lunes, 28 de abril de 2025

SAN PABLO DE LA CRUZ, SACERDOTE, FUNDADOR DE LOS PASIONISTAS. —28 de abril.

 


 

   Pablo Francisco Danei nació en 1694 en Ovada, un pequeño pueblo de la región piamontesa de Alejandría, y fue el primero de los 16 hijos nacidos en el seno de una familia de origen noble, pero con serias dificultades económicas. Desde muy joven mostró un gran interés por la práctica de las virtudes cristianas y una fe muy sólida, alimentada por la participación diaria en la misa, la frecuencia de los sacramentos y la práctica continua de la oración, pero para ayudar a la familia empezó a trabajar con su padre comerciante. Su vocación, sin embargo, lo llevó a otra parte.

 



La Cruz en el corazón y el alma

 

   En 1713 Pablo Francisco, joven de 17 años, tuvo una experiencia religiosa muy especial que lo llevó a la decisión de vivir como un monje ermitaño, aunque no pertenecía a ninguna Orden. A la edad de 26 años el obispo le permitió instalarse en una celda detrás de la iglesia de Castellazzo Bormida. Allí maduró la idea de fundar una nueva Congregación, llamada “los Pobres de Jesús”. Dentro de la celda, durante más de un año, se dedicó a escribir la Regla que estaría marcada por el amor a la Cruz de Jesús. Esta, de hecho, será la típica espiritualidad de los religiosos que Pablo guiará: en una época de fe débil, para abrazar la elección más impopular, la que pasa por la oblación de sí mismos y el costoso desapego de la propia comodidad. Comenzó a llamarse a sí mismo “Hermano Pablo de la Cruz” y a ayudar a los pobres y enfermos en los que pudo contemplar el rostro de Jesús crucificado.

 



La Pasión de Jesús, el amor de Dios por el hombre

 

   Finalmente, en 1727 Benedicto XIII autorizó a Pablo a reunir a su alrededor algunos compañeros para ayudarlo. El primero sería su hermano carnal, Juan Bautista: los dos fueron ordenados sacerdotes en el mismo año. Así nació el primer núcleo de la Orden de los Clérigos Descalzos de la Santa Cruz y la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, más tarde llamados Pasionistas. En la base se hallaba una pertenencia radical a la Cruz de Jesús; pertenencia personal que contemplaba la pasión de Cristo no tanto como si el sufrimiento fuera el requisito necesario para “pagar el infinito precio de la redención del pecado”, como se decía en aquel entonces, sino al contrario, pertenencia que honraba y agradecía la pasión de Jesús como “la más alta expresión del amor de Dios por el hombre”. Los primeros religiosos fueron preparados para ser fervientes predicadores: no lucharán contra los turcos con armas, pero con la palabra de Dios y la acción educativa vencerán la ignorancia, la irreligiosidad y el abandono de la práctica del Evangelio.

 



Llegar hasta “los más lejanos”

 

   Pablo de la Cruz habló y escribió mucho: tal vez diez mil cartas o más; su predicación durante el Jubileo de 1750 fue histórica. Su vida, sin embargo, transcurrió en su mayor parte en soledad, en el retiro del Monte Argentario donde se trasladó y donde fundó el primer convento. Desde allí partió para las misiones dirigidas a las zonas más pobres de la Maremma y a las islas más remotas del archipiélago toscano, donde era muy difícil hacer llegar la Palabra de Dios. En 1771, gracias a la colaboración de la Madre Crocefissa Costantini, fundó en Tarquinia la rama femenina de la Congregación: las monjas de clausura que se convertirían en las Hermanas Pasionistas de San Pablo de la Cruz, una congregación de vida apostólica consagrada a la misión educativa, especialmente de las mujeres víctimas de la violencia y la explotación. Pablo murió en Roma en 1775; fue canonizado por Pío IX en 1867.







domingo, 27 de abril de 2025

SAN PEDRO CANISIO, MARTILLO DE LOS HEREJES ALEMANES. —27 de abril.

