita, quasi caput membris supereminet, indifferenter unitas. His itaque tanquam expansis divinæ misericórdiæ; brachiis, summa illa et venevabilis ecclesia omnem ambitum totius orbis amplectitur, omnes, qui salvari appetunt, in materno pictatis gremio confovet et tuetur: La Iglesia es de iglesias, el Santo de los Santos. Posee, en efecto, las iglesias de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, establecidas en distintos lugares, pero por su propia estructura sacramental, al estar situada en un centro determinado, como si la cabeza sobrepasara a los miembros, se encuentra unida incondicionalmente. Por tanto, con estos brazos, como extendidos por la divina misericordia, esa suprema y venerable Iglesia abarca toda la circunferencia del mundo entero, y en el seno maternal de su imagen acoge y protege a todos los que desean salvarse.     Desde este augusto templo, como desde un castillo inconquistable, añade el mismo cardenal, Jesucristo, soberano pontífice, une los fieles de todo el universo para que se pueda decir con verdad que no hay más que un solo Pastor y una sola Iglesia: Hac Jesús, summus videlicet pontifex, arce subnixus, totam in orbem terrarum Ecclesiam suam, sacramenti unitate, confœderat, ut unus Pastor meritò, et una dicatur Ecclesia: Por medio de esto, Jesús, es decir, el Sumo Pontífice, apoyado en la fortaleza, había unido a su Iglesia en todo el mundo, en unidad sacramental, de modo que merecidamente pudiera ser llamada un solo Pastor y una sola Iglesia.

 


   Siendo esta iglesia la que en punto de consagración tiene la preeminencia; aquella donde el nombre de Jesucristo se predicó la primera vez francamente y con plena libertad; aquella donde la fe triunfó gloriosamente de todas las persecuciones y de todo el poder del paganismo armado contra ella; aquella donde en esta dedicación ostentó a los ojos de todo el mundo el más magnifico, el más augusto triunfo que se vio jamás en la tierra, era justo que todos los años se renovase su memoria para rendir gracias a Dios por tan señalado beneficio; y este es el asunto de la presente solemnidad.

 

   Siempre se reputó la iglesia de San Juan de Letrán como la primera silla de los sumos pontífices; y como tal, por cabeza y madre de todas las iglesias de la cristiandad, como lo significan estos dos versos grabados en un mármol antiguo que se lee sobre su pórtico:

 

Dogmate papali datur et simul imperiali, Ut sit cunctarum mater, caput ecclesiarum.

Así lo establece el dogma papal y al mismo tiempo el imperial, que ella debe ser la madre de todos, la cabeza de las iglesias.

 

   Lo mismo se lee en otra inscripción en prosa, la cual dice que la sacrosanta iglesia de San Juan de Letrán es madre y cabeza de todas las iglesias del mundo: Sacrosancta ecclesia Lateranensis omnium ecclesiarum mater et caput. Dos incendios ha padecido esta iglesia, uno el año de 1308 en el pontificado de Clemente V, y otro el de 1361 en el de Inocencio VI, y en ambos fué ventajosamente reparada, adornada y enriquecida. En el primero se vio con ejemplar admiración que las mismas señoras romanas tiraban los carros cargados de piedra para lograr el mérito y la gloria de contribuir a la reparación de aquella primera basílica del mundo cristiano como la llama el papa Gregorio IX. Antiguamente eran regulares los canónigos de San Juan de Letrán; pero fueron secularizados por Sixto IV el año de 1171. Los reyes de Francia tienen la presentación de dos prebendas en consideración de los grandes beneficios que hicieron a la Iglesia. En la de San Juan de Letrán se han celebrado cinco concilios generales y otros muchos particulares. El primero y noveno de los ecuménicos se convocó el año de 1122 en el pontificado de Calixto II, y se hallaron en él trescientos obispos. El segundo y décimo general, el de 1139 en tiempo del papa Inocencio II, contra el antipapa Pedro de León, y los errores de Arnaldo de Brescia, discípulo de Pedro Abelardo, en que presidió el mismo pontífice al frente de mil prelados. El tercero, compuesto de trescientos obispos, en tiempo de Alejandro III, el año de 1179. El cuarto y décimo general fué convocado por el papa Inocencio III el año de 1215: asistieron en persona los patriarcas de Constantinopla y de Jerusalén; y por sus diputados los de Alejandría y Antioquía, habiéndose hallado en el concilio setenta y un arzobispos, trescientos cuarenta obispos, y más de ochocientos abades o priores. Fueron condenados en él los albigenses, juntamente con los errores de Amaury y del abad Joaquín. El quinto comenzó el año de 1512 en el pontificado de Julio II, y no se concluyó hasta el de 1517 en el de León X, siendo el decimotercio ecuménico y general.

