miércoles, 20 de noviembre de 2024

SAN FÉLIX de VALOIS, confesor. (+ 1212) —20 de noviembre.

 


   El glorioso san Félix de Valois, llamado antes Hugo, que juntamente con san Juan de Mata fundó la orden de la santísima Trinidad, fué hijo de Ranulfo, conde de Vermandois y de Valois, y nieto de Enrique I rey de Francia; y nació hallándose su madre de paso en Amiens.

   Bendijo san Bernardo al santo niño en Claraval, y también el papa Inocencio II cuando vino a Francia y se hospedó en casa de Teobaldo, tío de Félix. Se crio en Claraval con otros hijos de príncipes y caballeros, con la enseñanza de san Bernardo.

   Habiendo muerto su madre, el rey llevó a su palacio al santo mancebo, el cual quiso acompañarle en la conquista de Tierra Santa, donde peleó con gran valor. Vuelto a París, determinó dejar la corte, por el desierto; y la milicia secular, por la espiritual; y para cortar de todo punto la esperanza próxima que le daban a la corona de Francia la ley Sálica y el deudo estrecho que tenía con el rey, se ordenó de sacerdote y se retiró a un monte desierto.

   Veinte años después fué buscado, por aviso del cielo, de san Juan de Mata, que habitaba en otra soledad; y Félix, que sabía que Juan había de venir a buscarle, y viéndole le saludó por su nombre. 




   Vivieron los dos santos anacoretas tres años en aquel desierto, en santa y dulce compañía, hasta que Dios los sacó de allí para que fundasen la orden de la santísima Trinidad, con este caso prodigioso: estando los dos conversando, vino a ellos un ciervo blanco que traía sobre la frente una cruz de dos colores, celeste y carmesí. Se admiraron de esto; y Félix no entendió lo que significaba la cruz, hasta que san Juan, que había tenido la misma visión, le declaró el misterio, y voluntad de Dios, de que fundasen una nueva orden para redimir a los cautivos. 




   Partieron pues a Roma, y dieron cuenta de todo a Inocencio III; el cual había tenido revelación de que habían de venir, y una visión, durante la misa, en que se le apareció un ángel vestido de blanco con una cruz también de los dos mismos colores, y con las manos cruzadas sobre dos cautivos. Vistió el papa a los dos santos el hábito que traía el ángel, y fundó la orden de la santísima Trinidad para la redención de los cautivos.

   Se volvieron los dos santos a Francia, y en el mismo lugar donde habían hecho vida solitaria fundaron su primer monasterio, llamado de Ciervofrío. Allí san Félix gobernó santísimamente a los religiosos que en él entraron, muchos de los cuales fueron ilustres por la nobleza de su nacimiento y por su santidad y sabiduría, hasta que fué avisado por un ángel de su cercana muerte.




   Sintiendo Félix la orfandad en que quedaban sus hijos, se le apareció la santísima Virgen, y le dijo que quedaban bajo su amparo, y que ella sería su madre.

   Después de este regalo del cielo, dio su espíritu al Creador a los ochenta y cinco años de edad.




   Reflexión: El bienaventurado san Félix, derramando en su última hora lágrimas de consuelo, exclamaba: “¡Oh dichoso día aquel en que hui de la corte a la soledad, y troqué el palacio por una gruta! ¡Oh felices noches, las que gasté en la oración, en lugar de sueño! ¡Oh dulces lágrimas las que derramé por mis culpas! ¡Oh bien empleados suspiros! ¡Oh suaves asperezas con que maltraté mi cuerpo! ¡Oh bien empleados pasos los que di para cumplir la voluntad del Señor! ¡Cómo me lleváis ahora a la bienaventurada eternidad!”.




   Oración: Oh Dios, que por una vocación celestial sacaste del desierto, para la redención de los cautivos, a tu confesor, el bienaventurado Félix, te rogamos nos concedas, que, libres mediante tu gracia y su intercesión del cautiverio del pecado, seamos conducidos a la patria celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.



FLOS SANCTORVM

DE LA FAMILIA CRISTIANA-1946


martes, 19 de noviembre de 2024

SANTA ISABEL DE HUNGRIA DUQUESA DE TURINGIA Y VIUDA (1207-1231) DÍA 19 DE NOVIEMBRE.

 


   Todos, ricos y pobres, vírgenes del claustro y cristianos del mundo, hallan en la vida de Santa Isabel de Hungría edificantes ejemplos que imitar. Aunque vivió sólo 24 años, su corta vida es acabado modelo, tanto en lo próspero como en la adversidad, pues no obstante haber sido hija de reyes, pasó por las mayores humillaciones y por las privaciones más penosas, sin que su virtud cediera.

   Nació en Presburgo —hoy Bratislava— el 7 de julio de 1207. Fueron sus padres Andrés II, rey de Hungría, y Gertrudis de Merania, asesinada en 1213.

    Aun no tenía tres años y ya daba señales inequívocas de precoz santidad. Su corazón y su espíritu se abrieron a las verdades de la fe al mismo tiempo que a los sentimientos de caridad. Los pobres eran sus mejores amigos y fué cosa muy notable que, desde el nacimiento de esta niña, cesaron en Hungría las guerras exteriores y las disensiones interiores, y disminuyeron considerablemente las blasfemias y otros pecados que antes eran frecuentes.