 


Su contribución a liberar parte de la Europa germánica del yugo de la mentira religiosa y filosófica y de la tiranía política que le es intrínseca es ejemplo de la fuerza que puede tener el trabajo intelectual al servicio la Verdad.

 

   Pedro Kanijs, cuyo nombre al latinizarse se convirtió en Canisio, nació en Nimega, Holanda (provincia de Güeldres, en los Países Bajos), el 8 de mayo de 1521. Su padre fue el maestre Jacobo, alcalde de esta opulenta ciudad bañada por el Rin y el Waal.

 

   A San Pedro Canisio se lo considera el segundo evangelizador de Alemania y el valeroso apóstol de Suiza, sus dos patrias de adopción. Es venerado como uno de los creadores de la prensa católica y fue el primero del numeroso ejército de escritores jesuitas.

 

   Conocido por el sobrenombre de “martillo de los herejes”, Pedro el jesuita defiende las posiciones romanas ortodoxas. Sin este centinela, tan enérgico como conciliador, la expansión luterana se habría convertido en una catástrofe para la Iglesia. Oponiéndose a las posiciones del reformador de Eisleben, el “gentleman de la Compañía” suscita y lleva adelante una reforma católica en profundidad, por medio de una densa actividad: enseñanza, controversia, predicación, catequesis. Veámoslo a través de los diversos frentes en los que trabaja.

 

   A ejemplo de San Agustín -en el año 397-, Pedro escribe -en 1570- sus memorias. Siguiendo este texto latino revisado y anotado por el P. Otto Braunsberger, presentaremos algunos detalles. Desde que tenía diez años, el niño, rodeado por sus amigos atentos y en actitud de recogimiento, “juega a decir misa”. Poco después, meditando en la iglesia de San Esteban, ora con esta súplica: “¡Señor Dios: instruidme, guiadme!”. En esta misma época, agitado por los escándalos que le rodean, Pedro Kanijs lleva un cilicio (faja de cuerdas ceñidas al cuerpo) para preservarse del mal mediante una activa penitencia.

 



   En 1539, a la edad de dieciocho años, estudia derecho canónico en la universidad de Lovaina, capital de Brabante ¿Qué orientación va a seguir este joven de veinte años y de voluntad firme, que ha quedado tan asqueado de los borrachos de carnaval que ha decidido abstenerse de probar el vino?

 

   En 1540, su excelente compañero de promoción, Lorenzo Sirio, se hace cartujo. ¿Le va a seguir Pedro? No, pues su padre empieza a mover sus influencias con intención de poder ofrecerle a su heredero una canonjía en Colonia. ¿Va a aprovechar estas circunstancias para construirse una existencia tranquila y confortable? Nada de eso; las cosas no serán así.

 

   En 1543, con veintidós años, Pedro oye hablar con elogios de Pierre Fávre, miembro de un grupúsculo que comienza a abrirse camino: los “compañeros de la amistad de Cristo”. Estos se confiesan y proclaman “caballeros del Papa”. ¿Por qué no integrarse en esta joven sociedad de “sacerdotes reformados”? Canisio consulta a Favre. Escuchemos al neófito jesuita confesar su entusiasmo:


   “Bajo la dirección de Pierre Favre, acabo de hacer los ejercicios (retiro espiritual prolongado según el método de Ignacio de Loyola). Estos han cambiado mi espíritu y mis sentimientos, han iluminado mi alma con nuevos rayos de la gracia celeste, han conferido a mi voluntad un nuevo vigor. La abundancia de los dones divinos repercute incluso en mi cuerpo: me siento fortalecido y como transformado. Mi deseo es trabajar con Jesucristo en el servicio de las almas”.