 


   Ordenó san Silvestre que en adelante no se pudiese celebrar el sacrificio de la misa sino en el altar de piedra, porque después de los apóstoles y hasta su tiempo, a causa de las persecuciones, como solo se decía misa en oratorios particulares, en lugares subterráneos o en cementerios, se celebraba en altares de madera, como lo era el altar en que el príncipe de los apóstoles celebraba el divino sacrificio, siendo su figura como de un ataúd o de un arca hueca. Este altar, en que celebraba san Pedro, le mandó colocar el mismo san Silvestre en la iglesia de Letrán, y prohibió que en lo porvenir ninguno pudiese celebrar en él el santo sacrificio de la misa sino solo el sumo pontífice, legítimo sucesor de san Pedro: lo que se observa el día de hoy, pues solo el papa dice misa en aquel altar.



AÑO CRISTIANO

POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).

Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.

domingo, 2 de noviembre de 2025

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS -2 de noviembre

 



   La práctica de rogar a Dios por las almas del purgatorio, por la cual podemos mitigar las grandes penas que ellas están sufriendo, y hacerlas llegar más rápidamente a la eterna gloria, es muy agradable a Dios y beneficiosa para nosotros, pues todas ellas son sus esposas bienaventuradas, y estarán muy agradecidas a aquellas que la libraron de su prisión  o al menos mitigaron sus tormentos. Ciertamente, cuando ellas entren en el cielo, no se olvidarán de quienes hayan rezados por ellas. Es una piadosa creencia que Dios permitirán que otros recen, a su vez, por quienes hayan rezado por las benditas ánimas. Pidamos a Jesús y a su Santísima Madre por todas las almas del purgatorio, y sobre todo por las de nuestros padres, parientes, benefactores, amigos y enemigos, y también por aquellas almas que no tengan a nadie que recen por ellas.



ORACIÓN


                    Dales, Señor, el descanso eterno, y alúmbrelos la luz eterna (Salmo). A Ti, oh Dios, se deben himnos en Sión, y se te ofrecerán votos en Jerusalén: escucha mi oración, a Ti vendrá a parar toda carne. Dales, Señor, el descanso eterno… 
   


                                                       MISAL DIARIO

CATÓLICO APOSTÓLICO
ROMANO-1962.

LA CONMEMORACION DE LOS DIFUNTOS. —2 DE NOVIEMBRE.

 


   No queremos, hermanos que ignoréis lo tocante a la suerte de los muertos, para que no os aflijáis como los demás que no tienen esperanza. (I Tes., IV, 13). Este era el deseo del Apóstol escribiendo a los primeros cristianos; y el de la Iglesia hoy no es otro. En efecto, la verdad sobre los difuntos no pone sólo en admirable luz el acuerdo de la justicia y de la bondad en Dios: los corazones más duros no resisten a la misericordia caritativa que esa verdad infunde, a la vez que procura los más dulces consuelos al luto de los que lloran. Si nos enseña la fe que hay un purgatorio, donde las faltas no expiadas pueden retener a los que nos fueron queridos, también es de fe que podemos ayudarlos (C. de Trento, sesión XXV), y es teológicamente cierto que su liberación más o menos pronta está en nuestras manos. Recordemos algunos principios que pueden ilustrar esta doctrina.