   Dios nuestro Señor, cuidador celoso de la gloria de sus elegidos, rodeó el nacimiento de Isabel de una brillante aureola de popularidad y poesía. El landgrave Hermán, duque de Turingia, príncipe de Hese y de Sajonia, y conde palatino, favorecía ampliamente a sabios y poetas. Uno de ellos, el célebre Klingsor, dijo cierto día, no sin inspiración, a los señores de Hese y de Turingia: «Voy a anunciaros una cosa tan nueva como buena: ha surgido en Hungría una hermosa estrella que brilla desde allí hasta Marburgo, y pronto enviará sus brillantes fulgores sobre el mundo entero; esta noche le ha nacido al rey de Hungría, mi señor, una hija que será la esposa de nuestro príncipe; esta niña será santa, y sus virtudes confortarán y consolarán a toda la Iglesia.» Los presentes oyeron aquellas palabras con gran júbilo y fueron a referírselas al duque, quien quedó muy complacido de cuanto se decía.





DESPOSORIO TEMPRANO. — HUMILDAD DE ISABEL


   Con tales antecedentes, se decidió Hermán a pedir la mano de Isabel para su hijo Luis, el futuro Luis IV, conforme a las costumbres de aquellos tiempos entre las familias reales. Envió, pues, embajadores al rey de Hungría y éste acogió favorablemente su petición y les entregó la infantita, que a la sazón contaba sólo cuatro años. Ataviada con riquísimo manto de seda recamado de oro y pedrerías, se llevaron aquéllos, no sin gran sentimiento de los padres y del pueblo entero que la amaba con delirio.

   A la llegada de los embajadores se celebraron los desposorios y hubo grandes fiestas populares. Desde entonces, la tierna Isabel y el príncipe, que sólo tenía 11 años, se educaron juntos; candorosamente participaban de los mismos juegos y obraban como movidos por un solo corazón y una sola alma. Siempre que podía, la niña entraba en la capilla del castillo y, aunque no sabía leer, se hacía abrir un gran salterio y muy compuesta alzaba los ojos al cielo entregándose con el mayor recogimiento a la oración y a la meditación. A menudo llevaba a sus amigas al cementerio y les decía:

   —Acordaos de que un día nos veremos reducidas a polvo y a nada; estas personas que yacen aquí han tenido vida como nosotras y ahora están muertas como nosotras lo estaremos también; ea, arrodillaos y decid conmigo: «Por vuestra Pasión y Muerte y por los dolores de vuestra queridísima Madre María, librad, Señor, de las penas a esas pobres almas, y por vuestras Llagas Sacratísimas, salvadnos a nosotras.»

   No es para ponderar su inagotable caridad; no sólo daba a los indigentes cuanto ella tenía, sino que iba en persona a las cocinas del castillo para recoger alimentos que luego llevaba con afable solicitud a los pobres, sin parar mientes en el gesto de disgusto con que miraban aquel despilfarro los sirvientes de la casa ducal.

   Tenía Isabel nueve años cuando murió (1216) el landgrave Hermán, que era para ella un verdadero padre; Luis, su prometido, demasiado joven aún para poder gobernar por sí mismo, estaba bajo la tutela de su madre, la duquesa Sofía, quien veía con disgusto y censuraba ásperamente las pías inclinaciones de Isabel. El día de la Asunción llevó consigo la duquesa a su hija Inés y a Isabel, y les dijo:

   —Bajaremos a la ciudad, y entraremos en la iglesia de Nuestra Señora; poneos los mejores vestidos y las coronas de oro.

   Las princesitas obedecieron sin replicar. Al llegar a la iglesia, se arrodillaron delante de un gran crucifijo. A la vista del Salvador agonizante, Isabel se quitó su corona de oro, y se postró profundamente sobre el desnudo suelo.

   — ¿Qué tienes? —le dijo con acritud la duquesa—. ¿Qué vas a hacer? Una joven de tu alcurnia debe mantenerse erguida y no tirarse por tierra como las beatas. ¿Por qué has de estar en el suelo como una vil plebeya? ¿Acaso te pesa demasiado la corona?

   Se levantó Isabel y contestó con la mayor humildad:

   —Os ruego, señora mía, no toméis esto a mal. Veo aquí ante mis propios ojos a mi Dios y mi Rey, al misericordiosísimo Jesús, coronado de punzantes espinas; y yo, que soy una vil criatura, ¿podría permanecer en su presencia coronada de oro y pedrerías? No, mi corona sería una burla al lado de la suya.

   Y seguidamente se echó a llorar porque el amor de Cristo crucificado había herido su tierno corazón.

   Tanto privadamente como en público, se vio despreciada e injuriada hasta por oficiales de la corte, los cuales pretendieron desviar el acendrado amor que el príncipe Luis profesaba a Isabel. Le decían que aquella beata deslucía el brillo y la alegría de la corte, y que debía mandarla a su padre; pero Luis se mostró tan indiferente a sus discursos como lo había sido a los de su madre y de su hermana Inés. « ¿Veis —les dijo— esa montaña de enfrente? Pues aunque me dierais una cantidad de oro mayor que esa gigantesca mole, no consentiría jamás en apartarme del cariño de Isabel».





FELICIDAD CONYUGAL


   Vencidos, por fin, todos los obstáculos, se celebró el matrimonio en el castillo de Wartburgo el año 1220; Luis tenía a la sazón veinte años; Isabel, sólo trece. Ambos apreciaban la inocencia del corazón como su mayor tesoro; ambos vivían más íntimamente unidos por la fe que por las ternuras del amor, pues se amaban en Dios y sólo por Dios. Por otra parte, Luis poseía en alto grado las cualidades morales de un soberano cristiano. Amante de la justicia, empleaba toda la severidad para castigar a los violadores de las leyes. Alejó de su corte y privó de empleo y sueldo a cuantos subalternos oprimían al pueblo; obligaba a los blasfemos a llevar por un tiempo determinado una señal pública de ignominia, y, a la vez que era rigurosísimo para cuantos violaban la ley de Dios, se mostraba muy indulgente con los que no guardaban a su real persona todo el miramiento debido, y obraba siempre con gran prudencia y rectitud. Su vida podía resumirse en esta breve y hermosa norma que él mismo se trazó como programa de conducta: Piedad, Caridad, Justicia.