 

   El 8 de Mayo de 1543, día de su cumpleaños, el novicio jesuita se compromete por medio de la profesión:

   “Yo, Pedro Canisio de Nimega, hago hoy a Dios, a la Virgen María, ante San Miguel Arcángel y todos los Santos, voto de ponerme bajo la obediencia (obediencia sumisa) de la Compañía llamada de Jesucristo”.

 

   Diácono en 1544, ordenado sacerdote en 1546, este joven maestro es ya conocido por dos publicaciones que revelan la posesión de un sólido conocimiento en los terrenos de la mística y la escritura; una de ellas acerca de los Sermones de Juan Tauler, primera obra impresa de la Compañía de Jesús; la otra, una edición crítica de las obras de San Cirilo de Alejandría y de San León Magno. Después de haber asistido al concilio de Trento como teólogo consultor del cardenal de Augsburgo, Otto van Trusches, residirá un tiempo en Roma y luego en Mesina. A finales de 1549 lo encontramos ya en su puesto, dispuesto para trabajar, en la universidad bávara de Ingoldstat. Es el comienzo de un largo apostolado al servicio de Alemania.

 



   A su llegada a las orillas del hermoso Danubio, el maestro Canisio escucha el balance de la situación que le presentan dos de sus hermanos de religión que se encuentran ya allí: Le Jay y Salmerón. La situación resumida en una estadística reveladora, parece catastrófica: “Nueve de cada diez alemanes han sido ganados para la reforma luterana o están en vías de serlo”. Por tanto, la reacción es urgente: hay que hacer algo; si, pero ¿qué y cómo?

 

   El trío de jesuitas pasa revista a las fuerzas en conflicto mediante el siguiente examen: Del lado protestante la confusión es extrema. Desde la muerte de Lutero (1546), no ha surgido ningún sucesor que se ponga a la cabeza del movimiento. Melanchton aparecía a los ojos de muchos de sus correligionarios como un vacilante, un criptocatólico. Flavio Ilírico es un revolucionario declarado. Entre muchos pastores protestantes hay que lamentar desenfrenos, saqueos, y crímenes de todo tipo. En el sector católico igualmente se combinan muchos males: ignorancia de la gente y del clero, relajamiento monástico generalizado, iglesias devastadas, fieles vacilantes, tibios o amedrentados.

 

   Primera reacción jesuítica: enseñanza y predicación. El 26 de noviembre de 1549, Canisio imparte su primer curso universitario sobre los sacramentos. Los sermones al pueblo se multiplican con éxito. El año siguiente se inaugura el colegio de Viena. El infatigable Canisio predica a las gentes del campo. Su reputación es tal que se libra por poco de ser promovido como arzobispo de la capital austríaca. ¿Desempeñó las funciones de administrador diocesano? Es muy probable. Pero de modo inmediato será otro el trabajo que va a acaparar todas sus energías: Escribir un Catecismo.

 

   La idea proviene de una simple constatación: la urgente necesidad de una catequesis (instrucción religiosa) estructurada. Recuérdese el De catequizándis rúdibus de San Agustín, redactado en el año 400. En 1555 aparece un librito con un título interminable: Suma de la doctrina cristiana presentada en forma de preguntas y respuestas y publicada por primera vez, para uso de la infancia cristiana, por orden y autoridad de su Majestad el rey de los Romanos, de Hungría y de Bohemia, archiduque de Austria.

 

   Primitivamente redactado en latín y traducido en seguida al alemán, el manual original alcanza rápidamente un gran éxito y se multiplica en libritos especializados, según la siguiente distribución:

1555: Suma de la doctrina cristiana (222 preguntas), para los colegiales mayores y los estudiantes.

1556: Catecismo menor (59 preguntas), a menudo junto a la cartilla, para uso de los principiantes.

1557: Catecismo mediano (122 preguntas), el de mayor difusión entre la gente.