LA EXPIACIÓN DEL PECADO



   Todo pecado causa en el pecador doble estrago: mancha su alma y le hace merecedor del castigo. El pecado venial causa simplemente un desplacer a Dios y su expiación sólo dura algún tiempo; mas el pecado mortal es una mancha que llega hasta deformar al culpable y hacerle objeto de abominación ante Dios; su sanción, por consiguiente, no puede consistir más que en el destierro eterno, a no ser que el hombre consiga en esta vida la revocación de la sentencia. Pero, aun en este caso, borrándose la culpa mortal y quedando revocada por tanto la sentencia de condenación, el pecador convertido no se ve libre de toda deuda; aunque a veces puede ocurrir; como sucede comúnmente en el bautismo o en el martirio, que un desbordamiento extraordinario de la gracia sobre el hijo pródigo logre hacer desaparecer en el abismo del olvido divino hasta el último vestigio y las más diminutas reliquias del pecado, lo normal es que en esta vida o en la otra exija la justicia satisfacción por cualquier falta.



EL MÉRITO


   Todo acto sobrenatural de virtud, por contraposición al pecado, implica doble utilidad para el justo; con él merece el alma un nuevo grado de gracia; satisface por la pena debida a las faltas pasadas conforme a la justa equivalencia que según Dios corresponde al trabajo, a la privación, a la prueba aceptada, al padecimiento voluntario de uno de los miembros de su Hijo carísimo. Ahora bien, como el mérito no se cede y es algo personal de quien lo adquiere, así, por lo contrario, la satisfacción, como valor de cambio, se presta a las transacciones espirituales; Dios tiene a bien aceptarla como pago parcial o saldo de cuenta a favor de otro, sea de este mundo o del otro el concesionario, con la sola condición de que pertenezca por la gracia al cuerpo místico del Señor que es uno en la caridad (I Cor., XII, 27).

   Es la consecuencia, como lo explica Suárez en su tratado de los Sufragios, del misterio de la Comunión de los Santos, que en estos días se nos manifiesta: “Creo que esta satisfacción de los vivos en favor de los difuntos vale en justicia y que es infaliblemente aceptada en todo su valor y conforme a la intención del que la aplica, de suerte que, por ejemplo, si la satisfacción que me corresponde me valía en justicia, percibiéndola yo, el perdón de cuatro grados de purgatorio, otro tanto se la perdona al alma por quien la ofrezco”.



LAS INDULGENCIAS



    Sabido es cómo secunda la Iglesia en este punto la buena voluntad de sus hijos. Por medio de la práctica de las Indulgencias, pone a disposición de su caridad el tesoro inagotable donde se juntan sucesivamente las satisfacciones abundantísimas de los Santos con las de los Mártires, y también con las de Nuestra Señora y con el cúmulo infinito debido a los padecimientos de Cristo. Casi siempre ve bien y permite que la remisión de la pena, que ella directamente concede a los vivos, se aplique por modo de sufragio a los difuntos, los cuales ya no dependen de su jurisdicción. Quiere esto decir que cada uno de los fieles puede ofrecer por otro a Dios, que lo acepta, el sufragio o ayuda de sus propias satisfacciones, del modo que acabamos de ver. Tal es la doctrina de Suárez, el cual enseña también que la indulgencia que se cede a los difuntos no pierde nada de la certeza o del valor que tendría para nosotros los que pertenecemos todavía a la Iglesia militante. Ahora bien, las Indulgencias se nos ofrecen en mil formas y en mil ocasiones.