   Por su parte, Isabel supo en todo momento unir a sus propios atractivos externos aquellas preciadas virtudes que debían conservar y acrecentar el amor conyugal. A pesar de su extremada juventud y de la vivacidad casi infantil del amor que profesaba a su esposo, no perdió nunca el pensamiento de que él era su dueño y señor como Jesucristo lo es de la Iglesia, y le obedecía como a tal. Fuera de eso, el joven príncipe le concedía amplia libertad para sus obras de caridad y de piedad, y ella, confiando en la discreción y prudencia de su esposo, le daba a conocer todas sus mortificaciones. Se hacían mutuas exhortaciones para adelantar juntos en el camino de la perfección, y esta santa emulación les proporcionaba fuerzas para darse de lleno al servicio de Dios, sin que nada bastara a estorbárselo.

   Isabel comprendió que la gracia singular que el Señor le había hecho uniéndola a un marido tan bueno la obligaba a mayor fidelidad con el mismo Dios, y, atendiendo que aun en medio de la dicha, de la prosperidad y de las honras, estamos en la tierra para sufrir, expiar y ganar el cielo, llevaba debajo de sus ricos vestidos un áspero cilicio; además, todos los viernes del año y cada uno de los días de la cuaresma, se hacía dar la disciplina, lo cual no era óbice para que pudiera luego presentarse ante la corte sonriente y feliz como si de una fiesta llegase.





SU CARIDAD. — MILAGRO DE LAS ROSAS


   A solícita caridad de Isabel para con los pobres iba en aumento de día en día. Les daba de limosna cuanto tenía, y sucedió con frecuencia que, por no hallar a mano otro socorro, llegaba a dar los propios vestidos para aliviar a los desgraciados. Unos pobres aldeanos fueron a quejarse de que los sirvientes del duque les habían quitado todos los ganados; Isabel acudió en seguida a su esposo y obtuvo la inmediata restitución de cuanto se les robara.

   Cierto día, cuando ella pasaba por un sendero estrecho y muy desigual, como llevase en su manto pan, carne, huevos y otros manjares para los pobres, se halló impensadamente delante de su marido. Éste, sorprendido al verla con tan pesada carga, sola y como algo turbada, le dijo: «Veamos lo que llevas ahí.» 




   Abrió ella al punto el manto, en el que sólo vieron fresquísimas rosas blancas y encarnadas, lo cual sorprendió tanto más a Luis, cuanto que no era aquélla la estación de las flores. Isabel se turbó y mientras Luis la tranquilizaba, apareció de repente sobre la cabeza de Isabel una radiante imagen en forma de cruz.

   Todos los desgraciados eran objeto de la tierna caridad de Isabel, pero los leprosos lo eran de su muy especial predilección. Un día encontró a uno de esos desdichados que, además de la lepra, tenía en la cabeza una asquerosa apostema que le daba un aspecto horrible; le llamó a lugar retirado y ella misma le cortó los cabellos, le lavó y le curó, teniendo apoyada sobre sus propias rodillas la parte enferma. En otra ocasión, y siendo Jueves Santo, reunió gran número de leprosos; después de lavarles los pies, se postró humildemente ante ellos, besó con afecto sus repugnantes úlceras y los hizo obsequiar muy regaladamente como si de grandes señores se tratase.





NUEVOS MILAGROS


   Cierta vez, en ausencia del duque, habiendo redoblado sus esfuerzos en favor de los enfermos, escogió de entre ellos a un pobre niño leproso, de quien todos se apartaban. Después de bañarlo, lo ungió con ungüentos y lo acostó en su propio lecho. Aquel mismo día regresó el duque, y habiendo sido informado por su madre de lo sucedido, iba ya a descargar su enojo contra Isabel cuando, en lugar del niño leproso, vio al mismo Jesucristo crucificado extendido en la cama. Comprendió Luis su ligereza en juzgar la conducta de su esposa y le pidió perdón de ello.

   Muy grande fué la humildad y la perfecta exactitud con que nuestra Santa obedeció siempre a Conrado, su director espiritual; le daba a conocer el estado de su alma con la mayor confianza y sinceridad para poder recibir sus consejos, y Dios se complacía en recompensar a veces con grandes milagros el espíritu de sumisión, desprendimiento y caridad de su sierva.

   Un día en que se celebraba en la corte de Turingia gran reunión de la nobleza, el duque, muy afligido, se quejó a su esposa de que no tuviese ya ningún vestido con que presentarse dignamente. “Querido dueño mío —dijo ella—, no te inquietes por eso, pues he resuelto no poner mi gloria en la ostentación de los vestidos; verás cómo sabré disculparme con esos señores y procuraré agasajarlos con tanta afabilidad y alegría, que aun quedarán más complacidos que si me viesen con los más hermosos atavíos”. Inmediatamente se puso en oración para pedir a Dios que la ayudase. Cuando llegó la hora, se presentó adornada con un manto de terciopelo azul sembrado de perlas; sonriendo dulcemente dijo a su esposo: «Mira lo que sabe hacer el Señor cuando le place hacerlo.»