 



   Naturalmente, los protestantes reaccionaron en seguida y con gran energía. El tímido Melanchton califica al autor de “cínico” (perro). El luterano Johann Wigand se hace eco de este insulto y ataca al adversario: “Canisio es un perro que desgarra a dentelladas las sagradas escrituras y las coge por los pelos. Su catecismo es un sable que atraviesa las almas, las mata y se las presenta al diablo”.

 

  Diecisiete años después de la muerte de su autor, el jesuita Mateo Arder pone las cosas en su sitio:

“El bien realizado por el catecismo de Canisio, es inmenso. Se les explica a los jóvenes, se comenta en las iglesias, en las escuelas, en los colegios, en las universidades. Su autor sigue hoy hablando en múltiples lenguas: alemán, eslavo, italiano, francés, español, polaco, griego, húngaro, danés, inglés, escocés, e incluso en hindú y japonés. Su redactor ya puede ser llamado con toda justicia Doctor de las Naciones”.

 

   De hecho, las estadísticas hablan por sí solas al mostrar el récord de reediciones de que hay constancia: doscientas en vida del autor, más de cuatrocientas cincuenta en total.

 

   Detengámonos ahora en una de las más conocidas dietas en las que Canisio participará, la dieta de Worms de 1557. Los diálogos se inauguran el 11 de septiembre de 1557. Melanchton (60 años), jefe de filas protestante, se muestra ofensivo hasta el insulto: “Nosotros rechazamos todas las herejías y principalmente las decisiones impías del pretendido concilio de Trento”.

 

   Líder católico, Canisio subraya las divisiones luteranas y hace una pregunta con trampa que va a sembrar el desconcierto en el campo protestante: “¿Condenáis los errores de Calvino, Zwinglio, Ilírico?”. En vista de las respuestas evasivas de sus correligionarios, Melanchton monta en cólera, y finalmente provoca la disolución de la asamblea. En estas circunstancias, Canisio no tiene dificultades para establecer el siguiente balance: 1) Ante sus interlocutores desunidos, los católicos aparecen unidos; 2) Debido a sus variaciones, las diversas iglesias protestantes caen en el descrédito; 3) Los católicos recuperan y consolidan sus posiciones en toda Alemania”.

 

   Nombrado provincial de la Alta-Germania (Alemania, Austria y Bohemia) en 1556, el responsable multiplica sus predicaciones que conocen un éxito esplendoroso. Un sermón de 1559 expresa sin ambages la lúcida visión del predicador acerca de la decadencia alemana. Los fieles de la diócesis de Augsburgo tienen que escuchar esas duras verdades. Ante este apostolado resplandeciente, se intensifican los ataques luteranos. Entre sus oleadas tumultuosas, destacamos el panfleto publicado en 1562 por el predicador Jerónimo Rauscher. El título mismo del folleto nos habla del tono que presenta: “Cien mentiras papistas groseras, desvergonzadas, sebosas, cebonas y pestilentes, por medio de las cuales, los llamados papistas defienden los artículos principales de su doctrina”.

 

   Con calma y con mesura, Canisio responde por medio de preguntas vivas, acuciantes, actuales. El maestro interpela con educación al adversario, sin descender nunca al nivel de los insultos recibidos de éste.

 

   En 1565, Francisco de Borja, tercer general de los jesuitas, nombra a su compañero Pedro “visitador general de la Alta y Baja Alemania y de las Provincias renanas”. Cada vez más, el titular de dicho cargo se va convirtiendo en el alma de la Acción católica del centro de Europa.

 

   En 1581, a la edad de sesenta años, Canisio recibe felicitaciones, pero también el traslado a un nuevo destino. De modo lacónico, la “obediencia” (orden de misión) que recibe, le asigna esta nueva tarea: “viajar a Friburgo para fundar allí el colegio de Saint-Michel”. Sin rechistar lo más mínimo, con una obediencia perfecta, parte hacia esta capital del cantón helvético, situada a mitad de camino entre Lausana y Berna (que distan cien kilómetros entre sí). Allí se va a integrar hasta el punto de convertirse, durante los dieciséis años que le restan por vivir, en el más célebre ciudadano de honor.