   Sepamos utilizar nuestros tesoros y practiquemos la misericordia con las pobres almas que padecen en el purgatorio. ¿Puede existir miseria más digna de compasión que la suya? Tan punzante es, que no hay desgracia en esta vida que se la pueda comparar. Y la sufren tan noblemente, que ninguna queja turba el silencio de “aquel río de fuego que en su curso imperceptible las arrastra poco a poco al océano del paraíso”. El cielo a ellas de nada las sirve; allí ya no se merece. Dios mismo, buenísimo pero también justísimo, se ha obligado a no concederlas su liberación si no pagan completamente la deuda que llevaron consigo al salir de este mundo de prueba (S. Mateo, V, 26). Es posible que esa deuda la contrajesen por nuestra culpa o con nuestra cooperación; y por eso se vuelven a nosotros, que continuamos soñando en placeres mientras ellas se abrazan, cuando tan fácil nos es abreviar sus tormentos. Apiadaos, apiadaos de mí, siquiera vosotros, mis amigos, pues me ha herido la mano del Señor (Job., XIX, 21).



LA ORACIÓN POR LAS ALMAS DEL PURGATORIO



   Como si el purgatorio viese rebosar más que nunca sus cárceles con la afluencia de multitudes que allí lanza todos los días la mundanalidad del siglo presente y acaso debido también a la proximidad de la cuenta corriente final y universal que dará término al tiempo, al Espíritu Santo ya no le basta sostener el celo de las cofradías antiguas consagradas en la Iglesia al servicio de los difuntos; suscita la Iglesia nuevas asociaciones y hasta familias religiosas, cuyo fin exclusivo es promover por todos los medios la liberación o el alivio de las almas del purgatorio. En esta obra, que es una especie de redención de cautivos, hay también cristianos que se exponen y se ofrecen a cargar sobre sí las cadenas de sus hermanos, renunciando para ello libre y voluntariamente, no sólo a sus propias satisfacciones, sino también a los sufragios de que se podían beneficiar después de muertos; acto heroico de caridad que no se debe hacer a la ligera, pero que aprueba la Iglesia (En el siglo XVIII propagaron esta devoción los Clérigos regulares Teatinos y la enriquecieron con gracias espirituales los Sumos Pontífices, Benedicto XIII , Pío VI y Pío IX. ); dicho acto da a Dios mucha gloria y, en el caso de un retardo temporal de la bienaventuranza, merece a su autor el estar más cerca de Dios para siempre, desde ahora por la gracia y después, en el cielo, por la gloria.


   Y, si los sufragios de un simple fiel tienen tanto valor, ¡cuánto más tendrán los de toda la Iglesia en la solemnidad de la oración pública y en la oblación del augusto Sacrificio en que Dios mismo satisface a Dios por todas las faltas! La Iglesia, desde su origen, siempre rezó por los difuntos, como antes lo hizo la Sinagoga (II Mac. XII, 46. ). Así como celebraba el aniversario de sus hijos mártires con acciones de gracias, así también honraba con súplicas el de los demás hijos, que quizá no estuviesen aún en los cielos. Diariamente se pronunciaban en los Misterios sagrados los nombres de unos y otros con el doble fin de la alabanza y de la oración; y, así como por no poder recordar en cada iglesia particular a cada uno de los bienaventurados del mundo entero, los incluyó a todos en una fiesta y en una mención común, así de igual manera hacía conmemoración general de los difuntos en todas partes y todos los días a continuación de las conmemoraciones particulares. Tampoco faltaban sufragios, observa San Agustín, a los que no tenían parientes ni amigos; ésos tenían para remediar su desamparo, el cariño de la Madre común.



MUERTE Y RESURRECCIÓN



   Mientras el alma, al salir de este mundo, suple en el purgatorio la insuficiencia de sus expiaciones, el cuerpo que dejó vuelve a la tierra para cumplir la sentencia lanzada contra Adán y su raza en el principio del mundo (Gen., III, 19). Pero la justicia es amor tanto para el cuerpo como para el alma del cristiano. La humillación del sepulcro es justo castigo de la falta original; más en ese retomo del hombre al polvo de la tierra de que fué formado, nos hace ver San Pablo además la siembra necesaria para la transformación del grano predestinado, que un día ha de volver a vivir en muy distintas condiciones (1 Cor., XV, 36). Es que, en efecto, la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios (1 Cor., XV, 50) ni los que están sujetos a la corrupción aspirar a la inmortalidad. Trigo candeal de Cristo, según la palabra de San Ignacio de Antioquía, el cuerpo del cristiano es arrojado al surco de la tumba para dejar en él lo que tenía de corruptible, la forma del primer Adán con su flaqueza y su pesadez; mas, por virtud del nuevo Adán, que le vuelve a formar a su propia imagen, saldrá completamente celestial y espiritualizado, ágil, impasible y glorioso. Gloria al que sólo quiso morir como nosotros para destruir la muerte y hacer de su victoria nuestra victoria.