DEL TRONO A LA INDIGENCIA


   El momento de la prueba había llegado. El año 1227, acudiendo a la voz del Sumo Pontífice, se armaron los príncipes cristianos para combatir a los infieles. El piadoso Luis fué uno de los primeros en alistarse en la santa cruzada. A pesar de su natural aflicción, le dijo Isabel: «No permita Dios que te quedes a mi lado contra su adorable voluntad, antes bien que Él te conceda la gracia de hacer siempre y en todo su adorable beneplácito; yo le hago gustosísima el sacrificio de ti y de mí. Que su Bondad te acompañe y que sólo encuentres felicidades en tu camino».

   Luis se despidió procurando endulzar las lágrimas de su esposa, para quien la felicidad de este mundo estaba acabándose. Porque, en efecto, Luis no debía volver; moriría en el camino, después de dejar a los caballeros que le acompañaban el triste deber de transmitir a Isabel sus últimas palabras.

   De su breve y santa unión tuvieron cuatro hijos. Hermán, el mayor, debía suceder al padre bajo la tutela de sus tíos Enrique y Conrado; pero estos hombres desnaturalizados, en vez de proteger a la viuda y a los huérfanos, arrojaron sin piedad de palacio a la madre y a los hijos sin permitirles llevarse nada consigo. Y en aquel momento, Isabel, hija de reyes, bajó a pie el áspero sendero que conducía a la ciudad. Llevaba en brazos a su hijito más pequeño, que sólo tenía dos meses; cogidos de sus vestidos la seguían los otros tres, que apenas sabían andar; el frío era intensísimo. Isabel, en los días de su grandeza, había colmado de beneficios a los habitantes de Eisenach, sin embargo, en esta lastimosa circunstancia, nadie se atrevió a socorrerla por miedo al duque Enrique. La infeliz tuvo que refugiarse con sus hijos en una desvencijada pocilga.

   Aceptada heroicamente esta terrible humillación, renació tanta paz en su alma que se sintió inundada más que de sobrenatural alegría. Oyó tocar a maitines en la iglesia de los Franciscanos, entró en ella, y allí su corazón se desbordó en afectos del más vivo agradecimiento al Señor, pobre y humillado, que le hacia la honra de compartir con ella sus oprobios. Sin embargo, como la vista de sus hijos que desfallecían de frío y de hambre, reavivara su dolor, se acusaba a sí misma de ser la causa de tan gran castigo por sus pecados.

   Nunca se mostró más grande la ingratitud humana que entre los habitantes de Eisenach; pues ninguno tenía compasión de la pobre e infortunada duquesa. Una anciana mendiga, afligida de varias y graves dolencias, había recibido durante largo tiempo los cuidados personales de Isabel. Un día que ésta atravesaba un arroyuelo fangoso, en el cual habían echado algunas piedras para facilitar el paso, se cruzó con la miserable vieja la cual, empujando groseramente a la débil Isabel, la hizo resbalar. Al verla caída, aun se atrevió a increparla: «No has querido vivir como duquesa mientras lo eras; ahora que te veo pobre y caída en el barro, no seré yo quien te levante». Muy enlodada salió la Santa; pero como si hubiera encontrado una íntima satisfacción en aquel lance, sonrió graciosamente y exclamó mirando al cielo: «Bien me está, Señor, en compensación del oro y pedrerías que en otro tiempo llevaba».





TOMA EL HABITO DE SANTA CLARA



   Entretanto, los parientes de Isabel se conmovieron al saber sus desgracias. Primero la abadesa Matilde, su tía, y después su tío, el obispo de Bamberg, le dieron asilo a ella y a sus hijos. Más aún; trataron de decidirla a casarse con el emperador Federico II; pero Isabel tenía muy distintas aspiraciones: sólo pensaba ya en Dios desde que, vencido en su corazón de veinte años el último grito de la naturaleza, había exclamado ante los restos de su esposo: «Sabéis, ¡oh Dios mío!, cuánto he querido a este esposo que tanto os amaba; también sabéis que a todas las alegrías del mundo yo hubiera preferido mil veces su compañía, la cual me era tan grata que hubiera con gusto vivido a su lado aunque debiéramos mendigar de puerta en puerta toda la vida. Ahora yo os encomiendo su alma y me entrego a vuestra santa voluntad, de tal modo que, aunque pudiera, nada haría por rescatar su vida, a menos que tal fuera vuestro divino beneplácito.» Los caballeros que condujeran a Turingia los restos mortales del duque Luis, habían visto con suma indignación el vil proceder de Conrado y de Enrique con su cuñada; sus amonestaciones y más aún sus amenazas, decidieron a los príncipes a hacerle justicia, con lo cual reintegraron al joven landgrave Hermán los derechos hereditarios y a Isabel el castillo de Wartburgo, desde donde, a pesar de todo, sólo tuvo para sus opresores palabras de dulzura y de perdón.

   En lo sucesivo, el duque Enrique, a quien correspondía de derecho la regencia durante la menor edad de Hermán, la trató con todo género de atenciones, y le dejó completa independencia en todo lo referente a obras de caridad y devoción. La piadosísima Isabel, el 23 de marzo de 1228, que aquel año era Viernes Santo, hizo solemnemente profesión en la Tercera Orden de San Francisco. No satisfecha aún con esto, en 1229 se animó a fundar ella misma un Instituto Religioso parecido a la Orden de Santa Clara, pero de votos simples y sin clausura, lo cual permitía a las religiosas asistir a los pobres en el hospital. Se revistió, pues, para siempre el santo hábito religioso, y, con otras compañeras, pronunció los votos de religión. Como aun le pareciera poco, hizo el heroico sacrificio de separarse de sus hijas; dos de ellas, conforme a las costumbres de aquellos tiempos, fueron colocadas en un convento, donde más tarde profesaron; la otra se casó con el duque de Brabante.