 



   Desde su residencia en Friburgo, el anciano jesuita escribe a muchos de sus amigos: Claudio Aquaviva, general de los jesuitas; Francisco Bonomio, nuncio apostólico; Carlos Borromeo, nombrado visitador en Suiza; Francisco de Sales, misionero en Chablais. Tras cuatro meses de cruel enfermedad -hidropesía complicada con un fuerte catarro-, el santo religioso muere el 21 de Diciembre de 1597. A propósito de este enfermo modelo, su enfermero anota en el cuaderno médico: “Nunca pide un alivio, abandonándose totalmente a sus superiores”.

 

   Alemania y Suiza se muestran sumamente agradecidos a su intrépido evangelizador que supo evitarles el caer totalmente en el luteranismo. Todavía hoy, el estudio teológico de Innsbruck, capital del tirol austríaco, lleva el nombre de “Canísium”. La sociedad de ayuda al clero funciona bajo la protección de este segundo apóstol de Alemania. Friburgo no le va a la zaga en esta gratitud activa. Visitadores y peregrinos pueden acceder al colegio Saint-Michel, que domina toda la ciudad, por las “escaleras de Pedro Canisio”.

 

   ¿Con qué quedarnos de esta maravillosa herencia, casi cuatro siglos después de la muerte del apóstol? Sin dudarlo un instante, propongo esta oración:

“Señor, tú sabes en qué medida y cuántas veces me has confiado Alemania, de la que sigo preocupándome y por la que deseo morir. Tú eres quien -al igual que en Suiza- me ordena beber en la fuente de tu corazón abierto. ¡Oh Salvador mío!”


 


   Estando en Friburgo el 21 de diciembre de 1597, después de haber rezado el santo Rosario, exclamó lleno de alegría y emoción: “Miradla, ahí está. Ahí está”. Y murió. La Virgen Santísima había venido para llevárselo al cielo.

 

   El Sumo Pontífice Pío XI, después de canonizarlo, lo declaró Doctor de la Iglesia, en 1925.


 

JOSÉ MARÍA RIPOLL RODRÍGUEZ. En Revista Arbil, Nº 61.

 

ORACIÓN


   Oh Dios, que confirmaste con tu virtud y doctrina al Santo Confesor Pedro Canisio, para defender la fe católica: concede bondadoso que sus ejemplos y consejos, tornen a la salud a los que vagan lejos de ella, y los espíritus de los fieles perseveren en la confesión de la verdad. Por J. C. N. S.

 

domingo, 20 de abril de 2025

DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS.

 


 

   Según hemos dicho, la Muerte de Cristo, como la de los demás hombres, consistió en la separación del alma y el cuerpo; pero la Divinidad estaba tan indisolublemente unida a Cristo hombre que, por más que se separaran entre sí cuerpo y alma, siguió perfectísimamente vinculada al alma y al cuerpo; por consiguiente, el Hijo de Dios permaneció con el cuerpo en el sepulcro, y descendió con el alma a los infiernos.

 




   Cuatro fueron los motivos por los que Cristo bajó al infierno con el alma.

 

   Primero para sufrir todo el castigo del pecado, y así expiar por completo la culpa. El castigo del pecado del hombre no consistía sólo en la muerte del cuerpo, sino que había también un castigo para el alma: como también ésta había pecado, también el alma misma era castigada careciendo de la visión de Dios, pues aún no se había dado satisfacción para liquidar esta carencia. Por eso, antes del advenimiento de Cristo, todos, incluso los santos padres, bajaban al infierno luego de su muerte. Cristo, pues, para sufrir todo el castigo asignado a los pecadores, quiso no sólo morir, sino además descender al infierno en cuanto a su alma. “He sido contado entre los que descienden al lago; he venido a ser como hombre sin socorro, libre entre los muertos” (Ps 87, 5-6). Los otros se encontraban allí como esclavos; Cristo, como libre.