   La Iglesia continúa pidiendo con insistencia en el Gradual la liberación de los difuntos.




LA VOZ DEL JUEZ



   El purgatorio no es eterno. Su duración es infinitamente diversa según las sentencias del juicio particular que sigue a la muerte de cada uno; para ciertas almas más culpables o que, excluidas de la comunión católica, están privadas de los sufragios de la Iglesia, puede prolongarse a siglos enteros, aunque la misericordia divina se dignase librarlas del infierno. Más al fin del mundo y de todo lo que es temporal se ha de cerrar el purgatorio. Dios sabrá conciliar su justicia y su gracia en la purificación de los últimos llegados de la raza humana, supliendo, con la intensidad de la pena expiatoria lo que podría faltar a la duración. Pero, en lo que se refiere a la bienaventuranza, mientras las sentencias del juicio particular son con frecuencia suspensivas y dilatorias y dejan provisionalmente el cuerpo del elegido y del condenado a la suerte común de la sepultura, el juicio universal tendrá carácter definitivo tanto para el cielo como para el infierno, y sus sentencias serán absolutas y se ejecutarán al instante íntegramente. Vivamos, pues, a la expectativa de la hora solemne en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios. El que tiene que venir, vendrá y no tardará, nos recuerda el Doctor de las gentes (Hebr., X, 37); su día llegará rápido y de improviso como un ladrón, nos dicen con él (I Tes., V, 2), el Príncipe de los Apóstoles (II Ped., III, 10) y Juan el discípulo amado (Apoc., XVI, 15.), haciendo eco a la palabra del mismo Jesucristo (S. Mateo, XXIV, 43): como el relámpago sale del oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del Hombre (S. Mateo, XXIV , 27).

   Asimilémonos los sentimientos expresados en el Ofertorio de los difuntos. Aunque las benditas almas del purgatorio tienen asegurada para siempre la eterna bienaventuranza y ellas lo saben bien, con todo eso, el camino más o menos largo que las conduce al cielo, se abre entre el peligro del último asalto diabólico y las angustias del juicio. La Iglesia, pues, abarcando con su oración todas las etapas de esta vía dolorosa, anda solícita para no descuidar la entrada; y no teme llegar para eso demasiado tarde. Para Dios, cuya mirada abarca todos los tiempos, la súplica que hoy hace la Iglesia, estaba ya presente en el momento del paso tremendo y procuraba a las almas la ayuda que aquí se pide. Además, esta misma súplica la va siguiendo a través de los altibajos de su lucha contra las potestades del abismo, de las cuales se sirve Dios como de instrumentos en la expiación reclamada por su justicia, según lo han comprobado más de una vez los Santos. En esta hora solemne, en que la Iglesia presenta sus ofrendas para el augusto y omnipotente Sacrificio, redoblemos nosotros también nuestros ruegos por los finados. Imploremos su liberación de las fauces del león. Supliquemos al glorioso Arcángel, prepósito del paraíso, sostén de las almas al salir de este mundo, su guía enviado por Dios (Antíf. y Responsorio de la fiesta de S. Miguel), que las conduzca a la luz, a la vida, a Dios mismo, que se prometió como recompensa a los creyentes en la persona de su padre Abraham. (Gen., XV, 1.).




“EL AÑO LITURGICO”
DOM PROSPERO GUÉRANGER
ABAD DE SOLESME.