SU MUERTE


   Un día en que estaba enferma y parecía dormir vuelta hacia la pared, una de sus compañeras oyó la dulce melodía que entonaba suavemente. « ¡Oh señora! —le dijo—; ¡qué bien habéis cantado! —¡Cómo! —respondió Isabel—, ¿lo has oído? Has de saber que un pajarillo lindísimo ha venido a posarse entre la pared y yo, y ha cantado con tal suavidad y dulzura y ha llenado de tal alegría mi corazón, que he tenido que cantar también. Por él he sabido que moriré dentro de tres días».


   Milagrosamente avisada de esta suerte, se preparó Isabel con diligencia para las bodas del Cordero. Al tercer día pronunciaba estas palabras: « ¡Oh felicidad, la Santísima Virgen María viene por mí!... Ya llega el ansiado momento en que Dios me invita a la celestial boda... El Esposo sale al encuentro de su esposa. ¡Silencio! ¡Silencio!»


   Y en seguida expiró. Ocurrió su muerte en la noche del 19 de noviembre de 1231. Los funerales constituyeron un verdadero triunfo. Los padres Franciscanos trasladaron su santo cuerpo a la capilla del hospital de San Francisco y allí estuvo expuesto durante cuatro días exhalando penetrante y suavísimo perfume. La sepultaron en dicha capilla y a ella acudían los fieles para orar sobre su tumba, pues obtenían numerosos favores por su mediación y los enfermos de cualquier dolencia quedaban completamente curados. Cuando Gregorio IX la canonizó el 27 de mayo de 1235, se substituyó la capilla por una iglesia magnífica, y las reliquias de Santa Isabel pasaron a una riquísima urna. Desgraciadamente, en tiempo de la Reforma dichas reliquias fueron profanadas, de tal modo que hoy no se sabe a punto fijo su paradero. Se cree que están en el convento de las Isabelinas, excepto el cráneo, que fué adquirido a fines del siglo XVI por la infanta de España Isabel Clara Eugenia, la cual lo trasladó a Bruselas. La fiesta de Santa Isabel fué elevada al rito doble por Clemente X en 1671.





EL SANTO DE CADA DÍA
POR

EDELVIVES

domingo, 17 de noviembre de 2024

STA. GERTRUDIS LA MAGNA. 17 DE NOVIEMBRE.

 




 “Corazón perforado por la lanza, abre el mío con el dardo de tu amor”.




VIRGEN Y RELIGIOSA CISTERCIENSE (1256-1302).




   Entre las flores de santidad que, al finalizar el siglo XIII, esparcieron en el jardín de la Iglesia el grato aroma de eximias virtudes, se cuenta a Gertrudis la Magna, virgen cisterciense que debía adquirir gran celebridad por su ciencia, por su amor divino y por las íntimas comunicaciones con que Dios la favoreció. En su obra intitulada El Heraldo del amor divino, se hallan cuantas noticias sabemos acerca de su vida. Cinco libros comprende la citada obra; es el primero una especie de introducción compuesta por una de sus compañeras de claustro. Ella misma escribió el segundo, y los otros tres últimos han sido escritos conforme a las notas dictadas por la misma Santa.

    Nació Gertrudis el 6 de enero de 1256 en un lugar de Alemania que hasta hoy no ha sido posible determinar. Se ignora también el nombre y condición de sus padres. Sabemos, sin embargo, que, para satisfacer su deseo de consagrarse a Dios, la ofrecieron generosamente al monasterio cisterciense de Helfta, a la entrada de Eisleben, en Sajonia. Gertrudis, contaba a la sazón tan sólo cinco años. Desde este momento perteneció enteramente al celestial Esposo de las vírgenes. Era humilde, obediente, dócil; hallaba en el recogimiento y la oración todas sus delicias. Por su alegría sencilla y candorosa, por su caridad llena de finezas y por la dulzura de su trato, se atrajo el amor y veneración de todas las religiosas del convento y cautivó, con su delicada pureza, las miradas del Rey de los ángeles. 





   Muy pronto notaron sus Superiores que Dios la había dotado de una inteligencia extraordinaria y le dieron libertad para estudiar bajo la dirección de las religiosas más instruidas. Gertrudis aprendió la lengua latina y estudió las siete artes liberales cuyo programa comprendía toda la enseñanza primaria y secundaria de la época. La penetración de su espíritu y la facilidad de su memoria, favorecidas por la exquisita pureza de su corazón, aceleraron sus progresos en las ciencias.

   En un principio hallaba tanto gusto en los ejercicios de piedad como en el estudio; pero luego que se hubo entregado con ardor a la lectura de la retórica y de la filosofía, empezó a sentir excesiva afición a las ciencias profanas, con perjuicio de su fervor y devoción. Sin embargo, su corazón y su espíritu volvieron a gozar de perfecta paz a partir del 27 de enero de 1287, en que, según las Revelaciones, se le apareció Nuestro Señor.

   Desde este día, que ella llama de su «.conversión», no se ocupó más que de las ciencias sagradas. Se puso a estudiar la Sagrada Escritura, la Teología, y los escritos de los Santos Padres. Por lo demás, su modo de escudriñar la verdad, mejor parecía meditación espiritual que estudio propiamente dicho. «No podía saciarse —dice su biógrafa—de la suavidad admirable que gustaba en la contemplación y en la investigación de esta luz que está oculta en el sentido de la Escritura. Ésta, que le parecía más dulce que la miel y más agradable que la armonía de los conciertos, llenaba su corazón de una satisfacción y alegría casi continuas».