 


   El segundo motivo fue para auxiliar de manera perfecta a todos sus amigos. Efectivamente, tenía amigos no sólo en el mundo, sino también en el infierno. En este mundo hay algunos amigos de Cristo, los que tienen el amor; pero en el infierno se encontraban muchos que habían muerto en el amor y la fe del que había de venir, como Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, David y tantos otros varones justos y perfectos. Puesto que Cristo había visitado a los suyos que estaban en el mundo, y había acudido en su auxilio por medio de su Muerte, quiso también visitar a los suyos que se hallaban en el infierno, y acudir en su auxilio bajando a ellos. “Penetraré en todas las partes inferiores de la tierra, visitaré a todos los que duermen, e iluminaré a todos los que esperan en el Señor” (Eccli 24, 45).

 


   El tercer motivo fue para triunfar por completo sobre el diablo. Uno triunfa por completo sobre otro cuando no solamente lo vence a campo abierto, sino que incluso le invade su propia casa, y le arrebata la sede de su reino y su palacio. Cristo ya había triunfado sobre el diablo, y en la Cruz lo había derrotado: “Ahora es el juicio del mundo, ahora el príncipe de este mundo (es decir, el diablo) será echado fuera” (Jn 12, 31). Por eso, para triunfar por completo, quiso arrebatarle la sede de su reino, y encadenarlo en su palacio, que es el infierno. Por eso bajó allá, y saqueó sus posesiones, y lo encadenó, y le arrancó su botín. “Despojando a los Principados y Potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en Sí mismo” (Col 2, 15).

 

   De forma parecida también; puesto que Cristo había recibido potestad, y tomado posesión sobre el cielo y sobre la tierra, quiso asimismo tomar posesión del infierno, de modo que, según las palabras del Apóstol, “al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el infierno” (Philp 2, 10). “En mi nombre expulsarán los demonios” (Mc 16, 17).

 


   El cuarto y último motivo fue para librar a los santos que se encontraban en el infierno. Así como Cristo quiso sufrir la muerte para librar de la muerte a los vivos, así también quiso bajar al infierno para librar a los que allí estaban. “Tú también por la sangre de tu alianza hiciste salir a tus cautivos del lago en que no hay agua” (Zach 9, 11). “Seré, muerte, tu muerte; seré, infierno, tu mordisco” (Os 13, 14).

 

   En efecto, aunque Cristo destruyó por completo la muerte, no destruyó por completo el infierno, sino que le dio un bocado, pues no libró del infierno a todos. Libró sólo a los que se hallaban sin pecado mortal y sin pecado original: de éste último habían quedado libres en cuanto a su persona por medio de la circuncisión, y antes de la circuncisión, los desprovistos de uso de razón que se habían salvado en virtud de la fe de unos padres creyentes, y los adultos por medio de los sacrificios y en virtud de la fe en el Cristo que había de venir; todos ellos se encontraban en el infierno a causa del pecado original de Adán, del que únicamente Cristo podía librarlos en cuanto a la naturaleza. Dejó, pues, allí a los que habían bajado con pecado mortal, y a los niños no circuncidados. Por eso dice: “Seré, infierno, tu mordisco”.

 


   Queda así claro que Cristo descendió a los infiernos, y por qué (1).

 

(1) En la Summa Theologiae (III, q. 52), Santo Tomás es más explícito. Cristo, bajando a los infiernos, sacó de allí a los santos padres que sólo estaban excluidos del cielo por el reato de la pena del pecado original; no libró a los condenados que habían muerto en pecado mortal; a los niños muertos en pecado original no los libró del estado de pura felicidad natural en que se encontraban, concediéndoles la visión; y no hay razón para asegurar que, por la bajada de Cristo a los infiernos, todos los que se hallaban en el purgatorio hayan sido librados de él.