   De este modo adquirió una doctrina espiritual abundante y segura, acrecentada por las enseñanzas directas del Divino Maestro, de las cuales se valió para instruir a sus hermanas y santificar a muchas almas.




EL VERDADERO MAESTRO. — LA PRESENCIA DE DIOS


   El mismo Jesucristo quiso ser su maestro y enseñarle muy altas verdades que sería imposible encontrar en los libros. Derramó sobre ella luces tan puras y abundantes que, iluminada por ese divino resplandor, le parecía vanidad y tinieblas su vida anterior, perfecta, sin embargo, a los ojos de sus Hermanas. Este favor fue seguido de tan íntima unión con Dios, que jamás perdía de vista su dulce y amabilísima presencia por diversas que fueran las ocupaciones a que hubiera de entregarse. 

   Vivía también en aquel monasterio otra religiosa émula de Gertrudis en la perfección; era Santa Mectilde, hermana de la abadesa de Helfta, Gertrudis de Hackeborn, la cual durante largo tiempo ha sido confundida, por razón de homonimia, con Santa Gertrudis la Magna. Cantando Mectilde un día en el coro, vio a Jesucristo sobre un elevado trono y a Gertrudis paseándose en torno suyo, con los ojos siempre fijos en el rostro del Divino Maestro, doquiera que fuera, y sin dejar de cumplir con la mayor exactitud las diversas ocupaciones que le habían confiado. Como se extrañara Mectilde ante semejante espectáculo, le dijo el Señor:

   «Esta es la imagen de la vida que lleva mi querida Gertrudis ante mis ojos: siempre anda en mi presencia, no concede ningún descanso a sus deseos ni da tregua al celo ardiente que tiene de conocer lo que más agrada a mi Corazón, y tan pronto ha podido conocerlo, lo pone por obra con el mayor esmero y fidelidad. Y a pesar de eso no se detiene ahí, sino que busca en seguida algún nuevo deseo de mi voluntad, para redoblar su celo y practicar otros actos de virtud. De este modo, su vida entera es una perpetua alabanza en mi honor y a gloria mía».

   El único objeto de las preocupaciones de Gertrudis era Nuestro Señor, su gloria y la satisfacción de su divina voluntad; todo lo apreciaba desde este punto de vista; no se servía de las criaturas ni de los dones tan preciosos que había recibido de Dios sino para dirigirlos a este fin supremo. Nada para ella, nada para su propia satisfacción, ni para su propia gloria; todo, en cambio, para Dios. En sus vestidos, en sus muebles y libros, así como en todos los objetos que le estaban encomendados, sólo buscaba la necesidad o la utilidad, y tanto más amaba una cosa cuanto mejor le servía para honrar y complacer a Dios.

   Si se le daba algún objeto del cual tenía necesidad, lo recibía como obsequio de la mano de Dios. En fin, esta fiel esposa de Jesucristo consideraba su propia persona como propiedad de Dios y solamente por amor de Él atendía a las necesidades de su cuerpo y de su alma. Se miraba como un objeto consagrado al culto divino hasta tal punto que hubiera tenido por robo e impiedad el no emplearse únicamente en la gloria de su Dueño.





GERTRUDIS Y LA SANTA EUCARISTÍA


   La sagrada Eucaristía era como el centro de la piedad de Gertrudis, el horno donde su fervor se encendía y renovaba cada día. Todas las acciones que ejecutaba por la mañana, antes de la comunión, las ofrecía a Nuestro Señor como preparación para acercarse más dignamente a la sagrada Mesa, y todas las que seguían a la comunión, en el resto del día, se las ofrecía en homenaje como otros tantos actos de gratitud por el beneficio inestimable que había recibido. Un día, al tiempo de acercarse al sagrado Banquete, creyendo estar menos preparada que de ordinario, se decía a sí misma: «Mira que el Esposo te llama, ¿cómo harás para salir a su encuentro estando tan poco engalanada con los adornos de los méritos que le agradan?» Recuerda entonces su debilidad y su propia bajeza, se humilla profundamente y, poniendo toda su confianza en la infinita bondad de Dios, se dice: ¿Por qué tardar? Aunque tuvieras mil años para prepararte, nunca llegarías a estarlo dignamente, ya que nada absolutamente tienes de ti misma con que puedas lograr la difícil y magnífica preparación que Él merece; sin embargo, iré a su encuentro humilde y llena de confianza; y, cuando me haya visto, mi amado Salvador, impulsado por su propio amor, será bastante poderoso para enviarme los adornos que me faltaren».

   Penetrada de estos sentimientos se acercó a comulgar. Jesús se le apareció, irradiando bondad y misericordia, en una visión simbólica. Se vio entonces revestida de una túnica morada, emblema de humildad, de un adorno verde como la esperanza, de un manto de oro, símbolo de caridad, y ceñida su frente con preciosa corona de pedrerías, significando el gozo que siente Jesús al reinar en un corazón que le pertenece enteramente. Otra vez, al acercarse a comulgar, dijo a Nuestro Señor: «Oh Señor, ¿qué vais a darme hoy?» Y el Salvador le respondió: “Te daré a Mí mismo, con mi esencia divina, como la Virgen, mi Madre, me recibió en la Anunciación”. En otra circunstancia, después de comulgar, cuando con profundo recogimiento se ocupaba en su acción de gracias, Nuestro Señor se le presentó en forma de pelícano con el pecho desgarrado como para abrevar a sus polluelos con la propia Sangre. «Señor —exclamó Gertrudis—, ¿qué queréis enseñarme con esta visión? —Quiero hacerte considerar —dijo Jesús— de cuán excelente modo queda vivificada tu alma para la vida eterna al recibir este divino Manjar, puesto que es alimentada al modo como el tiernecito pelícano recibe la vida de la sangre que brota del corazón de su padre».

   Meditaba Gertrudis, cierto día, acerca de la vigilancia que debemos tener sobre nuestra lengua, destinada a recibir el precioso misterio de Cristo, cuando una luz sobrenatural la instruyó por medio de la siguiente comparación:

   «Aquel que consiente a su boca proferir palabras vanas, falsas o vergonzosas, murmuraciones u otras cosas semejantes, y se acerca a comulgar sin arrepentirse ni hacer penitencia, ese tal recibe a Jesucristo —en cuanto está de su parte— de igual modo que el que, al huésped que viene a su casa, lo recibiera, en el momento de traspasar el umbral, con una lluvia de piedras, o le aplastara la cabeza con un martillo de hierro. El que lea esta comparación —añade Gertrudis— considere con profundo sentimiento de compasión qué relación existe entre tamaña crueldad de nuestra parte y tanta bondad de parte del Señor; considere si el que lleno de misericordia viene a salvar al hombre merece ser perseguido con tan dura crueldad por aquellos que viene a salvar; y lo mismo digo de todos los demás pecados».

   La vidente asistía diariamente al santo sacrificio de la Misa. Un día, uniéndose al sacerdote en el momento de la elevación de la sagrada Hostia, ofrecía ella misma esta inmaculada Víctima al Eterno Padre como digna reparación de todos sus pecados; entonces conoció que Jesucristo se había dignado presentar al Padre el alma de su sierva. Y mientras ella se confundía en acción de gracias por tan inefable bondad, Jesucristo le hizo comprender esta verdad: cada vez que un cristiano asiste con devoción a la santa Misa, pensando en la Víctima que por nuestra salvación se inmola sobre el altar, Dios Padre le considera con misericordia a causa de su complacencia por la Hostia tres veces santa que se le ofrece en el inefable Sacrificio.






«TODAS TUS PETICIONES SON ESCUCHADAS»



   Leemos en El Heraldo del amor divino que, un año en que el frío amenazaba destruir a los hombres, animales y cosechas, acudió Gertrudis al Señor durante la Misa encomendándole éste y otros asuntos. Acabada su oración, tuvo la siguiente respuesta: «Hija, has de saber que todas tus peticiones son escuchadas. Señor repuso la Santa—, dadme la prueba de esta bondad haciendo que cesen los rigores del frío». Al salir de Misa halló los caminos inundados de agua producida por el deshielo y por las nieves derretidas. Con general admiración, el tiempo favorable se mantuvo, comenzó la primavera y siguió sin ninguna interrupción.

   Muchas veces obtenía Gertrudis la asistencia divina milagrosamente y como por diversión. Si, por ejemplo, trabajaba sentada sobre un montón de paja y se le iba la aguja de las manos, decía para que todos la oyeran: «Señor, puesto que todo el trabajo que yo me tomara para buscarla resultaría inútil, buscádmela Vos mismo». Luego, sin mirar siquiera, alargaba la mano y la recogía al instante de en medio de la paja, cual si la estuviera viendo.




EL CORAZÓN DE JESÜS Y EL CORAZÓN DE GERTRUDIS


   Las revelaciones del Divino Maestro a Gertrudis parecen como el preludio de las que debía hacer cuatro siglos después a Santa Margarita María sobre la devoción a su Corazón Divino. Varias veces le descubrió las maravillas de este sagrado asilo abriéndoselo como refugio seguro y manantial inagotable de gracias. Le presentó cierto día su divino Corazón bajo la forma de un incensario de oro, del cual subían hasta el Padre celestial tantas columnas de perfumado incienso como son clases de hombres por los que Jesús dio su vida.

   Estando otra vez la Santa en oración, como a pesar de los esfuerzos que hacía para orar con atención no lograra evitar las distracciones que por efecto de la humana debilidad le asaltaban, decía entre sí, sumida en grande aflicción: « ¡Qué fruto puede esperarse de un ejercicio hecho con tal disipación de espíritu?» Entonces, Jesús, para consolarla le mostró su Corazón en forma de ardiente lámpara, y le dijo: «He aquí mi Corazón, las delicias de la Santísima Trinidad: te lo presento para que, llena de confianza, le pidas que cumpla en ti lo que no puedes hacer por ti misma; recomiéndale todas tus acciones para que Él las haga perfectas a mis ojos; desde hoy, este Corazón está siempre dispuesto a socorrerte y a reparar los defectos de tu negligencia». Con lo que la Santa recobró la paz y se llenó de alegría.

   «Señor mío Jesucristo —exclamaba con muchísima frecuencia—por vuestro Corazón perforado por la lanza, os ruego abráis también el mío con los dardos de vuestro divino amor». Su ruego fue pronto satisfecho. Como en otro tiempo Francisco de Asís. Gertrudis recibió en su corazón la impresión de los sagrados estigmas; era el segundo año, o tal vez el primero de lo que ella llamaba «su conversión».

   En los escritos de la Santa se lee así: «Vi cómo de la llaga de la mano derecha del Crucificado salía un rayo de fuego que, cual aguda flecha, hizo una herida en mi pecho. Desde entonces, ¡oh Dios mío!, jamás he sentido que os hayáis separado de mi corazón. Cada vez que entraba dentro de mí, segura estaba de encontraros allí presente porque habíais herido mi alma con llaga de amor tan profunda, que a pesar de mi indignidad, nunca Vos me abandonabais. ¡Oh amor mío!, ¡mi Rey, mi Dios!, en la hora de mi muerte, tomadme bajo el amparo de vuestro Corazón sacratísimo. ¡Oh amor!, el impulso de mi corazón hacia el vuestro es tal que constituye su tormento; abridme la entrada saludable de vuestro amabilísimo Corazón; he aquí el mío, posesionaos de él, unidlo íntimamente al vuestro, ¡oh Jesús!; que vuestro Corazón deífico, traspasado ya por mi amor y sin cesar abierto a todos los pecadores, sea para ellos el primer lugar de su refugio y también el de mi alma cuando saliere de mi cuerpo».