 


   De todo lo expuesto podemos sacar cuatro enseñanzas.

 

   En primer lugar, una firme esperanza en Dios. Por muy abrumado que se encuentre un hombre, siempre debe esperar su ayuda y confiar en Él. No hay situación tan angustiosa como estar en el infierno. Por consiguiente, si Cristo libró a los suyos que estaban allí, todo hombre, con tal que sea amigo de Dios, debe tener gran confianza de ser librado por Él de cualquier angustia. “Ésta (la Sabiduría) no desamparó al justo vendido..., y descendió con él al hoyo, y en la prisión no lo abandonó” (Sap 10, 13-14).   Y como Dios ayuda especialmente a sus siervos, muy tranquilo debe vivir quien sirve a Dios. “Quien teme al Señor de nada temblará, ni tendrá pavor, porque él mismo es su esperanza” (Eccli 34, 16).

 

   En segundo lugar, debemos caminar en temor y no ser temerarios; pues, aunque Cristo padeció por los pecadores, y descendió al infierno, sin embargo, no libró a todos, sino sólo a aquellos que no tenían pecado mortal, según hemos dicho. A los que habían muerto en pecado mortal, los dejó allí. Por tanto, nadie que muera en pecado mortal espere perdón. Al contrario, estará en el infierno tanto tiempo como los santos padres en el paraíso, es decir, para siempre. “Irán éstos al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna” (Mt 25, 46).

 


   En tercer lugar, debemos tener diligencia. Cristo descendió a los infiernos por nuestra salvación, y nosotros también hemos de ser diligentes en bajar allá con frecuencia —mediante la consideración de aquellos tormentos, se entiende—, conforme hacía el santo varón Ezequías, que canta: “Yo dije: en medio de mis días bajaré hasta las puertas del infierno” (Is 38, 10). Pues quien desciende allá frecuentemente en vida con el pensamiento, no es fácil que descienda al morir, porque tal pensamiento aparta del pecado. En efecto, vemos que los hombres de este mundo se guardan de cometer delitos por miedo al castigo temporal; por consiguiente, ¡cuánto más ha de guardarse por miedo al castigo del infierno, que es mayor en duración, intensidad y número de tormentos! “Acuérdate de tus postrimerías, y no pecarás jamás” (Eccli 7, 40) (2)

 

(2) El Concilio de Trento (1551) definió que es verdadero y provechoso dolor la detestación de los pecados por temor a la pérdida de la eterna bienaventuranza y el merecimiento de la eterna Condenación. Es el dolor imperfecto o de atrición.

 

   En cuarto lugar, recibimos una lección de amor. Si Cristo descendió a los infiernos para librar a los suyos, también nosotros debemos bajar allá para ayudar a los nuestros. Ellos por sí solos nada pueden; por tanto, debemos ayudar a los que se hallan en el purgatorio. Demasiado insensible sería quien no auxiliara a un ser querido encarcelado en la tierra; más insensible es el que no auxilia a un amigo que está en el purgatorio, pues no hay comparación entre las penas de este mundo y las de allí. “Compadeceos de mí, compadeceos de mí siquiera vosotros mis amigos, porque la mano del Señor me ha tocado” (Job 19, 21). “Es santo y piadoso el pensamiento de rogar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados (2 Mach 12, 46).

 


   De tres maneras principalmente, según dice Agustín, se les puede auxiliar: con Misas, con Oraciones y con Limosnas. Gregorio añade una cuarta, el Ayuno. No es extraño: también en este mundo una persona puede dar satisfacción por otra. Todo ello hay que entenderlo únicamente de los que están en el purgatorio (3).

 

(3) La existencia del purgatorio y la posibilidad de ayudar a las almas que allí se encuentran por medio de sufragios, fueron definidas por el Concilio II de Lyon (1274), el Florentino(1439) y el Tridentino (1547).