   En otro lugar de sus escritos, dando gracias al Señor por todas sus bondades, continúa Gertrudis en estos términos:

   «A tantos favores habéis añadido una señal inestimable de vuestra amistad y de vuestra familiaridad dándome de diversas maneras vuestro Sagrado Corazón para que sea manantial abundante de todas mis delicias; ya ofreciéndomelo como un don puramente gratuito, ya, por una muestra más sensible de vuestra familiaridad, cambiando el vuestro por el mío.»

   Una vez Gertrudis se sintió milagrosamente atraída hacia el Corazón de Jesús y descansó en él por espacio de una hora en las delicias de un éxtasis maravilloso. En fin, ese misericordiosísimo Salvador dijo un día a Santa Mectilde, compañera e imitadora de nuestra Santa: «No podrás tú encontrarme en un lugar que me sea más grato y conveniente, que en el Sacramento del Altar y en el corazón de mi amada Gertrudis».





HUMILDAD Y SUFRIMIENTO



    A pesar de tantos y tan extraordinarios favores, nadie pudo jamás —dice su biógrafa— notar en ella el menor movimiento de orgullo o de propia complacencia. Consideraba hasta lo más nimio de sus defectos para humillarse siempre más y más. Cuantos mayores eran las gracias que recibía, más se humillaba ante la infinita bondad de Dios, reconociendo que todo lo debía a su pura misericordia, y se tenía por la más ingrata y despreciable de todas las criaturas. «Ah, Señor —exclamaba—; de todos los milagros que Vos obráis ninguno me parece tan grande como el prodigio de que soporte la tierra a una pecadora tan miserable como yo».

   AI igual que todas las almas abrasadas del amor divino, sentía grandísimo deseo de padecer por Dios, de tal modo que nada le parecía más triste que no tener pena que sufrir por su amor. Por eso se imponía tan rigurosas penitencias y aceptaba con alegría las enfermedades que Jesús le enviaba.

   La pasión del Salvador era el objeto principal y continuo de sus meditaciones. A menudo le concedía el Divino Maestro luces espirituales acerca de la inmensidad y extensión de sus sufrimientos; y aun se dignó grabar espiritualmente sus llagas en el corazón de Gertrudis. Un Viernes Santo, dijo a su divino Rey: «Enseñadme, os suplico, oh única esperanza de mi alma, por qué medios podría yo conocer mejor el beneficio de vuestra Pasión adorable». Jesús le respondió:

   «Aquel que renuncia a su propio juicio para someterse al parecer de otro, me consuela de mi cautividad y de los ultrajes que la acompañaron. Confesarse humildemente culpable, cuando uno es acusado, es reconocer dignamente el amor que me hizo aceptar una sentencia injusta.»




LAS «REVELACIONES». — MUERTE Y CULTO



   El celo por la salvación de las almas redimidas por la sangre de Jesucristo, apasionaba la de Gertrudis. Se la veía ante el Santísimo Sacramento o a los pies del crucifijo, implorar con abundantes lágrimas la salvación de los pobres pecadores. Sus cortas exhortaciones se encaminaban al único fin de procurar la gloria de Dios y hacerle amar de todos. Únicamente con el mismo objeto y por orden del Señor, emprendió en 1289 la redacción de sus Revelaciones, que completó hacia el año 1300, y cuyo texto fue aprobado, en vida de la Santa, por los teólogos más famosos de aquel tiempo.

   Aun no se ha podido determinar con exactitud la fecha ni las circunstancias precisas de la muerte de Gertrudis; sin embargo, los historiadores en general concuerdan en fijarla hacia 1302 o 1303. Un miércoles de Pascua, durante la comunión oyó que le decían: «Ven, electa mía, y yo haré de ti un trono». Algún tiempo después, a los padecimientos que habitualmente sufría, vinieron a juntarse dolores hepáticos que la torturaron durante varios meses. Bien oportunamente había escrito para provecho de los demás una preparación sobre la muerte. Consistía ésta en un retiro de cinco días, el primero de los cuales estaba consagrado a considerar la última enfermedad, el segundo a la confesión, el tercero a la Extremaunción, el cuarto a la Comunión y el quinto a disponerse para la muerte. Empezó la Santa con todo fervor a practicar este santo ejercicio, al modo como lo había enseñado a los demás. La muerte, según la tradición, la sorprendió durante un éxtasis poniendo así término de una manera suave a los sufrimientos que desde hacía largo tiempo sobrellevaba. Acaeció, según se cree, el 15 de noviembre.

   La publicación que en 1536 hizo el cartujo Juan Lanspergio de una edición latina de las Revelaciones, las traducciones y extractos que a ella se siguieron y la estima que demostraron maestros de la talla de Santa Teresa y San Francisco de Sales, promovieron un culto —bastante restringido en un principio— cuya primera concesión fue otorgada por Paulo V en 1606. Clemente XII lo extendió a la Iglesia universal el 9 de mayo de 1739, después de su inscripción en el Martirologio romano. Se celebra la fiesta de Santa Gertrudis el día 17 de noviembre.





EL SANTO DE CADA DIA
POR
EDELVIVES